L mismo día, mientras en el palenque se celebraban las fiestas y justas, el condestable de Montmorency interrogaba en el Louvre, en el mismo gabinete de Diana de Poitiers, a uno de sus confidentes secretos.
El espía era de estatura regular, cutis moreno, ojos y cabellos negros, nariz aguileña, barba hendida, labio inferior saliente, y un poco cargado de espaldas. Se parecía como una gota de agua a otra a Martín Guerra, el fiel escudero de Gabriel. Quien los hubiese visto separados, habría tomado al uno por el otro, y quien los encontrara juntos, los hubiera creído gemelos. Sus líneas y rasgos eran los mismos, la misma edad, los mismos el cuerpo y la postura.
—¿Y qué habéis hecho del correo, maese Arnaldo? —preguntó el condestable.
—Le he suprimido, monseñor —contestó el interrogado—. Era preciso; pero le suprimí aprovechando las sombras de la noche y en el bosque de Fontainebleau, y atribuirán su muerte a los ladrones. Soy prudente, monseñor.
—¡Cuidado, maese Arnaldo, mucho cuidado! La cosa es grave, y no puedo aprobar la facilidad con que recurrís al puñal.
—No retrocedo ante ningún obstáculo cuando del servicio de monseñor se trata.
—Perfectamente, Arnaldo; pero repito de una vez para siempre que, si os dejáis coger, no seré yo quien impida que os ahorquen —replicó con entonación de desprecio el condestable.
—Estad tranquilo, monseñor; soy hombre precavido.
—Veamos ahora esa carta.
—Aquí está, monseñor.
—Abridla sin romper el sello, y leed… ¿Imagináis, ¡ira de Dios!, que me he tomado la molestia de aprender a leer?
Maese Arnaldo sacó del bolsillo un cuchillito de hoja fina y afilada, levantó cuidadosamente el sello del sobre y sacó el pliego que este encerraba. Lo primero que hizo fue leer la firma.
—Monseñor puede ver que no me engañé —dijo—. La carta, dirigida al cardenal de Guisa es del cardenal Caraffa, como tuvo la necedad de confesarme el estúpido correo que la llevaba.
—¡Leed de una vez, por la corona de espinas! —gritó Montmorency.
Maese Arnaldo de Thill leyó lo siguiente:
Monseñor y querido aliado: Me limitaré a deciros tres palabras de importancia. Primera: accediendo a vuestras súplicas, el Papa dilatará en lo posible la solicitud de divorcio, hará ir de Congregación en Congregación a Francisco de Montmorency, que llegó ayer a Roma, y concluirá denegando la dispensa que aquel solicitó.
—¡Pater noster! —murmuró el condestable—. ¡Cargue Satanás con todos esos ropones rojos!
Segunda —continuó Arnaldo, reanudando la lectura—; el señor de Guisa, vuestro ilustre hermano, después de haber tomado a Campli, ha sitiado a Civitella; pero para que aquí nos resolvamos a enviarle los hombres y vituallas que pide, lo que supone para nosotros un sacrificio enorme, queremos antes tener la seguridad de que se le llamará para llevar sus armas a Flandes, como aquí se cree. Haced de manera que quede con nosotros, y su santidad se decidirá a ayudar al señor Francisco de Guisa, contribuyendo así al castigo eficaz del duque de Alba y de su arrogante dueño.
—Adveniat regnun tuum… —masculló Montmorency—. ¡Cuidaré de echar por tierra vuestros proyectos, rayos y truenos! ¡Los echaré por tierra, sí, aun cuando para ello haya de traer a Francia a los ingleses! ¡Continuad, por las llagas de Cristo, maese Arnaldo!
Tercero —prosiguió el espía—: Os anuncio, para alentaros y secundar vuestros esfuerzos, la próxima llegada a París de un enviado de vuestro hermano, encargado de presentar a Enrique las banderas tomadas al enemigo en esta campaña de Italia. El enviado es el vizconde de Exmés. Llegará indudablemente al mismo tiempo que esta carta, que he preferido confiar a nuestro correo ordinario. La presencia del enviado, y los despojos gloriosos que ofrecerá al rey, contribuirán poderosamente a llevar vuestras negociaciones a término feliz.
—¡Fiat voluntas tua! —bramó el condestable furioso—. ¡Dispensaremos un recibimiento soberbio a ese embajador del infierno! ¡Te lo recomiendo, Arnaldo! ¿No ha terminado aún esa condenada carta?
