Capítulo III

SÍ, señores —dijo el duque de Guisa, entrando en su tienda, a los caballeros que le rodeaban—. Hoy, veinticuatro de abril de mil quinientos cincuenta y siete, a los nueve días de haber penetrado en territorio de Nápoles, después de haber tomado a Campli en cuarenta y ocho horas, ponemos sitio a Civitella. El día primero de mayo, dueños ya de Civitella, alzaremos nuestras tiendas de campaña frente a los muros de Aquila; el diez de mayo estaremos delante de Arpino, el veinte en Capua, donde no nos dormiremos como Aníbal, y el primero de junio, caballeros, quiero que veáis a Nápoles, con la ayuda de Dios…

—Y la del Papa, mi querido hermano —interrumpió el duque de Aumale—. Su Santidad, no obstante habernos ofrecido el concurso de sus soldados pontificios, nos deja hasta el presente reducidos a nuestras fuerzas, y yo opino que nuestro ejército no es bastante poderoso para que nos aventuremos demasiado por territorio enemigo.

—El triunfo de nuestras armas interesa demasiado a Paulo IV para que nos deje sin auxilio… ¡Qué hermosa y transparente está la noche, señores! Biron: ¿sabéis si comienzan a moverse los comprometidos en el alzamiento de los Abruzos, de que nos hablaron los Caraffa?

—No se mueven, monseñor —contestó el interrogado—, según noticias recientes y dignas de crédito.

—Les despertarán nuestros mosquetazos —dijo el duque de Guisa—. ¿Habéis oído hablar, señor marqués de Elbceuf, de los convoyes de víveres y de municiones que debieron encontrarnos en Ascoli, y que no dudo que recibiremos aquí?

—En efecto, monseñor: oí hablar de los convoyes, pero en Roma; después…

—Un retraso momentáneo —interrumpió el duque de Guisa—; seguramente se trata de un retraso. No pueden tardar en llegar, y, por otra parte, todavía no estamos desprovistos. La toma de Campli nos ha proporcionado algunas vituallas. Apostaría a que, si dentro de una hora entraba yo en la tienda de cualquiera de vosotros, caballeros, encontraría una cena opípara, servida ya, un caballero, el dueño de la tienda, sentado a la mesa, una viuda desconsolada, o una lindísima huérfana de Campli, dispuestos a hacer honor a la cena, y al primero procurando consolar a su hermosa. Nada más natural, señores: obrar así es obligación sagrada del vencedor, obligación que hace que parezca dulce la costumbre de vencer. Id, pues, señores: no os quiero retener. Mañana, al despuntar el día, os reuniré para que juntos busquemos los medios de derretir ese rico pilón de azúcar que llaman Civitella. Mientras tanto, os deseo buen apetito y mejor noche.

El duque acompañó riendo hasta la salida de su tienda a los jefes de su ejército, pero cuando cayó el tapiz que la cerraba y Francisco de Guisa se encontró solo, su rostro varonil reflejó cierta expresión de desaliento. Sentóse delante de una mesa, y apoyando la frente sobre las dos manos, dijo a media voz:

—¿Habría obrado mejor renunciando a toda ambición personal, conformándome con ser general de Enrique II y limitándome a reconquistar el Milanesado y a dar la libertad a Siena? Ya estoy en tierras de Nápoles, sobre cuyo trono soñé sentarme; pero me encuentro sin aliados, muy en breve me faltarán los víveres, y todos los jefes de mis tropas, incluso mi hermano, espíritus poco templados, hombres faltos de energías y de ideales, no tardarán en sucumbir al desaliento: lo estoy viendo perfectamente.

Oyó el duque de Guisa en aquel momento pasos detrás de sí; volvió enojado la cabeza, con ánimo de reprender al temerario interruptor, pero al ver quién era este, lejos de reprenderle, le tendió la mano.

—¿No seréis vos, vizconde de Exmés —dijo—, no seréis ciertamente vos, mi querido Gabriel, quién sienta desfallecimientos ni se niegue a seguirme porque escasee demasiado el pan y abunden, en cambio, nuestros enemigos, verdad? No; no son de temer vacilaciones en quien salió el último de Metz y entró el primero en Valenza y en Campli… ¿Venís a anunciarme alguna noticia nueva, mi buen amigo?

