RA el día 5 de mayo del año 1551. De una casita de humilde apariencia salieron una mujer de unos cuarenta años próximamente y un mancebo de diez y ocho, y atravesaron juntos el pueblo de Montgomery, que radica en la región de Auge.
Era el mancebo uno de esos tipos de raza normanda, de cabellos castaños, ojos azules, dientes blancos como la nieve y labios sonrosados. Llamaba la atención la finura y satinado de su cutis, cualidad que con frecuencia da a los hombres del Norte una belleza femenina que resta poder a la energía varonil, no menos que su talle fuerte y flexible a la vez, que parecía participar de las características de la encina y de la caña. Vestía con sencillez y elegancia un jubón de paño color violeta adornado con bordados de seda del mismo color. Del mismo paño que el jubón eran sus calzas, bordadas en seda como aquel. Completaban su atavío unas botas altas de cuero negro, de las que solían usar los pajes y los escuderos, y una gorra de terciopelo, ligeramente ladeada y adornada con una pluma blanca, que daba sombra a su frente, espejo de calma y de entereza varonil.
Su caballo, cuyas riendas había pasado por su brazo, le seguía irguiendo de vez en cuando su cabeza para aspirar el aire, y recibiendo con relinchos de alegría las emanaciones que aquel le traía.
La mujer parecía pertenecer, si no a la clase social más humilde, por lo menos a la que se hallaba colocada entre esta y la que llamamos media. Vestía con extremada sencillez, pero a la par con aseo y limpieza tan exquisitos, que parecían irradiar elegancia. El mancebo habíala ofrecido varias veces su brazo, que ella se negó a tomar cual si considerase que suponía un honor excesivamente alto para ella.
A medida que atravesaban el pueblo, siguiendo una calle que conducía al castillo, cuyas robustas torres se alzaban altivas, semejantes a gigantes encargados de la protección de los humildes inmuebles que lo formaban, era de notar que todos, adolescentes y hombres, niños y ancianos, saludaban con profundo respeto al mancebo, y que este les contestaba con afectuosas inclinaciones de cabeza. Era evidente que todo el mundo consideraba como superior y dueño al mancebo que, como veremos pronto, ignoraba quién era.
Al salir del pueblo nuestro adolescente y la mujer tomaron el camino, mejor dicho, el sendero escarpado que flanqueaba la montaña siguiendo un curso tortuoso, sendero tan angosto, que no permitía el paso de dos personas de frente. El joven hizo presente a la mujer que sería peligroso para ella continuar el viaje detrás del caballo, que forzosamente había de conducir él del diestro, y entonces fue cuando la mujer accedió a caminar delante.
Seguía el mancebo sin pronunciar palabra, con la cabeza inclinada, como si gravitase sobre ella el peso de una preocupación hondísima.
Tan hermoso como formidable era el castillo hacia el cual se dirigían aquellos dos desconocidos, tan diferentes por sus edades y condición. Cuatro siglos y diez generaciones habían sido precisos para que aquella masa de sillares creciese desde sus cimientos hasta sus almenas, hasta que, convertida en montaña, fuese la señora de la montaña sobre la cual había sido emplazada.
Semejante a todos los edificios de la época a que se contrae nuestra historia, el castillo de los condes de Montgomery carecía en absoluto de regularidad. Los padres lo fueron legando a sus hijos, y cada uno de los herederos añadió algo al titán de piedra, sin consideración a las leyes de la estética y obedeciendo exclusivamente a las de la necesidad o del capricho. Obra de los duques de Normandía fueron el torreón cuadrado y la torre principal: más tarde, otros añadieron al severo y ceñudo torreón elegantes almenas, airosas torrecillas, ventanas que parecían primorosos bordados en piedra, y a medida que los años fueron pasando, el cincel se encargó de hermosear el mismo torreón, como si los siglos hubieran querido fecundar aquella vegetación granítica. Hacia el final del reinado de Luis XIV, y por los comienzos del de Francisco I, puso digno remate a la aglomeración secular una galería de arcos ojivales, verdadero prodigio de elegancia y de arte.
Desde esta galería, y más todavía desde lo alto del torreón, abarcaba la vista muchas leguas de las risueñas y encantadoras llanuras de Normandía, prodigio de lozanía y de vegetación, pues, conforme hemos dicho ya, el Condado de Montgomery hallábase situado en el país de Auge, y sus ocho o diez baronías y ciento cincuenta feudos dependían de los bailiajes[1] de Argentan, de Caen y de Alençon.