—Sí, monseñor; quedan únicamente los cumplimientos y la firma.
—Pues ya ves que no te faltará que hacer, Arnaldo.
—Es lo que deseo, monseñor… siempre que no me falte el dinero para llevar las cosas a término feliz.
—¡Bellaco! ¡Toma cien ducados! ¡Contigo hay que estar siempre con el dinero en la mano!
—Me ocasiona muchos gastos el servicio de monseñor.
—¡Tus vicios me cuestan más caros que los servicios que me prestas, tunante!
—¡Cómo se equivoca monseñor al juzgar mi conducta! Mi deseo sería vivir tranquilo, feliz y rico en cualquier provincia, rodeado de mi mujer y de mis hijos, y ver cómo se deslizaban en paz mis días como un honrado padre de familia.
—¡Reconozco que tus aspiraciones no pueden ser más honradas y bucólicas! Enmiéndate, economiza algunos doblones, cásate, y sin duda podrás ver realizados tus ensueños de dicha doméstica. ¿Quién te lo impide?
—¡Ah, monseñor! ¡Me lo impide mi impetuosidad! Además, ¿qué mujer me querrá a mí?
—¡Bueno! Mientras llega el día feliz de tu himeneo, vuelve a colocar el sello en esa preciosa carta y llévala al cardenal. Habrás de disfrazarte, ¿entiendes?, y dirás que te la confió tu moribundo compañero…
—¡Descuide, monseñor! La carta cerrada y con el sello intacto, y el correo falso, tendrán más apariencias de verdad que la verdad misma.
—¡Por la muerte de Cristo! —exclamó Montmorency—. Hemos olvidado tomar nota del plenipotenciario enviado por el de Guisa. ¿Cómo se llama?
—El vizconde de Exmés, monseñor.
—Sí… sí… es verdad. Retén ese nombre, bellaco… ¿Eh? ¿Quién viene a importunarme ahora?
—Dispensad, monseñor —dijo el que acababa de entrar—. Es un caballero que acaba de llegar de Italia, y solicita ver al rey de parte del duque de Guisa. He creído que era deber mío preveniros, sobre todo en vista de la insistencia con que pretende hablar al cardenal de Lorena. Se llama el vizconde de Exmés.
—Apruebo tu previsión, Guillermo —dijo el condestable—. Haz entrar a ese caballero, y tú, Arnaldo, aprovecha la ocasión para quedarte con el retrato del hombre con quien seguramente has de trabar relaciones. Escóndete detrás de aquel cortinón, y cuidado, que sólo le recibo para que le conozcas bien.
—Le he visto en mis correrías, monseñor —respondió Arnaldo—, pero no importa… Bueno es asegurarse…
El espía se ocultó detrás del cortinón, y mientras, Guillermo introdujo en la estancia a Gabriel.
—Perdonad, señor —dijo el joven saludando al anciano condestable—; desearía saber a quién tengo el honor de hablar.
—Soy el condestable de Montmorency, caballero: ¿qué deseáis de mí?
—Pediros otra vez perdón, porque lo que tengo que decir, sólo al rey puedo confiarlo.
—¿Sabéis que su majestad no se encuentra en el Louvre y que, en su ausencia…?
—Le buscaré o le esperaré —interrumpió Gabriel.
—El rey está en el palenque y no volverá hasta la noche. ¿Ignoráis que hoy se celebra el casamiento del delfín?
—No, monseñor; lo he sabido en el camino; pero he venido por la calle de la Universidad y el puente del Cambio, y no he pasado por la de San Antonio.
—Si hubieseis seguido la dirección del gentío, este os habría conducido adonde está el rey.
—Es que no tengo el honor de que el rey me haya visto todavía; soy desconocido, un extranjero en la corte. Yo esperaba encontrar en el Louvre a monseñor el cardenal de Lorena, y por su eminencia he preguntado, pero no sé por qué causa me han traído aquí, monseñor.
—El señor cardenal de Lorena gusta de los simulacros de combate, como es natural en un hombre de iglesia, pero yo, que soy hombre de espada, no hallo distracción más que en los combates reales, y por esta razón me encontráis a mí en el Louvre, al paso que el señor de Lorena se halla en el torneo.
—Con vuestro permiso, monseñor, voy a buscarle.