—Sí, monseñor: vengo a anunciaros la llegada de un correo de Francia —contestó Gabriel—. Creo que es portador de pliegos de vuestro hermano monseñor Cardenal de Lorena. ¿Queréis que le introduzca en vuestra tienda?

—No hay necesidad: que os entregue los pliegos de que es portador, y tened la bondad de traérmelos vos mismo.

Gabriel se inclinó y salió, volviendo al poco rato con un pliego sellado con las armas de la Casa de Lorena.

Los seis años transcurridos, apenas si habían operado el menor cambio en nuestro amigo Gabriel, aunque, como es natural, sus facciones habían adquirido líneas más viriles y decididas que dejaban adivinar al hombre que ha probado y conocido su propio valor. Su frente seguía siendo pura y serena, su mirada era leal y en su pecho latía el mismo corazón de siempre, un corazón juvenil rico en ilusiones. Verdad es que no contaba más que veinticuatro años de edad.

Treinta y siete tenía el duque de Guisa, y aunque estaba dotado de un natural generoso y magnánimo, su alma había recorrido ya muchos senderos lóbregos que eran un misterio para la experiencia de Gabriel, y más de un desengaño, más de una ilusión desvanecida, más de un combate estéril, habían hundido sus ojos y disminuido los cabellos de sus sienes. Pero había sabido comprender el carácter caballeresco de Gabriel, había sabido apreciar su lealtad, y el hombre de experiencia sentía una simpatía irresistible hacia el joven confiado.

Tomó de manos de este la carta dé su hermano y, antes de abrirla, se dijo:

—Escuchadme, vizconde de Exmés: mi secretario, a quien conocisteis, Hervé de Thelen, perdió la vida frente a los muros de Valenza; mi hermano, el duque de Aumale, es un soldado valiente, pero absolutamente incapaz, y yo tengo necesidad de un brazo derecho, de un confidente, de un segundo, Gabriel. Desde que os presentasteis en mi palacio de París, hará cinco o seis años, si no ando equivocado, he podido convencerme de que sois un espíritu superior, y sobre todo un corazón fiel y generoso. Yo no os conocía, aunque sí sabía que no ha existido un Montgomery que no fuera bravo; vinisteis sin que nadie os recomendara, pero me agradasteis al momento y os llevé conmigo a la defensa de Metz, y si esta defensa ha de llenar con derecho una de las páginas más hermosas de mi historia, y si después de sesenta y cinco días de ataques logramos alejar de los muros de Metz un ejército de cien mil soldados, mandado por un general que se llamaba Carlos V, recuerdo y recordaré con placer que vuestra intrepidez jamás desmentida y vuestra inteligencia siempre despierta, contribuyeron poderosamente a tan glorioso resultado. Al año siguiente me acompañasteis en la victoria de Renty, y si el asno de Montmorency, apellidado con razón el… Pero no quiero injuriar a mi enemigo, sino elogiar a mi excelente amigo y fiel camarada, a Gabriel, vizconde de Exmés, y vástago digno de los dignísimos Montgomery. Quiero deciros, Gabriel, que en toda ocasión, y de una manera particularísima desde que penetramos en Italia, he encontrado en vos un buen apoyo, un buen consejero y un buen amigo, sin que nunca haya tenido que dirigiros la menor reconvención, excepción hecha de la de ser reservado en demasía y excesivamente discreto con vuestro general. No me cabe la menor duda de que en el fondo de vuestra alma se agita un sentimiento o una idea que me ocultáis, Gabriel, pero algún día me lo descubriréis todo. Me basta con saber que pensáis llevar a cabo alguna empresa, y como yo también persigo la mía, si queréis, uniremos nuestras fortunas, y vos me ayudaréis en la mía y yo os ayudaré en la vuestra. Cuantas veces haya de acometer una empresa valiéndome de otra persona, sobre todo si la empresa es difícil y peligrosa, os llamaré, y cuando para la realización de vuestros planes o designios necesitéis un protector poderoso, allí me tendréis a mí. ¿Os conviene?

—¡Oh, monseñor! —exclamó Gabriel—. ¡Vuestro soy en cuerpo y alma! Mi aspiración primera era poder tener alguna confianza en mí y hacer que la tuviesen los demás. Ahora tengo ya alguna confianza en mí, y vos os dignáis otorgarme alguna estimación: he conseguido, pues, mi primer objetivo. Que el porvenir pueda deparar otro distinto a mis esfuerzos, no seré yo quien lo niegue, monseñor, y entonces, puesto que me brindáis un trato tan ventajoso para mí, no dudéis de que recurriré a vos, como vos, monseñor, podéis contar conmigo mientras viva.

