Capítulo X

ERA una costumbre tradicional nacida en el reinado de Francisco I. Tres veces a la semana, por lo menos, se reunían en la cámara de la reina el rey, la grandeza y las damas de la corte. Allí se comentaban con toda libertad, a veces con licencia excesiva, los sucesos del día. Mientras unos tomaban parte en la conversación general, otros se entretenían hablando de cosas particulares, pues, como dice Brantóme, «hallándose ante una pléyade de semidiosas, algunos de aquellos nobles caballeros entretenían con pláticas amorosas a las que amaban. Con frecuencia se organizaban bailes y representaciones teatrales».

A una de las reuniones de este género debía asistir Gabriel aquella noche, y, contra su costumbre, se engalanó y perfumó a fin de no desmerecer a los ojos de su amada.

Contento estaba Gabriel, sí, pero su júbilo, con ser grande, no bastaba a disipar cierta inquietud inoculada en su pecho por algunas especies vagas y algunos rumores poco lisonjeros acerca del próximo enlace de Diana que habían llegado hasta él. Entregado a la dicha que le embargó al ver a Diana y creer encontrar en su mirada la ternura de otros tiempos, casi había dado al olvido la carta del cardenal de Lorena, causa de su repentino viaje, pero las hablillas de los cortesanos, y la repetición de los nombres unidos de Diana de Castro y de Francisco de Montmorency, llevaron a su imaginación apasionada recuerdos poco gratos. ¿Accedería gustosa Diana a tan odioso casamiento? ¿Amaría tal vez a Francisco? Dudas demasiado desgarradoras eran aquellas para que nuestro enamorado, por muy amena y entretenida que fuera la reunión de aquella noche, no lograse disipar su inquietud.

Gabriel resolvió preguntar sobre el particular a Martín Guerra, quien había trabado ya varias amistades y debía de estar más al corriente que su amo de los sucesos, dada su condición de escudero, porque es sabido que, debido a un fenómeno de acústica generalmente observado, los ruidos, de cualquier clase que sean, resuenan más en los parajes bajos que en los altos, y los ecos es raro que se produzcan como no sea en los valles. El vizconde de Exmés pudo poner en práctica su propósito muy poco tiempo después de haberlo formado, porque Martín Guerra había decidido por su parte interrogar a su amo, cuya preocupación había sorprendido. Derecho tenía en conciencia el fiel escudero a conocer todos los sentimientos de su amo, después de haberle servido con lealtad ejemplar por espacio de cinco años y de haberle salvado la vida en alguna ocasión.

De esta determinación recíproca, y de la conversación que fue su consecuencia, resultó para Gabriel el convencimiento de que Diana de Castro no amaba a Francisco de Montmorency, y para Martín Guerra, que Gabriel adoraba a Diana de Castro.

Tal júbilo determinaron en entrambos sus conclusiones respectivas, que Gabriel llegó al Louvre una hora antes de que se abrieran las puertas, y Martín Guerra, en su deseo de honrar a la novia real del vizconde, se dirigió inmediatamente al taller de un sastre de la corte y se compró una casaca de paño oscuro y unas calzas amarillas de punto. Pagó al contado y vistió inmediatamente su nuevo traje, ganoso[8] de lucirlo aquella misma noche en las antecámaras del Louvre, donde debería esperar a su amo.

Media hora después, con gran extrañeza vio el sastre entrar de nuevo en su taller a Martín Guerra, vistiendo traje distinto del que de allí sacó. El sastre no ocultó su extrañeza, y Martín Guerra le contestó que, habiéndole parecido que la noche estaba fresca en demasía, había decidido vestir otro traje de más abrigo. Añadió que le habían gustado tanto la casaca de paño y las calzas de punto, que venía a comprar otras de la misma hechura e igual color. En vano el sastre le hizo presente que le convendría adquirir otros diferentes, a fin de no hacer creer que vestía siempre el mismo traje, y que, puesto que tanto le gustaban los colores pardo y amarillo, podría variarse dentro de la misma combinación, haciendo la casaca de paño amarillo y las calzas pardas. Pero Martín Guerra desechó la proposición, y el sastre hubo de prometerle que se lo haría a su gusto, pues no disponía de momento de otro igual. Martín suplicó al sastre que le diese al fiado el segundo traje, a lo que no opuso dificultad el sastre, tanto porque su cliente había pagado al contado el primero, cuanto porque era escudero del vizconde de Exmés, capitán de guardias del rey, aparte de que poseía esa heroica confianza que desde que hubo sastres en el mundo ha sido la herencia histórica de todos los de su profesión, y le prometió que en la mañana del día siguiente podría disponer de su segundo traje.

