L día 7 de junio celebraba sesión el Consejo del rey y la presidía Enrique II. Le acompañaban los príncipes de su Casa y formaban el Consejo el condestable Anne de Montmorency, el cardenal de Lorena y su hermano Carlos de Guisa, arzobispo de Reims, el canciller Olivier de Lenville, el presidente Bertrand, el conde de Aumale, los señores de Sedán y de Humiéres, y Saint-André con su hijo.
El vizconde de Exmés, como capitán de guardias del rey, estaba de pie junto a la puerta, espada en mano.
Como de costumbre, todo el interés de la sesión estaba circunscripto a la lucha de ambiciones encontradas en las Casas de Lorena y de Montmorency, que aquel día representaban en el Consejo el condestable y el cardenal.
—Señor —decía este último—: El peligro es grande; el enemigo llama a nuestras puertas. En Flandes se está organizando un ejército formidable; mañana mismo puede Felipe II invadir nuestro territorio, y María de Inglaterra declararnos la guerra. Señor: necesitáis un general intrépido, joven y vigoroso, capaz de obrar con energía, y cuyo solo nombre asuste al español y le recuerde sus recientes derrotas.
—Por ejemplo —observó con expresión irónica el condestable—, el nombre de vuestro hermano, el señor de Guisa.
—En efecto: el nombre de mi hermano —replicó con energía el cardenal—. El nombre del vencedor de Metz, de Renty y de Valenza. Sí, señor: es necesario llamar inmediatamente al duque de Guisa, hacerle venir de Italia, donde por falta de recursos se ha visto obligado a levantar el sitio de Civitella, y donde su ejército, que aquí podría prestar valiosos servicios contra la invasión, es de todo punto ineficaz para la conquista.
El rey se volvió negligentemente hacia el condestable como diciéndole: A ti te toca.
—Señor —dijo el condestable—. Haced venir al ejército, si os parece bien, toda vez que la decantada conquista de Italia termina, tal como yo había predicho, en el mayor de los ridículos. Pero no me parece que tengáis necesidad de ningún general. Las últimas noticias del Norte acusan tranquilidad completa en la frontera de los Países Bajos: Felipe II tiembla, y María de Inglaterra calla: podéis, si lo tenéis a bien, renovar la tregua o bien imponer las condiciones de paz. No es un capitán aventurero lo que os hace falta, señor, sino un ministro sagaz y experimentado, un hombre maduro a quien no cieguen ni arrastren ímpetus juveniles, y para quien la guerra no sea el antifaz con que encubra ambiciones insaciables, un político, en una palabra, que pueda concluir una paz honrosa, digna y estable para Francia.
—Como vos, por ejemplo, señor condestable —interrumpió con sarcasmo el cardenal de Lorena.
—¡Como yo, sí! —contestó con altanería Anne de Montmorency—. Públicamente aconsejo al rey que no se ocupe en los anuncios de una guerra que no estallará ni puede estallar sino cuando y como él quiera. Los asuntos interiores, la situación de nuestra Hacienda, y los intereses de la religión, reclaman más particularmente nuestro cuidado, y un administrador prudente vale hoy cien veces más que un general emprendedor.
—Y por tanto, le asisten derechos centuplicados a los favores de su majestad, ¿no es cierto? —preguntó con acrimonia el cardenal de Lorena.
—Su eminencia ha completado mi pensamiento —contestó con frialdad el condestable—. Y puesto que él mismo ha colocado la cuestión sobre el tapete, me atreveré a solicitar de su majestad una manifestación de que le placen mis servicios pacíficos.
—¿De qué se trata? —preguntó el rey suspirando.
—Señor: ruego a vuestra majestad que declare públicamente el honor señalado que se digna otorgar a mi Casa, concediendo a mi hijo la mano de la señora de Angulema. Me es indispensable esta manifestación oficial, esta promesa solemne, para caminar con paso firme por la senda que me he señalado, sin temor a las dudas de mis amigos y a las habladurías de mis enemigos.
Demanda tan audaz fue acogida, no obstante la presencia del rey, con movimientos y rumores de aprobación o de desagrado, según pertenecieran los consejeros a uno u otro bando.
Gabriel palideció y se estremeció; pero se repuso al punto al oír la réplica viva del cardenal de Lorena.
—No ha llegado todavía, que yo sepa, la Bula del Santo Padre que debe anular el matrimonio de Francisco de Montmorency con Juana de Fiennes y pudiera muy bien suceder que no llegara nunca.
—En cuyo caso nos pasaríamos sin ella —insistió el condestable—. Un edicto real puede declarar nulos los matrimonios clandestinos.
—Pero un edicto real no tiene efectos retroactivos —objetó el cardenal.
—Se lo darán; ¿no es cierto, señor? Yo os suplico que lo proclaméis en alta voz; intereso de vos, señor, una declaración pública, que será para los que me combaten y para mí mismo un testimonio de que vuestra majestad aprueba mis ideas. Declarad, señor, que vuestra benevolencia real llegará hasta el extremo de dar efectos retroactivos al justísimo edicto que intereso.
—Indudablemente podría dárselos —contestó el rey, como si su debilidad indiferente cediese ante la energía de lenguaje del condestable.
Gabriel se vio obligado a apoyarse en su espada para no caer.
Chispeaba la alegría en los ojos del condestable: gracias a su osadía imprudente iba a triunfar el partido de la paz.