—¡Trato hecho, per Bacco!, como dicen los italianos. Puedes tener la seguridad, Gabriel, de que Francisco de Lorena, duque de Guisa, te servirá con ardor en todas las ocasiones, sean tus amores o tus odios los que exijan su cooperación, y digo tus amores o tus odios, porque es difícil que no abriguemos alguno de estos dos sentimientos, ¿verdad?

—Tal vez entrambos, monseñor.

—¿De veras? ¿Y cómo teniendo el alma tan llena no la has descargado en el pecho de un amigo?

—¡Ah, monseñor! ¡Es que apenas sé a quien amo y desconozco en absoluto al que odio!

—¡Es particular! ¡Seria gracioso que tus enemigos fuesen también los míos! ¡Si uno de ellos fuera, por ejemplo, ese viejo impúdico de Montmorency…!

—Bien pudiera ser, monseñor: si mis sospechas se convierten en… Pero no se trata de mí en este momento, sino de vos y de nuestros grandes proyectos. Decidme, monseñor, en qué puedo serviros.

—Ante todo, deseo que leas esa carta de mi hermano el cardenal de Lorena, Gabriel.

Abrió Gabriel el pliego, pasó por él la vista, y lo devolvió al duque diciendo:

—Perdonad, monseñor: esta carta está escrita con caracteres especiales que no puedo comprender.

—¡Ah! —exclamó el duque—. Entonces la ha traído el correo de Juan Panquet. Sin duda esa carta confidencial, carta cifrada… Esperad, Gabriel.

Diciendo esto, abrió un cofrecito de hierro primorosamente cincelado, sacó de él un papel calado, lo extendió sobre el escrito del cardenal, y se lo dio a Gabriel, diciendo:

—Leed, amigo mío.

Como vacilara Gabriel, el duque le estrechó la mano, le dirigió una mirada llena de confianza, y repitió:

—Leed, amigo mío.

El vizconde de Exmés, leyó:

Mi muy reverenciado y muy ilustre señor y hermano… (¿Cuándo podré dirigirme a vos encabezando los escritos con una sola palabra de cinco letras, con la palabra Señor?).

Interrumpió Gabriel su lectura.

—¿Os extraña esa frase, Gabriel? —preguntó el duque sonriendo—. Es natural, pero espero que no pondréis en tela de juicio mi lealtad. El duque de Guisa no es un condestable de Borbón, amigo mío… ¡Que Dios conserve a nuestro señor Enrique II la corona y la vida! ¿Pero no hay en este mundo más tronos que el de Francia? Y ya que la casualidad me proporciona la ocasión de depositar en vos toda mi confianza, no quiero ocultaros nada, voy a revelaros todos mis proyectos y todos mis sueños que, por lo menos, no son propios de un alma vulgar.

El duque se había levantado y caminaba a lo largo de la tienda.

—Nuestra Casa, Gabriel —continuó—, está entroncada con tantas Casas reales, que puede aspirar, en mi concepto, a las mayores grandezas; pero aspirar poco significa; lo que yo quiero es que obtenga. Nuestra hermana es reina de Escocia: nuestra sobrina María Estuardo es la prometida del delfín Francisco, y nuestro sobrinito el duque de Lorena ha nacido para ser yerno del rey. No es esto todo: nosotros creemos que somos los representantes de la segunda Casa de Anjou, de la que descendemos por línea femenina, y, por consiguiente, tenemos pretensiones, o derechos, que para el caso viene a ser lo mismo, sobre la Provenza y sobre Nápoles. Contentémonos, por ahora, con Nápoles: la corona de este reino, ¿no estaría mejor sobre la cabeza de un francés que sobre la de un español? Para ceñir esa corona vine yo a Italia. Estamos aliados con el duque de Ferrara y unidos a los Caraffa, sobrinos del Papa. Paulo IV es muy viejo; le sucede mi hermano el cardenal de Lorena: vacila el trono de Nápoles, y para evitar que se derrumbe, le ocupo yo. He aquí explicado por qué he dejado a mis espaldas a Siena y el Milanesado para saltar a los Abruzos. El sueño era espléndido, soberbio, pero, amigo mío, temo que en sueño quede. Cuando pasé los Alpes, no llegaba mi ejército a doce mil hombres, pero el duque de Ferrara me había prometido siete mil, que conserva dentro de sus Estados, y Paulo IV y los Caraffa se vanagloriaban de que sin dificultad alzarían en Nápoles una facción poderosa, a la par que se comprometieron a proporcionarme soldados, dinero, y municiones de boca y guerra, aunque hasta la fecha ni han alzado la facción, ni me han enviado un solo hombre, ni un solo furgón, ni un escudo. Mis jefes vacilan y mis tropas murmuran… ¡pero no importa! No cejaré; llegaré hasta el fin, no abandonaré esta tierra de promisión, y si algún día la abandono, será para volver a ella una y cien veces hasta ver logrado mi objeto.

