AS tertulias celebradas en las habitaciones de la reina tenían lugar, por regla general, después de cenar. Así se lo manifestaron a Gabriel, indicándole al mismo tiempo que su nuevo empleo de capitán de la guardia no sólo le daba derecho, sino que le imponía la obligación de asistir a ellas. Por nada del mundo habría dejado de cumplir aquel deber, y únicamente le impacientaba el tener que esperar veinticuatro horas para ello. Se ve, pues, que el señor d’Avallon, palaciego celoso y militar bravo como el que más, había sido reemplazado por un hombre que rivalizaba, si no le superaba, en las dos cualidades.
Necesario era matar de algún modo las veinticuatro horas mortales que separaban a Gabriel del momento deseado; y como su corazón rebosaba júbilo, y no había visto París más que de paso, comenzó a correr calles a la ventura, acompañado por Martín Guerra, tanto para ver la ciudad, cuanto para buscar un alojamiento cómodo. Aquel día estaba de suerte en todo: por casualidad encontró vacante el aposento que muchos años antes ocupara su padre, el conde de Montgomery, y aunque era lujoso en exceso para un simple capitán de guardias, lo tomó, escribiendo en seguida a su fiel Elyot para que le remesara algún dinero, y a su nodriza Aloísa para que viniera a reunirse con él.
Gabriel había conseguido ya el primer objetivo que se había propuesto. Ya no era un niño, sino un hombre que había pasado por diferentes pruebas y que sabría hacerse respetar, un joven que, al lustre que heredó de sus antepasados, había añadido una aureola de gloria personal. Sólo, sin otro apoyo que el de su espada, sin más recomendación que su valor, a los veinticuatro años de edad obtenía un empleo importante, un grado eminente. Ya podría presentarse con arrogancia ante su amada, y con ceñudo semblante a los que debía odiar, a los cuales llegaría a conocer con la ayuda de Aloísa.
En brazos de tan risueñas esperanzas, con el corazón tranquilo, rebosante de contento, natural era que Gabriel durmiese de un sueño toda la noche.
Al día siguiente, tuvo que presentarse al señor de Boissy, Gran Escudero de Francia, para exhibir sus ejecutorias de nobleza. El señor de Boissy, caballero de lealtad acrisolada y de excepcional discreción, había sido amigo del conde de Montgomery, dióse cuenta cabal de los poderosos motivos que tenía Gabriel para ocultar su verdadero título, y le empeñó su palabra de guardarle el secreto. Seguidamente el mariscal d’Amville le hizo reconocer por su compañía, y Gabriel inauguró sus servicios haciendo una visita de inspección a las prisiones de Estado de París, comisión penosa que entraba en las atribuciones de su nuevo cargo, y que tenía el deber de desempeñar una vez al mes.
Principió por la Bastilla y terminó por el Chatelet.
Los gobernadores de las prisiones le presentaban la relación de los prisioneros, especificando los que habían muerto, los que estaban enfermos y los trasladados a otras prisiones o puestos en libertad, y luego formaban a los prisioneros para que el capitán de guardias les pasara revista, ¡triste revista! En el Chatelet, cuando creía haber terminado, el gobernador le dio a leer una página casi en blanco del registro, y decimos casi en blanco, porque únicamente había escrita en ella una nota singular que llamó poderosamente la atención de Gabriel:
N.º 21, X…, prisionero de secreto. Si en las visitas del gobernador o del capitán de guardias intenta hablar, se le trasladará a otro calabozo más profundo y penoso.
—¿Se puede saber quién es este prisionero tan importante? —preguntó Gabriel al señor de Salvoison, gobernador del Chatelet.
—Nadie lo sabe —respondió el gobernador—. Le recibí de mi antecesor, como él lo recibió del suyo. Como podéis ver, hasta la fecha de su entrada ha quedado en blanco en el registro. Yo sospecho que debieron de traerle durante el reinado de Francisco I. Me han contado que ha intentado hablar dos o tres veces; pero como el gobernador tiene órdenes muy severas, e incurre en graves castigos si no cierra al punto la puerta de su calabozo y le traslada a otra mazmorra peor, no bien el prisionero abra la boca para hablar, se ha hecho así, y hoy no queda ya más que otro calabozo adonde trasladarle, pero tan sumamente pésimo, que encerrarle en él equivaldría a matarle. A este resultado querían llegar, sin duda, pero el prisionero se calla desde que se le encerró en el calabozo que hoy ocupa. Probablemente será algún criminal muy temible, pues lleva siempre la cadena, y el carcelero, para prevenir su evasión, entra a cada instante en su calabozo.
—Pero hablará con el carcelero, ¿verdad?
—¡Imposible! Se ha elegido un sordomudo que nació en el Chatelet y no ha salido jamás de su recinto.