Había transcurrido la hora que Gabriel tuvo que esperar a la puerta de su paraíso, llegaron varios caballeros y algunas damas, y nuestro enamorado pudo penetrar en el aposento de la reina.

Gabriel vio al punto a Diana, que estaba sentada junto a la reina-delfina, nombre que se daba entonces a María Estuardo.

Grave imprudencia habría sido para quien se presentaba allí por vez primera aproximarse a ella en seguida, de aquí que Gabriel, que así lo comprendió, se resignase a esperar un momento favorable, por ejemplo, a que la conversación comenzara a animarse, y mientras, entabló una plática con un caballero joven, de rostro pálido y contextura delicada, que la casualidad había colocado al lado suyo. Después de haber cambiado algunas frases tan insignificantes como parecían ser el rostro y hasta la persona del joven, preguntó este a Gabriel:

—¿A quién tengo el honor de hablar, caballero?

—Me llamo el vizconde de Exmés —respondió Gabriel—. ¿Me permitiréis que os haga la misma pregunta?

Miróle el joven con extrañeza, y contestó:

—Son Francisco de Montmorency.

Si hubiese contestado «Soy el demonio en persona». Gabriel no habría vuelto la espalda con tanta precipitación. Francisco, cuya inteligencia no pecaba de viva, quedó estupefacto, pero como nunca fue aficionado a poner en tortura su cabeza, pronto olvidó aquel enigma y se fue a buscar conversación con interlocutores menos rudos.

Cuidó Gabriel de dirigir sus pasos hacia Diana de Castro, pero un movimiento general sobrevenido en aquel instante hacia el lado del rey le impidió acercarse a ella. Obedecía el movimiento en cuestión a que el rey acababa de anunciar que quería poner fin al día proporcionando a las damas una sorpresa, y que a este efecto había mandado improvisar en la galería un teatro, donde se representaría una comedia en cinco actos y en verso, original del señor Juan Antonio de Baïf, titulada El Bravo. La nueva fue acogida con aclamaciones y muestras de regocijo. Los caballeros ofrecieron la mano a las damas para pasar al salón contiguo, donde se había improvisado el teatro, pero Gabriel no llegó a tiempo para dar la suya a Diana y hubo de contentarse con colocarse cerca de ella detrás de la reina.

Viole Catalina de Médicis y le llamó.

—Señor de Exmés —le dijo—; ¿cómo no os hemos visto en el torneo de hoy?

—Señora —respondió Gabriel—; los deberes del cargo con que su majestad se ha dignado honrarme me lo han impedido.

—Tanto peor —repuso Catalina con encantadora sonrisa—; porque sois, sin disputa, uno de nuestros caballeros más diestros y bizarros. Ayer hicisteis balancear al rey, cosa difícil en extremo, y hoy hubiéramos tenido el placer de presenciar nuevas proezas.

Inclinóse Gabriel, turbado en extremo, sin acertar a contestar a la reina.

—¿Conocéis la obra que nos van a representar? —continuó Catalina, dispuesta en favor del bello y tímido joven.

—La he leído en latín —contestó Gabriel—, pues según me han asegurado, es una simple imitación de una comedia de Terencio.

—Veo —dijo la reina— que sois tan entendido en letras como diestro en botes de lanza.

Hablaba la reina a media voz y acompañaba sus palabras con miradas tiernas e insinuantes que decían muy a las claras que en su corazón quedaba un hueco en aquellos momentos. Gabriel, insensible y duro como el Hipólito de Eurípides, acogía las pruebas de bondad de la italiana con violencia visible y frunciendo las cejas. ¡Ingrato! ¿A quién sería deudor no sólo del puesto que tanto ambicionaba cerca de Diana, sino también del más hechicero enfado que pudo revelar jamás el amor de una joven celosa, sino a las bondades de la reina?