El duque golpeaba el suelo con los pies, como para tomar posesión de él, y sus ojos despedían rayos.

—Monseñor —dijo Gabriel—; me llena de orgullo y de alegría el haberme asociado a vos, y por nada del mundo renunciaría a la parte, por insignificante que sea, que me pueda caber en los trabajos encaminados al logro de vuestras legítimas y gloriosas ambiciones.

—Y ahora —añadió sonriendo el duque—, puesto que os he dado la doble clave de la carta de mi hermano, Gabriel, creo que podréis leerla y comprenderla. Continuad, pues, que os escucho.

—Señor… Me parece que quedamos aquí:

Tengo que anunciaros tres noticias: dos malas y una buena. Es la buena que el matrimonio de nuestra sobrina María Estuardo se ha fijado para el día 20 del mes próximo, en cuya fecha se celebrará en París con toda solemnidad. De las dos noticias malas, una ha llegado de Inglaterra. Felipe II de España ha desembarcado allí, y no cesa de incitar a su esposa la reina María Tudor, que le obedece ciegamente porque le ama con locura, a que declare la guerra a Francia. Todo el mundo da por descontado que lo conseguirá, pese a los intereses y al deseo de la nación inglesa. Se habla ya de un ejército que habrá de reunirse en la frontera de los Países Bajos, cuyo mando asumirá el duque Filiberto Emmanuel de Saboya. Si esto se confirma, mi querido hermano, como el rey Enrique II lucha con tanta escasez de soldados, se verá en la precisión de haceros venir de Italia, en cuyo caso, nuestros proyectos sufrirán por lo menos un aplazamiento. Si esto ocurriera, reflexionad, Francisco, y no olvidéis que preferible es aplazarlos a comprometerlos, que un rasgo de temeridad, una terquedad obstinada, podrían ser peligrosas. Nuestra hermana la reina regente de Escocia amenazará a los ingleses con una ruptura de relaciones, pero la reina María de Inglaterra, enamorada como está de su joven esposo, no hará caso de las amenazas: tenedlo presente, y obrad en consecuencia.

—¡Cuerpo de Cristo! —exclamó el duque, descargando un puñetazo sobre la mesa—. ¡Mi hermano tiene razón! ¡Es un zorro ladino que sabe olfatear las cosas! Sí; María la mojigata se dejará seducir por su esposo, no me cabe duda, y yo… yo no desobedeceré al rey, que me pedirá sus tropas en tan crítica ocasión; abandonaré Italia, y abandonaría todos los reinos del mundo… ¡Nuevo obstáculo que se presenta en esta maldita expedición! Sí, Gabriel; convengamos en que es maldita, a pesar de la bendición del Santo Padre. En confianza, Gabriel: ¿verdad que os parece desesperada nuestra expedición?

—Yo no quisiera, monseñor —contestó Gabriel—, que me colocarais en el grupo de los desalentados, pero… puesto que hacéis un llamamiento a mi sinceridad…

—Comprendo, Gabriel, comprendo, y comparto tu opinión. No será en esta ocasión, lo presiento, cuando llevaremos a feliz término las grandes cosas de que hablábamos hace un momento, amigo mío, pero juro que no renuncio a la partida, que el juego quedará aplazado, solamente aplazado. Herir a Felipe II en cualquier parte que sea, será herirle en Nápoles… Pero, continuad, Gabriel, que si mi memoria no es flaca, nos queda otra mala noticia por saber.

