Capítulo VI

CERCA de diez y ocho años tiene Diana, a quien conocimos niña. Su hermosura se había desarrollado siguiendo un proceso regular y encantador. Era, en una palabra, una mujer bellísima a quien la expresión particular de sus ojos revestía de un candor virginal que seducía y embelesaba. Su carácter e inclinaciones en nada habían variado desde que la conocimos. No había cumplido los trece años cuando el duque de Castro, a quien no volvió a ver desde el día de su matrimonio, fue muerto en el sitio de Hesdin. Dispuso el rey que la niña viuda pasase el período de luto en un convento de París, donde Diana contrajo afecciones tan tiernas y hábitos tan gratos, qué expirado el tiempo de luto, pidió a su padre permiso para continuar viviendo entre aquellas santas religiosas y buenas amigas, hasta que tuviera a bien disponer de ella nuevamente. Enrique II respetó la piadosa petición de su hija y no hacía más que un mes que había dispuesto que Diana saliera del convento, porque el condestable de Montmorency, celoso de la autoridad y poder que los Guisa adquirían en el gobierno, solicitó y obtuvo la mano de la hija del rey y de la favorita.

Durante el mes que acababa de pasar en la corte, Diana había conquistado el respeto y la admiración de todos, porque —dice Brantóme en su Libro de las Damas ilustres— era tan sumamente buena, que a nadie había causado desazón ni proporcionado el menor disgusto, y además, atesoraba un corazón noble y generoso, y un alma elevada y virtuosa. Pero su virtud, que tan pura y resplandeciente se destacaba en medio de la corrupción general de su tiempo, aparecía libre de austeridad y de rigidez, y, por tanto, tenía mayor mérito. Cuentan que un día dijo un caballero en presencia de Diana que las princesas de Francia debían ser valientes, y que la timidez era cualidad propia de monjas. En pocos días aprendió Diana a montar a caballo, y al cabo de muy breve tiempo, no había jinete tan atrevido y elegante como ella. Desde que supo montar, acompañaba a Enrique en sus excursiones de caza, y el rey se dejó cautivar por su gracia hechicera que, sin afectación, sabía buscar y aprovechar todas las ocasiones de agradarle. Diana gozaba del privilegio de poder entrar a cualquier hora en el aposento de su padre, por quien siempre era recibida. Su encanto seductor, sus modales y movimientos castos, el perfume de virginidad y de inocencia que exhalaba su persona y hasta su sonrisa, un poquito triste, contribuían a hacer de ella la figura más delicada de cuantas vivían en aquella corte, célebre por sus deslumbradoras bellezas.

—¡Vamos a ver! —principió diciendo Enrique II—. Aquí me tienes dispuesto a escucharte, hija mía. Están dando las once; la ceremonia matrimonial se celebrará a las doce en Saint-Germain-l’Auxerrois, de manera que puedo concederte media hora, y ojalá dispusiera de más tiempo, porque los momentos que paso a tu lado son los mejores de mi vida.

—¡Cuán indulgente y bueno sois, señor!

—Yo no sé si soy bueno, pero sí que te quiero mucho, hija mía, y que con todo mi corazón deseo complacerte, siempre que no me pidas lo que se oponga a los graves intereses que el rey debe anteponer a sus afecciones. Y para que tengas una prueba de ello, Diana, quiero, ante todo, darte cuenta del resultado de las dos súplicas que me has dirigido: la buena hermana Mónica, que tantas demostraciones de cariño te ha prodigado, y con solicitud tan tierna ha velado por ti en el convento, acaba de ser nombrada abadesa del convento de Origny de San Quintín, gracias a tu recomendación.

—¡Oh! ¡Cuánto os lo agradezco, señor!

—En cuanto al bravo Antonio, tu servidor predilecto en Vimoutiers, percibirá mientras viva una pensión cuantiosa con cargo a nuestro tesoro; y lo que siento es que no viva Enguerrando, porque hubiera querido demostrar mi gratitud al digno escudero que tan buena educación dio a nuestra querida hija Diana; pero murió el año pasado, y no ha dejado ningún heredero.

—¡Vuestra generosidad me abruma, señor!

—Todavía hay más, Diana: he aquí las cartas reales que te confieren el título de duquesa de Angulema, y aun todas estas mercedes no llegan a la cuarta parte de lo que desearía hacer por ti. He observado algunas veces que estabas pensativa, triste, Diana, y por eso deseaba tener contigo una conferencia, porque mi afán es consolarte o curar tus penas, si en mi mano está. Dime, hija mía, ¿no eres dichosa?

—¡Oh, señor! ¿Cómo no serlo, prodigándome vos tanto cariño y tantos beneficios? Una sola cosa pido a Dios, y es que continúe mi presente, tan rico en bienandanzas y dichas. El porvenir, por glorioso que se presente, no podrá nunca compensar la felicidad de mi estado actual.

—Diana —repuso con gravedad el rey—; no ignoras que te hice venir del convento para casarte con Francisco de Montmorency. Es un gran partido, hija mía, y sin embargo, este matrimonio, que, no quiero ocultártelo, tan útil podría ser a los intereses de la corona, parece que te repugna. Ya que no otra cosa, creo que debes exponerme los motivos de esa repugnancia, que me aflige, Diana, lo confieso.

