L condestable de Montmorency continuaba en la cámara de Diana de Poitiers y le hablaba con acento tanto más altanero, brusco e imperioso, cuanto más dulce y afable se mostraba ella.
—¡Por el infierno! —decía el condestable—. En resumidas cuentas, es vuestra hija, y tenéis sobre ella los mismos derechos y la misma autoridad que el rey: exigid, pues, que se efectúe el casamiento.
—Pero, amigo mío —suplicaba Diana—; comprended que si hasta aquí no la traté con ternura de madre, no puedo imponerle la autoridad de tal, que no puede herir quien antes no ha acariciado. Sabéis perfectamente que la señora de Angulema y yo nos hemos tratado con frialdad glacial, y que, a pesar de haber iniciado ella las atenciones, hemos continuado viéndonos muy de tarde en tarde. Por otra parte, ella ha sabido conquistarse una influencia personal grandísima en el ánimo del rey, tanto, que a estas fechas, si he de decir lo que siento, no me atrevería a apreciar cuál de las dos es más poderosa. Lo que exigís de mí amigo mío, es muy difícil, por no decir imposible. En vuestro lugar, yo renunciaría a ese proyecto de casamiento y buscaría otra alianza más brillante. El rey ha prometido a Carlos de Mayenne la mano de la niña Juana; creo que sin dificultad conseguiríamos para vuestro hijo la de la niña Margarita.
—¡Mi hijo duerme en cama, no en cuna! —replicó el condestable—. ¿Queréis decirme cómo puede contribuir al esplendor y fortuna de mi Casa una niña que principió a balbucear ayer? La señora de Castro, por el contrario, como acabáis de observar muy bien, ejerce una influencia decidida en el ánimo del rey, y he aquí por qué quiero que sea mi nuera. ¡Ira de Dios! Es bien extraño que cuando un caballero que ostenta el título del primer barón de la cristiandad se digna descender ante una bastarda, para contraer un matrimonio desigual, le salgan al paso tantos obstáculos y dificultades. Señora, por algo sois la manceba de nuestro rey, y por algo soy yo vuestro amante: a pesar de la señora de Castro, a pesar del pimpollo que adora, y a pesar del rey mismo, quiero que se realice ese matrimonio: lo quiero.
—Está bien, amigo mío —contestó con dulzura Diana de Poitiers—. Yo me encargo de lo posible, y hasta lo imposible, para que consigáis vuestro deseo. ¿Qué más puedo deciros? Pero al menos sed más amable conmigo y no me habléis con ese tono tan áspero.
Los delicados labios de la bella duquesa rozaron la barba gris y áspera del viejo condestable, que se dejó acariciar gruñendo.
Sería imposible explicar aquella pasión extraña y anormal, no atribuyéndola a una depravación singular de la famosa favorita, que prefería a un rey joven, agraciado y fino que la idolatraba, un viejo barbudo que la trataba con dureza. Y que las brusquedades de Montmorency contrastaban con las galanterías de Enrique II, y ella encontraba mayores encantos en quien la maltrataba que en el hombre que la prodigaba entusiastas adoraciones. ¡Capricho monstruoso de un corazón femenino! Anne de Montmorency no era espiritual, ni tenía talento, y gozaba justa fama de avaro y de ambicioso. Los horribles suplicios que infligió a la ciudad de Burdeos habíanle dado general y odiosa celebridad. Bravo lo era, sí, como la mayor parte de los nobles de su tiempo, pero es lo cierto que nunca fue afortunado en las batallas en que tomó parte. Asistió a las victorias de Rávena y de Marignan, sin tener mando todavía, y no supo distinguirse; en la batalla de La Bicoque, donde mandaba un regimiento de suizos, se dejó acuchillar a sus fuerzas, y en la de Pavía fue hecho prisionero. Vino a poner digno remate a sus hazañas como general la tristemente celebre jornada del día de San Lorenzo. De su ilustración militar únicamente diremos que corría parejas con sus dotes de mando. Sin el favor de Enrique II, inspirado, a no dudar, por Diana de Poitiers, habría permanecido siempre en un lugar muy secundario, tanto en los Consejos como en la guerra, y a pesar de todo, Diana le amaba, le mimaba y era su esclava sumisa. La manceba de un rey poderoso, ilustrado y joven, se arrastraba a los pies de un soldadote brutal y ridículo.