Gabriel prosiguió su lectura:

El otro asunto desagradable que debo comunicaros, si tenemos en cuenta que afecta directamente a nuestra familia, no es menos grave que el anterior, pero como aún tiene remedio, como opino que cabe prevenirlo, me apresuro a ponerlo en vuestro conocimiento. Habéis de saber que el señor condestable de Montmorency, extrema más que nunca, desde que os ausentasteis, su enemistad contra nuestra familia, y no cesa de envidiar y maldecir, como es su costumbre, las bondades de que el rey nos colma. La próxima celebración del matrimonio de nuestra querida sobrina María con el delfín ha exasperado, como era de esperar, su mal humor, pues comprende que el equilibrio que el rey mantenía entre las Casas de Guisa y de Montmorency ha dejado de existir, y que la balanza del favor real se inclina decididamente en nuestro provecho. El viejo condestable pide a grito herido una compensación, y parece que la ha encontrado en el casamiento de su hijo Francisco, el prisionero de Thérouanne, con…

El lector se interrumpió: faltóle la voz y una densa palidez cubrió su rostro.

—¿Qué tenéis, Gabriel? —preguntó el duque—. Estáis pálido… desfallecido… ¿Os habéis puesto enfermo?

—No es nada, monseñor, nada absolutamente… Acaso un poquito de fatiga, atolondramiento… pero pasó ya, y puedo continuar la lectura, si queréis. ¿Dónde estábamos? ¡Ah, ya! Decía el señor cardenal que el mal tenía remedio… ¡No! Más adelante… ¡Aquí es…!

El casamiento de su hijo Francisco, el prisionero de Thérouanne, con Diana de Castro, la hija reconocida del rey y de Diana de Poitiers. Recordaréis, hermano mío, que la señora de Castro, viuda a los trece años del duque Horacio Farnesio, que perdió la vida en el sitio de Hesdin seis meses después de su matrimonio, ha vivido durante los cinco años últimos en un convento de monjas de París. El rey, cediendo a las reiteradas instancias del condestable, acaba de llamarla a la corte. Es una perla de hermosura, hermano mío; os lo aseguro yo, que soy, como sabéis, inteligente en la materia. Su gracia ha rendido al punto todos los corazones, y particularmente el de su padre. El rey, que la había dado en dote el Ducado de Chatelleraut, acaba de otorgarle ahora el de Angulema. No han transcurrido dos semanas desde que salió del convento, y ya el ascendiente que ejerce sobre el ánimo del rey es un hecho reconocido. Sus encantos y su dulzura son, a no dudar, las causas que han engendrado un cariño tan vivo. En una palabra, a tal punto han llegado las cosas, que la señora de Valentinois, sin que yo atine con la causa, ha juzgado conveniente suponerle oficialmente otra madre, tal vez celosa del nuevo astro que se eleva. Para el condestable supondría una ventaja inmensa el poder llevar a su casa una aliada tan poderosa. Sabéis que Diana de Poitiers no puede negar nada a ese viejo bribón, y no se os oculta que si nuestro hermano de Aumale es su yerno, lazos más estrechos la unen con Anne de Montmorency. Por otra parte, el rey está dispuesto a compensar la influencia omnímoda que tenemos en sus consejos y en sus ejércitos, de lo que infiero que este malhadado matrimonio tiene a su favor muchas probabilidades».

—Otra vez se altera vuestra voz, Gabriel —interrumpió el duque—. Descansad, amigo mío, que yo terminaré la lectura de esa carta que me interesa demasiado. Si ese matrimonio se realizase, el condestable adquiriría sobre nosotros ventajas peligrosas… Sin embargo, yo creía que ese imbécil de Francisco estaba casado con una Fiennes. Dadme la carta, Gabriel.

—Estoy completamente repuesto, monseñor —replicó Gabriel, que había leído para sí algunas líneas más—. Sin inconveniente puedo leer los pocos renglones que faltan.

… este malhadado matrimonio tiene a su favor muchas probabilidades, y una tan sólo en el nuestro. Francisco de Montmorency contrajo matrimonio secreto con la señorita de Fiennes, matrimonio que necesita anular antes de contraer otro. La anulación exige el consentimiento del Papa, y para obtenerlo acaba Francisco de emprender el viaje a Roma. Es preciso, hermano mío, tomarle la delantera, trabajar al Papa antes de la llegada a Roma de Francisco, y poniendo en juego la influencia de nuestros amigos los Caraffa, y la vuestra propia, recabar de Roma la denegación del divorcio, cuya petición irá apoyada, os lo prevengo, con una carta particular del rey. La posición que nos atacan tiene importancia bastante para que vos pongáis en su defensa todos los medios posibles, como lo hicisteis en Saint-Dizier y en Metz. Por mi parte, desplegaré en el asunto toda mi energía, porque lo considero necesario.