—No os los ocultaré, padre mío —contestó Diana—. En primer lugar, me han asegurado que Francisco de Montmorency casó clandestinamente con la señorita de Fiennes, una de las damas de la reina; ¿es verdad?

—Lo es, en efecto —respondió el rey—; pero ese matrimonio, contraído sin el consentimiento del condestable y el mío, es nulo con arreglo a derecho. Ahora bien, Diana: si el Papa lo declara nulo, si el Papa falla favorablemente la petición de divorcio, no podrás tú ser más exigente que Su Santidad, y de consiguiente, si no existe otra razón…

—Existe otra además, querido padre.

—¿Y cuál es? ¿Es posible que te haga desgraciada una alianza que colmaría los deseos de las más nobles y ricas herederas de Francia?

—Nada os ocultaré, padre mío… Es que… es que amo a otro —contestó Diana llena de confusión, arrojándose en los brazos del rey.

—¿Qué amas a otro? —repitió el rey estupefacto—. ¿Y cómo se llama el hombre a quien amas?

—Gabriel, señor.

—¿Gabriel… de qué? —interrogó el rey sonriendo.

—No sé más, padre mío.

—¿Cómo es eso, Diana? En nombre del Cielo, explícate.

—Todo lo voy a confesar, señor. Es un amor de la infancia. Yo veía a Gabriel todos los días… ¡Era tan complaciente, tan bravo, tan bello, tenía tanto talento y se mostraba tan tierno y enamorado! ¡Ah, señor! ¡No os riais, que se trata de un amor grave, serio, santo, el primero que se grabó en mi corazón, el que puede convivir con otros quereres, pero no ser expulsado, ser borrado por ninguno! Dejé, sin embargo, que me casaran con el duque de Farnesio, señor, pero fue porque no sabía lo que hacía, fue porque me obligaron a ello, abusando de mis pocos años. Después he visto, he comprendido la enormidad de la traición de que, sin culpa mía, hice víctima a Gabriel… ¡Pobre Gabriel! No lloraba al separarse de mí, secos estaban sus ojos, pero fácil era leer en ellos el dolor horrible que atenazaba su alma. ¡Cuántas veces ha evocado mi imaginación estos recuerdos, juntamente con los dorados de mi infancia, durante los años de soledad pasados en el convento! Puedo decir que he vivido dos veces los días que pasé al lado de Gabriel: de hecho y de pensamiento, en la realidad y en mis sueños. Vuelta a la corte, señor, entre la pléyade de nobles que puede decirse que os forman otra corona, no he visto uno solo que pueda rivalizar con Gabriel, y no será ciertamente Francisco, el hijo sumiso del altanero condestable, quien me haga olvidar jamás al dulce y fiel compañero de mi infancia. Hoy que comprendo el valor de mis actos, hoy que puedo medir su alcance e importancia, mientras me dejéis en libertad, padre mío, permaneceré fiel a Gabriel.

—¿Le has vuelto a ver desde que saliste de Vimoutiers, Diana?

—¡Ay, padre y señor… no!

—¿Pero al menos habrás tenido noticias suyas?

—Tampoco. Tan sólo supe por Enguerrando que había abandonado el país a raíz de mi matrimonio, y que, al partir, dijo a su nodriza Aloísa que no volvería a verla hasta que hubiese conquistado gloria y poder.

—¿Tampoco su familia ha vuelto a saber de él?

—¡Su familia…! Yo no le conocí otra familia que Aloísa, padre mío, y nunca vi a sus padres cuando fui con Enguerrando a Montgomery.

—¡A Montgomery! —exclamó Enrique palideciendo—. ¡Diana… Diana! ¡Quiero creer que no será ningún Montgomery! ¡Dime, por vida tuya, que no es un Montgomery!

—¡Oh, no, señor! Si lo fuera, habría residido en el castillo, y lejos de ser así, vivía en la casita de Aloísa, su nodriza. ¿Pero qué os han hecho los condes de Montgomery, señor, para que su solo recuerdo os inmute de ese modo? ¿Son, por ventura, vuestros enemigos? En toda la comarca se habla de ellos con veneración.

—¿Crees que me inmuto, Diana? —preguntó el rey con sonrisa desdeñosa—. No hay tal, hija mía; ni me inmuto ni me han hecho nada, absolutamente nada. ¿Qué podría hacer un Montgomery a un Valois? Pero volvamos a tu Gabriel; ¿no es este el nombre que le das?

—Sí, señor.

—¿Y no tiene otro?

—Ningún otro que yo sepa: era huérfano como yo, y nunca habló en presencia mía de su padre.

—¿Y no tienes otra objeción que oponerme al proyectado enlace con Montmorency? ¿Ninguna otra más que tu antiguo cariño hacia ese joven?

—Es suficiente, señor.

—Perfectamente, Diana. No pensaría yo en vencer tus escrúpulos, si a tu amigo se le pudiera conocer y apreciar, aunque presumo que es de linaje dudoso…

—¿No ha visto vuestra majestad una barra en mi escudo?