—Descansad un poco, caballero. Si no me engaño, llegáis de lejanas tierras, de Italia, sin duda, puesto que habéis entrado por la calle de la Universidad.
—De Italia llego, monseñor; no tengo por qué ocultarlo.
—¿Os envía, acaso, el duque de Guisa? ¿Qué hace por allá?
—Me permitiréis, monseñor, que antes que a nadie lo comunique al rey, y que me retire para cumplir este deber.
—Id, caballero, puesto que tanta prisa tenéis. ¡Pero, ya caigo! —añadió con candidez afectada—. Sin duda estáis impaciente por ver a alguna de nuestras hermosas damas… Y hasta apostaría a que tenéis prisa y miedo a la vez. ¿He acertado, caballero?
Gabriel no contestó: con aire frío y grave saludó y salió.
—¡Pater noster qui est in cælis! —refunfuñó el condestable rechinando los dientes, no bien salió Gabriel—. ¿Habrá creído ese maldito mequetrefe que mi intención era sonsacarle, atraerle a mi devoción, tal vez, quién sabe si sobornarle? ¡Como si yo no supiera tan bien como él mismo todo lo que viene a contar al rey! Pero arrieros somos, y como volvamos a encontrarnos, yo le aseguro que ha de pagarme caros sus humos y su arrogancia insolente… ¡Arnaldo!… ¿Adónde se habrá ido ese perillán? ¡También alzó el vuelo! ¡Por la cruz de Cristo! ¡No parece sino que todos esos canallas se han puesto de acuerdo para cometer torpezas y decir desatinos! ¡El diablo cargue con todos ellos! Pater noster…
Mientras el condestable desfogaba su mal humor vomitando injurias y mascullando Pater nosters, como tenía por costumbre, Gabriel atravesaba, para salir del Louvre, una galería bastante oscura, y encontraba, de pie junto a la puerta, a su escudero Martín Guerra, por cierto que con gran extrañeza suya, puesto que le había mandado que le esperase en el patio.
—¿Tú aquí, Martín? —le dijo—. ¿Has venido a buscarme? ¡Está bien! Adelántate con Jerónimo, e id a esperarme, con las banderas bien envueltas, en el ángulo que forman la calle de Santa Catalina y la de San Antonio. Quizá quiera el señor cardenal que las presentemos al rey en el mismo palenque, en presencia de toda la corte allí reunida. Cristóbal se encargará de mi caballo y de acompañarme… ¡Id ya! ¿No me has comprendido?
—Sí monseñor —contestó Martin Guerra—; ya sé lo que deseaba saber.
Y adelantándose a Gabriel, bajó la escalera con celeridad de excelente augurio para el buen desempeño de la comisión que su señor acababa de confiarle. Gabriel, que salió del Louvre con paso lento y abismado en sus ensueños, experimentó nueva sorpresa, mayor que la primera, al tropezar con su escudero en el patio, y más al verle demudado y como fuera de sí.
—¿Qué te pasa, Martín? ¿Qué tienes? —le preguntó.
—¡Ah, monseñor! ¡Acabo de verle!… ¡Ha pasado junto a mí!… ¡Me ha hablado!
—¿Pero, quién?
—¿Quién? Si no fue Satanás, el fantasma, la aparición, el monstruo, el otro Martín Guerra.
—¿Persiste aún esa locura, Martín? ¿Es que sueñas despierto?
—No, no, monseñor; ni sueño ni estoy loco. Me ha hablado, se paró delante de mí, y me dejó petrificado con su mirada magnética y su risa infernal. «¡Hola! —me dijo—. ¿Continuamos al servicio del vizconde de Exmés»? Observad, señor, que habló en plural, que dijo continuamos. «¿Y hemos traído de Italia las banderas arrancadas al enemigo por el duque de Guisa?», —añadió, también en plural. Contesté que sí con un movimiento de cabeza, porque me era imposible articular palabra, monseñor. ¿Cómo habrá sabido esa noticia? Luego repuso: «No tengamos miedo, pues somos amigos y hermanos». En esto oyó el ruido de vuestros pasos, monseñor, y con diabólica ironía, que me puso los cabellos de punta, terminó así: «Nos veremos, Martín Guerra, nos veremos». Y desapareció, ignoro si por esa puerta o filtrándose por el muro.
