Capítulo VIII

LOS torneos debían de tener lugar al otro día y siguientes, pero varios caballeros de la corte, en vista de que faltaban algunas horas antes de que sonase la señalada para dar por terminado el espectáculo, pidieron permiso al rey para quebrar algunas lanzas en su honor y para entretenimiento de las damas.

—Sea, caballeros —contestó el rey—. Os lo concedo de buen grado, aunque observo que mi concesión ha de contrariar tal vez al señor cardenal de Lorena, que no ha recibido jamás tanta correspondencia como durante las dos horas que llevamos aquí. Dos mensajes consecutivos acaba de recibir, y los dos, a lo que parece, han interesado en extremo su atención. ¡Pero no importa! Luego sabremos de qué se trata. Entretanto, podéis romper algunas lanzas… Y este premio ganará el vencedor —añadió Enrique II, quitándose el collar de oro que pendía de su cuello—. Poned toda vuestra habilidad en la justa, caballeros, y toda la fuerza en vuestros brazos, y tened presente que si la partida se anima muy bien pudiera acontecer que yo me decidiera a tomar parte en ella y a hacer por ganar lo que os ofrezco, con tanto mayor motivo, cuanto que quedo en deuda con la señora duquesa de Castro. No olvidéis tampoco que a las seis en punto terminará el combate, y cualquiera que sea el vencedor, será coronado. Podéis disponer de una para darnos pruebas de vuestra destreza, pero tened cuidado, que no quiero que ocurra ningún percance… Y a propósito: ¿cómo sigue el señor d’Avallon?

—En este momento acaba de morir, señor.

—¡Que Dios reciba su alma! —dijo Enrique—. De mis capitanes de guardias, era tal vez el que más celo desplegaba en mi servicio y uno de los más valientes. ¿Quién le reemplazará? Pero las damas esperan, caballeros, y la liza va a abrirse… Veamos quién recibe el collar de manos de la reina.

Fue el primer mantenedor el conde de Pommerive, pero tuvo que ceder su puesto al señor de Burie, a quien no tardó en derrotar el mariscal de Amville, campeón tan vigoroso y diestro, que se mantuvo en la palestra venciendo a cinco adversarios sucesivos.

El rey, sin poder contenerse más, dijo al mariscal:

—¡Voy a ver, señor de Amville, si os habéis propuesto permanecer ahí toda la vida!

Inmediatamente se armó, bajó al palenque, tomó campo, y al primer encuentro, el señor de Amville perdió los estribos. Presentóse a continuación el señor de Aussun, que no quedó mejor parado que su antecesor.

Viendo Enrique que no se presentaban nuevos competidores, gritó:

—¿Qué es eso, caballeros? ¿No hay nadie que quiera justar conmigo? ¿Será por ventura que se me guardan consideraciones? —añadió frunciendo el entrecejo—. ¡Si tal supiera!… ¡Aquí no hay más rey que el vencedor, ni otros privilegios que los de la destreza y el valor! ¡Vamos, señores, atacadme con todos vuestros bríos!

Nadie se atrevía a justar con el rey, porque tanto temor les producía la eventualidad de vencer como la de ser vencidos.

Pero el rey empezaba a impacientarse. Sospechaba, quizás, que en los ejercicios anteriores sus adversarios no habían empleado contra él todos los medios de defensa, y esta sospecha disminuía a sus ojos el mérito de la victoria y encendía su despecho.

En esto, entró un nuevo combatiente en liza. Enrique, sin preguntar quién era, tomó campo y se lanzó contra él con tal furia que las dos lanzas saltaron hechas astillas. El campeón desconocido se mantuvo inmóvil en la silla, pero el rey tuvo que soltar el pedazo de lanza que le quedaba y agarrarse al arzón para no caer. Sonaron en aquel momento las seis, y el rey quedó vencido.