Mientras tanto, pido a Dios, hermano querido, que os conceda una vida dilatada y feliz.

—¡Vamos! Nada hemos perdido todavía —dijo el duque de Guisa, cuando Gabriel terminó la lectura de la carta del cardenal—. El Papa, que me niega sus soldados, creo que no ha de negarme una Bula.

—¿Es decir, monseñor, que esperáis que el Papa deniegue la petición de divorcio y se oponga al nuevo matrimonio de Francisco de Montmorency? —preguntó Gabriel, temblando.

—¡Sí, sí; lo espero! ¡Pero qué conmovido estáis, mi querido amigo! Vuestra emoción revela hasta qué grado os interesan nuestros asuntos. No tomo yo menos interés en los vuestros, Gabriel… Y ahora, hablemos un poco de vos. Ya que en esta expedición, cuyo desenlace preveo demasiado bien, poco o nada podréis hacer para aumentar el tesoro de servicios brillantes que me habéis prestado, ¿no os parece que debo ser yo quien principie a liquidar la deuda que con vos he contraído? Tened presente, mi querido Gabriel, que no quiero quedarme atrás. Con sinceridad: ¿no puedo seros útil o agradable en algo? Contestadme con franqueza.

—Sois demasiado bondadoso, monseñor… No veo…

—Cinco años hace que os batís heroicamente a mi lado, y todavía no he conseguido que recibieseis de mí un ochavo. Tendréis necesidad de dinero, ¡qué diablo!, pues esta necesidad a nadie perdona. No os ofrezco un regalo, ni un préstamo, sino una restitución. Fuera, pues, vanos escrúpulos, y aunque sabéis muy bien que no andamos sobrados de…

—Sí, monseñor: sé que vuestras grandiosas ideas tropiezan muchas veces con el obstáculo de la insuficiencia de los medios. Tan no tengo necesidad de dinero, que yo deseaba ofreceros algunos miles de escudos que vendrían muy bien a vuestro ejército, y a mí, hablando con franqueza me son absolutamente inútiles.

—En efecto, vendrían tan bien y tan a tiempo, que desde luego los acepto. ¿Pero tendré la desgracia de no poder, hacer nada por vos, joven sin aspiraciones ni deseos? ¡Ah! ¡Una idea! —añadió bajando la voz—. Anteayer, en el saco de Campli, ese travieso de Thibault, mi criado, reservó para mí, según me han dicho, la mujer del procurador de la ciudad, que es la belleza más afamada de la comarca después de la esposa del gobernador, de la cual no pudo apoderarse. Yo, si he de hablar con franqueza, tengo demasiado en qué pensar, aparte de que mis cabellos se van blanqueando. Pero ¡voto a tal! ¡Me parece que con vuestro talle y con vuestra figura bien podéis reemplazar al más gallardo de los procuradores! ¿Qué os parece?

—Contestaré, monseñor, que la esposa del gobernador, de la que no logró apoderarse vuestro criado, la encontré yo durante el saqueo y la traje aquí, no para abusar de mis derechos, sino con ánimo de librar a una dama ilustre y hermosa de las violencias de la soldadesca. Sin embargo, como posteriormente he podido apreciar que la dama en cuestión no tendría repugnancia alguna en permanecer entre los vencedores, y que gustosa gritaría como el soldado galo: «¡Vae victis[2]!», y yo, ¡pobre de mí!, me encuentro hoy menos dispuesto que nunca a corresponderle, la traeré a presencia de un apreciador más digno que yo de sus atractivos y de su rango.

—¡Oh! —exclamó riendo el duque—. ¡He aquí un ejemplo de austeridad que trasciende a hugonote! ¿Será que sentís alguna inclinación hacia los reformados, Gabriel? ¡Pues id con cuidado, amigo mío! Por convicción, y por política, que es peor, soy ferviente católico; os arrojaría a la hoguera sin misericordia… ¡Pero, bromas aparte! ¿Por qué no sois un poquito libertino?

—Puede que porque esté enamorado —contestó Gabriel.