En efecto: cuando en el prólogo de la obra se hizo, como es costumbre, un llamamiento a la indulgencia del auditorio, Catalina dijo a Gabriel:

—Sentaos detrás de mí, entre estas damas, para que, en caso de necesidad, pueda recurrir a vuestro talento.

Diana de Castro había tomado asiento al extremo de una fila, y de consiguiente, junto al pasillo. Gabriel, después de saludar a la reina, tomó un taburete, y procurando no incomodar a nadie, se sentó en el pasillo, al lado de Diana.

Principió en esto la representación de la comedia. Era como había dicho Gabriel a la reina, una imitación del Eunuco de Torencio, compuesta en versos octosílabos y aderezada con toda la sencillez pedantesca de la época. Nos abstendremos de hacer la crítica de la obra, en primer lugar, porque hacerla sería un anacronismo, toda vez que no se conocían las críticas ni los análisis literarios por aquellos tiempos de ignorancia, y en segundo y último, porque no queremos fatigar la atención del lector con largos discursos que nada tendrían de amenos. A nuestro objeto basta recordar que el protagonista era un valiente de pega, un soldado fanfarrón que se deja engañar y dirigir por un parásito.

Desde el principio de la representación, los numerosos partidarios de los Guisa vieron encarnado en el ridículo valentón al condestable de Montmorency, y los partidarios de los Montmorency creyeron ver en las baladronadas del soldado fanfarrón las ambiciones del duque de Guisa. Desde entonces, cada escena fue una sátira y cada frase una alusión. Uno y otro partido reían a carcajadas, se señalaban recíprocamente con el dedo, y en realidad la comedia que en la sala se representaba era mil veces más divertida que la que los actores representaban en el escenario.

En tanto que los dos partidos rivales interpretaban y comentaban según sus deseos la representación, nuestros enamorados aprovechaban la oportunidad para hablar de sus amores, en medio de las risas y de la algazara. Pronunciaron ante todo sus nombres en voz baja: era como su invocación sagrada.

—¡Diana!

—¡Gabriel!

—¿Te vas a casar con Francisco de Montmorency?

—¿Ganas mucho terreno en el ánimo de la reina?

—Habrás visto que fue ella quien me llamó.

—Ya sabes que es el rey quien quiere mi casamiento.

—¿Pero tú consientes, Diana?

—¿Pero tú escuchas a Catalina, Gabriel?

—Una pregunta, una sola: ¿te interesa todavía la impresión que otra mujer pueda producirme? ¿Te importa un poquito lo que pasa en mi corazón?

—Me importa en el mismo grado que te importa a ti lo que pasa en el mío.

—Entonces, Diana, si sientes lo que yo, celosa estás y me amas con toda tu alma.

—Señor vizconde de Exmés —contestó Diana, queriendo, ¡pobrecilla!, mostrarse severa—. Señor vizconde de Exmés: ¡me llamo la señora de Castro!

—Pero si no me engaño, señora, sois viuda libre.

—¡Libre! ¡Pobre de mí!

¡Oh, Diana! ¡Suspiras! ¡Confiesa que aquel hermoso sentimiento infantil que arrulló nuestros primeros años ha dejado alguna huella en el corazón de la doncella! ¡Confiesa, Diana, que todavía me amas un poquito! No temas que nos oigan, que están todos entretenidos celebrando los chistes de ese cómico, y como no pueden escuchar un lenguaje más dulce, ríen como locos. ¡Vamos, Diana! Sonríe y contésteme: ¿me amas todavía?

—¡Silencio! ¿No ves que termina el acto? —replicó la maliciosa joven—. Espera, al menos, a que principie el siguiente.

El entreacto duró diez minutos, que a Gabriel le parecieron diez siglos. Por fortuna no le llamó Catalina de Médicis, que estaba entretenida con María Estuardo, pues nuestro amigo habría sido capaz de no acudir al llamamiento, aun sabiendo que su desatención le perdía irremisiblemente.

El segundo acto principió en medio de una tempestad de aplausos y de risotadas.

—¿Qué me respondes? —preguntó Gabriel.

—¿A qué? —interrogó Diana, simulando una distracción que estaba muy lejos de su ánimo—. ¡Ah… ya recuerdo! Creo que me preguntabas si te amo. Pues bien: si tienes buena memoria, recordarás la contestación que antes te di: «Te amo como tú me amas a mi».

