Capítulo XIII

VEN acá, Martín —decía Gabriel aquel mismo día y casi a la misma hora a su escudero—. Tengo precisión de hacer mi ronda y no volveré a mi casa hasta las dos. Dentro de una hora, irás a estacionarte al sitio de costumbre, donde esperarás a Jacinta, que te entregará una carta muy importante. Me la traerás sin perder un segundo. Si termino mi ronda antes de que vuelvas, yo iré a buscarte, y en caso contrario, espérame aquí. ¿Has comprendido?

—He comprendido, señor, pero quisiera pediros un favor.

—Habla.

—Haced que me acompañe un guardia, monseñor; os lo suplico.

—¿Acompañarte un guardia? ¿Qué nueva locura es esta? ¿Tienes miedo?

—Sí; tengo miedo —contestó Martín con acento lastimero—. Parece, señor, que la noche pasada cometí grandes calaveradas. Hasta aquí, yo era solamente borracho, jugador tramposo y quimerista, pero ahora soy también un libertino. ¡Libertino yo, a quien todo Artigues admiraba por la pureza de costumbres! ¡Aficionado a aventuras amorosas yo, cuyo candor de alma fue siempre proverbial! ¿Queréis creer, monseñor, que esta noche pasada he intentado cometer un rapto abominable? ¡Sí, señor; un rapto! He querido, a viva fuerza, raptar a la esposa del herrero Gorju… una beldad, según dicen. Por desgracia, o mejor dicho, por dicha, me han detenido, y gracias a que dije mi nombre y añadí que era escudero vuestro, no me he pasado la noche en la cárcel. ¡Soy un infame!

—Vamos a ver, Martín: ¿será que has soñado que cometiste esa nueva infamia?

—¡Soñado! ¡Leed el informe, monseñor! Yo lo he leído, y se me pusieron las orejas como la grana. Hubo tiempo en que creí que todas las atrocidades que cometía eran horribles pesadillas, o bien que el demonio se divertía tomando mi forma corporal para entregarse a iniquidades nocturnas y misteriosas, pero me habéis desengañado vos mismo, monseñor, y por otra parte, ya no veo al individuo a quien antes tomaba por mi sombra. También me ha desengañado el santo sacerdote a quien he entregado la dirección de mi conciencia. Ya no puedo dudar que el que viola todas las leyes humanas, el culpable, el criminal, el infiel, el malvado, soy yo, tal como me aseguran. Lo creo firmemente, y así habré de creerlo siempre. Semejante a la gallina que empolla de aves de rapiña, mi alma da calor a pensamientos honestos que se convierten en actos impíos, y toda mi virtud se traduce en crímenes. No me atreveré a decir a nadie más que a vos, señor, que estoy poseído, porque me quemarían vivo, pero es indudable que, en algunos momentos, llevo una legión de diablos dentro del cuerpo.

—No, mí pobre Martín —replicó Gabriel riendo—. Lo que te pasa es que, de algún tiempo a esta parte, te has aficionado a beber, y cuando has bebido más de lo justo, ves los objetos dobles.

—¡Pero si yo no bebo más que agua, monseñor, agua pura! ¡A no ser que el agua del Sena se me suba a la cabeza!

—Beberás agua sola, Martín, pero lo cierto es que una noche te cogieron borracho como una cuba.

—¡Ahí veréis, monseñor! Aquella noche me acosté y me dormí encomendando mi alma al Señor, me levanté por la mañana santo y virtuoso como me había acostado, fui a saludaros, y vos me dijisteis lo que había pasado: ¡juro por la salvación de mi alma que yo nada sabía! Lo propio sucedió la noche que hería a aquel guapo gendarme, y otro tanto esta noche pasada en que he cometido el infame atentado… Y es el caso que no me explico cómo puedo hacer esas cosas, pues hago que Geromo me encierre en mi cuarto y eche el cerrojo por fuera, y yo aseguro las maderas de la ventana con triple cadena de hierro, ¡pero como si no! Cuando me levanto por la mañana, me pregunto con terror: ¿Qué habré hecho, santo Dios, durante mis ausencias de la noche última? Y al momento voy a saberlo de vos o de los partes de las rondas, y corro luego a descargar mi conciencia a los pies del confesor, quien me niega la absolución que mis eternas recaídas hacen imposible. No encuentro consuelo más que ayunando y castigando mi culpable cuerpo con vigorosos disciplinazos, pero preveo que moriré impenitente y me condenaré.

—Yo quiero creer, Martín, que poco a poco cederán tus indómitos ardores y volverás a ser el Martín pacífico, honrado y virtuoso de otros tiempos. Mientras tanto, obedece a tu señor y cumple como bueno la comisión que acaba de encargarte. ¿Cómo quieres que mande a otro que te acompañe? Sabes muy bien que se trata de algo que debe permanecer secreto, y que tú sólo mereces mi confianza.