Llegaron nuestros caminantes a la puerta del castillo.
¡Cosa extraña! Quince años hacía que el soberbio y formidable edificio no veía a su dueño. Un intendente viejo continuaba percibiendo las rentas y alcabalas; otros servidores, asimismo encanecidos en aquella soledad, continuaban cuidando el castillo, que abría sus macizas puertas todos los días como si esperasen la llegada de su señor, y las cerraban todas las noches como si el poderoso conde debiera llegar al día siguiente.
El intendente recibió a la mujer con el mismo afecto que la testimoniaron cuantas personas tropezó en el camino, y al adolescente con el respeto que todos parecía que le profesaban.
—Señor Elyot —dijo la mujer—, ¿tenéis la bondad de permitirnos la entrada en el castillo? Necesito revelar un secreto al señor Gabriel y únicamente en el salón de honor puedo hacerlo.
—Pasad, señora Aloísa, y comunicad al joven señor el secreto que deseéis. Sabéis que, por desgracia, nadie ha de interrumpiros.
Atravesaron la sala de guardias. En otro tiempo, guardaban aquella sala doce hombres reclutados en las tierras del condado. Durante los quince años últimos habían fallecido siete de los doce guardias y no habían sido reemplazados: quedaban cinco, y estos prestaban el servicio que prestaron en tiempos del conde, esperando que la muerte viniera a visitarles a su vez.
Nuestros caminantes cruzaron la galería y entraron en el salón de honor.
Estaba amueblado como el día en que salió del castillo y no volvió el último conde, pero en aquel salón, donde en otro tiempo se reunían, como en los de los príncipes soberanos, todos los nobles de Normandía, nadie había entrado, desde hacía quince años, más que los servidores encargados de su limpieza y un perro, el perro favorito del último señor que, cada vez que franqueaba sus umbrales, gemía llamando a su dueño, hasta que un día se negó a salir, se tendió a los pies del estrado cubierto por el dosel, y allí le encontraron muerto a la mañana siguiente.
No sin experimentar viva emoción penetró Gabriel —hemos oído que la mujer que le acompañaba le dio ese nombre—, no sin experimentar viva emoción, repetimos, penetró Gabriel en aquel salón que podríamos llamar de los recuerdos, pero la impresión que le produjeron sus sombríos muros, su dosel majestuoso, sus ventanales tallados en los sillares, que apenas si dejaban filtrar escasos resplandores, no obstante ser las diez de la mañana, no fue bastante poderosa, con serlo mucho, para hacer que olvidase el motivo que allí le llevaba. De aquí que, apenas cerrada la puerta, dijo:
—Habla, mi querida Aloísa, mi buena nodriza. Viva es tu emoción, es verdad, mayor que la mía, pero que no sea pretexto para que dilates un momento la revelación del secreto que me has prometido. Hora es ya, Aloísa querida, de que me hables sin temor, y sobre todo, sin dilación. ¿No has vacilado bastante, mi buena nodriza? Y yo, hijo obediente, ¿no te he esperado lo suficiente? Cuando te preguntaba qué apellido tenía derecho a ostentar, a qué familia pertenecía, a qué caballero debí el ser, me respondías: «Gabriel: todo eso os lo revelaré el día que cumpláis diez y ocho años, el día que entre la mayoría de edad el que tiene derecho a llevar espada al cinto». Pues bien: estamos a cinco de mayo de mil quinientos cincuenta y uno, he cumplido los diez y ocho años, y cuando te he suplicado, mi querida Aloísa, que me cumplas tu promesa, me has contestado con solemnidad que casi me ha asustado: «No es en la humilde vivienda de un escudero donde debo revelaros quién sois, sino en el castillo de los condes de Montgomery y en el salón de honor del mismo». Hemos escalado la montaña, mi buena Aloísa, hemos franqueado los umbrales del castillo de los nobles condes, y nos hallamos en el salón de honor. Habla, pues.
—Sentaos Gabriel… y perdonad si una vez más os he dado ese nombre.
El joven tomó las dos manos de la mujer y las estrechó con cariño.
—Sentaos —repitió Aloísa—, pero no en esa silla, ni tampoco en ese sillón.
—¿Dónde, pues? —preguntó el joven.
—Bajo el dosel —contestó la mujer con entonación solemne.
