STAMOS a 20 de mayo, nos encontramos en París, en el Louvre y en la cámara de la gran senescala de Brézé, duquesa de Valentinois, llamada comúnmente Diana de Poitiers. Las nueve de la mañana acababan de sonar en el reloj del palacio, y ya estaba Diana vestida de blanco, en traje de mañana, sencillo pero gracioso, reclinada, o mejor dicho, recostada, sobre un lecho cubierto de terciopelo negro. El rey Enrique II, ataviado con magnífico traje, la contemplaba sentado en un sillón.
Detengámonos un instante para pasar breve revista a los personajes y a los adornos de la estancia.
Brillaba en la cámara de Diana de Poitiers todo el lujo y esplendor que la bella y deslumbrante aurora del arte llamado Renacimiento desplegó en la corte de Francia. Cuadros firmados por le Primatice representaban variados episodios de caza, destacándose en todos ellos Diana la Cazadora, la diosa de los bosques y de las selvas, como principal personaje. Medallones y tableros pintados y ricamente dorados ostentaban confundidas las armas de Francisco I y de Enrique II, de la misma manera que en el corazón de la bella Diana se confundían los recuerdos del padre y del hijo. Los emblemas, tan históricos como significativos, ofrecían en varios lugares la media luna de Diana Febea entre la salamandra del vencedor de Marignan[3] y el Belerofonte pisoteando una Quimera[4], símbolo adoptado por Enrique II a raíz de la reconquista y toma de Bolonia contra los ingleses. La inconstante media luna aparecía allí en mil formas y combinaciones diferentes, que hacían honor a la imaginación de los adornistas de aquella época: aquí se enlazaba con una corona real, allí aparecía dentro de un marco formado por cuatro E, cuatro flores de lis y cuatro coronas, más allá las medias lunas eran tres, y en estos sitios se veía circundada de estrellas. No eran menos variados los motes o divisas, en su mayor parte escritas en latín: Diana, regnum venatrix[5]. ¿Impertinencia o adulación? Donec totum impleat orbem. Doble traducción: «La media luna llegará a ser luna llena. La gloria del rey llenará todo el universo». Cum plena est, fit æmula solis. Traducción libre: «La hermosura y la realeza son hermanas». En cuanto a los arabescos que guarnecían y servían de marco a emblemas y divisas, así como también los muebles que las reproducían, si los describiéramos, además de que humillarían nuestras magnificencias presentes, perderían demasiado con nuestra descripción.
Dirijamos ahora una mirada sobre el rey.
Nos dice la historia que era alto, esbelto y de constitución recia, y que, no obstante tener que combatir por medio de una dieta moderada y un ejercicio cotidiano cierta tendencia decidida a la obesidad, aventajaba en la carrera a los hombres más ligeros y triunfaba en las fiestas y torneos de los más vigorosos. Negros eran sus cabellos y barba y trigueño y delicado su cutis, características que, si hemos de dar crédito a los cronicones, realzaban su belleza. Aquella mañana, como de ordinario, ostentaba los colores de la Valentinois, es decir, traje de raso verde con cuchilladas blancas, adornado con lentejuelas y bordados de oro, gorra con pluma blanca, cuajada de perlas y de brillantes, doble cadena de oro, de la cual pendía un medallón de la Orden de San Miguel, espada cincelada por Benvenuto, gorguera de encaje de Venecia y una capa de terciopelo, sembrada de profusión de lises de oro que flotaba graciosamente sobre sus espaldas. Si el traje era de una riqueza extraordinaria, el caballero que lo lucía era prodigio de elegancia exquisita.