—¡Ah, sí! ¡Recuerdo… recuerdo…! ¡Un odio y un amor! Una pregunta: ¿no puedo yo aproximaros a vuestros enemigos o a vuestra adorada? ¿Os hacen falta títulos?

—Gracias, monseñor; tampoco me hacen falta títulos, y ya os manifesté, al principio de nuestra conferencia, que lo que yo ambiciono no son títulos vanos, sino un poquito de gloria personal. Y puesto que, según decís, no han de ofrecérsenos aquí grandes empresas, y por consiguiente, apenas si podré prestaros servicios sin importancia, me proporcionaríais un placer especial encargándome de llevar a París, y de depositar a los pies del rey, el día del matrimonio de vuestra real sobrina, las banderas que habéis ganado en Lombardía y en los Abrazos. Colmaríais mi gozo si además me dieseis una carta que atestiguase ante el rey y la corte que algunas de esas banderas las he tomado yo en persona y no sin algún peligro.

—Sencillo es lo que pedís, aparte de justo —contestó el duque de Guisa—. Confesaré francamente que me duele separarme de vos, aunque probablemente nuestra separación durará poco tiempo, si estalla la guerra por la parte de Flandes, como parece que ha de estallar. ¿Verdad, Gabriel, que en ese caso nos veremos por allá? Vuestro placer es la guerra, y os vais de aquí porque no hacemos más que fastidiarnos, ¡voto a tal! En cambio en los Países Bajos han de abundar las distracciones, y yo quiero, Gabriel, que de aquellas gocemos los dos juntos.

—Y yo me tendré por muy feliz en acompañaros, monseñor.

—¡Magnífico! ¿Cuándo queréis poneos en camino para llevar al rey los regalos de boda que habéis imaginado?

—Cuanto antes mejor, monseñor, si el matrimonio ha de celebrarse el día veinte de mayo, como afirma vuestro hermano el cardenal de Lorena.

—Es verdad. Saldréis mañana, Gabriel, y aun así no tendréis tiempo que perder. Id a descansar, amigo mío, y mientras, yo escribiré la carta que os recomiende al rey, y contestaré la de mi señor hermano, que os confiaré a vos. De viva voz podréis decirle que espero llevar a feliz término la negociación del asunto con el Papa.

—Pudiera suceder, monseñor, que mi presencia en París contribuyera en parte al buen éxito de vuestros deseos, de lo que resultaría que, hasta ausente de vos, os sirvo.

—¡Siempre misterios, vizconde de Exmés! Pero a bien que con vos no hay más remedio que acostumbrarse a ello.

Que paséis bien la última noche que, por ahora, pasáis a mi lado.

—Mañana por la mañana vendré a recoger las cartas y a recibir vuestra bendición, monseñor… ¡Ah! Os dejo las tropas que me han seguido en todas mis campañas. Únicamente os pediré permiso para llevarme dos soldados y mi escudero Martín Guerra. Me ha servido siempre con lealtad, y es un valiente que sólo a dos cosas tiene miedo: a su mujer y a su sombra.

—¿Cómo es eso? —preguntó, riendo, el duque.

—Martín Guerra, monseñor, huyó de su país de Artigues por escapar de su mujer Beltrana, a quien adoraba, pero a quien también zurraba de lo lindo. Desde antes de la defensa de Metz entró a mi servicio; pero el diablo o su mujer, que este punto no está aclarado, con objeto de castigarle o atormentarle, se le aparece de cuando en cuando transformado en un segundo Martín Guerra. Cuando menos lo piensa, ve a su lado a otro Martín Guerra, tan parecido a él, como si fuese su propia persona reflejada en un espejo, y ¡claro!, la aparición le desespera y le infunde un terror indecible. Fuera de este flaco, se ríe de las balas y sería capaz de tomar por sí solo un reducto. En Renty y en Valenza me salvó dos veces la vida.

—Llevad con vos a ese bravo miedoso, Gabriel, dadme otra vez la mano, y disponeos para mañana al amanecer, que mis cartas estarán esperándoos.

A la mañana siguiente, Gabriel se presentó muy temprano al duque de Guisa. Había pasado la noche soñando, pero sin dormir. Recibió las últimas instrucciones, se despidió del duque, y el día 26 de abril, a las seis de su mañana, partió acompañado por dos de sus hombres y por Martín Guerra en dirección a Roma, y desde Roma a París.