—Prometo hacer de mi parte cuánto pueda por daros gusto, monseñor, pero no respondo de mí.

—¡Diantre, Martín, eso es demasiado! ¿Por qué no respondes de ti?

—No perdáis la paciencia, señor, si tardo demasiado… porque a veces acontece que creo estar aquí cuando estoy allá, o se me figura que hago esto y en realidad hago aquello otro. No hace muchos días me impusieron una penitencia de treinta Padrenuestros y treinta Avemarías. Quise triplicar la dosis para que mi castigo fuese mayor, y permanecí, o mejor dicho, creí permanecer en la iglesia de San Gervasio, rezando y llevando la cuenta con las de mi rosario, durante dos horas o más. ¿Y qué pasó? Llegué a casa, y supe que, mientras creía estar en la iglesia, me habíais enviado con una carta y que yo había vuelto al momento con la contestación, y por si alguna duda me cabía, al día siguiente, la doncella Jacinta… ¡otra buena moza a fe mía!, me riñó porque el día anterior me había propasado con ella. Y esto mismo se ha repetido tres veces, monseñor; ¿cómo, pues, queréis que pueda responder de mí? ¡No, no! Yo no soy dueño de mí mismo, y aunque todavía el agua bendita no me quema los dedos, estoy seguro de que dentro de mi pellejo hay otro compañero que no es Martín Guerra.

—¡Bien, bien! —contestó Gabriel con cierta impaciencia—. Correré el riesgo. Yo no sé si en la ocasión a que te refieres estabas en la iglesia rezando Padrenuestros o en la calle de Froid-Manteau, pero sí que cumpliste hábil y fielmente la comisión que te encargué. De la misma manera cumplirás la de hoy, y por si hace falta estimular tu celo, añadiré que en la contestación has de traerme la felicidad o la desesperación.

—¡Ah, monseñor! No necesita estímulo mi felicidad, os lo juro, y si no fuera por esas diabólicas substituciones…

—¡Vaya! ¿Vamos a empezar de nuevo? —interrumpió Gabriel—. No puedo detenerte más; dentro de una hora saldrás tú, y cuidado con olvidar ninguna de mis instrucciones… ¡Ah… se me olvidaba! Sabes que estoy esperando con impaciencia que llegue Aloísa de Normandía; si viene mientras estoy fuera, le prepararás el aposento que está contiguo al mío y la recibirás como si fuese la dueña de la casa: ¿te acordarás?

—Sí, señor.

—Adiós, Martín. Prontitud, discreción, y sobre todo, presencia de ánimo.

Por toda contestación, Martín exhaló un suspiro, y Gabriel salió de su casa, que estaba situada en la calle de los Jardines. Dos horas después volvió, tal como había dicho, con la mirada distraída y el pensamiento preocupado. Vio a Martín, corrió a él, tomó la carta que esperaba con tanta impaciencia, despidió a su escudero con un gesto, y leyó lo que sigue:

Demos gracias a Dios, Gabriel: el rey ha cedido y seremos dichosos. Habrás sabido ya, que llegó el heraldo de Inglaterra, con la misión de declarar la guerra al rey de Francia en nombre de la reina María, y seguramente no ignoras que en Flandes se hacen grandes preparativos contra Francia. Estos sucesos, que tantos peligros encierran tal vez para Francia, son favorables a nuestro amor. Gabriel, puesto que han acrecentado considerablemente la influencia del joven duque de Guisa y disminuido en la misma proporción la del viejo Montmorency. Con todo, el rey estuvo un momento indeciso, pero le supliqué con vivas instancias, le dije que había tenido la dicha de volver a encontrarte, le ponderé tu nobleza, tu valor, tu lealtad, concluí por declarar tu nombre… con lo cual empeoró mi pleito… El rey, sin prometerme nada en concreto, me contestó que reflexionaría, que después de todo no eran tan apremiantes los intereses de Estado, que sería una crueldad comprometer mi dicha, que podría dar a Francisco de Montmorency una compensación con la cual habría de conformarse. Aunque nada me ha prometido, ten la seguridad de que amoldará su conducta a las insinuaciones que me hizo. ¡Oh! ¡Es muy bueno mi padre, Gabriel! No me cabe la menor duda de que llegarás a quererle como le quiero yo, porque lo merece, amigo mío, porque gracias a él, se realizarán nuestros deliciosos sueños de seis años. Te diría mucho más; ¡pero son tan frías las palabras escritas! Ven esta tarde a las seis, mientras celebran el Consejo, y Jacinta te conducirá a un sitio donde podremos hablar a solas por espacio de una hora larga de ese porvenir radiante que tantas dichas nos brinda. Preveo que la campaña de Flandes reclamará tus servicios, ¡pero cómo ha de ser! Fuerza será conformarse, y servir al rey, y… merecerme, caballerito, hacerse acreedor a la mano de la que tanto te ama… porque yo te amo con toda mi alma, sí; ¿a qué ocultarlo? No dejes de venir a la hora indicada, porque quiero saber si eres tan feliz como tu Diana.