Diana vestía traje de mañana blanco que llamaba la atención por su delicadeza y transparencia singulares. Describir su belleza sería empresa tan difícil como decidir si era el almohadón negro sobre el cual apoyaba su seductora cabeza o el vestido blanco como la nieve que la envolvía, lo que hacía resaltar más la blancura sonrosada de su cutis. La corrección de sus delicadas formas era tan prodigiosa, que habría desesperado al propio Juan Goujon, pues la que quisiéramos describir, y no nos atrevemos, aparte de superar en perfección a la estatua antigua más acabada, era una estatua viva, y demasiado viva, según dicen. De las gracias sembradas a manos llenas sobre sus enloquecedores miembros, no hablemos, porque pretender describirlas sería empresa tan desesperada como la de intentar copiar un rayo de sol. Tampoco hablaremos de su edad, sencillamente porque no la tenía; únicamente diremos que, semejante en esto, y en tantas otras cosas, a los seres inmortales, las hermosuras más jóvenes y lozanas parecían viejas y marchitas a su lado. Los protestantes hablaban de filtros y de brebajes gracias a los cuales conseguía no pasar nunca de los diez y seis años. Los católicos aseguraban que tomaba todos los días un baño frío, y que, hasta en invierno, se lavaba la cara con agua helada. Hasta nosotros han llegado recetas de Diana; pero es lo cierto que si la Diana del ciervo de Juan Goujon fue copia en mármol de aquel modelo real, no ha vivido desde entonces otro que la iguale en hermosura.
Digna era del amor de los dos reyes que sucesivamente fascinó; y decimos de los reyes, porque si la historia del perdón del señor Saint-Vallier, obtenida por sus hermosos ojos, cabe en lo posible que sea apócrifa, en cambio es un hecho casi probado que Diana fue la manceba del rey Francisco antes de ser la amante de Enrique II.
Refiere Laboureur que habiendo el rey Francisco, primer amante de Diana de Poitiers, manifestado cierto disgusto, poco después del fallecimiento del delfín Francisco, por lo apocado que parecía el príncipe Enrique, respondió Diana que era necesario hacer que se enamorase y que ella se encargaba de galantearle.
Cuando una mujer se empeña en conseguir una cosa, ante su voluntad desaparecen todos los obstáculos, y Diana fue, por espacio de veintidós años, la mujer adorada, y la única que amó Enrique.
Después de haber examinado al rey y a la favorita, justo es que escuchemos su conversación.
Enrique leía en alta voz los versos que vamos a copiar, y que estaban escritos en un pergamino que tenía en la mano, intercalando en su lectura interrupciones y comentarios que no transcribiremos aquí.
Dulces labios soñados
más frescos y encarnados
que la encendida flor de los granados
al despuntar la aurora,
dulce boca florida,
roja y sangrienta herida,
fuente que da la vida,
nido de amor que el alma me enamora…
más suave y delicada
que una rosa ataviada
o una rima callada
de un salmo religioso todo encanto,
más hermosa, bien mío,
que el matinal rocío
luciendo en los dinteles del estío
sobre el gallardo airón del amaranto…
Dame en ella tu amor,
mi dulce dueña,
que es tu boca pequeña
el nido donde sueña
esconderse mi pobre corazón
hasta que sacie, entre mis labios presos
de los tuyos, los dulces embelesos
del placer de tus besos
llenos de castidad y de pasión.
Vivamos de esta suerte
juntos hasta la muerte;
que yo sonría al verte
temblar en los arrullos del amor,
pues ya vendrán los días
de mustias armonías
como las elegías
que en un paisaje gris canta el Dolor.
Las soñadas delicias,
los besos y caricias,
esas, de la pasión, castas primicias,
no temas, no, gozar…
Que ellas serán el encantado espejo
donde mirar podremos el cortejo
de rotas ilusiones, cuando, viejo
nuestro cuerpo, aún pensemos en soñar.
—¿Y cómo se llama el gentil poeta que con tanta propiedad y galanura sabe reflejar lo que hacemos? —preguntó Enrique, cuando hubo terminado la lectura.
—Se llama Remy Balleu, y promete ser, a mi juicio, un rival de Ronsard. Ahora bien —continuó Diana—; ¿creéis, como yo, que esta amorosa poesía vale quinientos escudos?
—Los recibirá tu protegido, mi bella Diana.
—Está bien, señor, pero que no sea esto motivo para olvidar a los anteriores. ¿Habéis firmado el despacho concediendo la pensión que en vuestro nombre ofrecí a Ronsard, el príncipe de los poetas? Sí… ¿verdad? Entonces, sólo me resta pediros la abadía vacante de Recouls para vuestro bibliotecario, Mellin de Saint-Gelais[6], nuestro Ovidio francés.
—Nuestro Ovidio será abad, mi encantadora Mecenas —contestó el rey.
—¡Ah! ¡Cuán dichoso sois, señor, en poder disponer a vuestro capricho de tantos beneficios y empleos! ¡Si en mis manos estuviera vuestro poder siquiera fuese durante una hora…!
