ON objeto de llegar más pronto a Vimoutiers, Gabriel abandonó el camino real y tomó por senderos y atajos que él conocía. No obstante su impaciencia, dejaba que su caballo moderase a menudo el paso, pudiendo decirse que obligaba a su noble corcel a seguir el aire mismo de su desigual fantasía. Afectos y sentimientos diversos y hasta encontrados, unas veces tristes y otras apasionados, ahora arrebatados, luego opresores y decaídos, reñían empeñada batalla en el corazón del joven. Cuando recordaba que era el conde de Montgomery, sus ojos lanzaban chispas y sus espuelas buscaban los ijares de su caballo, como si el aire que respiraba y la brisa que besaba sus sienes fueran nubes de la gloria que le embriagaba; pero cuando se decía: «Mi padre ha sido asesinado y su hijo no le ha vengado, las riendas escapaban de su mano». Penetraba de improviso en su mente la idea de que iba a batirse, a conquistar un nombre temible y temido, a saldar todas sus deudas de honor y de sangre, y de nuevo emprendía el galope, como si en realidad corriese en busca de la gloria, hasta que, al recordar que para correr a la conquista de la gloria le sería preciso separarse de Diana, de aquella niña tan risueña, tan candorosa, tan adorada, volvía a sucumbir bajo el peso de la melancolía, su caballo pasaba desde el galope al trote y desde el trote al paso lento, como si de este modo retardara el momento de la separación «Pero volveré» —se decía—; «volveré después de haber encontrado a los enemigos de mi padre, y a los padres de Diana», y Gabriel hundía entonces entrambas espuelas en los ijares de su caballo, y este noble bruto emprendía una carrera cuya celeridad únicamente hubiese podido igualar el vuelo de sus esperanzas. Llegó, por fin, el término de su viaje, y en su alma juvenil, abierta de par en par a la dicha, la alegría había desterrado decididamente a la tristeza.
Por encima del seto que cercaba el jardín de Enguerrando vio Gabriel, a través del follaje, el vestido blanco de Diana. Verla, atar el caballo al tronco de un sauce, salvar de un salto el seto y caer a los pies de la doncella, fue obra de un momento. Diana estaba llorando.
—¿Qué le pasa a mi adorada mujercita? —preguntó Gabriel—. ¿Por qué llora mi ángel? ¿Le habrá regañado Enguerrando porque ha destrozado algún vestido? ¿O bien porque ha rezado mal sus oraciones? ¿Se te ha escapado tal vez la calandria? Habla, Diana; dilo todo a tu fiel caballero, que tendrá vivo placer en consolarte.
—¡Ay, Gabriel! ¡Ya no eres mi caballero, no lo serás nunca! Por eso cabalmente estoy triste, por eso lloro.
Supuso Gabriel que Diana habría sabido por boca de Enguerrando su nombre y posición, y que probablemente desearía poner a prueba su cariño.
—¿Quieres decirme, Diana mía —replicó el mancebo—, qué desgracia o qué dicha podrán obligarme nunca a renunciar al dulce título que me has permitido que tome, y que yo ostento con tanta alegría y tanto orgullo? ¿No me ves rendido a tus plantas?
Diana, sin comprender, lloraba con mayor desconsuelo que antes, y ocultando su frente en el pecho de Gabriel, exclamó sollozando:
—¡Gabriel… Gabriel! ¡No podemos volvernos a ver!
—¿Y quién será capaz de impedirlo? —objetó el mancebo con viveza.
Alzó Diana su rubia y encantadora cabeza, dejando ver dos ojos azules bañados en lágrimas, y seguidamente, con entonación solemne y grave, dijo:
—El deber.
Su hechicero rostro se revistió de una expresión tan desolada y cómica a la vez, que Gabriel, entusiasmado y cediendo a la influencia de sus pensamientos anteriores, rompió a reír, a tiempo que rodeaba con sus manos la pura frente de la niña y la besaba repetidas veces. Diana pugnaba por alejarse y por rechazar sus caricias.