—¡Oh, sí, muy feliz! —exclamó Gabriel en voz alta cuando terminó de leer la carta—. ¿Qué me falta ahora para que mi dicha sea completa?

—No será ciertamente la presencia de vuestra vieja nodriza —dijo Aloísa que había permanecido hasta entonces sentada, inmóvil y silenciosa, en la sombra.

—¡Aloísa! —gritó Gabriel, corriendo hacia ella con los brazos abiertos y abrazándola—. ¡Oh, sí, mi buena Aloísa! ¡Me hacías falta, mucha falta! ¿Cómo estás?… ¡Pero si no has variado nada…! ¡Otro abrazo, Aloísa, otro abrazo! Tampoco he variado yo, al menos no ha variado mi corazón, este corazón que tanto te quiere. Cree que tu tardanza principiaba a atormentarme: pregúntale a Martín. ¿Por qué has tardado tanto?

—Las últimas lluvias, monseñor, han interceptado los caminos de tal suerte, que de no haber desafiado todos los obstáculos, espoleada por vuestra carta, no habría llegado todavía.

—Bendigo tu decisión, Aloísa; te felicito y me felicito por haber desafiado todos los riesgos, porque, ¿puede ser completa la felicidad cuando uno no la hace extensiva a las personas queridas? ¿Ves esta carta que acabo de recibir? Es de Diana, de tu segunda hija, y me anuncia… ¿sabes qué me anuncia?, me anuncia que los obstáculos que se oponían a nuestra felicidad están en vísperas de desaparecer, que el rey no exige ya el matrimonio de Diana con Francisco de Montmorency, y que Diana me adora. ¡Me adora, sí, Aloísa, y tú estás a mi lado para participar de mi alegría! Dime: ¿no es esto el colmo de la dicha?

—¿Y si fuera preciso, monseñor —preguntó Aloísa con gravedad, con tristeza—, si fuera preciso renunciar a la señora de Castro?

—¡Imposible, mi querida nodriza! Ya ves cómo todos los obstáculos se allanan por sí mismos.

—Los obstáculos que emanan de los hombres, monseñor, pueden vencerse, pero no los que vienen de Dios. Sabéis cuanto os quiero, monseñor; sabéis que daría gustosa mi vida a trueque de evitaros la menor sombra de disgusto. Pues bien: si yo os dijese:

«Sin intentar saber las razones que me obligan a ello, es preciso que renunciéis a la señora de Castro, que dejéis de verla, que ahoguéis vuestro amor por todos los medios imaginables. Media entre vos y ella un secreto terrible, cuya revelación, os ruego, por vuestro propio interés, que no me pidáis… si yo os dijese esas palabras, suplicante y de rodillas, ¿qué me contestaríais, monseñor?».

—Si me pidieras la vida, Aloísa, te obedecería gustoso sin exigirte la razón del sacrificio; pero mi amor no depende de mi voluntad, está fuera del alcance de esta, porque también viene de Dios, nodriza.

—¡Perdonadle, Dios mío! —exclamó Aloísa juntando las manos— ¡blasfema, Señor, pero no sabe lo que dice! ¡Perdonadle!

—¡Me asustas, Aloísa! No hagas durar por más tiempo esta angustia mortal. ¡Por horrible que sea lo que tengas que decirme, o lo que quieras manifestarme, habla, por el Cielo, te lo suplico!

—¿Lo queréis así, monseñor? ¿Es preciso que revele el secreto que ante Dios juré guardar, pero que Dios mismo ordena hoy que no conserve por más tiempo? ¡Sea, monseñor! Os habéis engañado, es preciso que os hayáis engañado acerca de la naturaleza del afecto que os inspira Diana. No es un afecto que engendre deseos, no es un cariño que participe del fuego del amor, ¡oh, no!, sino un afecto puro, un cariño casto, un querer sublime, una necesidad imperiosa de proteger a Diana amistosa y fraternalmente, pero nada más.

