Domingo, 24 de marzo de 2002. Hora: 19.42
—No pretendo ser una molestia para ustedes que son personas de tanto talento —manifestó Ashley con su característico acento sureño—. Tampoco quiero dar la impresión de que no aprecio todos sus esfuerzos. Me disculpo desde lo más profundo de mi corazón si les causo la más mínima preocupación, pero de ninguna manera puedo quedarme aquí esta noche.
Ashley estaba sentado en la cama con el respaldo levantado al máximo. Ya no vestía el camisón sino que llevaba las mismas prendas del turista típico que había vestido a su llegada a la clínica. La única prueba de la intervención quirúrgica era el vendaje en la frente.
La habitación donde se encontraba se parecía más a la de un hotel que a la de un hospital. Los colores tenían unos brillantes tonos tropicales, en particular las paredes, pintadas de color melocotón, y las cortinas, que eran una combinación de color verde mar y rosa fuerte. Daniel, que hacía todo lo posible para convencer al senador de la conveniencia de permanecer ingresado al menos durante una noche, estaba a la derecha de Ashley. Stephanie estaba a los pies de la cama. Carol Manning ocupaba una butaca con el tapizado rojo cerca de la ventana. Se había quitado los zapatos para estar más cómoda.
Después de que le hicieran el escáner, habían trasladado a Ashley a la habitación para que durmiera hasta que se le pasara el efecto de los sedantes. Tanto el doctor Nawaz como el doctor Newhouse se habían marchado después de asegurarse de que la condición del paciente era estable. Ambos le habían dado a Daniel los números de sus móviles para que los llamara cuando apareciera algún problema, sobre todo si se trataba de una repetición del ataque. El doctor Newhouse también dejó un frasco con el preparado de fentanil y diazepán que había dado excelentes resultados, con la indicación de que debían suministrarle una dosis de dos centímetros cúbicos por vía intramuscular o intravenosa si surgía la necesidad.
Técnicamente, Ashley se encontraba al cuidado de una enfermera de aspecto impecable llamada Myron Hanna, que había sido la encargada de la sala de recuperación de la clínica Wingate en Massachusetts. Así y todo, Daniel y Stephanie se habían quedado en la habitación, junto con Carol Manning, durante las cuatro horas que el senador había tardado en despertarse. Paul Saunders y Spencer Wingate también se habían quedado durante un rato, pero se habían marchado al cabo de una hora después de avisar dónde estarían si necesitaban de sus servicios.
—Senador, se olvida de lo que le dije —repitió Daniel con toda la paciencia de que fue capaz. Había momentos en los que tratar con Butler era como tratar con un chiquillo malcriado.
—No, comprendo que hubo un pequeño problema durante el procedimiento —replicó Ashley, al tiempo que apoyaba una mano sobre los brazos cruzados de Daniel para hacerlo callar—. Pero ahora me siento muy bien. La verdad es que me siento como el chaval que no soy, cosa que es un tributo a sus poderes esculapianos. Me dijo antes de la implantación que quizá no notaría muchos cambios durante los primeros días, e incluso que podría ser gradual, pero está claro que no ha sido así. Si lo comparo con cómo me sentía esta mañana, ya estoy curado. Los temblores prácticamente han desaparecido, y me muevo con mucha más facilidad.
—Me alegra que se sienta de esa manera —declaró Daniel—. No obstante —añadió con una sacudida de cabeza—, quizá debamos atribuirlo más a su actitud positiva o a los sedantes que le administraron. Senador, creemos que todavía necesita tratamiento, tal como le dije antes, y es mucho más seguro que permanezca aquí en la clínica, con todos los recursos médicos a mano. No olvide que sufrió un ataque durante la intervención, y que cuando lo tuvo, se comportó como una persona del todo diferente.
—¿Cómo podría comportarme como otra persona? Bastantes problemas tengo para ser yo mismo. —Ashley se rio, pero nadie más secundó su carcajada. Miró a los demás—. ¿Se puede saber qué les pasa? Se comportan como si esto fuese un funeral más que una celebración. ¿Es posible que les cueste tanto creer lo bien que me siento?