Obedeció el joven.
—Ahora —repuso Aloísa—, escuchadme.
—Pero, siéntate también tú, mi querida nodriza.
—¿Me lo permitís?
—¿Te burlas de mí?
Tomó asiento la mujer en las gradas del trono, a los pies del joven, que la miraba con expresión de benevolencia y de curiosidad.
—Gabriel —dijo la nodriza, decidiéndose a hablar—: Acababais de cumplir seis años cuando perdisteis a vuestro padre y yo perdí a mi marido. Habías sido mi hijo de leche, porque vuestra madre falleció al daros a luz. Desde aquel día, yo, hermana de leche de vuestra madre, os quise como si hubierais sido mi propio hijo. La viuda consagró su vida entera al huérfano: de la misma manera que os había dado su leche, os dio su alma, y desde entonces, para vos han sido todos mis desvelos, todos mis pensamientos. Creo que de ello estáis firmemente persuadido.
—Aloísa querida —respondió el joven—: Muchas madres verdaderas habrían hecho menos que tú, y muy pocas más que tú: te lo juro.
—Debo decir que todo el mundo se apresuró a agruparse en derredor vuestro, de la misma manera que yo me había apresurado la primera. Dom Jamet de Croisic, el dignísimo capellán del castillo, que reposa hace tres meses en el regazo del Señor, os enseñó las letras y las ciencias, y sus lecciones han sido tan provechosas, que pocos os aventajan en lo referente a leer y escribir, y en conocimiento de la historia pasada, particularmente de la que se refiere a las grandes casas de Francia. Enguerrando Lorien, el mejor amigo de mi difunto marido, Perrot Travigny, antiguo escudero de los condes de Vimoutiers nuestros vecinos, os enseñaron el manejo de las armas, de una manera especial el de la lanza y la espada, la equitación, y todo, en una palabra, lo que debe saber un caballero. En las fiestas y torneos que se celebraron en Alençon con motivo del matrimonio y coronación de nuestro señor y rey Enrique II, demostrasteis cumplidamente, hace ya dos años, que habíais sabido aprovechar las lecciones del buen Enguerrando. Yo, pobre e ignorante mujer, no podía hacer otra cosa que quereros mucho y enseñaros a servir a Dios, y eso es lo que siempre procuré hacer. La Santísima Virgen me ha ayudado en mi empresa, y hoy, a los diez y ocho años, sois un cristiano piadoso, un señor sabio y un hombre de armas completo, y espero que, con la ayuda del Señor, será digno de sus gloriosos antepasados monseñor Gabriel, señor de Lorges y conde de Montgomery.
Gabriel se puso en pie lanzando un grito.
—¡Conde de Montgomery!… ¡Yo! —exclamó.
Pasados breves momentos de silencio, añadió sonriendo:
—Lo esperaba, Aloísa… casi, casi abrigaba el convencimiento. Es más: abandonándome a mis ilusiones de niño, un día se lo dije así a mi Diana… ¿Pero qué haces, ahí a mis pies, Aloísa querida? ¡De pie y en mis brazos, santa mujer! ¿Por ventura dejas de considerarme como un hijo, porque soy el heredero de los condes de Montgomery? ¡Heredero de los Montgomery! ¡Realmente ostento uno de los títulos más antiguos y más gloriosos de Francia! ¡Sí! Dom Jamet me explicó la historia de mis nobles antepasados, reinado por reinado, generación por generación… ¡Mis antepasados…! ¡Abrázame otra vez, Aloísa querida! ¿Qué dirá Diana de lo que sucede? Individuos de nuestra familia fueron San Godegrand, obispo de Suez, y Santa Oportuna, su hermana, que vivieron durante el reinado de Carlomagno. Roger de Montgomery mandó uno de los ejércitos de Guillermo el Conquistador, y Guillermo de Montgomery preparó y llevó a cabo una cruzada a sus expensas. Más de una vez hemos sido aliados de las Casas reales de Escocia y Francia, y los primeros lores de Londres y los caballeros más gloriosos de París me llamarán primo. Mi padre…
El joven se interrumpió para continuar poco después:
—¡Desventurado de mí, Aloísa! ¡Con tantas grandezas, estoy solo en el mundo! ¡Este gran señor es un pobre huérfano, este descendiente de tantos abuelos de estirpe real no tiene padre! ¡Pobre padre mío!… ¡Ya ves, Aloísa; llorando estoy! ¿Y mi madre? ¡Muerta también! ¡Háblame, Aloísa, háblame de los dos! Ahora que sé que soy su hijo, quiero saber cómo eran… Principiaremos por mi padre… ¿Cómo murió? ¡Cuéntame… cuéntame!