—¡No, amigo mío, no! ¡Terminaron para siempre nuestros juegos! ¡Hoy no puedo entregarme a ellos sin faltar gravemente a mis deberes!
—¿Qué cuentos le habrá referido Enguerrando? —se dijo Gabriel, persistiendo en su error—. Dime —añadió en voz alta—, ¿es que no me amas ya, Diana querida?
—¡No amarte yo! —exclamó Diana—. ¿Cómo puedes sospechar, y menos decir semejante cosa, Gabriel? ¿No eres tú el amigo de mi infancia, el hermano de toda mi vida? ¿Por ventura no me has tratado siempre con bondad y ternura de madre? Cuando yo reía o cuando yo lloraba, ¿a quién veía a mi lado dispuesto a reír o a llorar conmigo? ¡A ti, Gabriel! ¿Quién me llevaba en sus brazos cuando comenzaba a dominarme el cansancio? ¿Quién me ayudaba a aprender las lecciones? ¿Quién se confesaba autor de mis faltas y sufría parte de mis castigos, cuando no enteros? ¡Tú también, Gabriel! ¿Quién inventaba mil juegos para que yo me divirtiese? ¿Quién me regalaba los ramos más lindos, quién me obsequiaba con las flores más encantadoras de las praderas? ¿Quién trepaba a lo alto de los árboles para depositar a mis pies los nidos de los jilgueros? ¡Tú, Gabriel, siempre tú! En todas partes, en todos los momentos, en todas las ocasiones te he encontrado bueno, amable, cariñoso, fiel, Gabriel. No; no podré olvidarte mientras viva, amigo mío, mientras aliente mi corazón vivirás en mi corazón, y ojalá pudiera darte mi existencia, ojalá pudiera darte mi alma. ¡Ay, Gabriel! Sólo soñando contigo he soñado la dicha… pero ¡triste de mí!, con todo esto, es necesario que nos separemos, probablemente para no volvernos a ver jamás.
—¿Pero, por qué? ¡Ah, ya caigo! ¡En castigo por haber introducido maliciosamente al perro Philax en el corral! —dijo Gabriel.
—¡No, no! Es por otra cosa muy distinta.
—Sepámosla, querida Diana.
Púsose en pie la niña, y dejando caer los brazos a lo largo del vestido y doblando la cabeza sobre el pecho, dijo:
—Porque soy la esposa de otro.
Gabriel no reía ya: con el corazón oprimido y voz alterada, apenas si acertó a balbucear:
—¿Qué estás diciendo, Diana?
—Ya no me llamo Diana, sino la señora duquesa de Castro, porque mi marido se llama Horacio Farnesio, duque de Castro.
La niña no pudo menos de sonreír a través de sus lágrimas. Realmente resultaba gracioso poder decir mi marido a los doce años de edad, y halagador llamarse duquesa. Mas no tardó en sentirse dominada por el dolor al observar el que reflejaba la trastornada fisonomía de Gabriel, quien se había puesto en pie y la miraba pálido como la muerte y con mirada extraviada.
—¿Pero es broma o sueño lo que me dices? —preguntó.
—¡No, triste amigo mío! ¡Es realidad! ¿No has tropezado en el camino a Enguerrando, que salió para Montgomery hará sobre media hora?
—He venido por atajos y senderos extraviados.