Daniel había informado a Carol de que las células del tratamiento habían sido inyectadas inadvertidamente en un punto algo desviado del lugar previsto. Si bien había procurado restarle importancia a la gravedad de la complicación, sí le había hablado del ataque y de su preocupación ante la posibilidad de que pudiera repetirse, y admitió la necesidad de continuar con el tratamiento. Debido a la presencia de las ligaduras en las muñecas y los tobillos de Butler, incluso había reconocido la preocupación colectiva referente a lo que ocurriría cuando se despertara. Afortunadamente, dichas preocupaciones habían resultado ser infundadas, dado que el senador se había despertado con su habitual personalidad histriónica como si no hubiese ocurrido el ataque. La primera cosa que había reclamado había sido que le quitaran las ligaduras para poder levantarse de la cama. Una vez conseguido esto y después de que desapareciera un leve mareo, insistió en vestirse con las prendas de calle. A partir de ese momento, había declarado que estaba preparado para regresar al hotel.
Daniel, consciente de que llevaba las de perder, miró a Stephanie y luego a Carol, pero ninguna de los dos decidió acudir en su ayuda. El científico miró de nuevo al senador.
—¿Qué le parece si negociamos? Usted se queda en la clínica durante veinticuatro horas, y luego volvemos a hablar del tema.
—Es obvio que tiene muy poca experiencia como negociador —replicó Ashley con un tono risueño—. Sin embargo, no se lo reprocharé. La cuestión es que no puede retenerme aquí contra mi voluntad. Deseo regresar al hotel, tal como le manifesté ayer. Lleve toda la medicación que crea que puedo necesitar, y siempre podemos volver aquí si es necesario. No olvide que usted y la hermosa doctora D’Agostino estarán a unos pocos pasos de mi habitación.
Daniel puso los ojos en blanco como reconocimiento de la derrota.
—Lo intenté —dijo. Se encogió de hombros y exhaló un suspiro.
—Claro que sí, doctor —asintió Butler—. Carol, querida, confío en que nuestro chófer nos esté esperando con la limusina.
—Si no ha cambiado de idea —respondió Carol—. Estaba hace una hora, y le dije que esperara hasta tener noticias mías.
—Excelente. —El senador movió las piernas por encima del borde de la cama con una agilidad que sorprendió a todos, incluido él mismo—. ¡Gloria santa! No creo que hubiese podido hacerlo esta mañana. —Se levantó—. Muy bien, este granjero está preparado para regresar a los placeres del Atlantis y el esplendor de la suite Poseidón.
Quince minutos más tarde en el aparcamiento delante de la clínica Wingate, se suscitó una discusión referente al viaje. Al final se decidió que Daniel iría con Butler y Carol en la limusina mientras que Stephanie llevaría el coche alquilado. Carol se había ofrecido a viajar con Stephanie, pero ella le había asegurado que estaría bien y que prefería estar sola. Daniel llevaba el frasco con la combinación de sedantes, varias jeringuillas, un puñado de sobres de toallitas empapadas en alcohol, y un torniquete en una pequeña bolsa negra que le había preparado Myron. Dado que él llevaba la medicación, consideraba que era su deber estar junto a Ashley por si surgía algún problema, al menos hasta que Butler se encontrara en su habitación.
Daniel se sentó en el asiento que miraba hacia la ventanilla trasera directamente detrás del cristal que separaba al chófer de los pasajeros. Ashley y Carol viajaban sentados en el asiento trasero y sus rostros eran iluminados intermitentemente por los faros de los coches que circulaban en dirección opuesta. Superado el trance de la intervención, Butler se mostraba ostensiblemente eufórico en la conversación que mantenía con Carol sobre su agenda política después del receso en el senado. En realidad, la conversación se parecía mucho más a un monólogo, dado que Carol sencillamente asentía con un gesto o decía sí de vez en cuando.