Aloísa bajó la cabeza sin contestar. Gabriel la miró asombrado.
—Te suplico, mi querida nodriza, que me cuentes cómo murió mi padre —repitió Gabriel.
—Señor —contestó la buena mujer—; sólo Dios puede contestar vuestra pregunta. El conde Jacobo de Montgomery salió un día del palacio que habitaba en la calle de los Jardines de San Pablo de París, y no volvió. Le buscaron en vano sus parientes, sus deudos, sus amigos. El rey Francisco I dispuso que se llevaran a cabo pesquisas que dieron el mismo resultado negativo. Si ha muerto víctima de alguna traición, fuerza es confesar que sus enemigos fueron tan hábiles como poderosos. No tenéis padre, señor, y, sin embargo, entre las tumbas de vuestros antepasados que duermen el sueño eterno en la capilla del castillo de Montgomery, no figura la de Jacobo de Montgomery, a quien no se ha encontrado ni muerto ni vivo.
—¡Ah! ¡No era su hijo quién le buscaba! —exclamó Gabriel—. ¿Por qué no has hablado antes, nodriza? ¿Me ocultabas mi nacimiento porque tenía un padre a quien salvar o vengar?
—No, señor: os oculté vuestro nacimiento porque estaba en el deber de salvaros: escuchadme. ¿Sabéis cuáles fueron las postreras palabras que pronunció el bravo Perrot Travigny, que rendía a vuestra casa un culto religioso, señor? «¡Mujer! —me dijo, momentos antes de exhalar el último aliento—: Sin esperar a que me entierren, tan pronto como hayas cerrado mis ojos, huirás de París con el niño. Irás a Montgomery, pero no al castillo, sino a la casita que hemos recibido de la bondad de nuestro señor. Allí educarás al heredero de nuestros señores, sin misterio, pero también sin ruido, que nuestros buenos paisanos sabrán respetarle y no traicionarle jamás. Sobre todo, ocúltale su origen, porque si se diera a conocer, se perdería irremisiblemente. Con que sepa que es caballero, basta para poner a salvo su dignidad y para tranquilizar tu conciencia. Más tarde, cuando los años le hayan dado la gravedad y la prudencia necesarias, como la sangre que corre por sus venas le habrá hecho bravo y leal, cuando cumpla dieciocho años, por ejemplo, podrás revelarle su nombre y raza, Aloísa. A esa edad ya podrá juzgar por sí mismo y determinar lo que debe hacer. Pero vela con cuidado exquisito hasta entonces, porque le persiguirían enemigos formidables, odios invencibles, y los que han osado herir el águila no perdonarían al polluelo. Me dijo todo esto poco antes de morir, señor, y yo, dócil a sus órdenes, os tomé, pobre huérfano de seis años que apenas habíais visto a vuestro padre, y os traje aquí. Pública era ya la desaparición del conde, y se sospechaba que cualquiera que llevase su apellido se vería amenazado por enemigos terribles e implacables. Os vieron en el pueblo y seguramente os conocieron, pero cual si mediase un acuerdo tácito, nadie me preguntó, a nadie sorprendió, al parecer, mi silencio. Algún tiempo después, mi hijo único, vuestro hermano de leche, mi pobre Roberto, murió víctima de las fiebres. ¡Dios quiso que yo fuese toda para vos, que os consagrara mi vida entera! ¡Cúmplase la voluntad del Señor! Todos aparentaron creer que era mi hijo el que sobrevivió, pero todos, al mismo tiempo, os trataron con un respeto piadoso y os rindieron una obediencia conmovedora, porque ya os parecíais a vuestro padre, así en rostro y en cuerpo como en nobleza de corazón. En vos se revelaba el instinto del león, y claramente se veía que habíais nacido señor y superior a los demás. Los niños de los alrededores se habituaron espontáneamente a formar escuadrones que se ponían a vuestras órdenes: en todos sus juegos erais vos quien marchaba al frente y jamás se dio el caso de que uno de vuestros camaradas os negase el homenaje de su obediencia. Joven rey de la comarca, fue la comarca la que os educó, la que os vio crecer, la que os admiró altivo y arrogante. Los censos de los frutos más escogidos, los diezmos de las cosechas, afluían a la casa