—¿Por qué has dejado pasar cuatro días sin venir a verme, Gabriel? Nunca habías tardado tanto, y a tu tardanza debemos atribuir nuestra desdicha. Anteanoche me costó gran trabajo conciliar el sueño: hacía dos días que no te veía, y era tal mi inquietud, que arranqué a Enguerrando la promesa de ir hoy a verte los dos a Montgomery si tú no aparecías ayer por aquí. Hablamos de paso, como si un presentimiento de lo que había de suceder moviese nuestras lenguas, del porvenir, del pasado, de mis padres, que parecían haberse olvidado de mí… ¡Pobre de mí! Lo que voy a decir es un pecado, lo reconozco, pero más feliz sería yo si en realidad me hubiesen olvidado. Una conversación tan grave aumentó, como era natural, mi tristeza y mi aflicción, y como consecuencia, era tarde, muy tarde, cuando conseguí conciliar el sueño, lo que motivó que ayer mañana me levantase bastante más tarde que de ordinario. Me vestí de prisa, recé mis oraciones, y me disponía a bajar, cuando oí voces y ruido debajo de mi ventana, junto a la puerta de la casa. Me asomé, y vi a muchos caballeros, caballeros soberbios, Gabriel, seguidos por un ejército de escuderos, pajes y servidores, y detrás de todos, una carroza dorada, soberbia, una carroza que deslumbraba: no exagero, Gabriel. Contemplaba yo absorta el cortejo, no acertando a comprender que se hubiese detenido delante de nuestra humilde casa, cuando llamó a la puerta de mi cuarto Antonio, y me suplicó, de parte de Enguerrando, que bajase al punto. Me dio la orden, aunque sin saber por qué, pero comprendí que debía obedecer, y obedecí. Cuando penetré en el salón, allí estaban ya todos los arrogantes caballeros que había visto desde la ventana. Mi cara ardía, yo temblaba y sentí un espanto indecible. ¿Concibes eso, Gabriel?
—Sí —contestó el mancebo con amargura—. Pero continúa, que la historia resulta interesante de verdad.
—No bien entré, uno de los caballeros más llenos de bordados avanzó hacia mí, y tendiéndome su mano enguantada, me condujo delante de otro caballero, no menos cubierto de bordados, a quien dijo, inclinándose profundamente:
«—Monseñor duque de Castro: tengo el alto honor de presentaros a vuestra esposa». Señora —añadió, volviéndose hacia mí—: «Monseñor Horacio Farnesio, duque de Castro, vuestro esposo».
El duque me saludó con una sonrisa, pero yo, confusa y desolada, me arrojé llorando en los brazos de Enguerrando, a quien acababa de ver en un rincón.
«—¡Enguerrando, Enguerrando! Este señor príncipe no es mi marido: mi marido es otro, mi marido es Gabriel. ¡Por favor, dilo así a estos señores!
»El que me había presentado al Duque frunció el entrecejo.
»—¿Qué niñería es esta? —preguntó a Enguerrando, con entonación severa.
»—Nada, monseñor; una niñería, como acabáis de decir muy bien —respondió Enguerrando, pálido como un cadáver.
»—¿Estáis loca, Diana? —prosiguió en voz baja, dirigiéndose a mí—. ¿Cómo osáis rebelaros, desobedecer a vuestros padres, que os han encontrado y os reclaman?
»—¿Dónde están mis padres? —pregunté en voz alta—. Quiero hablar con ellos.
»—En su nombre hemos venido, señorita —contestó el señor severo—. Soy su representante; y si no dais crédito a mis palabras, ved esta orden, firmada por el rey Enrique II, nuestro señor. Leed.
»Me presentó un pergamino sellado con lacre rojo. Leí el principio, que decía: Nos, Enrique, por la gracia de Dios… y la firma estampada al pie: Enrique. Yo estaba turbada, sorprendida, aniquilada; sentía vértigos, creo que deliraba, no sabía lo que me pasaba. Las miradas de todos se fijaban en mí, me abandonaba Enguerrando… ¡hasta Enguerrando! La idea de mis padres, la firma del rey… ¡Oh! ¡Era demasiado para una niña como yo! ¡Y como tú no estabas allí, Gabriel!…
—Me parece que no te era necesaria mi presencia —replicó Gabriel.
—¡Sí, Gabriel, sí! ¡Me era necesaria, muy necesaria! ¡Si tú hubieras estado presente, yo habría resistido más, pero como no estabas…! Aquel señor que parecía dirigirlo todo, me dijo: «¡Vamos! ¡Hemos perdido ya demasiado tiempo! Señora de Leviston: os confío a la señora de Castro. Os esperamos para subir a la capilla. ¡Gabriel… perdóname! ¡Yo estaba aturdida, loca, no tenía más que una idea!…».