Mientras Ashley continuaba con la charla, Daniel comenzó a relajarse un poco de la tensión engendrada por la posibilidad de que el senador sufriera otro ataque y la preocupación asociada de tener que suministrarle los sedantes. Si el ataque resultaba similar al que había presenciado en el quirófano, Daniel era consciente de que la vía intravenosa sería del todo imposible, y que tendría que ser intramuscular. El problema con la vía intramuscular era que los sedantes tardarían más en hacer efecto, y cualquier demora podría resultar problemática si el paciente se volvía agresivo, tal como le había insistido el doctor Nawaz. Dada la corpulencia y la sorprendente fuerza de Ashley, Daniel se daba cuenta de que forcejear con él dentro de la limusina sería una pesadilla.
Cuanto más se relajaba, más se centraba su mente en temas que estaban más allá de la preocupación de un ataque. Estaba cada vez más asombrado por el grado de movilidad que desplegaba el senador en sus gestos y lo normal que parecían sus expresiones faciales y la modulación de la voz. No tenía nada que ver con el individuo casi paralizado que había visto por la mañana. Daniel estaba intrigado, a la vista de que las células del tratamiento no se encontraban en el lugar correcto, tal como habían visto con toda claridad en el escáner. Así y todo, el efecto que estaba observando no podía ser el resultado de los sedantes o el placebo, como había sugerido antes. Tenía que haber alguna otra explicación.
Como todos los científicos, Daniel era consciente de que a veces la ciencia no avanzaba únicamente gracias al trabajo sino también por algún golpe de suerte. Comenzó a preguntarse si el lugar que ahora ocupaban las células del tratamiento podría resultar el más adecuado para las células productoras de dopamina. No tenía sentido, porque Daniel sabía que la zona del sistema límbico donde residían ahora las células no era un modulador del movimiento, sino que estaba involucrado con el olfato, las conductas automáticas como el sexo, y las emociones. No obstante había muchas cosas del cerebro humano y sus funciones que continuaban siendo un misterio, y por ahora Daniel disfrutaba al ver el resultado positivo de sus esfuerzos.
Cuando llegaron al Atlantis, Ashley insistió en que no necesitaba la ayuda de los porteros para apearse de la limusina. Aunque tuvo otro ataque de mareos cuando se puso de pie y tuvo que apoyarse en Carol por un momento, se le pasó rápidamente y estuvo en condiciones de caminar casi con absoluta normalidad a través del vestíbulo para ir a los ascensores.
—¿Dónde está la bellísima doctora D’Agostino? —preguntó Ashley mientras esperaban.
Daniel se encogió de hombros.
—Si no ha llegado antes que nosotros, estará a punto de llegar. No me preocupa. Es una chica mayor.
—¡Desde luego! —afirmó Butler—. Y más lista que el hambre.
En el pasillo del piso treinta y dos, Ashley caminó a la vanguardia como si quisiera hacer exhibición de sus nuevas fuerzas. Aunque caminaba un tanto de lado, lo hacía con mucha más normalidad e incluso movía el brazo, que por la mañana casi no había utilizado.
Carol usó la tarjeta llave cuando llegaron a la puerta con las sirenas. La abrió y se hizo a un lado para que pasara su jefe. Ashley encendió las luces al entrar.
—Cada vez que arreglan la habitación, lo cierran todo para que el lugar parezca una tumba —protestó. Se acercó a la botonera y apretó el de la abertura de las ventanas y de las cortinas simultáneamente.
De noche, el panorama desde el interior de la suite no resultaba tan impresionante como durante el día, porque la extensión oceánica era negra como el petróleo. Pero no ocurría lo mismo desde la terraza, y allí fue donde Butler se dirigió sin perder ni un instante. Apoyó las manos en la fría balaustrada de piedra, se inclinó hacia adelante, y contempló el enorme semicírculo del parque acuático del hotel. Con el gran número de piscinas, cascadas, pasarelas y acuarios, todos iluminados de una forma artística, resultaba toda una fiesta para sus ojos después de las tensiones del día.