—¿Sabes bien, Diana, lo que dices? ¿Sabes hasta dónde llega mi amor, al afirmar que el tuyo le iguala?

—Si quieres que lo sepa —replicó la muy hipócrita— opino que lo menos que debes hacer es decírmelo.

—Escúchame, pues, Diana, y te convencerás de que, en los seis años transcurridos desde que me separé de ti, todos los actos y todos los momentos de mi vida han ido encaminados y sido consagrados a acercarme a ti. Hasta que llegué a París, un mes después de tu salida de Vimoutiers, no supe quién eras, ignoré que tus padres eran el rey y la señora de Valentinois. Pero no creas que fuese tu condición de hija de Francia lo que me asustaba; lo que no podía sufrir es que fueses esposa del duque de Castro. A pesar de todo, una voz misteriosa susurraba en mí oído: «¡No importa! Aproxímate a ella, conquista fama y gloria, y algún día ella oirá pronunciar tu nombre, algún día te admirará, al paso que otros te temerán». Pensando en esto, Diana, me presenté al duque de Guisa, seguro de que a su lado alcanzaría muy pronto la gloria que tanto ambicionaba. No me engañé: un año más tarde me encerraba con él dentro de los muros de Metz y contribuía con todas mis fuerzas al feliz e inesperado resultado del levantamiento del sitio. Permanecí en la plaza para dirigir la construcción de los muros y la reparación de los destrozos causados por sesenta y cinco días de fieros ataques, y allí supe la toma de Hesdin por los imperiales y la muerte del duque de Castro tu marido. ¡Quedaste viuda sin que tu marido te volviera a ver, Diana! Mucho te compadecí, ¡pero con qué denudo me batí en Renty! Pregúntalo al duque de Guisa. Tomé parte en las batallas de Abbebille, de Dinant, de Bavay y de Cateau-Cambrésis, me encontré en todas partes donde resonaron los mosquetes, y puedo decir que no ha habido empresa gloriosa en este reinado en que yo no haya tomado parte modesta.

»Durante la tregua de Vaucelles —repuso Gabriel continuando su relato— vine a París, pero tú estabas aún en el convento, y mi forzada inacción principiaba a impacientarme, cuando por dicha se rompió la tregua. El duque de Guisa, que me había cobrado algún cariño, me preguntó si quería seguirle a Italia… ¡Si quería seguirle!… ¡No deseaba yo otra cosa! Franqueamos los Alpes en lo más crudo del invierno, atravesamos el Milanesado, tomamos a Valenza, el Plasentino y el Parmesano nos abrieron paso, y después de recorrer triunfalmente la Toscana y los Estados Pontificios, llegamos a los Abrazos. Pero el duque de Guisa se encuentra falto de dinero y sin tropas suficientes, y si bien se apoderó de Campli y puso sitio a Civitella, entró la desmoralización en el ejército y la expedición estaba seriamente comprometida. Frente a Civitella, Diana, tuve noticia, por una carta dirigida por su eminencia el cardenal de Lorena a su hermano, de tu proyectado matrimonio con Francisco de Montmorency.

»Como nada había que hacer entonces por aquel lado de los Alpes, el duque de Guisa me concedió permiso para venir a Francia, confiándome la gloriosa misión de presentar al rey las banderas arrancadas al enemigo y extremando sus bondades hasta el punto de facilitarme su recomendación poderosa. Mi ambición única, sin embargo, era volverte a ver, Diana. Anhelaba hablarte, saber de ti, preguntarte si consentías gustosa en el matrimonio que te proponían, y en una palabra, después de hacerte historia de mis luchas y de mis esfuerzos de seis años, dirigirte la siguiente pregunta: ¿Me amas, Diana, como te amo yo?».