—Perdonarte… ¿por qué? Nada más natural que lo que hiciste —contestó el mancebo sonriendo sardónicamente.
—Me llevaron a mi cuarto —continuó diciendo Diana—, donde la señora de Leviston, ayudada por dos o tres mujeres, sacó de un baúl inmenso un vestido de seda blanco. Sin importarles la vergüenza que yo tenía, me desnudaron entre todas, y me vistieron de nuevo. Ataviada con aquel vestido tan soberbio, ni a moverme me atrevía. Me adornaron las orejas con perlas, colocaron alrededor de mi cuello un collar de perlas, mis lágrimas rodaban sobre las perlas, pero aquellas señoras no hacían caso de mi llanto, se reían de mi turbación y tal vez hasta de mi pena. Al cabo de media hora estaba vestida y engalanada, y todas me repetían que me encontraban encantadora. Si he de decir lo que siento, creo que tenían razón, Gabriel, aunque no por ello cesaba mi llanto. Llegué a persuadirme de que me dominaba un sueño terrible y fantástico, pues caminaba automáticamente, iba y venía sin voluntad. Mientras tanto, los caballos piafaban impacientes delante de la puerta, y escuderos, y pajes y criados esperaban. Bajamos, y todas las miradas de aquella reunión imponente volvieron a fijarse en mí. El caballero de la voz áspera me ofreció de nuevo la mano y me condujo a una litera tapizada de oro y seda, y me sentó sobre cojines casi tan ricos como mi vestido. El duque de Castro, que montaba soberbio caballo, se colocó junto a la portezuela, y el cortejo emprendió la marcha hacia la capilla del castillo de Vimoutiers. El sacerdote esperaba revestido en el altar. No podré decirte qué palabras me dirigió ni qué frases pronunciaron mis labios, repitiendo las que me eran dictadas. Recuerdo como en sueños que el duque me puso un anillo en el dedo, y que, al cabo de veinte minutos, o de veinte años, no puedo precisarlo, recobré el sentido al sentir que acariciaba mi rostro otra atmósfera menos templada. Salimos de la capilla, y todos me llamaban señora duquesa. ¡Estaba casada! ¿Comprendes, Gabriel? ¡Estaba casada!
Por toda contestación, Gabriel soltó una carcajada de loco.
—Para que comprendas cuan fuera de mí me hallaba —repuso Diana—, te diré que, hasta que volvimos a entrar en nuestra casa, no me acordé de mirar al marido que aquellos caballeros desconocidos habían venido a imponerme. Le había visto antes, como es natural, pero sin mirarle. ¡Ah, mi desventurado Gabriel! ¡Es mucho menos guapo que tú! Su estatura es regular, nada más que regular, y con toda la riqueza de su atavío, está mil veces menos elegante que tú con tu modesta ropilla. Además: sus modales son tan impertinentes y altaneros como sencillos y agradables los tuyos. Añade a esto que su cabello y su barba son de un color rojo subido. ¡Me han sacrificado, Gabriel! El duque, mi marido, después de conferenciar un rato con el representante del rey, se acercó a mí, y tomando mi mano, me dijo sonriente:
«—Señora duquesa: no dudo que tendréis la bondad de perdonarme si una necesidad, harto dura para mí, me obliga a dejaros tan pronto; pero sabéis, o quizás no sabéis, que sostenemos una guerra terrible contra España, y mis hombres de armas reclaman mi asistencia inmediata. Espero tener la dicha de veros alguna vez en la corte, pues desde esta semana iréis a vivir al lado del rey. Os suplico que os dignéis aceptar algunos presentes que me he tomado la libertad de dejar aquí para vos, y hasta nuestra vista, señora. Conservaos encantadora, alegre y dichosa, divertíos y jugad, mientras yo me bato con el enemigo.