Carol se retiró a su habitación mientras Daniel se acercaba al umbral de la terraza. Durante unos momentos observó cómo el senador cerraba los ojos y levantaba la cabeza para disfrutar de la fresca brisa tropical que soplaba desde el mar. El viento le agitó los cabellos y las mangas de su camisa estampada, pero por lo demás permaneció inmóvil. Daniel se preguntó si Butler estaría rezando o comunicándose con su Dios de alguna manera especial ahora que creía que en su cerebro llevaba los genes de Jesucristo.
Una leve sonrisa apareció en el rostro de Daniel. De pronto vio con optimismo el resultado del tratamiento de Ashley. El ataque en el quirófano le había provocado una gran preocupación que había aumentado al ver el escáner. Comenzó a pensar en la posibilidad de un milagro.
—¡Senador! —llamó Daniel después de que pasaran cinco minutos sin que Ashley moviera ni un solo músculo—. No quiero molestarlo, pero creo que me iré a mi habitación.
Butler se volvió al escuchar la llamada y actuó como si le sorprendiera ver a Daniel en el umbral de la terraza.
—¡Vaya, si es el doctor Lowell! —respondió—. ¡Qué placer verlo! —Se apartó de la balaustrada y caminó hacia el científico. Antes de que Daniel pudiera darse cuenta de lo que pasaba, se vio atrapado en un abrazo de oso que le mantenía los brazos pegados al cuerpo.
Cohibido, Daniel se dejó abrazar, aunque se preguntó si tenía alguna otra opción. Era una reafirmación de lo mucho más grande y pesado que era Ashley comparado con el cuerpo delgado y huesudo de Daniel. El abrazo continuó más allá de lo que Daniel consideró razonable, y en el momento en el que se disponía a protestar, Butler lo soltó y dio un paso atrás aunque mantuvo una mano en el hombro de Daniel.
—Mi querido, querido amigo —dijo el senador—. Quiero darle las gracias por todo lo que ha hecho desde lo más profundo de mi corazón. Es usted un tributo a su profesión.
—Vaya, muchas gracias por decirlo —murmuró Daniel, incómodo al saber que se había ruborizado.
Carol salió de su dormitorio y su presencia rescató a Daniel de las manos de Ashley.
—Me voy a mi habitación —le dijo Daniel.
—¡Acuéstese y descanse! —le ordenó Butler, como si él fuese el médico. Le dio una palmada en la espalda con tanta fuerza que Daniel se vio obligado a dar un paso adelante para no perder el equilibrio. El senador se volvió inmediatamente para salir a la terraza y apoyarse en la balaustrada, donde adoptó la misma pose meditabunda de antes.
Carol acompañó a Daniel hasta la puerta de la suite.
—¿Hay algo que deba saber o hacer? —preguntó.
—Nada que no le haya dicho antes. Parece encontrarse bien, y desde luego mucho mejor de lo que esperaba.
—Tendría que sentirse orgulloso.
—Sí, bueno, quizá —tartamudeó Daniel. No tenía muy claro si ella se refería al estado actual de Butler o era un comentario sarcástico referente a la complicación. Su tono, lo mismo que su rostro inexpresivo, era difícil de interpretar.
—¿A qué debo prestar una atención especial? —añadió Carol.
—A cualquier cambio en su estado de salud o su comportamiento. Sé que no tiene usted conocimientos médicos, así que se verá en la necesidad de hacer lo que pueda. Hubiese preferido que se quedara en la clínica para controlarle las funciones vitales durante la noche, pero no ha sido así. Es un individuo con una voluntad de hierro.
—Lo sé —manifestó Carol—. Lo vigilaré como siempre. ¿Debo despertarlo durante la noche o cualquier otra cosa por el estilo?
—No creo que sea necesario, a la vista de que parece estar bien. Pero si surge cualquier problema o tiene alguna duda, llámeme, no importa la hora.
