Capítulo XII

SALÍA el condestable de Montmorency sumamente inquieto del salón del Consejo, cuando, en la gran galería del Louvre, Arnaldo de Thill, a quien en su preocupación no había visto, le llamó en voz baja.

—Monseñor… dos palabras…

—¿Qué hay? ¡Ah!… ¿Eres tú, Arnaldo? ¿Qué me quieres? ¡Te advierto que no estoy de humor para escucharte!

—Lo supongo: monseñor está de mal talante por el giro que toma el proyecto de matrimonio de la señora Diana con monseñor Francisco.

—¿Y cómo sabes tú eso, bellaco? ¡Pero a bien que me importa muy poco que lo sepa el mundo entero! El viento sopla ahora en favor de los Guisa; esa es la verdad.

—Mañana soplará en favor de los Montmorency —respondió el espía—. Si hoy fuera el rey el único enemigo de ese casamiento, mañana sería su amigo, pero es caso, monseñor, que se ha alzado un nuevo obstáculo que obstruye el paso, y este obstáculo es más grave que…

—¿Quién puede oponer un obstáculo más grave que la frialdad… mejor dicho, el disfavor manifiesto del rey?

—La señora de Angulema, por ejemplo.

—¿Has venteado algo por aquella parte, mi buen sabueso? —preguntó el condestable.

—¿En qué cree monseñor que he empleado los quince días transcurridos desde mi llegada?

—La verdad es que hace mucho tiempo que no he oído hablar de ti.

—Ni directa ni indirectamente, monseñor —contestó el espía con expresión de orgullo—. ¡Y eso que me regañáis a todas horas porque mi nombre figura con mucha frecuencia en los partes de las rondas de policía! No podéis quejaros de mí, monseñor, que en estas dos semanas últimas he trabajado con prudencia y sin ruido.

—Es cierto, y en verdad me ha maravillado que hayan pasado tantos días sin verme en la precisión de sacarte de algún enredo, tunante, porque te emborrachas cuando no juegas, y robas cuando no andas a cuchilladas.

—El héroe turbulento de estos quince días últimos no he sido yo, monseñor, sino cierto escudero del nuevo capitán de guardias, el vizconde de Exmés, llamado Martín Guerra.

—En efecto: ahora recuerdo que un Martín Guerra ha reemplazado a Arnaldo de Thill en los partes que todas las noches tengo que examinar.

—¿A quién recogió la otra noche borracho perdido la ronda?

—A Martín Guerra.

—¿Quien, a consecuencia de una disputa en el juego, nacida de no sé qué fullerías cometidas, propinó una estocada a un guapo mozo de los gendarmes del rey de Francia?

—Martín Guerra también.

—¿Y quién, en fin, fue sorprendido ayer en el acto de robar la mujer del herrero maese Gorju?

—El de siempre, Martín Guerra. Es un bribón digno de la horca. No valdrá mucho más que él su señor, el vizconde de Exmés, a quien te he mandado que vigiles, cuando le apoya y defiende, asegurando que su escudero es el hombre más honrado e inofensivo del universo.

—Lo mismo habéis tenido la bondad de decir mil veces de mí, monseñor. Lo que ocurre es que Martín Guerra se cree poseído por el diablo, aunque la verdad es que soy yo quien le poseo.

—¡Cómo! ¡Qué dices! ¿Qué eres Satanás? —exclamó horrorizado y haciendo la señal de la cruz el condestable.

Arnaldo contestó con una carcajada infernal.

—No; no soy el diablo, monseñor —dijo—. En prueba de ello, y al mismo tiempo para tranquilizaros, os pido cincuenta doblones. ¿Tendría necesidad de pediros dinero si fuera el diablo? No; en cualquier momento podría sacar monedas de oro de mis pezuñas o de mi rabo.

—Tienes razón —observó el condestable—. Toma los cincuenta doblones.

—Que he ganado a conciencia, monseñor, granjeándome la confianza del vizconde de Exmés. Aunque no soy el diablo, tengo mis ribetes de hechicero, y con sólo ponerme una casaca parda y unas calzas amarillas, consigo que el flamante capitán de guardias me hable como hablaría a su mejor amigo o al confidente de su intimidad.

—¡Hum! ¡A horca me huele todo eso! —exclamó el condestable.

—Maese Nostradamus, sin más que verme atravesar la calle y un examen superficial de mi fisonomía, me predijo que moriré entre el cielo y la tierra. Yo me resigno a mi destino, y mientras llega el momento de despedirme de este mundo dando cabriolas en el aire, me dedico exclusivamente a vuestros intereses, monseñor. Es un tesoro que no tiene precio disponer de un hombre que sabe que ha de morir ahorcado, porque el que está convencido de que morirá en la horca nada teme: ni a la horca misma. Pero volvamos a mi historia: me he constituido en un duplicado del escudero del vizconde de Exmés… ¿No os dije que sé hacer milagros? Ahora bien: ¿sabéis, o conjeturáis, quién es el mencionado vizconde?

—¡Pardiez! ¡Un partidario de los Guisa!