Echó pie a tierra con ligereza y alegría, entregó las riendas a su escudero y fue a dar la mano a su vencedor para conducirle hasta la reina. Con gran extrañeza suya, vio una cara que le era completamente desconocida, pero el caballero era de tan noble y gentil presencia, que al arrodillarse ante la reina para recibir el collar, mereció que aquella le mirase y sonriese.

El vencedor, después de haber hecho una profunda reverencia, se levantó, y dirigiéndose hacia el estrado de la corte y deteniéndose delante de la duquesa de Castro, le presentó el collar, premio de la victoria.

Gracias a los clarines, que resonaban todavía, no se oyeron las dos voces que a un mismo tiempo salían de dos bocas:

—¡Gabriel!

—¡Diana!

Esta última, llena de júbilo y de sorpresa, tomó el collar con mano temblorosa. Creyeron todos que el desconocido caballero, habiendo oído decir al rey que si reconquistaba el collar lo ofrecería a la señora duquesa de Castro, no quería privar de él a tan bella dama y demostraba así su galantería. Enrique II, participando de la opinión general, dijo:

—Sois muy galante, caballero; pero yo, que me precio de conocer a todos los caballeros de mi corte, os confieso que no recuerdo si os he visto antes, y quisiera saber a quién soy deudor de la violenta sacudida que me habría arrancado de la silla si, gracias a Dios, no hubiera estado tan firme en los estribos.

—Señor —contestó Gabriel—: Es esta la primera vez que tengo el honor de verme en presencia de vuestra majestad. Hasta ahora he estado en la guerra y en este momento llego de Italia. Me llamo el vizconde de Exmés.

—El vizconde de Exmés —repitió el rey—. ¡Muy bien! ¡No olvidaré el título de mi vencedor!

—Señor —observó Gabriel—; en donde vos estáis, no puede haber otro vencedor que vos, y para corroborar mi aserto, traigo a vuestra majestad una prueba gloriosa.

Esto diciendo, hizo una señal. Al punto entraron en el palenque Martín Guerra y dos hombres de armas, los cuales depositaron a las plantas del rey las banderas italianas.

—He aquí, señor, las banderas conquistadas en Italia por vuestro ejército, que monseñor el duque de Guisa remite a vuestra majestad. Su eminencia el cardenal de Lorena me ha asegurado que sería grato a vuestra majestad recibir estos despojos gloriosos en presencia de la corte y del pueblo de Francia, para que sean testigos de vuestra gloria. También tengo el honor de poner en las manos de vuestra majestad estas cartas del señor duque de Guisa.

—Gracias, vizconde de Exmés —respondió el rey—. Y ya hemos descubierto el secreto de la correspondencia del señor cardenal. Estas cartas os acreditan cerca de mi persona, vizconde, aunque, a decir verdad, os habéis acreditado vos mismo y de una manera brillantísima… ¿Qué estoy leyendo? De esas banderas habéis tomado vos cuatro, y nuestro primo de Guisa os considera como uno de sus más valientes capitanes… Señor de Exmés; pedidme lo que queráis, y os juro por Dios que os lo otorgaré en el acto.

—Señor, me abruma vuestra majestad; a vuestras bondades, realmente excesivas, remito mi suerte.

—Sois capitán del ejército de Guisa —dijo el rey—: ¿Queréis serlo de mi guardia? No sabía como reemplazar al señor d’Avallon, que desgraciadamente ha muerto hoy, y que en vos tendría un digno sucesor.

—Vuestra majestad…

—¿Aceptáis? ¡No hay más que hablar! Desde mañana desempeñaréis vuestro cargo. Vamos ahora a volver al Louvre, donde me hablaréis por extenso de esa guerra de Italia.

Gabriel saludó.

Dio Enrique la orden de marcha. El pueblo se dispersó, gritando: ¡Viva el rey!, y Diana, encontrándose por un momento junto a Gabriel, dijo a este con voz baja:

—Mañana, en la tertulia de la reina.

Desapareció conducida por su caballero, pero dejando a su amigo de la infancia una esperanza divina.