Carol abrió la puerta para que saliera y la cerró sin añadir nada más. Daniel contempló las tallas de las sirenas durante un momento. Él era un científico puro y duro. La psicología distaba mucho de ser su fuerte, y las personas como Carol Manning lo confirmaban. Lo desconcertaba. En un momento cualquiera parecía la ayudante perfecta y al siguiente daba la impresión de estar furiosa por su subordinación. Daniel exhaló un suspiro. Al menos no era su problema, siempre y cuando vigilara al senador durante la noche.
Mientras recorría la corta distancia que lo separaba de la habitación que compartía con Stephanie, volvió a pensar en la sorprendente mejoría de Ashley. Había muchas cosas que no entendía pero se sentía muy complacido, y no veía la hora de compartir las noticias con Stephanie. Abrió la puerta y le sorprendió no verla, máxime cuando tampoco se encontraba en el dormitorio. Entonces escuchó el ruido de la ducha.
Daniel entró en el cuarto de baño y se encontró envuelto en una densa niebla como si Stephanie llevase allí una media hora. Bajó la tapa de la taza y se sentó. Ahora que estaba más bajo, consiguió distinguir la silueta de su compañera detrás de la mampara. Le pareció que ella permanecía inmóvil bajo el potente chorro de la ducha.
—¿Estás bien? —gritó Daniel.
—Estoy mejor —respondió Stephanie.
¿Mejor?, se preguntó Daniel. No tenía idea de a qué se refería, aunque recordó que Stephanie se había mostrado muy poco comunicativa durante toda la tarde. También le recordó su casi descortés respuesta al ofrecimiento de Carol de acompañarla en el coche, si bien admitió que él hubiese respondido de la misma manera. La diferencia radicaba en que, a diferencia de él, Stephanie se preocupaba por los sentimientos de los demás. Daniel no se consideraba a él mismo como una persona grosera, sino que sencillamente no podía tomarse esa molestia. Las personas debían comprender que tenía demasiadas cosas importantes en las que pensar como para preocuparse de ser amable.
Debatió consigo mismo si debía o no acercarse al minibar para buscar algo de beber. En muchos sentidos, este había sido uno de los días más estresantes de su vida. Al final, decidió quedarse donde estaba. Aún no le había comunicado a Stephanie las últimas noticias referentes al senador; ya bebería más tarde. Pero Stephanie no se movió.
—¡Stephanie! —gritó de nuevo cuando se cansó de esperar—. ¿Sales o qué?
Stephanie corrió una de las hojas de la mampara y asomó la cabeza en medio de otra nube de vapor.
—Lo siento. ¿Estás esperando para ducharte?
Daniel agitó la mano para apartar el vapor de su rostro. El cuarto se había convertido en un baño turco.
—No, estoy esperando para hablar contigo.
—Quizá no tendrías que esperar. Ahora mismo no me apetece hablar.
Daniel se enfureció en el acto. La respuesta de Stephanie no era precisamente la que deseaba escuchar. Después de todo lo que había ocurrido a lo largo del día, necesitaba y se merecía un poco de apoyo, algo que desde su punto de vista no era mucho pedir. Se levantó bruscamente y salió del baño con un portazo. Refunfuñó para sus adentros mientras sacaba del minibar una cerveza. No necesitaba más agravios. Se dejó caer en el sofá y bebió un buen trago. Para el momento en que Stephanie salió del baño envuelta en una toalla, él ya se había tranquilizado.
—Sé por el portazo que estás enojado —comentó Stephanie con voz calma. Fue hasta la puerta del dormitorio—. Solo quiero que sepas que estoy emocional y físicamente agotada. Necesito dormir. Nos levantamos a las cinco de la mañana para ocuparnos de que todo estuviese en orden.
—Yo también estoy cansado. Solo quería decirte que Ashley está muy bien. No deja de ser un misterio pero han desaparecido casi todos los síntomas del Parkinson.
—Me alegro. Es una pena que eso no cambie el hecho de que la implantación no se hiciera en el lugar correcto.
—¡Quizá no sea así! —replicó Daniel—. Te estoy diciendo que te asombrarás cuando lo veas. Es otro hombre.
