Capítulo V

AL entrar el rey en su cámara, no encontró a su hija. El ujier de guardia le manifestó que, después de haberle esperado mucho tiempo, Diana había pasado a la cámara de los hijos de Francia, encargándole que le diese aviso en cuanto llegara el rey.

—Está bien —dijo Enrique II—; iré yo a buscarla.

Cruzó un gran salón, tomó un largo corredor, llegó a una puerta, que abrió sin ruido, y se puso a mirar, oculto por un cortinón. Los gritos y las risas de sus hijos impidieron a estos oír el ruido de su pasos, y el rey pudo sorprender un cuadro gracioso y encantador.

De pie, delante de la ventana, estaba María Estuardo, la joven y hechicera novia, y a su alrededor se hallaban Diana de Castro, Isabel y Margarita de Francia, llenas de impaciencia juvenil, parleras y bulliciosas, arreglando un pliegue de su vestido, prendiendo un alfiler, retocando los rizos que se habían deshecho, y dando, en una palabra, la última mano al atavío de la desposada. Al otro extremo de la cámara estaban los hermanos de Carlos, Enrique y Francisco, el más joven riendo y chillando a porfía, y empujando con todas sus fuerzas una puerta que el delfín Francisco, el novio, intentaba en vano abrir. El propósito de los traviesos jóvenes era impedirle ver a su futura hasta el último momento.

Jacobo Amyot, el preceptor de los príncipes, conversaba gravemente en un ángulo con la señora de Coni y con lady Lennox, ayas de las princesas.

En aquel espacio, que podía abarcar una ojeada, estaba reunida toda la historia del porvenir, infortunios, pasiones, glorias. El delfín, que se llamó Francisco II; Isabel, que casó con Felipe II, y fue, por consiguiente, reina de España; Carlos, que llegó a llamarse Carlos IX; Enrique, que fue Enrique III; Margarita de Valois, que ocupó un trono y casó con Enrique IV; Francisco, que fue duque de Alençon, de Anjou y de Brabante, y María Estuardo, que fue reina dos veces y después mártir.

El ilustre traductor de Plutarco observaba con mirada melancólica y profunda los juegos de los niños que representaban el destino futuro de Francia.

—¡No, no! ¡Francisco no entrará! —gritaba a voces con tono de indómita violencia Carlos Maximiliano, el que ordenó la matanza que la historia conoce con el nombre de San Bartolomé.

Y ayudado por sus hermanos, consiguió correr el cerrojo y hacer de todo punto imposible la entrada al pobre Francisco, que, demasiado débil para vencer la resistencia de sus tres hermanos, gritaba, suplicaba y pataleaba fuera.

—¡Pobre Francisco! ¡Cómo le atormentan! —dijo María Estuardo a sus hermanas.

—Estése quieta la señora delfina, al menos hasta que prenda ese alfiler —contestó, riendo, Margarita—. ¡Hermosa invención la de los alfileres! Yo haría Par de Francia al hombre que los inventó el año pasado.

—Y una vez prendido el alfiler —dijo Isabel—, voy yo en persona a abrirle la puerta al pobre Francisco, a despecho de esos diablillos. Sufro viéndole sufrir.

—Tú, sin duda, comprendes sus sufrimientos —observó María Estuardo suspirando—. Pensarás en tu arrogante español don Carlos, hijo del rey de España, que nos festejó y galanteó tanto en Saint-Germain.

—¡Mirad, mirad qué encarnada se pone Isabel! —gritó palmoteando Margarita—. La verdad es que tu castellano es guapo y galante.

—¡Vaya! —intervino con expresión maternal Diana—. No está bien burlarse de las hermanas, Margarita.

Imposible imaginar cuadro más seductor que el que formaban aquellas cuatro bellezas, tan perfectas y tan diferentes, aquellos cuatro capullitos en flor. Diana, prodigio de pureza y de dulzura; Isabel, grave y tierna; María Estuardo, modelo de languidez embriagadora, y Margarita, viva, bulliciosa, chispeante. Enrique, conmovido y embelesado, no podía separar los ojos de aquella escena.

Preciso era, sin embargo, que se decidiese a entrar.

—¡El rey! —grifaron todas a coro.

Y ellos y ellas corrieron hacia el rey su padre, excepción hecha de María Estuardo, que quedándose un poquito rezagada, dirigióse con sigilo a la puerta y descorrió el cerrojo. Francisco entró al punto, y toda la familia quedó completa.

—Buenos días, hijos míos —dijo el rey—. Me llena de alegría veros tan felices y contentos… ¿no te dejaban entrar, mi enamorado Francisco? Consuélate pensando en que muy en breve podrás ver a todas horas a tu deliciosa prometida… ¿Os queréis mucho, hijos míos?

—¡Oh, sí, señor! ¡Adoro, idolatro a María! —respondió el apasionado galán, imprimiendo un beso ardiente en la mano de la que iba a ser su esposa.

—¡Monseñor! —amonestó con severidad lady Lennox—. No debe besarse en público la mano de las damas, y menos en presencia de su majestad. ¿Qué pensará el rey de la princesa María y de su aya?

—¿No es mía esa mano? —objetó el delfín.

—Todavía no, monseñor —replicó el aya—. Hasta el último momento quiero cumplir con mi deber.

—Tranquilízate —dijo María en voz baja a su futuro—. Cuando no nos mire, te la dejaré besar.

El rey, conteniendo la risa, dijo:

—Sois muy rígida, señora, pero tenéis razón. Vos, señor Amyot, supongo que no estaréis descontento de vuestros discípulos. Escuchad con atención los consejos y lecciones de vuestro preceptor, hijos míos, que conoce maravillosamente las proezas y hazañas gloriosas de todos los héroes de la antigüedad. ¿Hace mucho tiempo, señor Amyot, que no sabéis de Pedro Danoy, que fue nuestro maestro, y de nuestro condiscípulo Enrique Esteban?

—El anciano y el joven gozan de excelente salud, señor, y se considerarán dichosos cuando sepan que vuestra majestad se ha dignado preguntar por ellos.

—Deseaba veros, hijos míos, antes de la ceremonia, y ya he satisfecho mi deseo. Y ahora, mi querida Diana, estoy a tu disposición. Sígueme.

Diana hizo una profunda reverencia y se dispuso a seguir al rey.