Pero en aquel momento resonaron trompetas en el vestíbulo, y las trompetas tocaban un himno extranjero. Los individuos del Consejo se miraron sorprendidos. Casi al mismo tiempo entró un ujier, quien, después de hacer una profunda reverencia, dijo:
—Sir Eduardo Flaming, heraldo de Inglaterra, solicita el honor de ser admitido en la presencia de vuestra majestad.
—Que entre el heraldo de Inglaterra —ordenó el rey, sorprendido, pero tranquilo.
Hizo Enrique II una señal; el delfín y los príncipes se levantaron y colocaron alrededor del rey, y todos los miembros del Consejo al de los príncipes. Fue introducido el heraldo, a quien acompañaban dos soldados solamente, y después de saludar al monarca, que contestó con una inclinación ligera de cabeza, se expresó en los siguientes términos:
—María, reina de Inglaterra y de Francia, a Enrique, rey de Francia.
»Por haber mantenido relaciones y amistad con los protestantes ingleses, enemigos de nuestra religión y de nuestro reino, y por haberles ofrecido socorros y protección contra las justas persecuciones ejercidas sobre ellos.
»Nos, María de Inglaterra, declaramos la guerra, por tierra y por mar, a Enrique de Francia. Y en prenda de este reto, yo, Eduardo Flaming, heraldo de Inglaterra, arrojo aquí mi guante de batalla».
Obedeciendo una seña del rey, el vizconde Exmés fue a recoger el guante de Sir Flaming. Enrique se limitó a contestar al heraldo con expresión glacial:
—Gracias.
Y quitándose el magnífico collar que llevaba, se lo dio a Gabriel para que lo entregara al heraldo, añadiendo seguidamente:
—Podéis retiraros.
El heraldo se inclinó profundamente y salió. Un instante después resonaron de nuevo las trompetas inglesas. El rey dijo al condestable:
—Mi primo de Montmorency ha estado hoy poco acertado en sus predicciones. Muy a la ligera, condestable, nos habéis prometido la paz y garantizado las buenas intenciones de la reina María. La protección que, según dice, hemos dispensado a los protestantes ingleses, es un pretexto piadoso que encubre el amor que nuestra hermana de Inglaterra profesa a su joven marido Felipe II. Nos harán la guerra los dos esposos… ¡Está bien! Un rey de Francia no la temería aun cuando fuese contra la Europa entera, y si la frontera de los Países Bajos nos da un poco de tiempo… ¿Qué pasa, Florimond? ¿Qué nueva nos traes?
—Señor —respondió el ujier entrando de nuevo—; acaba de llegar un correo extraordinario del señor gobernador de Picardía, con despachos urgentes.
—Tened la bondad de recibirlos, señor cardenal —dijo con exquisita amabilidad el rey.
Salió el cardenal de Lorena, y entró de nuevo segundos después con los despachos, que puso en manos del rey.
—¡Ah, señores! —exclamó Enrique II, luego que pasó la vista por los pliegos—. Aquí tenemos noticias nuevas. Los ejércitos de Felipe II se concentran en Givet, y a su frente se pone el duque de Saboya, según comunica Gaspar de Coligny. ¡Buen enemigo es el duque de Saboya! Vuestro sobrino, señor condestable, opina que las fuerzas españolas atacarán a Meziéres y Rocroy con objeto de aislar a Marienburgo. Pide con urgencia socorros para poner esas plazas en estado de defensa y poder resistir los primeros ataques.
Toda la asamblea se puso en pie, emocionada y agitada.
—Señor de Montmorency; repito que habéis estado poco feliz en vuestras predicciones de hoy —repuso el rey, sonriendo con tranquilidad—. Nos dijisteis que María de Inglaterra calla, y acabamos de oír resonar sus trompetas; afirmasteis que Felipe II nos tenía miedo, que la tranquilidad era completa en los Países Bajos, y, en efecto, el rey de España nos tiene tanto miedo como el que nosotros podamos tener a una paloma, y en la frontera de Flandes, con toda su tranquilidad, se concentra un ejército. Decididamente: dadas las circunstancias, creo que los administradores prudentes deben ceder el puesto a los generales emprendedores.
—Señor —contestó Anne de Montmorency—; condestable de Francia soy, y la guerra me conoce más todavía que la paz.
—Nada más justo, primo mío —dijo el rey—. Con placer veo que recordáis a tiempo las jornadas de la Bicoque y de Marignan, y que las ideas belicosas enardecen vuestra alma. Desenvainad, pues, vuestro acero, que con ello me daréis placer, y aprestaos a rechazar al enemigo. Quise decir que no debemos pensar más que en la guerra, y en procurar hacerla con honor y gloria. Señor cardenal de Lorena: escribid a vuestro hermano el duque de Guisa ordenándole que venga al momento. En cuanto a los asuntos interiores y de familia, fuerza será aplazarlos, y por lo que se refiere al matrimonio de la señora de Angulema, la prudencia aconseja que esperemos antes la dispensa del Papa.
El condestable hizo un gesto de desesperación, el cardenal sonrió y Gabriel respiró tranquilo.
—Vamos, señores —prosiguió el rey, que había sacudido su negligencia—. Vamos a recogernos dentro de nosotros mismos, para pensar con gravedad en tantos problemas graves como se nos han presentado. Doy por terminada la sesión de esta mañana, pero celebraremos nuevo consejo esta noche. Hasta la noche, pues, y que Dios proteja a Francia.
—¡Viva el rey! —gritaron todos los miembros del Consejo.
Seguidamente se separaron.