—Desde luego que es otro hombre. Sin darnos cuenta le hemos implantado una horda de células productoras de dopamina en el lóbulo temporal. Un neurocirujano con mucha experiencia cree firmemente que acabará con una epilepsia del lóbulo temporal. Para Butler, eso será incluso peor que el Parkinson.
—No ha tenido otro ataque desde el que tuvo en el quirófano. Te lo repito, está de fábula.
—Di mejor que todavía no ha tenido otro ataque.
—Si tiene algún problema, siempre podríamos tratarlo de la manera que le indiqué al doctor Nawaz.
—¿Te refieres al agente citotóxico añadido al anticuerpo monoclonal?
—Exactamente.
—Puedes hacerlo si te parece conveniente y si puedes convencer a Butler de que se someta a un experimento sin la menor garantía de éxito, pero no digas podríamos. No pienso tomar parte. Ni siquiera lo hemos intentado en los cultivos celulares, y mucho menos en animales. En mi opinión es un paso todavía menos ético que todos los que hemos dado hasta ahora.
Daniel miró a Stephanie. El enfado resurgió con nuevas fuerzas.
—¿Se puede saber de qué lado estás? Decidimos tratar a Butler para salvar el RSHT y CURE, y te digo que lo conseguiremos.
—Me gustaría creer que me estoy situando en el lado menos motivado por el egoísmo —declaró Stephanie—. Hoy, cuando nos enteramos de que no había un equipo de rayos X en el quirófano, tendríamos que haber interrumpido el procedimiento. Arriesgamos la vida de otra persona en aras de nuestro propio beneficio. —Levantó las manos al ver cómo enrojecía el rostro de Daniel y abría la boca para responder—. Si no te importa, vamos a dejarlo aquí —añadió—. Lo siento. Esto se ha convertido precisamente en la clase de discusión que no me siento capaz de tener esta noche. Estoy agotada. Quizá me sienta diferente después de dormir.
—¡Fantástico! —exclamó Daniel con un tono sarcástico. Hizo un gesto despectivo—. ¡Vete a la cama!
—¿Vienes?
—Sí, quizá —contestó Daniel, furioso. Se levantó para ir al minibar. Necesitaba otra cerveza.
Daniel no estaba seguro de cuántas veces había sonado el teléfono desde que su mente agotada había incorporado los timbrazos a la pesadilla. En el sueño, era de nuevo un estudiante de medicina, y el teléfono era algo temible. En aquellos años, a menudo era una llamada de emergencia para la que no estaba en condiciones de atender.
Cuando consiguió abrir los ojos, ya no sonaba. Se sentó en la cama, miró el teléfono y se preguntó si había sonado de verdad o solo lo había soñado. Entonces miró en derredor para orientarse. Estaba en la sala, vestido y con todas las luces encendidas. Después de las dos cervezas, se había quedado dormido.
Se abrió la puerta del dormitorio. Stephanie entró en el salón vestida con su pijama de seda corto. Entrecerró los párpados, molesta por la intensidad de la luz.
—Carol Manning está al teléfono —dijo con voz somnolienta—. Parece inquieta y quiere hablar contigo.
—¡Oh, no! —exclamó Daniel. Apartó las piernas de la mesa de centro. Aún tenía los zapatos puestos. Sin levantarse, se inclinó sobre el sofá y cogió el teléfono. Stephanie permaneció atenta a la conversación.
—Ashley se comporta de una manera extraña —le soltó Carol en cuanto Daniel dijo hola.
—¿Qué hace? —preguntó Daniel. El viejo temor estudiantil de no ser capaz de atender una emergencia resucitó con toda su fuerza. Después de tantos años de no ejercer la medicina clínica, había olvidado casi todos los conocimientos prácticos.
—No es tanto lo que hace, es de lo que se queja. Perdón por el lenguaje, pero dice que huele a mierda de cerdo. Usted me advirtió que si olía algo extraño, podría ser importante.