—Estás en un error, Aloísa: la belleza arrebatadora de Diana…

—No estoy en un error —se apresuró a replicar Aloísa—. De ello no tardaréis en estar tan convencido como yo, monseñor, porque la prueba que voy a daros os parecerá tan evidente como me parece a mi misma. Sabed que, según todas las probabilidades, la señora de Castro… ¡valor, hijo mío!…, la señora de Castro es…, ¡ay!, vuestra hermana.

—¡Mi hermana! —exclamó Gabriel, saltando sobre su asiento y poniéndose en pie como movido por un resorte—. ¡Mi hermana! —volvió a gritar, como fuera de sí—. ¿Cómo es posible que sea hermana mía, la hija del rey y de la señora de Valentinois?

—Diana de Castro nació en mayo de mil quinientos treinta y nueve, ¿no es cierto, monseñor? El conde Jacobo de Montgomery, vuestro padre, desapareció en enero del mismo año ¿Sabéis a qué sospechas fue debida su desaparición? ¿Sabéis de qué crimen acusaban a vuestro padre? De ser el amante dichoso de Diana de Poitiers y el rival preferido del delfín, hoy rey de Francia. Cotejad las fechas, monseñor, y decidme qué inferís.

¡Santo Cielo! —exclamó Gabriel—. ¡Pero, veamos… veamos! —añadió, procurando reunir todas sus energías—. Mi padre fue acusado, dices; ¿pero existen pruebas de que la acusación fuera fundada? Diana nació cinco meses después de la muerte de mi padre; ¿pero qué prueba que no es hija del rey, que la adora como una hija?

—El rey puede engañarse, como puedo engañarme yo también, monseñor. Tened en cuenta que yo no he afirmado que Diana es vuestra hermana. Es probable que lo sea, o existe la posibilidad de que lo sea, si preferís que hable así; y si existe la posibilidad, ¿no estaba yo en el deber, ¡deber terrible!, de haceros la revelación que os he hecho? ¿Verdad que sí, desde el momento que, no haciéndola, jamás hubierais renunciado al amor de Diana? Ahora, sea vuestra conciencia el juez de vuestro amor, y Dios el Juez de vuestra conciencia.

—¡Oh! ¡Pero esta duda es mil veces más horrible que la certeza de la desgracia! ¿Quién disipará esa duda, Dios mío?

—Dos personas en el mundo, sólo dos han conocido ese secreto, monseñor, y, por tanto, sólo dos criaturas humanas habrían podido responderos: vuestro padre, sepultado en una tumba ignorada, y la señora de Valentinois, que no confesará jamás, según creo, que engañó al rey y que su hija no es hija del rey.

—¡Es verdad! —exclamó Gabriel—. Y de todas suertes, siempre resultará que, si no amo a la hija de mi padre, amo a la hija del asesino de mi padre. Es la persona del rey, es Enrique II en quien debo tomar venganza de la muerte de mi padre, ¿verdad, Aloísa?

—¡Sólo Dios puede saberlo!

—¡Por doquier confusión, tinieblas impenetrables por todas partes! ¡Oh!, ¡me volveré loco, Aloísa!, ¡pero no! —añadió con energía el joven—. ¡No quiero volverme loco todavía! Agotaré antes todos los medios que puedan conducirme al esclarecimiento de la verdad. Me presentaré a la duquesa de Valentinois, y le suplicaré que me revele su secreto, jurándole que jamás saldrá de mi pecho. Ella es cristiana, devota, y recabaré un juramento que sea garantía de su veracidad. Visitaré también a Catalina de Médicis, a cuya noticia algo habrá llegado seguramente, y finalmente veré a Diana, y puesta la mano sobre mi corazón, veré qué me dicen sus latidos. ¿Adónde no iría yo? Iría a la tumba de mi padre, Aloísa si supiese dónde encontrarla, y le llamaría con voz tan poderosa, que se levantaría de entre los muertos para contestarme.

—¡Pobre hijo mío! —murmuró Aloísa—. ¡Tan entero y valiente después de un golpe tan temible! ¡Tan animoso contra un destino tan cruel!

—Y acometeré la empresa sin perder un minuto, sin perder un instante —repuso Gabriel, como animado por un acceso de fiebre—. Son las cuatro: dentro de media hora estaré hablando con la gran senescala, una hora después con la reina, a las seis asistiré a la cita que me da Diana, y cuando esta noche vuelva a casa, Aloísa, es posible que haya levantado una punta del velo lúgubre de mi destino. ¡Hasta la noche!

—¿Nada puedo hacer para ayudaros en vuestra terrible empresa, monseñor?

—Sí, Aloísa: puedes rogar a Dios. Suplícale que me ilumine.

—Rogaré por vos y por Diana, monseñor.

—Pide también por el rey —contestó Gabriel con expresión sombría.

Y salió con paso precipitado.