Llamaron discretamente a la puerta en aquel instante, y previo permiso de la de Poitiers, entró un paje para anunciar que el vizconde de Exmés imploraba con vivas instancias el favor de ser recibido al punto, para conferenciar con la duquesa sobre asuntos de gravedad extrema.
—¡El amante correspondido! —gruñó el condestable—. ¿Qué querrá de ti, Diana? ¿Vendrá por ventura a pedirte la mano de tu hija?
—¿Le recibo? —preguntó con humildad la favorita del rey.
—¡Sin duda alguna! Su llegada aquí puede serviros de algo. Pero que espere un momento, que todavía conviene que cambiemos algunas palabras para ponernos de acuerdo.
Diana de Poitiers transmitió las órdenes del condestable al paje.
—La visita del vizconde de Exmés, Diana —repuso el condestable—, parece indicar que se le han presentado dificultades que no esperaba, y estas dificultades le habrán creado una situación desesperada, cuando recurre a un medio tan extremo. Préstame, pues, atención, y si sigues al pie de la letra mis instrucciones, pudiera ser que tú intervención cerca del rey, intervención que desde luego conceptúo arriesgada y expuesta a un fracaso, sea ya completamente inútil. Sea lo que sea lo que el vizconde solicite de ti, niégaselo; si te pide consejos, si te ruega que le indiques una dirección, encamínale a la opuesta por la que le convenga. Si él desea que le contestes un Sí, dile rotundamente No, y si desea un No, le darás un Sí. Trátale con desdén, con altanería, con desprecio, cual cuadra a la digna hija del hada Melusina[9], de quien descendéis, al parecer, los Poitiers. ¿Me has comprendido bien, Diana? ¿Cumplirás lo que acabo de decirte?
—Punto por punto, querido condestable.
—Pues, entonces, auguro que los asuntos del galán van a embrollarse un poco. ¡Pobrecillo! ¡Meterse tan inocentemente en las fauces de la… —iba a decir de la hiena, pero conteniéndose a tiempo, prosiguió— de los lobos! Te dejo, Diana, seguro que has de dar buena cuenta de ese cándido pretendiente. Hasta la noche.
Se dignó dar un beso en la frente a Diana y salió. Inmediatamente introdujeron por otra puerta a Gabriel.
Este hizo a Diana un saludo respetuoso, que fue correspondido con otro de extrema impertinencia; pero Gabriel que se había armado de todo su valor para acometer el desigual combate que presumía que habría de entablarse entre la pasión ardiente y la vanidad helada, comenzó diciendo con bastante calma:
—Señora: la misión que me trae a vuestra presencia es, sin duda alguna, atrevida e insensata; pero se presentan a veces en la vida circunstancias tan graves, tan supremas, tan solemnes, que nos obligan a salir del círculo de las conveniencias ordinarias y de los escrúpulos habituales. En una de esas espantosas crisis del destino me encuentro yo, señora. El hombre que os habla viene a poner su vida en vuestras manos, y si vos, sorda a la voz con la piedad, la dejáis caer, mi vida se quebrará, se hará en pedazos.
Diana de Poitiers no pronunció palabra ni hizo gesto que pudiera alentar al joven. Con la barbilla apoyada sobre la palma de la mano y el codo sobre la rodilla, ligeramente inclinado el busto hacia adelante, miraba con fijeza y expresión de fastidio enojoso a Gabriel.
—Señora —repuso nuestro amigo, tratando de sacudir la dolorosa influencia que en su alma ejercía el afectado silencio de la dama—; sabéis, o acaso ignoráis que amo a la señora de Castro: la adoro con pasión profunda, ardiente, irresistible.
Los labios de Diana de Poitiers se plegaron, dibujando una sonrisa de indiferencia que parecía querer decir:
—¿Y a mí qué me importa?