Gabriel se estremeció. Aquel hombre, tan separado del mundo de los vivos, pero que, sin embargo, vivía y pensaba, inspirábale una compasión inmensa mezclada de horror. ¿Qué idea o qué remordimiento, qué miedo al infierno o qué confianza en la intervención del Cielo impediría a aquel desventurado estrellarse la cabeza contra los muros de su mazmorra? ¿Le ligaba á la vida la esperanza o las ansias de vengarse?
Gabriel sentía cierta ansiedad por ver a aquel hombre; latía su corazón con la violencia misma con que latió en los momentos en que sus ojos volvieron a ver a Diana. Más de cien presos acababan de desfilar ante su vista, y le habían inspirado lástima, sí, pero una lástima corriente, ordinaria; pero el prisionero misterioso le conmovía de una manera extraordinaria, su triste suerte le afectaba más que las de todos los otros, y su pecho se llenaba de angustia cuando pensaba en aquella existencia sepulcral.
—Vamos al número veintiuno —dijo con voz conmovida al gobernador.
Bajaron muchos escalones, negros y húmedos, atravesaron muchas bóvedas horizontales, parecidas a las horribles espirales del infierno de Dante, y al fin el gobernador se detuvo frente a una puerta de hierro.
—Esta es —dijo—. El carcelero debe estar dentro del calabozo, puesto que no le veo, pero afortunadamente tengo dobles llaves. Entremos.
Abrió la puerta de hierro y, a la luz de la linterna que llevaba un empleado, entraron.
Gabriel vio entonces un cuadro silencioso y horrible, uno de esos cuadros que únicamente puede trazar la imaginación humana en momentos de delirio o de pesadilla.
El calabozo era una tumba de piedra… de sillares negros, húmedos, hediondos, que rezumaban un líquido pegajoso y fétido. Aquella lúgubre concavidad estaba debajo del lecho del Sena, y las aguas, cuando sobrevenían grandes crecidas, la inundaban hasta la mitad. Insectos asquerosos y alimañas viscosas llenaban sus fúnebres paredes. Hasta allí no llegaba el ruido de las calles, ni resonaba el viento: sólo interrumpía el pavoroso silencio el acompasado gotear del agua que rezumaba aquella informe bóveda.
Menos vida que aquellas gotas de agua, y un poco, muy poquito más que las inmóviles capas de limo pegadas a los muros, tenían las dos criaturas humanas que allí encontró Gabriel, la una guardando a la otra, pero entrambas mudas y tristes.
El calabocero era una especie de idiota de talla gigantesca, de mirar estúpido y tez amarillenta, que estaba de pie en la sombra con sus ojos de imbécil fijos en el prisionero, que se hallaba recostado en un rincón sobre un montón de paja. Gruesa cadena sujeta al muro aferraba sus manos y sus pies. Era el desdichado un anciano de barba y cabellos blancos, y al parecer estaba dormido, pues ningún movimiento hizo al entrar sus visitantes. Se le habría podido confundir con un cadáver o con una estatua.
Sin embargo, al cabo de breves momentos, se incorporó vivamente, abrió los ojos y su mirada se fijo en Gabriel.
Estábale prohibido hablar, pero sus ojos decían mil veces más que cuanto hubiesen podido pronunciar sus labios. El gobernador inspeccionaba con el empleado los rincones del calabozo, y en tanto, Gabriel, fascinado por aquella mirada terrible y soberbia a la vez, quedó como clavado en el suelo, sin poder avanzar, sin movimiento, sin voz. Todo un mundo de extraños e inexplicables pensamientos se agitaba en su mente.
No parecía que el prisionero contemplase con indiferencia a su visitante, y hasta hubo un momento en que hizo un gesto y llegó a abrir la boca como para hablar… pero observó que el gobernador se volvía, recordó a tiempo la amenaza que sobre él pesaba, y sus labios se plegaron dibujando una sonrisa amarga. Seguidamente cerró los ojos y volvió a su inmovilidad de piedra.
—¡Oh! ¡Salgamos de aquí! —dijo Gabriel al gobernador—. ¡Salgamos, por Dios vivo! Tengo necesidad de respirar el aire, de ver el sol.
Puede decirse que no recobró su tranquilidad hasta que se vio en la calle, en medio de la gente y del bullicio, pero aun así, la sombría visión no le abandonó en todo el día, aun así el recuerdo de lo que había visto le persiguió implacable mientras discurría por las calles de la ciudad.
Una voz interior le decía que la suerte de aquel desventurado prisionero tenía algún punto de contacto con la suya, que acababa de pasar junto a un misterio llamado a determinar una crisis gravísima en su vida. Vencido por la fuerza de sus misteriosos presentimientos, se encaminó, cuando el día tocaba a su fin, al palenque de las Tournelles. Los torneos del día, a los cuales Gabriel no había querido asistir, terminaban cuando llegó. Pudo ver a Diana, y esta le dirigió una mirada que disipó la sombría tristeza de su corazón, de la misma manera que un rayo de sol disipa las nieblas. Gabriel olvidó al fin al mísero cautivo que viera durante el día para no pensar más que en la hechicera joven que iba a tornar a ver aquella noche.