—Pero al menos tienes un escudo, Diana, y tanto los Montmorency como los Castro tienen a mucho honor el poder introducir en sus Casas una hija legitimada de la mía. Tu Gabriel, por el contrario… Pero no se trata ahora de este detalle. Después de seis años de ausencia, presumo, Diana, que te ha olvidado, que tal vez ame a otra.

—No conocéis a Gabriel, señor. Tiene un corazón fiel, y estoy segura de que morirá amándome.

—No quiero contradecirte, Diana. Te parece inverosímil la infidelidad, y haces bien, porque contigo es imposible ser infiel. Pero a juzgar por lo que me has dicho, ese joven debió irse a la guerra; y si fue a la guerra, ¿no es verosímil, no es probable que haya muerto? Te aflijo, hija mía; veo que tu frente palidece y que tus ojos se llenan de lágrimas… Sí; comprendo que el amor de que me hablas no es superficial, sino profundo, muy profundo, y aunque nunca he tenido ocasión de sentir esas grandes pasiones, aunque me he acostumbrado a dudar de ellas, no por eso me reiré de la tuya, antes bien la respetaré. Pero comprende, tesoro mío, que ese amor infantil, cuyo objeto no existe ya, esa fidelidad tuya a un recuerdo, a una sombra, me crea un verdadero conflicto. El condestable, si le hago la afrenta de retirarle mi palabra, se incomodará, y no sin razón, y probablemente abandonará mi servicio. Tan pronto como me deje, hija mía, yo cesaré de ser el rey, porque lo será el duque de Guisa. Mira, Diana: son seis los hermanos que ostentan este apellido; pues bien: de los seis, el duque de Guisa dispone de todas las fuerzas militares de Francia, el cardenal de todas las rentas, un tercer hermano dispone de mis galeras de Marsella, un cuarto manda en Escocia, y un quinto va a reemplazar a Brissac en el Piamonte. De suerte que, en mi reino, yo, que soy el rey, no puedo disponer de un soldado ni de un escudo sin consentimiento de los Guisa. Te hablo con bondad y dulzura, Diana, te explico las cosas, te suplico, cuando podría mandar, pero prefiero nombrarte juez a ti misma, prefiero que sea el padre y no el rey quien obtenga de su hija un consentimiento que de todas veras deseo. Y lo obtendré, no lo dudo, porque tú, hija mía, eres buena y deseas complacerme. El matrimonio que te propongo me salva, hija mía, porque da a los Montmorency la autoridad que retira a los Guisa, equilibrando los dos platillos de la balanza cuyo fiel es mi poder real. Consigo rebajar un poco la altivez de los Guisa y afianzar la fidelidad de los Montmorency… Pero no me contestas, hija mía… ¿Continuarás sorda a las súplicas de tu padre, que no te violenta, que no te habla con severidad, que comparte, por el contrario, tus ideas, y únicamente te pide que no le niegues el primer favor con que puedes pagarle, no ya lo que hasta hoy hizo por ti, sino lo que puede y quiere hacer para asegurar tu dicha y tu honor? ¿Verdad que consientes, Diana? ¿Verdad que accedes?

—Señor —respondió Diana—; sois mucho más poderoso cuando vuestra voz implora que cuando manda. Dispuesta estoy a sacrificarme en aras de vuestros intereses, pero ha de ser con una condición.

—¿Y cuál es, niña mimada?

—El matrimonio que deseáis no se formalizará hasta dentro de tres meses, y durante este plazo, haré que Aloísa pregunte por Gabriel, y tomaré, además, todas las informaciones posibles, a fin de saber si vive, y en este caso, suplicarle que me releve de mi compromiso.

—¡Concedido con todo mi corazón, hija mía! —contestó el rey contento en extremo—. Añadiré que no es posible otorgar mayor formalidad a un acto de la infancia… Quedamos en que tú procurarás buscar a Gabriel, y yo me ofrezco a ayudarte en tus pesquisas; pero dentro de tres meses, sea el que sea el resultado de las averiguaciones, viva o haya muerto el amigo de tu infancia, te casarás con Francisco de Montmorency; ¿no es así?

—¡Ahora es cuando no sé si debo desear que viva o que haya muerto! —exclamó Diana moviendo tristemente la cabeza.

Abrió el rey la boca con ánimo de dirigir a su hija una teoría poco paternal y algunos consuelos un tanto atrevidos, pero bastó que sus ojos tropezasen con la mirada cándida de Diana para cerrarla a tiempo. Calló, y su pensamiento no tuvo otra expresión que la de la sonrisa que asomó a sus labios mientras decía para sí:

—Por suerte o por desgracia, las costumbres de la corte, a las que concluirá por habituarse, la formarán.

A continuación añadió en voz alta:

—Es hora de ir a la iglesia, Diana. Acepta mi mano hasta la gran galería, y luego nos veremos en el palenque, donde, si no te ha causado mucho enojo mi tiranía, espero que te dignarás aplaudir los botes de mi lanza y mi destreza en los juegos.