—¿No lo tienes siempre, ingrata?
—¿Es verdad, rey mío? Pero… van transcurridos dos minutos por lo menos sin que haya recibido un beso de vuestros labios… ¡Vamos! ¡Ya era hora! ¿Decís que puedo disponer de todo vuestro poder? ¡Cuidado…! No me tentéis porque me siento capaz de utilizarlo para liquidar la importante cantidad que me reclama Filiberto Delorme, so pretexto de que ha terminado mi castillo de Anet. Es un edificio que hará honor a vuestro reinado, señor, pero caro, muy caro… ¡Otro beso, Enrique mío!
—A cambio de ese beso, te ofrezco, Diana, el importe de la venta del gobierno de Picardía.
—¿Vendo yo, por ventura, mis besos, señor? Te los doy, Enrique adorado… El gobierno de Picardía vale doscientas mil libras, ¿no es cierto? Entonces, podré comprar el collar de perlas que me ofrecieron, y que con vivo interés deseaba lucir hoy en la ceremonia del matrimonio de vuestro querido hijo Francisco. Ya tenemos distribuido el gobierno de Picardía: cien mil libras para Filiberto, y cien mil para el collar.
—La distribución sería exacta, Diana mía, si no concedieras al gobierno de Picardía doble del valor que en realidad tiene.
—¡Pues qué! ¿No vale más que cien mil libras? Lo siento, pero no hay nada perdido: renunciaré al collar.
—¡Bah! —contestó el rey, riendo—. Siempre encontraremos por ahí tres o cuatro compañías vacantes que pagarán tu collar, Diana.
—¡Oh, señor! Sois el más generoso de los reyes y el más idolatrado de los amantes.
—¿De veras, Diana? ¿Me amas tú como te amo yo?
—¡Y me lo pregunta!
—Es que yo te adoro cada día más; es que de día en día te encuentro más hermosa. ¡Ah! ¡Qué sonrisa tan dulce la tuya! ¡Qué mirada tan embriagadora! ¡Déjame… déjame aquí, a tus plantas… coloca sobre mis hombros tus dos manos, blancas como la nieve, modeladas por ángeles! ¡Qué hermosa eres, Diana, y cuánto te amo! ¡Horas, años enteros permanecería aquí, contemplándote, olvidado de Francia, olvidado del mundo entero!
—Y hasta del solemne enlace de monseñor el delfín —contestó Diana, riendo—, que por cierto debe celebrarse hoy, dentro de dos horas. Pero si vos estáis ya vestido y ataviado con magnificencia, yo, en cambio, no estoy preparada para la fiesta. Creo, rey mío, que es ya hora de que llame a mis doncellas: no deben tardar en dar las diez.
—¡Las diez! ¡Ahora recuerdo que tengo una cita para esa hora!
—¡Una cita! ¿Con una mujer, señor?
—Con una mujer; es cierto.
—¿Hermosa?
—Muy hermosa, Diana.
—Luego no es con la reina.
—¡Maliciosa…! Catalina de Médicis es hermosa, aunque su hermosura sea severa y fría… Pero no es a la reina a quien espero. ¿No adivinas a…?
—No, por cierto; no adivino.
—Es a otra Diana, al recuerdo vivo de nuestros primeros amores, a nuestra hija… nuestra hija querida.
—Repetís eso demasiadas veces y demasiado alto, señor —observó Diana turbada y frunciendo el lindo entrecejo—. Sin embargo, habíamos convenido en que la señora de Castro pasaría por hija de otra, y no por hija mía. Yo nací para tener de vos hijos legítimos; he sido vuestra manceba porque os amaba y os amo, pero jamás toleraré que me declaréis públicamente vuestra concubina.
—Se hará cómo nuestra querida orgullosa lo desea —dijo el rey—; pero no por ello dejarás de querer a nuestra hija, ¿verdad?
—La quiero, puesto que la queréis vos.
—¡Sí! ¡Y mucho! ¡Es tan encantadora, tan espiritual!, ¡tan buena…! Además, Diana, me recuerda mis años juveniles, los años felices en que te adoraba… ¡ah!, no con más pasión que hoy, pero te adoraba… hasta el crimen.
El rey se puso sombrío mientras hablaba. Luego, levantando la cabeza, añadió:
—¡Montgomery…! No le amabas… ¿verdad, Diana, que no le amabas?