»Al terminar de hablar, me dio un beso familiar en la frente. Por cierto que me pincharon los pelos de su barba, que no es sedosa como la tuya, Gabriel. Me saludaron todos aquellos caballeros y todas aquellas damas, y se fueron alejando poco a poco, dejándome al fin sola con Enguerrando. Este había comprendido poco más o menos lo mismo que yo. Le habían dado a leer el pergamino del rey, que era, me parece, una orden real disponiendo que yo me casase con el duque de Castro. El caballero que representaba a su majestad se llama el conde de Humiéres; le ha reconocido Enguerrando por haberlo visto en una ocasión con el señor de Vimoutiers. Una sola cosa sabía Enguerrando y no yo, por cierto la más triste de todas, y era que la señora de Leviston, la que me vistió, y que reside en Caen, vendría a buscarme dentro de breves días para conducirme a la corte, a cuyo efecto debía yo estar preparada. Ya has oído, mi querido Gabriel, mi triste y peregrina historia… ¡Ah! ¡Olvidaba un detalle! Al volver a mi habitación, encontré en ella una caja muy grande. ¿A que no aciertas qué contenía? Te lo diré yo: dentro de ella encontré una muñeca muy grande, un equipo completo y lujoso de ropa blanca y tres vestidos, uno de seda blanco, otro de damasco encarnado y otro de brocado verde, todo para el uso de la muñeca. ¡Me incomodé, Gabriel, me incomodé de veras al ver los presentes de mi marido! ¿No te parece que es humillante para mí tratarme como una niña? Por cierto que el vestido encarnado es el que sienta mejor a la muñeca. Los zapatos son lindísimos, pero el proceder de mi marido no ha podido ser más indigno, porque me parece que no soy ya una niña.
—Sí, Diana; eres una niña: una niña en toda la extensión de la palabra —dijo Gabriel, cuya cólera se había trocado insensiblemente en tristeza—. No he de censurarte porque tienes doce años, que fuera injusto y absurdo imputarte a crimen tu corta edad, pero me culpo a mí, por haber consagrado a un alma excesivamente joven y ligera un sentimiento tan ardiente y profundo como el mío, pues la pena que ahora experimento bien elocuentemente demuestra cuánto te amaba, Diana. No te culpo ni te recrimino, no; te lo repito, Diana: pero, si hubieses sido más enérgica, si hubieras tenido mayor entereza para resistirte a cumplir una orden injusta, o hubieras exigido un plazo, siquiera fuese breve, antes de dar tu consentimiento, tal vez habríamos sido felices. Tú has encontrado a tus padres, que por lo visto son de ilustre prosapia, y yo venía a comunicarte un secreto de importancia, que me ha sido revelado hoy mismo, y que reservo porque ya no te hace falta saberlo. ¿Para qué? Es demasiado tarde. Tu debilidad ha cortado el hilo de mi destino, que yo creía tener asegurado para siempre. ¿Me será posible olvidarte algún día, Diana? Preveo que conservaré de ti un recuerdo eterno, y que mis amores juveniles llenarán siempre mi corazón; pero tú, deslumbrada por el brillo de la corte, aturdida por el ruido de las fiestas, no tardarás mucho en olvidar al que tanto te adoró en los días de tu oscuridad.
—¡Nunca! —exclamó Diana con arrebato—. Más te diré: ahora que estás a mi lado, ahora que puedes ayudarme y darme ánimos, ¿quieres que me niegue a salir de aquí cuando vengan a buscarme, que resista todas las súplicas, todas las instancias, todas las órdenes, para no separarme nunca de tu lado?
—Gracias, Diana querida, gracias; pero ya ves: de hoy para siempre, ante Dios y ante los hombres, perteneces a otro. Fuerza es que todos cumplamos nuestro deber y sigamos nuestro destino. Conforme ha dicho el duque de Castro, no tenemos más remedio que irnos cada cual por nuestro lado: tú, al bullicio de la corte; yo, al estruendo de las batallas. Lo único que pido a Dios es que me permita volver a verte algún día.