—Si os hablo de este amor que me llena el alma, señora, es para significaros que puedo comprender, excusar y hasta admirar la ciega fatalidad y las exigencias implacables de la pasión. Lejos de Condenarlas, como el vulgo, de disecarlas, como los filósofos, de reprobarlas, como los sacerdotes, me postro de rodillas ante ellas y las adoro, porque opino que la pasiones son un reflejo de Dios, hacen más puro, más grande, más sublime el corazón donde penetran.
Diana de Poitiers varió de actitud: entornó los párpados y se arrellanó negligentemente en el sillón pensando:
—¿Adónde irá a parar con su sermón?
—He dicho lo bastante para que os persuadáis, señora, de que, para mí, el amor es santo, es omnipotente. Si hoy viviera el marido de la señora de Castro, no por eso dejaría yo de amarla, no intentaría siquiera vencer un instinto que tengo por irresistible, que únicamente los amores falsos pueden ser domados, y el amor verdadero ni se evita ni se manda. Vos misma, señora, escogida y adorada por el rey más grande de la tierra, no podíais ser excepción de la regla general, no estáis libre de contagio de una pasión sincera, y si esta hubiese penetrado en vuestro corazón, y vos no hubierais tenido fuerzas parar resistirla, yo os compadecería, os envidiaría, pero no os condenaría jamás.
El mismo silencio, por parte de la señora de Valentinois, cuyo rostro no dejó traslucir más que cierta expresión de asombro burlón.
—Se enamora un rey, ¡nada más natural!, de vuestra admirable hermosura —prosiguió Gabriel con mayor calor, como si quisiera ablandar aquel pecho de bronce, comunicándole las llamas que inflamaban el suyo—. El amor del rey os conmueve, desearías corresponder a la pasión del que os adora, ¿pero se sigue de aquí que vuestro corazón haya de obedeceros por necesidad? ¡No! A la par que el rey, se presenta un apuesto caballero, valiente y leal, que os ama, y la pasión del segundo, más obscura, es cierto, pero no menos inmensa y poderosa que la del rey, inflama vuestra alma hasta la que no logró llegar jamás el amor de un rey. ¿Por ventura no sois vos también reina, reina de la hermosura, de la misma manera que el rey que os adora lo es de sus Estados? ¿No os son comunes a los dos la igualdad, la independencia, la libertad? ¿Son, acaso, los títulos los que conquistan los corazones? ¿Quién es capaz de impediros que un día, una hora, cediendo a vuestra generosa fe, prefirierais el vasallo al señor? No seré yo por cierto quien, dando pruebas de no saber apreciar la nobleza de sentimientos, recrimine a Diana de Poitiers por haber amado, siendo la favorita de Enrique II, al conde de Montgomery.
Diana hizo un movimiento involuntario, se incorporó a medias y abrió sus rasgados ojos verdes y claros. Eran muy contadas las personas de la corte que conocieran aquel secreto, para que no le produjeran alguna sorpresa las bruscas declaraciones de Gabriel.
—¿Tenéis pruebas materiales de ese amor? —le preguntó con cierta inquietud.
—Tengo certeza moral, señora; nada más, pero es bastante.
—¡Ah! —exclamó Diana, volviendo a su actitud desdeñosa—. Si no es más que eso… no tengo inconveniente en confesaros la verdad: he amado al conde de Montgomery. ¿Qué más queréis de mí?
Difícil era la situación de Gabriel, porque nada sabía a ciencia cierta y había de avanzar entre tinieblas y conjeturas, pero esto no obstante, prosiguió así:
Habéis amado al conde Jacobo de Montgomery, y me atreveré a añadir que amáis todavía su recuerdo, porque… hablaré claro… si desapareció del mundo, a vos lo debió. Pues bien: en su nombre vengo, señora, a formular una pregunta que os ha de parecer harto audaz, pregunta que, si os dignáis contestarla, no ha de producir otros efectos que un tesoro de gratitud y de adoración hacia vos en mi corazón. De vuestra respuesta depende mi vida, y si no me la negáis, vuestro seré eternamente en cuerpo y en alma, y no desdeñéis mi escaso valor, pues hay ocasiones en que el poder más sólido necesita de un brazo y de un corazón decididos, señora.