—¡Estás loco! —dijo Gabriel—. ¿No comprendes que no ha tenido tiempo material para decir y hacer lo que me cuentas desde que me separé de ti en la galería?
—¡Yo en la galería, monseñor! ¡Si no me he movido de aquí, si no he salido del patio dónde me mandasteis que esperara!
—¡Cuando digo que estás loco! ¿A quién, si no a ti, he dado mis últimas órdenes hace un instante?
—Al otro seguramente, monseñor; al segundo yo, al espectro.
—¡Pobre Martín! —exclamó con acento compasivo Gabriel—. Estás malo, ¿verdad? Tu cabeza no funciona bien, tal vez debido a lo mucho que hemos andado al sol.
—¿Suponéis todavía que deliro, verdad? Pues la prueba de que no me he movido de aquí es que no sé una palabra de las órdenes que decís que me habéis dado.
—Las has olvidado, Martín —replicó con dulzura Gabriel—. Pues bien: te las repetiré, amigo mío. Te encargué antes que fueses con las banderas a esperarme a la esquina de las calles de San Antonio y de Santa Catalina, que te acompañaría Jerónimo, y que Cristóbal quedaría conmigo. ¿Vas haciendo memoria?
—Perdonadme, señor; pero ¿cómo queréis que haga memoria de lo que jamás he oído?
—En fin, ya lo sabes ahora, Martín. Vamos a tomar nuestros caballos al portillo, donde debe de tenerlos nuestra gente, y nos pondremos inmediatamente en marcha.
—Obedezco, monseñor. En suma, mi desgracia os proporciona dos escuderos, lo que es mejor que tener dos amos.
Habíase instalado el palenque en la calle de San Antonio y en el espacio comprendido entre las Tournelles y las caballerizas reales, y formaba un cuadrilongo a cuyos lados se habían levantado tablados para los espectadores. En uno de los extremos tenían sus asientos la reina y su corte, y en el opuesto estaba la entrada, donde esperaban los campeones que debían tomar parte en las justas. El gentío se agolpaba en las otras dos galerías.
Cuando a eso de las tres de la tarde, después de la ceremonia religiosa y del banquete que la siguió, la reina y la corte ocuparon los asientos que les estaban designados, resonaron por todas partes vivas y aclamaciones de júbilo. Pero estas demostraciones estrepitosas de alegría fueron causa de que la fiesta comenzase con una desgracia. El caballo que montaba el capitán de guardias llamado d’Avallon, se espantó al oír la algazara, se encabritó y botó en la arena, y concluyó por desmontar violentamente al jinete, proyectándole de cabeza contra una de las vallas de madera que formaban el recinto cerrado. Le levantaron en seguida y le pusieron en manos de los cirujanos con pocas esperanzas de vida.
Mucho afectó al rey el deplorable accidente, pero su pasión por las justas y ejercicios de fuerza y de destreza disipó muy pronto su tristeza.
—¡Pobre d’Avallon! —exclamó—. ¡Tan buen servidor…! Que le atiendan con esmero.
Después añadió:
—¡Vamos! Empezaremos por correr las sortijas.
Las carreras de sortijas de aquellos tiempos eran mucho más complicadas y difíciles que las que nosotros conocemos. La palomilla de la cual pendían los anillos estaba colocada próximamente al final del segundo tercio de la liza, y los caballeros debían recorrer el primer tercio a galope y el segundo a rienda suelta, y ensartar en la punta de la lanza el anillo a la velocidad indicada. Por añadidura, el palo de la lanza no podía tocar el cuerpo del jinete, quien había de llevarla en posición horizontal y con el codo a una altura superior a la de su cabeza. El último tercio del terreno se recorría al trote.
El premio consistía en una sortija de brillantes ofrecida por la reina.
Montaba Enrique II un hermoso caballo blanco, que llevaba un caparazón de terciopelo guarnecido de oro, y era el caballero más elegante y más hábil de cuantos se presentaron. Llevaba su lanza con gracia y seguridad admirables, y rara vez pasaba sin ensartar una sortija. Sin embargo, tenía un digno competidor en el señor de Vieilleville, en cuyo favor hubo momentos en que pudo creerse que se decidiría la victoria, pues aventajaba en dos sortijas al rey, y en la palomilla no quedaban más que tres. Con todo, el señor de Vieilleville, como buen cortesano, erró sucesivamente las tres, y el rey, merced a este azar prodigioso, obtuvo el premio.