—¡Sí, Gabriel! ¡Te volveré a ver y te amaré siempre! —exclamó la pobre Diana, llorando y arrojándose en los brazos del mancebo.
Apareció en aquel punto Enguerrando por una alameda próxima, precediendo a la señora de Leviston.
—Aquí está, señora —dijo—. ¡Ah! ¿Sois vos, Gabriel? —añadió al ver al joven—. Iba a Montgomery con el propósito de veros, pero tropecé en el camino el coche de la señora de Leviston y tuve precisión de regresar.
—El rey ha manifestado a mi marido, señora —dijo la de Leviston a Diana—, que tenía vivos deseos de veros, y en su vista, me ha parecido conveniente adelantar nuestro viaje. Dentro de una hora, si os parece, nos pondremos en camino. Creo que no tendréis necesidad de hacer muchos preparativos, ¿no es cierto?
Diana dirigió a Gabriel una mirada.
—¡Valor! —dijo el joven con gravedad.
—También me cabe el placer de anunciaros —repuso la señora de Leviston— que vuestro padre adoptivo puede y quiere acompañarnos a París, y que, si os parece bien, mañana se nos reunirá en Alençon.
—¡Si me parece bien! —repitió Diana—. Nadie se ha tomado la molestia de decirme quiénes son mis padres, pero yo daré siempre el dulce nombre de padre a Enguerrando.
Y tendió la mano al buen viejo, que la cubrió de besos, y mientras tanto, Diana dirigió a través del velo de sus lágrimas una mirada intensa a Gabriel, que estaba pensativo y triste, pero resignado y decidido.
—Vamos, señora —dijo la de Leviston, que no podía dominar su impaciencia—. Tened presente que debemos estar en Caen antes de que cierre la noche.
Diana entonces, anegada en lágrimas, sofocada por los sollozos, subió con paso precipitado a su cuarto, pero no sin indicar por medio de una seña a Gabriel que la esperase. Enguerrando y la señora de Leviston la siguieron, y Gabriel quedó solo en el jardín.
Al cabo de una hora, en cuyo tiempo se cargaron en el carruaje todos los efectos que Diana quería llevar consigo, reapareció esta en traje de camino. Antes de montar en el coche, pidió permiso a la señora de Leviston, que la seguía como una sombra, para dar el último paseo por el jardín donde por espacio de doce años había jugado tan inocentemente. Gabriel y Enguerrando la fueron siguiendo durante el recorrido. Diana se detuvo delante de un rosal que entre ella y Gabriel habían plantado el año anterior: cortó dos rosas blancas, prendió una a su vestido y dio la otra a Gabriel, después de haberla llevado a sus labios. El mancebo sintió que, al mismo tiempo que la rosa, Diana dejaba en su mano un papel, que ocultó precipitadamente en su ropilla.
Después de despedirse Diana de sus paseos, de sus árboles y de sus flores, ya no tenía pretexto para dilatar la marcha. Llegada junto al carruaje que debía conducirla, dio la mano a los servidores de la casa y a todas las buenas gentes del pueblo que la conocían y adoraban, despidiéndose de todos con frases entrecortadas, pues el pesar no la dejaba hablar. Abrazó a Enguerrando y luego a Gabriel, sin importarle la presencia de la señora de Leviston. En los brazos de su amigo de la infancia recobró la voz. Al decirle Gabriel: «¡Adiós… adiós!», ella replicó:
—¡No! ¡Hasta la vista!
Montó llorando en el carruaje, pero la infancia volvió pronto por sus fueros, pues Gabriel la oyó que preguntaba a la señora de Leviston con la gracia que le era habitual:
—¿Habrán olvidado poner en el carruaje mi muñeca?
Los caballos partieron a galope.
Gabriel desdobló el papel que Diana había puesto en su mano y encontró un rizo del rubio y hermoso cabello de la niña que tantas veces había besado.
Un mes más tarde, Gabriel, ya en París, se hacía anunciar en el palacio de los Guisa al duque Francisco de Guisa bajo el título de vizconde de Exmés.