—Terminad, caballero —dijo la duquesa—; lleguemos ya a esa terrible pregunta.
—Necesito arrodillarme a vuestras plantas para hacerla, señora —contestó Gabriel cayendo de rodillas—. ¿Fue el año de mil quinientos treinta y ocho cuando amasteis al conde de Montgomery?
—Puede —contestó secamente Diana—. ¿Qué más?
—¿Fue en enero de mil quinientos treinta y nueve cuando desapareció el conde de Montgomery y en mayo del mismo año cuando nació Diana de Castro?
—Sí.
—Pues bien, señora —repuso Gabriel con voz que apenas se podía oír—. He aquí el secreto cuyo esclarecimiento vengo a implorar de vos, el secreto del cual depende mi suerte, y que morirá, lo juro, en mi pecho, si tenéis la dignación de descubrírmelo. Delante del crucifijo que veo sobre vuestra cabeza os lo juro, señora: me arrancarán la vida antes que la confianza que en mí depositéis. Además: aun cuando yo quisiera abusar de ella, siempre podríais desmentirme y os darían más crédito que a mí, puesto que no he de pediros prueba alguna, sino sencillamente vuestra palabra. Señora, ¿es Jacobo de Montgomery el padre de Diana?
—¡Ah! —exclamó Diana con risa burlona—. Temeraria es, en efecto, la pregunta, caballero; tan temeraria, que ya no me sorprende el largo preámbulo que la ha precedido. Tranquilizaos, sin embargo, mi querido señor, que aunque osada en demasía, no ha despertado mi enojo contra vos. Me habéis interesado como un enigma, y aún me interesáis, porque, a la verdad, ¿qué puede importaros que Diana sea hija del rey o del conde? El rey pasa por su padre, y esto debe bastar a vuestra ambición, si es que sois ambicioso. No comprendo por qué intentáis mezclaros en interioridades que no deben interesaros ni a qué obedece vuestra extraña pretensión de interrogar el pasado. Vuestra actitud reconoce una causa: ¿tenéis inconveniente en explicármela?
—Tengo, en efecto, mis razones, pero os ruego que no me las preguntéis, señora.
—¡Muy bien! ¿Conque queréis guardar vuestro secreto y que yo os revele el mío? ¡No me parece mal! El trato, si para mí no, al menos para vos sería ventajoso.
Gabriel descolgó el crucifijo de marfil que coronaba el reclinatorio de encina tallada colocado a espaldas de Diana.
—Juradme por vuestra salvación eterna, señora —le dijo—, que no revelaréis a nadie lo que voy a deciros, ni abusaréis de mi secreto en contra mía.
—¿A qué viene ese juramento?
—Me consta que sois buena cristiana, y si me juráis por vuestra salvación eterna, os creeré.
—¿Y si me niego a jurar?
—Sellaré mis labios, señora, y vos quedaréis con el remordimiento de haberme negado la vida.
—¿Sabéis, caballero, que picáis de un modo singular mi curiosidad de mujer? Sí; el misterio de que os rodeáis tan trágicamente me atrae, lo confieso. Habéis obtenido sobre mi imaginación un triunfo completo, no me duele confesarlo, y eso que nunca creí que fuera empresa fácil intrigarme como me habéis intrigado. Os prevengo que, si juro, es con el exclusivo objeto de saber más a vuestro respecto: pura curiosidad y nada más.
—También yo os suplico con objeto de saber, pero mi curiosidad es la del acusado que espera su sentencia de muerte. ¡Curiosidad amarga y terrible! En fin: ¿tenéis la bondad prestar el juramento que os pido, señora?
—Dictadme las palabras y las repetiré, caballero.
Gabriel dictó y Diana repitió lo siguiente:
Por mi salvación, tanto en esta como en la otra vida, juro no descubrir a nadie en el mundo el secreto que vais a revelarme, no utilizarlo en forma alguna que pueda perjudicaros y obrar en todo como si lo hubiese ignorado y como si continuase ignorándolo.