—Amigo mío —contestó con voz dulce Diana—: A mi vez voy a corresponderte refiriéndote la historia de mi vida. Cuando llegué, niña de doce años, a la corte, pasados los primeros momentos de admiración, de asombro y de curiosidad, se apoderó de mí el fastidio, sentí todo el peso de las cadenas doradas propias de la existencia que vivo, y recordé con amargura nuestros bosques y llanuras de Vimoutiers y Montgomery, Gabriel. Todas las noches me dormía llorando. El rey mi padre multiplicaba sus pruebas de cariño y yo procuraba corresponder a su ternura con tesoros de amor filial. ¿Pero qué se había hecho de mi libertad? ¿Dónde estaba Aloísa? ¿Dónde estabas tú, Gabriel? No veía al rey todos los días, la señora de Valentinois me trataba con frialdad y reserva, evitaba verme y encontrarme, y yo, Gabriel, no puedo vivir sin que me quieran; lo sabes muy bien. Comprenderás, por tanto, que he sufrido muchísimo durante aquel primer año.

—¡Pobre Diana! —exclamó conmovido Gabriel.

—De suerte que, mientras tú te batías, yo languidecía. El hombre obra y la mujer espera: es la suerte que nos ha cabido en este mundo, pero muchas veces esperar es más duro que obrar. En este primer año de soledad, la muerte del duque de Castro me dejó viuda, y el rey me envió a un convento donde debería pasar el tiempo de luto. La vida tranquila y piadosa del convento se armonizaba mejor con mi natural que las intrigas y agitación continua de la corte, y por esto, cuando terminó mi luto, solicité y obtuve del rey que me permitiese permanecer algún tiempo más entre aquellas piadosas siervas de Dios. ¡Allí, al menos, me querían! Me querían todas, pero particularmente la buena hermana Mónica, que me recordaba a Aloísa. Te digo su nombre, Gabriel, para que la quieras como la quiero yo. En el convento, no solamente era querida por todas las hermanas, sino que podía soñar, Gabriel, podía entregarme a mis ensueños infantiles, porque disponía de tiempo y tenía derecho a hacerlo. Era libre, y puedes figurarte a quién vería en mis sueños, tanto del pasado como del porvenir. ¿Verdad que lo adivinas?

Gabriel, ebrio de felicidad, contestó con una mirada apasionada. Por fortuna representaban una de las escenas más interesantes de la comedia, una escena en la cual el fanfarrón acababa de ser víctima de una burla odiosa, y tanto los parciales de los Guisa como los enemigos de los Montmorency se destornillaban de risa. No habrían estado los dos amantes más solos en medio del desierto.

—Pasaron cinco años de paz y de esperanza —prosiguió Diana—, cinco años: durante los cuales sólo hube de lamentar una desgracia, la de perder a Enguerrando, mi padre adoptivo. No tardó, sin embargo, en cernerse sobre mi cabeza otra desventura mayor: el rey me llamó a su lado, y me anunció que estaba destinada a ser la esposa de Francisco de Montmorency. Opuse resistencia, Gabriel, porque ya no era la niña de doce años, ya sabía lo que hacía. Opuse resistencia, como digo, pero entonces me suplicó mi padre, me demostró lo mucho que le importaba mi matrimonio para el bien y la tranquilidad del reino, ¡y era el rey, Gabriel, quién me suplicaba! Por otra parte, yo ignoraba dónde estabas tú, desconocía quién eras tú… Para abreviar: con tales instancias me suplicó el rey, que… ayer… ¡sí, fue ayer!, le prometí lo que tanto deseaba, pero con la condición de que mi sacrificio se retardaría tres meses, durante cuyo plazo yo sabría de ti.

—¡En definitiva: te has comprometido! —balbuceó Gabriel palideciendo.

—Sí, pero yo no te había visto, amigo mío, yo no podía presumir que aquel mismo día nuestro imprevisto encuentro removería en mi alma las impresiones deliciosas y al mismo tiempo dolorosas que ha removido. ¡Oh! ¡Encuentro a mi Gabriel más bello, más arrogante, más altivo que en otros tiempos, pero el mismo de siempre! Al punto comprendí que la promesa que hice al rey es nula, que el matrimonio que me proponen es imposible, que mi vida te pertenece, y que si tú me amas con pasión, yo te adoro con locura. Confiesa, pues, que no he hecho menos que tú, y que mi amor en nada cede al tuyo.

—¡Oh! ¡Eres un ángel, Diana querida, y cuanto he hecho por merecerte es nada!

—Puesto que la suerte nos ha aproximado, Gabriel, midamos ahora la importancia de los obstáculos que todavía nos separan. Al rey todo le parece poco para su hija, y entre los Castro y los Montmorency han contribuido no poco a agrandar su ambición.