sin que yo tuviese necesidad de pedirlos. Para vuestro uso reservaban siempre el corcel más hermoso de las dehesas. Dom Jamet, Enguerrando y todos los escuderos, pajes y servidores del castillo, os prodigaban sus servicios como si pagasen una deuda natural, y vos los aceptabais como si tuvierais conciencia de que os correspondían de derecho. Todo en vos era atrevimiento, valentía, magnanimidad: en los actos más insignificantes se destacaba la raza ilustre a que pertenecíais. Todavía se cuenta hoy en las cocinas del pueblo que un día cambiasteis a un paje mis dos vacas por un halcón. Pero estos instintos, estos rasgos de nobleza, no los descubrían sino aquellos que os eran fieles; para los malos, para los extraños, habéis sido mi hijo. Contribuyeron poderosamente a protegeros las guerras sostenidas en Italia, España y Flandes contra el emperador Carlos V, y al fin, ¡gracias a Dios!, habéis llegado sano y salvo a la edad en que mi esposo Perrot me permitió que confiase a vuestra prudencia el secreto de vuestro nacimiento. Lo hago así, y vos, tan grave y mesurado de ordinario, no abrís vuestros labios más que para pronunciar palabras de venganza y de escándalo».
—De venganza, sí; de escándalo, no, Aloísa. Dime: ¿crees que viven aún los enemigos de mi padre?
—Lo ignoro, monseñor, pero interesa a vuestra seguridad suponer que viven. Yo creo que podréis llegar a la corte sin que nadie os conozca, pero ostentáis un apellido muy ilustre que ha de concentrar en voz la atención general, y como sois valiente, pero carecéis de experiencia; como será acicate a vuestros buenos deseos la justicia de la causa cuya defensa abrazaréis, pero no contáis con amigos, ni con valedores, ni siquiera con reputación personal, tiemblo al pensar en lo que pueda acontecer. Los que os aborrecen os verán llegar sin que vos les veáis a ellos, y os asestarán sus tiros sin que vos podáis descubrir la mano que los dirige, y la consecuencia será, monseñor, que no sólo no vengaréis a vuestro padre, sino que os perderéis vos.
—Precisamente por la causa que invocas, querida Aloísa, siento no disponer de tiempo para ganarme unos cuantos amigos y conquistar un poco de gloria… ¡Ah…! ¡Si dos años antes hubiese sabido lo que sé ahora! ¡Pero, no importa! Yo recobraré el tiempo perdido. En medio de todo, por otras razones me felicito de haber permanecido estos dos años en Montgomery; todo se reduce a redoblar ahora el paso. Iré a París, Aloísa, donde sin ocultar que soy un Montgomery, puedo decir sencillamente que soy el hijo de Jacobo. No faltan en nuestra Casa, como en otras de Francia, feudos y títulos, y nuestra parentela es tan dilatada en nuestra nación como en Inglaterra para que un indiferente se engañe acerca de mi verdadera identidad. Puedo adoptar el título de vizconde de Exmés, Aloísa, y así, ni me oculto ni me doy a conocer. Iré luego a visitar… ¿A quién puedo visitar en la corte? Gracias a Enguerrando, conozco a la perfección las cosas y los hombres. ¿Me dirigiré al condestable de Montmorency, a ese cruel recitador de…? Estoy de acuerdo con el mal gesto que observo en tu rostro, Aloísa; no visitaré a Montmorency. ¿Al Mariscal de Saint-André? Tampoco; es viejo, y por sus venas no circula ya sangre ardiente y emprendedora. ¿Optaré por Francisco de Guisa? ¡Sí… sí! Montmédy, Saint-Dizier, Bolonia son pruebas brillantes de lo que es capaz de hacer. Estoy decidido: me presentaré a él, y a sus órdenes conquistaré mis espuelas, a la sombra de su nombre labraré yo el mío.
—Monseñor me permitirá que le haga presente que el honrado y fiel Elyot ha reunido importantes sumas que tiene reservadas al heredero de sus señores. Podéis ostentar un tren real, señor, y hacer que os acompañen todos los jóvenes, vasallos vuestros, a quienes ejercitabais en vuestros juegos bélicos. Todos ellos tienen obligación de seguiros, y estoy segura de que la cumplirán gustosos peleando a vuestras órdenes.