Daniel sintió cómo el corazón le daba un brinco y el optimismo que había sentido antes se esfumó en un abrir y cerrar de ojos. No tenía ninguna duda de que Ashley estaba teniendo un aura que anunciaba el comienzo de otro ataque en el lóbulo temporal. Al mismo tiempo, los últimos vestigios de su confianza médica desaparecieron cuando comprendió que estaba a punto de enfrentarse a un episodio que, según había anunciado el doctor Nawaz, sería peor que el primero.
—¿Se ha comportado de forma agresiva o ha dado muestras de conducta sin inhibiciones? —preguntó Daniel, nervioso. Comenzó a buscar con la mirada la bolsa negra con el sedante y las jeringuillas. Ya desesperaba cuando afortunadamente la vio en la mesa del vestíbulo.
—Ninguna de las dos cosas, pero sí que se ha mostrado irritable. Claro que lo ha hecho a lo largo de todo el último año.
—¡De acuerdo, no pierda la calma! —le recomendó Daniel, tanto por su propio bien como por el de Carol—. Ahora mismo voy a su habitación. —Consultó su reloj. Eran las dos y media de la mañana.
—No estamos en la habitación.
—¿Dónde diablos está?
—Estamos en el casino —admitió Carol—. Ashley insistió. No pude hacer nada aunque lo intenté. No lo llamé porque sabía que usted tampoco podía hacer nada. Cuando decide hacer algo, se acabó. Me refiero a que es un senador.
—¡Dios bendito! —Daniel se dio una palmada en la frente—. ¿Intentó llevarlo de nuevo a la habitación cuando dijo que olía a mierda de cerdo?
—Se lo sugerí, pero me respondió que me largara con viento fresco.
—¡De acuerdo! ¿En qué lugar del casino están ahora?
—Estamos en las tragaperras en el lado de la sala que da al mar, más allá de las mesas de ruleta.
—Ahora mismo bajo. ¡Tenemos que llevarlo de regreso a la habitación!
Daniel se levantó y se volvió hacia Stephanie, pero ella había desaparecido en el dormitorio. Fue hasta allí y asomó la cabeza. Stephanie se había quitado el pijama y se vestía a la carrera.
—¡Espera, iré contigo! Si Ashley va a tener otro ataque parecido al que tuvo en el quirófano, necesitarás toda la ayuda que puedas conseguir.
—Vale. ¿Dónde está el móvil?
Stephanie le señaló el tocador con un movimiento de cabeza mientras se abotonaba la blusa.
—¡No te lo dejes! ¿Dónde están los números de Newhouse y Nawaz?
—Ya los tengo. —Stephanie se puso el pantalón—. Están en el bolsillo.
Daniel fue a recoger la bolsa negra. Solo para asegurarse, abrió la cremallera. Se sintió un poco más tranquilo después de ver el frasco con los sedantes y las jeringuillas. Lo difícil sería inyectarle los sedantes antes de que se produjera la catástrofe.
Stephanie salió del dormitorio. Intentó calzarse los mocasines sobre la marcha al tiempo que acababa de remeterse la blusa. Daniel la esperaba con la puerta abierta. Salieron al pasillo y echaron a correr en dirección a los ascensores.
Daniel apretó el botón de llamada. Luego cogió el móvil de Stephanie, le dio la bolsa negra y marcó el número del doctor Nawaz.
—¡Venga, venga! —murmuró Daniel mientras sonaba el teléfono. El doctor Nawaz atendió la llamada con voz somnolienta cuando se abrían las puertas del ascensor—. Soy el doctor Lowell —dijo—. Quizá se interrumpa la comunicación. Estoy entrando en un ascensor. —Stephanie apretó el botón de la planta baja y se cerraron las puertas—. ¿Me escucha?
—Apenas —respondió el neurocirujano—. ¿Cuál es el problema?
—Ashley está teniendo un aura olfatorio —le informó Daniel. Miró el indicador electrónico. Estaban en un ascensor rápido, pero los números parecían cambiar con una lentitud desesperante.
—¿Quién es Ashley? —replicó el doctor Nawaz.
—Quiero decir el señor Smith. —Daniel miró a Stephanie, quien puso los ojos en blanco. Para ella, era otro pequeño episodio en esta trágica comedia de errores.