—Vive tranquila por esa parte, Diana, porque mi Casa nada tiene que envidiar a las que has mencionado, y no sería esta la vez primera que entroncase con la reinante de Francia.

—¿De veras, Gabriel? Cree que me llenas de alegría. Mi ignorancia en materia de blasones, como en tantas otras, es muy grande: no conozco ni he oído hablar de la familia de los vizcondes de Exmés. Gabriel te llamaba en Vimoutiers y para mi corazón no ha de haber otro nombre tan grato. A mí me basta con ese, y si crees que el otro que puedes ostentar ha de satisfacer al rey, nada faltará para que mi dicha sea completa. ¿Qué me importa a mí que te llames Exmés, Guisa, o Montmorency? Con que no te llames Montgomery…

—¿Y por qué no quisieras que fuese yo un Montgomery?, preguntó Gabriel, asustado.

—Porque los Montgomery, amigo mío, han debido ofender gravísimamente al rey, a juzgar por el odio que les profesa.

—¡Es particular! —exclamó Gabriel, sintiendo que su pecho se oprimía—. ¿Pero son los Montgomery los que han ofendido gravemente al rey, o el rey quién habrá ofendido a los Montgomery?

—Mi padre es demasiado bueno para que yo pueda suponerle capaz de haber cometido una injusticia, Gabriel.

—Muy bueno para su hija, pero contra sus enemigos…

—Tal vez terrible, como lo eres tú contra los de Francia o del rey… ¡Pero qué importa! ¿Qué tenemos nosotros que ver con los Montgomery?

—¿Y si yo fuera un Montgomery, Diana?

—¡No digas eso, por Dios!

—Repito: ¿y si lo fuera?

—Si lo fueras, si mi desgracia me colocase entre mi padre y tú, yo me arrojaría a los pies del ofendido, cualquiera que fuese, y lloraría y suplicaría tanto, que mi padre te perdonaría por amor a mí, o por la misma consideración perdonarías tú a mi padre.

—Y tu voz es tan poderosa, Diana, que no dudo que el ofendido cedería, siempre que no se hubiese vertido sangre. Hago esta excepción, porque las manchas de sangre sólo con sangre se lavan.

—¡Me asustas, Gabriel! Prolongas demasiado la prueba, amigo mío, porque de una prueba se trata, ¿verdad?

—Sí, Diana; sencillamente de una prueba… ¡Dios permitirá que esto sea solamente una prueba! —murmuró el joven.

—Y por lo tanto, no hay, no puede haber odio entre mi padre y tú.

—Así lo espero, Diana, así lo espero: sufriría mucho si me viese en la necesidad de hacerte sufrir.

—Muy bien, Gabriel. Si tú abrigas esa esperanza —añadió sonriendo con su gracia habitual—, yo acaricio la de recabar de mi padre que renuncie al matrimonio que sería mi muerte. Un rey tan poderoso como él siempre dispone de medios de compensar a los Montmorency.

—Te engañas, Diana; tu pérdida no la compensan todos sus tesoros, todo su poder.

—Así lo cree tu cariño… ¡Bien! Te aseguro que me has dado miedo, Gabriel. Pero nada temas, querido mío: Francisco de Montmorency no piensa como tú, gracias a Dios; preferirá a la pobre Diana un bastón de madera que le haga mariscal. Yo prepararé al rey para que acepte gustoso el cambio; le recordaré las alianzas de la Casa de Exmés con familias reales, haré historia de tus gloriosas hazañas… ¡Ay, Gabriel! Si no me engaño, termina la comedia.

—¡Cinco actos! —exclamó Gabriel—. ¡Qué cinco actos más cortos! ¡Y es verdad que están terminando!

—Por fortuna nos hemos dicho casi todo lo que teníamos que decirnos.

—De mí puedo asegurar que no te he dicho la milésima parte de lo que deseaba.

—Tampoco yo te he dicho nada de las insinuaciones de la reina.

—¡Maliciosilla…!

—La maliciosa es ella, que te prodiga sonrisas, no yo que te regaño… No volverás a hablarle esta noche, ¿verdad? ¡Te lo prohíbo!

—¿Me lo prohíbes? ¡Qué buena eres! No; no le hablaré… Ha terminado el epílogo… ¡Adiós…! Hasta luego, más bien; ¿no es cierto, Diana? Necesito que me digas algo que me sostenga y consuele, Diana.