—Bien, señora: principio dándoos las gracias por esta prueba primera de Condescendencia. Y cumplido este deber elemental, pronunciaré dos palabras que bastarán para que lo comprendáis todo: Me llamo Gabriel de Montgomery y fue mi padre Jacobo de Montgomery.
—¡Vuestro padre! —exclamó Diana poniéndose en pie, conmovida y estupefacta.
—De suerte —continuó Gabriel— que si Diana de Castro es hija del Conde, la mujer a quién yo amo, o creo amar apasionadamente, es mi hermana.
—¡Ah…! ¡Comprendo… comprendo! —dijo Diana de Poitiers reponiéndose algún tanto—. ¡He aquí —pensó— lo que salva al condestable!
—Ahora, señora —añadió Gabriel, pálido, pero con voz entera—, ¿me otorgaréis la gracia de jurar sobre este crucifijo que Diana de Castro es hija del rey Enrique II? ¿No respondéis? ¡Ah…! ¿Por qué calláis, señora?
—Porque no puedo pronunciar ese juramento.
—¡Dios mío…! ¡Dios mío…! ¡Diana es hija de mi padre!
—¡Yo no digo tal, ni lo diré nunca! —exclamó Diana de Poitiers—. Diana de Castro es la hija del rey.
—¿Es cierto, señora? ¡Oh! ¡Qué buena sois! Pero, perdonad. Intereses personales pueden moveros a hablar así. ¡Jurad, señora, jurad! ¡Jurad en nombre de vuestra hija, que os bendecirá como yo!
—No juro. ¿Por qué había de jurar?
—¡Señora… por curiosidad, sencillamente por satisfacer vuestra curiosidad acabáis de prestar un juramento análogo al que os pido; y ahora, cuando se trata de la vida de un hombre, cuando dos palabras vuestras pueden sacar dos destinos de la tenebrosa sima de la duda, preguntáis que por qué habéis de jurar!
—Repito, caballero, que no juraré —insistió Diana con fría resolución.
—Si yo me caso con Diana de Castro, y esta es mi hermana, ¿no creéis que el crimen caerá de lleno sobre vuestra cabeza?
—No, puesto que no he jurado ni juraré.
—¡Esto es horrible, espantoso! —exclamó Gabriel—. Tened presente, señora, que puedo publicar a los cuatro vientos que habéis sido la amante del conde de Montgomery, que hicisteis traición al rey, y que yo, hijo del conde, tengo certeza plena de vuestro delito.
—Certeza moral, pero no pruebas —replicó con sonrisa maliciosa Diana, que había vuelto a adoptar su actitud altanera e impertinente—. Yo tendré el honor de desmentiros, caballero, y en nuestro desacuerdo, conforme habéis tenido la bondad de indicar vos mismo, cuando vos afirméis y yo niegue, me creerán a mí y no a vos. Añadid que nadie me impide decir al rey que habéis tenido la osadía de declararme un amor insolente, amenazándome con una campaña de calumnias si no cedía a vuestros bastardos deseos. En este caso, sin que yo os lo diga, comprenderéis que quedaríais irremisiblemente perdido, señor Gabriel de Montgomery… Pero dispensadme; tengo precisión de dejaros… Me habéis interesado mucho, pero mucho; declaro que vuestra historia es una de las más singulares.
—¡Oh! ¡Esto es infame! —gritó Gabriel, golpeándose la frente con los puños—. ¿Por qué sois mujer, o por qué soy yo caballero? ¡Pero tened cuidado, señora, os juro que no habéis jugado impunemente con un corazón ni con mi vida! ¡Ya que no me vengue yo, me vengará Dios y os castigará, porque lo que conmigo habéis hecho, repito que es infame!
El paje, a quien Diana había llamado, hizo su aparición en aquel momento: la favorita del rey saludó irónicamente a Gabriel y salió de la cámara.
—Decididamente el condestable es hombre fuerte —decía para sí Diana de Poitiers—. La fortuna es como yo: le ama… ¿Por qué diablos le amamos?
Gabriel salió con el paje, lleno de rabia y de dolor.