—Algo más: es el amante correspondido de la señora de Castro.

—¿Qué me dices, miserable? ¿De dónde has sacado eso?

—Repito que soy el confidente del vizconde. Casi siempre llevo a su amada sus cartas amorosas y vuelvo con las respuestas. La doncella de la duquesa y yo somos carne y uña… aunque no deja de causarle extrañeza el tener un novio tan desigual, unas veces atrevido como un paje y otras tímido como una monja. El vizconde de Exmés y la señora de Castro se ven tres veces a la semana en los salones de la reina, y se escriben todos los días. Debo decir que sus amores, aunque otra cosa creeréis vos, son puros, tan puros, que si no me interesara ante todo y sobré todo por mí mismo, dedicaría mi interés a aquellos amantes. Se adoran como dos querubines, y su amor data de muy antiguo, de la infancia, a lo que parece. Algunas veces me permito abrir sus cartas, y me conmueven. La señora Diana está celosa. ¿A que no adivináis de quién? Os lo diré yo: está celosa de la reina… Pero se engaña la pobrecilla, pues si es posible, y aun probable, que la reina piensa en el vizconde…

—¡Arnaldo! —interrumpió el condestable—. ¡Eres un calumniador!

—Y vuestra sonrisa, monseñor, es más que maliciosa —replicó el espía—. Decía que si es posible, y hasta probable, que la reina piense en el vizconde, puedo asegurar que el vizconde no piensa en ella. Sus amores con Diana de Castro son puros como los que se estilaban en la Arcadia, son amores que conmueven como la novela pastoril o caballeresca más tierna y sentimental. Pero eso no impide, ¡Dios me perdone!, que yo, no obstante el interés que me inspiran esas pobres tortolillas, las traicione y venda por cincuenta doblones. Y sólo me resta añadir que no dudo que convendréis conmigo en que con razón dije al principio que he ganado a conciencia la cantidad que habéis tenido la dignación de darme.

—Conforme… ¿Pero me dirás de una vez a qué medios has recurrido para obtener noticias y datos tan preciosos?

—¡Ah, monseñor! Es mi secreto… secreto que podéis adivinar, si gustáis, pero que yo no debo revelar todavía. Por otra parte, poco deben importaros los medios a que recurro, y cuya responsabilidad me alcanza exclusivamente a mí, con tal de que toquéis los resultados. Y los resultados para vos son tener informes precisos de los actos o proyectos que puedan causaros molestias o perjuicios. Por esta razón, creo que mi revelación de hoy no deja de ser grave y al propio tiempo interesante para vos, monseñor.

—¡De acuerdo, bribón, de acuerdo! Pero no dejes de vigilar a ese condenado vizconde.

—Le vigilaré, monseñor. Os pertenezco a vos como al vicio: vos me daréis doblones, yo os daré noticias, y los dos estaremos contentos… ¡Alguien llega por esta galería!… ¡Diablo!… ¿Una mujer? ¡Adiós monseñor!

—¿Quién es? —preguntó el condestable que era corto de vista.

—La señora de Castro en persona, que va sin duda a la cámara del rey. No conviene que me vea hablar con vos, monseñor, aunque lo probable es que no me reconozca con este traje. Ella llega y yo me escapo… ¡Adiós, monseñor!

Esquivó, en efecto, el encuentro, desapareciendo por el lado opuesto al que traía Diana.

El condestable titubeó un momento, resolviéndose a cerciorarse por sí mismo de la exactitud de las noticias de Arnaldo, abordó resueltamente a la duquesa de Angulema.

—¿Os dirigís a la cámara del rey, señora? —preguntó.

—En efecto, señor condestable.

—Temo que encontraréis a su majestad poco dispuesto a escucharos, señora —dijo Montmorency, a quien alarmaba la visita de Diana al rey—. Las graves noticias que ha recibido…

—Hacen precisamente que el momento no pueda ser más oportuno para mí.

—Y más perjudicial para mí, ¿verdad? Lo digo, porque me profesáis un odio terrible, señora.

Os equivocáis, señor condestable, yo no profeso odio a nadie.

¿Luego en vuestro pecho no cabe más que el amor? —interrogó Montmorency con cierta expresión que obligó a Diana a enrojecer y bajar los ojos—. ¿Será el amor el que os da fuerzas para negaros a satisfacer los deseos del rey y los votos de mi hijo?

Diana quedó turbada, sin saber qué contestar.

—Arnaldo ha dicho la verdad —pensó el condestable—. Ama al arrogante portador de los trofeos del duque de Guisa.

—Señor condestable —dijo Diana ya repuesta de su turbación—; mi deber es obedecer a su majestad, pero estoy en mi derecho al implorar a mi padre.

—¿Luego persistís en ir a hablar al rey?

—Persisto.

—Esta bien: yo, mientras, voy a conferenciar con la señora de Valentinois.

—Dueño sois de hacer lo que os plazca, señor condestable.

Se saludaron y desaparecieron de la galería tomando direcciones opuestas. Casi en el mismo instante entraban Diana en la cámara del rey, y el condestable en las habitaciones de la favorita.