—Haremos uso de ese derecho, Aloísa, pero a su tiempo.
—¿Quiere monseñor recibir a sus escuderos, criados y feudatarios, que arden en deseos de saludarle?
—Todavía no, mi buena Aloísa; pero sí te ruego que digas a Ángel Guerra que ensille un caballo y que se disponga a acompañarme. Ante todo, quiero visitar los alrededores.
—Particularmente los de Vimoutiers, ¿verdad, señor? —preguntó Aloísa sonriendo con malicia.
—Sí… acaso sí… ¿No estoy en el deber moral de hacer una visita a mi viejo Enguerrando y de manifestarle mi agradecimiento?
—Y con la enhorabuena de Enguerrando, monseñor recibirá radiante de alegría la de una niña encantadora llamada Diana: ¿verdad?
—¡Nada más natural! —contestó riendo Gabriel—. ¿No es esa niña encantadora mi mujer y yo su marido desde hace tres años, es decir, desde que ella tenía nueve y yo quince?
Aloísa quedó pensativa.
—Monseñor —dijo, al cabo de breves momentos—; si yo no abrigase la convicción profunda de que, pese a vuestra juventud, sois prudente y sincero, si yo no supiera que todos los sentimientos que nacen y arraigan en vuestro corazón son austeros y nobles, me abstendría de deciros lo que vais a oír; pero me consta que aquello que para otros es un juego, es para vos, por lo regular, un asunto serio. Tened presente, monseñor, que nadie sabe de quién es hija Diana. Cierto día, la mujer de Enguerrando, quien por aquella época se hallaba en Fontainebleau con su señor el conde de Vimoutiers, al volver a su casa encontró una niña acostadita en una cuna, y una pesada bolsa, llena de oro, sobre una mesa. Encerraba la bolsa una cantidad muy respetable, medio anillo de oro, ricamente grabado, y una tira de pergamino con esta sola palabra: Diana. Berta, que así se llamaba la mujer de Enguerrando, no tenía hijos de su matrimonio, y aceptó con júbilo indecible la maternidad que se le pedía. Pero apenas vuelto Enguerrando a Vimoutiers, falleció Berta y murió también mi marido, a cuya solicitud os había confiado su señor, y así fue que, trocadas las voluntades de los padres, una mujer crio al huérfano y un hombre a la huérfana. Verdad es que Enguerrando y yo, encargados de tan delicada misión, hemos cambiado también con frecuencia nuestros cuidados, procurando, yo, que Diana fuese sencilla y religiosa, y Enguerrando, que vos fuerais prudente y bravo. Dadas las circunstancias, natural era que conocierais a Diana y más natural todavía que, conociéndola, os aficionarais a ella. Pero vos sois el conde de Montgomery, hoy os reconocen como tal documentos de autenticidad indiscutible y la voz pública, y en cambio, nadie se ha presentado a reclamar a Diana, nadie ha llegado con la otra mitad del anillo de oro ricamente grabado. Cuidado, pues, monseñor; hoy Diana es una niña, pero crecerá, su hermosura será maravillosa, y para quien tiene un temperamento como el vuestro, todo es serio, monseñor. Cuidado, repito, señor; en lo posible está que nadie se presente a reclamarla, que sea siempre lo que es hoy, es decir, una niña abandonada, y vos sois un señor demasiado poderoso para hacerla vuestra esposa, y demasiado noble para seducirla.
—Ten presente, mi buena nodriza, que me ausento, y al ausentarme, me separo de ti y de Diana —dijo Gabriel pensativo.
—Es verdad —contestó Aloísa—. Debéis despediros de Diana; nada más justo. Perdonad a vuestra vieja Aloísa este exceso de precaución, e id a ver, puesto que lo deseáis, a esa dulce y angelical niña a quien llamáis esposa; pero no olvidéis que aquí se os espera con impaciencia… Hasta luego… ¿no es verdad, señor… conde?
—Hasta luego, sí, y abrázame una vez más, Aloísa; llámame siempre tu hijo, y ojalá el Cielo te colme de bendiciones, mi querida nodriza.
—¡Que Dios las derrame sin tasa ni medida sobre vuestra cabeza, mi hijo y señor!
Martín Guerra esperaba a Gabriel en la puerta. Segundos después montaban los dos a caballo.