—¡Donosa pregunta! —exclamó con sonrisa de desdén la manceba del rey—. ¿Han transcurrido veinte años y aún tenéis celos?
—¡Sí, los tengo, los tuve y los tendré siempre, Diana! Pero, en fin, tú no le amabas… aunque sí él… ¡El miserable tuvo la osadía de poner en ti los ojos!
—¡Válgame Dios, señor! Habéis abierto siempre los oídos a las calumnias con que me persiguen esos protestantes, y esto, Enrique mío, es impropio de un rey católico. Aun suponiendo que ese hombre me hubiese amado, ¿qué importaba, si mi corazón no ha dejado ni un instante de ser vuestro, y el conde de Montgomery hace muchos años que ha muerto?
—¡Sí… ha muerto! —repitió Enrique con voz sorda.
—No entristezcamos con recuerdos desagradables un día que debe ser de regocijo y de fiesta —añadió Diana—. ¿Habéis visto ya a Francisco y a María? ¿Continúan tan enamorados como siempre? Pronto quedará satisfecha su natural impaciencia: dentro de dos horas serán el uno del otro, y el júbilo rebosará en sus tiernos corazones, siquiera no sea tan inmenso como el de los Guisa, cuyos deseos colma esta unión.
—¡Sí, pero en cambio desespera a mi viejo Montmorency, y con razón sobrada, porque temo mucho que nuestra Diana no ha de ser nunca la esposa de su hijo!
—¿No le habéis ofrecido ese casamiento por vía de compensación, señor?
—Nada más cierto; pero parece que la de Castro siente alguna repugnancia…
—¿Qué repugnancias puede sentir una niña de dieciocho años que acaba de salir del convento?
—Para confirmarlas me espera en este momento.
—Id a verla, y mientras, yo procuraré ponerme hermosa para agradaros.
—Y después de la ceremonia, te veré en el palenque[7], pues quiero quebrar hoy algunas lanzas en tu honor y proclamarte reina del torneo.
—¿Reina? ¿Y la otra?
—No hay más que una, Diana: bien lo sabes tú… Hasta luego.
—Hasta luego, señor, y no seáis temerario ni imprudente en el torneo. Algunas veces me dais miedo.
—Por desgracia, no hay en las justas el menor peligro, aunque confieso que desearía que lo hubiese para que mi rito fuera mayor a tus ojos… Pero pasa el tiempo y se impacientan mis dos Dianas… Me voy, pero no sin que repitas una vez más que me quieres.
—Señor, os quiero como os he querido siempre y como os querré eternamente.
El rey, antes de salir de la estancia y de cerrar la puerta, envió con la mano un beso a su manceba diciendo:
—Adiós, mi adorada, mi idolatrada Diana.
No bien hubo salido Enrique II, se abrió un tablero oculto detrás de un tapiz, y entró el condestable de Montmorency.
—¡Por la muerte de Cristo! —exclamó brutalmente—. ¡Cuánto habéis charlado hoy!
—Amigo mío —respondió Diana, que se había levantado—; habéis podido observar que, desde antes de las diez, hora convenida para entrevistarnos, estoy haciendo todo lo posible para que se vaya. He sufrido tanto como vos: podéis creerme.
—¡Tanto como yo! ¡No, ira de Dios, no! ¡Sin duda olvidas, querida mía, cuán edificante era vuestra conversación, y cuán agradable debía serme escucharla! Pero vamos a cuentas: ¿qué significa ese nuevo capricho de negar a mi hijo Francisco la mano de vuestra hija Diana, después de habérsela ofrecido? ¡Por los clavos de Cristo! ¡No parece sino que esa bastarda hace un honor inmenso a la Casa de Montmorency dignándose entrar en ella! ¡Es preciso que ese enlace se efectúe! ¿Lo entiendes bien, Diana? Tú te arreglarás como quieras, debe realizarse, porque es el único medio de restablecer el equilibrio entre nosotros y esos Guisa… ¡qué malos demonios estrangulen! Así que, Diana, ya lo sabes: exijo que, pese al rey, pese al Papa y pese al mundo entero, mi hijo se case con Diana.
—¡Pero… amigo mío…!
—¡No hay pero que valga! ¡Cuando yo digo quiero… Pater noster!
—Se hará, amigo mío —se apresuró a contestar Diana, aterrada.