Al recibir la sortija se detuvo un momento, vaciló, dirigió con sentimiento una mirada a Diana de Poitiers, pero era un premio de la reina y se vio en la precisión de ofrecerlo a María Estuardo, la nueva delfina.
—¡Qué! —exclamó, durante el breve entreacto que siguió a la primera carrera—. ¿Hay esperanzas de salvar al señor d’Avallon?
—Respira todavía, señor, pero se le considera perdido sin remedio.
—¡Lo lamento, lo lamento de veras…! —dijo el rey—. ¡Es sensible… pero pasemos al juego de los gladiadores!
Es este juego un simulacro de combate, con sus pases y evoluciones, de gran novedad en aquel tiempo, muy poco conocido. Empero, como interesaría muy poco a los espectadores de nuestros días, remitimos al libro de Brantóme a los que sientan curiosidad por conocer las marchas y contramarchas de los doce gladiadores que en él tomaron parte, seis de ellos vestidos de raso blanco, y los otros seis de raso carmesí, a la antigua romana, cosa que sería, a no dudar, de mucho gusto histórico en aquel siglo en que el color local no había sido inventado.
Concluida la lucha, que mereció entusiastas aplausos, se dispuso lo necesario para principiar las carreras de estacas.
Al extremo de la liza donde estaba la corte, se habían clavado en tierra muchas estacas, de cinco a seis pies de altura. El juego consistía en llegar a galope a terreno sembrado de estacas, y en dar vueltas y revueltas en todas direcciones alrededor de aquellos árboles improvisados, sin tocar ni derribar ninguno. El premio consistía en un brazalete primorosamente cincelado.
De las ocho carreras verificadas, ganó tres el rey y otras tres el coronel general Bonnivet. Faltaba la novena y última que debía decidir entre los dos, pero el señor de Bonnivet, cortesano no menos respetuoso que el señor de Vieilleville, pese a la buena voluntad de su caballo, se retardó lo bastante para que Enrique II saborease por segunda vez los honores del triunfo.
Dirigióse entonces el rey adonde estaba Diana de Poitiers, y públicamente puso en su brazo el brazalete que acababa de recibir. La reina palideció de rabia.
Gaspar de Tannes, que estaba detrás de ella, se inclinó al oído de Catalina de Médicis y dijo en voz baja:
—Señora: seguidme con la vista y mirad lo que hago.
—¿Y qué vas a hacer, mi valiente Gaspar? —preguntó la reina.
—Voy a cortarle la nariz a la de Valentinois —respondía con gravedad y resolución Gaspar.
Catalina le detuvo entre asustada y contenta.
—¿No comprendes, Gaspar, que te pierdes?
—Lo comprendo, sí, pero perdiéndome, salvaré al rey y a Francia.
—¡Gracias, Gaspar, gracias! Eres tan buen amigo como valiente soldado; pero te mando que te quedes aquí. Tengamos paciencia, amigo mío.
¡Paciencia! Era, en efecto, la divisa a la que Catalina de Médicis parecía haber amoldado hasta entonces los actos todos de su vida. La mujer que andando el tiempo ocupó el lugar más visible de la primera fila, por la época a que nos referimos, no aspiraba, al parecer, a salir de la sombra del segundo: esperaba. Esperaba que llegase su oportunidad, y sin embargo, se hallaba en todo el apogeo de su hermosura, de aquella hermosura que nos ha legado el señor de Bourdeille hasta en sus detalles más minuciosos e íntimos. Pero ella evitaba con cuidado exquisito ponerse de relieve, siendo lo probable que a esta modestia aparente fuera deudora del silencio absoluto que la maledicencia guardó a su respecto mientras vivió su esposo. Únicamente el brutal condestable osó decir al rey que, después de diez años de esterilidad, los diez hijos que Catalina dio a Francia no tenían el menor parecido con su padre. No se sabe de ninguna otra persona que tuviera la temeridad de pronunciar una sola palabra contra la reina.
Catalina de Médicis no fijó su atención en los obsequios que el rey tributó a Diana de Poitiers en presencia de toda la corte, o por lo menos, no pareció que la fijase. Luego que hubo calmado la terrible indignación del mariscal Gaspar de Tannes, se dirigió a sus damas comentando las carreras que acababan de verificarse y la destreza desplegada por Enrique II.