—Hasta luego, y siempre tuya, maridito mío —murmuró gozosa la niña al oído de Gabriel, dejándole arrobado.

Y se perdió entre la bulliciosa concurrencia. Gabriel, que quería a toda costa cumplir su promesa, evitó el encontrarse cerca de la reina: no era posible pedirle más. Poco después salía del Louvre plenamente convencido de que Antonio de Baïf era un gran autor y de que jamás había asistido a representación teatral que le dejara más contento.

A su paso por el vestíbulo encontró a Martín Guerra, que no cabía de gozo con su nuevo traje.

—¡Y bien, monseñor! —exclamó tan pronto como salieron a la calle—. ¿Habéis visto a la señora de Angulema?

—La he visto —respondió distraído Gabriel.

—¿Y la señora de Angulema ama todavía al señor vizconde? —siguió preguntando el escudero, viendo que su señor estaba contento.

—¡Tunante! ¿Quién te ha dicho eso? ¿De dónde sacas que la señora de Castro me amó nunca, o que yo haya pensado jamás en la señora de Castro? ¿Quieres callarte, bellaco?

—¡Magnífico! —exclamó Martín Guerra—. El señor vizconde es amado, pues en caso contrario, habría suspirado en vez de injuriarme… y el señor vizconde ama, pues de lo contrario habría reparado en mi casaca y calzas nuevas.

—¿Qué me cuentas a mí de casacas ni de calzas? ¡Pero, es verdad! Ahora caigo en que no te había visto ese traje.

—No ha podido verle, porque lo he comprado esta noche misma para hacerle honor a mi señor y a mi señora, y además lo pagué al contado… gracias a mi mujer Beltrana, que me tiene acostumbrado al orden y a la economía, de la misma manera que a la templanza y a la castidad, y, en una palabra, a todas las virtudes teologales y cardinales. No me duele hacerle justicia en esto. ¡Ah! Si así hubiera yo podido habituarla a ella a la dulzura y a la mansedumbre, en el mundo no habría vivido otra pareja tan feliz como nosotros.

—¡Basta, charlatán! Te reembolsaré el gasto, pues que por mí lo has hecho.

—¡Oh, monseñor! ¡Vuestra generosidad me confunde! Me permitiré, sin embargo, hacerle presente, que si mi señor quería guardar su secreto, no debió darme esta nueva prueba de que ama y es correspondido: no se vacía con tanta facilidad la bolsa cuando el corazón no está lleno de esperanzas y de contento. Por supuesto, que ya sabe el señor vizconde que puede fiarse de Martín Guerra, fiel y mudo como la espada que lleva al cinto.

—Bien está, pero dejemos este tema.

—Dejaré soñar a monseñor.

Verdaderamente soñaba Gabriel, tanto, que al llegar a su alojamiento se vio en la necesidad de comunicar a alguien sus sueños, y se sentó a escribir a Aloísa la siguiente carta:

«Mi buena Aloísa: Diana me ama… Pero no; no es esto lo primero que debo decirte… Mi buena Aloísa: ven a mi lado, que después de una ausencia de seis años, tengo necesidad de abrazarte. Los preliminares de mi vida son halagüeños. Soy capitán de guardias del rey, uno de los empleos militares más codiciados, y me he conquistado un nombre que me ayudará a rodear de honor y de gloria el que heredé de mis antepasados. Para esta empresa necesito también de ti, Aloísa. Finalmente, me haces falta porque soy feliz, porque, te lo repito, Diana me ama… Sí; tengo la dicha de ser amado por la Diana de otro tiempo, por mi hermanita de la infancia, que no ha olvidado a su buena Aloísa, aunque llama padre al rey.

»Sábelo, mi querida Aloísa, y toma parte en mi dicha: la hija del rey y de la señora de Valentinois, la viuda del duque de Castro, no ha olvidado nunca a su amigo de la infancia y ama con toda la pasión de su alma encantadora a su oscuro compañero de Vimoutiers. No hace una hora que me lo estaba diciendo, y su voz resuena aún en mi corazón.

»Ven, pues, Aloísa, porque es demasiada la dicha que me embarga para disfrutarla yo solo.