—Tardaré unos veinte minutos en llegar a la clínica. Le recomiendo que llame al doctor Newhouse. Como le dije antes, sospecho que este ataque será peor que el primero, a la vista del lugar donde se encuentran las células. Quizá convendría reunir al mismo equipo.
—Llamaré al doctor Newhouse, pero no estamos en la clínica. —¿Dónde están?
—Estamos en el Atlantis, en la isla Paradise. En estos momentos, el paciente se encuentra en el casino, pero vamos a intentar llevarlo de nuevo a su habitación. Está registrada a nombre de Carol Manning. Es la suite Poseidón.
A esta información siguió un silencio que se prolongó varios pisos.
—¿Todavía está allí? —preguntó Daniel.
—Me cuesta creer lo que acabo de escuchar. A este hombre le han practicado una craneotomía hace unas doce horas. ¿Qué demonios está haciendo en el casino?
—Sería una explicación demasiado larga.
—¿Qué hora es?
—Son las dos y treinta y cinco. Sé que no es una excusa, pero no teníamos idea de que el señor Smith iría al casino cuando lo trajimos aquí. Es un hombre que cuando toma una decisión no atiende a razones.
—¿Se han producido más cambios más allá del aura?
—Aún no lo he visto, pero no lo creo.
—Lo mejor que puede hacer ahora mismo es sacarlo del casino, si no quiere encontrarse con un escándalo de cuidado.
—Vamos camino del casino mientras hablamos.
—Llegaré allí lo antes posible. Primero iré a buscarlos al casino. Si no están allí, subiré a la habitación.
Daniel se despidió del neurocirujano y marcó el número del doctor Newhouse. Como había ocurrido con el doctor Nawaz, el teléfono sonó durante un par de minutos antes de que lo atendieran. En cambio, a diferencia del doctor Nawaz, respondió con una voz alerta como si hubiese estado despierto.
—Lamento tener que molestarlo —dijo Daniel, mientras las puertas del ascensor se abrían en el vestíbulo.
—No se preocupe. Estoy más que acostumbrado a que me llamen en mitad de la noche. ¿Cuál es el problema?
Daniel le explicó la situación al tiempo que avanzaba lo más rápido que podía sin llegar a correr en dirección al casino, que estaba en el centro del enorme complejo. La reacción del doctor Newhouse fue un fiel reflejo de la del doctor Nawaz en todos los sentidos, y él también aseguró que acudiría inmediatamente. Daniel apagó el teléfono y se lo entregó a Stephanie que le devolvió la bolsa negra.
Stephanie y Daniel acortaron un poco el paso cuando llegaron al casino. Las salas de juego funcionaban a tope y la multitud era mucho mayor de la que esperaban, a pesar de la hora. Era un colorido espectáculo con las mullidas alfombras rojas y negras, los enormes candelabros de cristal, y los encargados de las mesas de juego vestidos de esmoquin. La pareja se dirigió en línea recta en medio de la multitud hacia la zona más allá de las ruletas agrupadas en el centro de la inmensa sala. No tardaron mucho en dar con la hilera de tragaperras que Carol les había indicado y, una vez allí, todavía menos en encontrar a Ashley. Carol estaba detrás del senador y se alegró ostensiblemente al ver que llegaba ayuda.
Butler estaba sentado delante de una de las tragaperras con una considerable cantidad de monedas en la bandeja. Aún iba vestido con sus ridículas prendas de turista. El vendaje destacaba en la frente. Su palidez no se veía gracias al resplandor rojizo de la alfombra. No había ningún jugador en las máquinas vecinas.
El senador echaba monedas en la máquina a un ritmo que le hubiese sido imposible el día anterior. En el instante en que se detenían las figuras, echaba otra moneda en la ranura y tiraba de la palanca. Ashley parecía hipnotizado por las fugaces imágenes de las frutas.
Sin la menor vacilación, Daniel se acercó a Ashley, apoyó una mano en su hombro izquierdo y lo obligó a volverse.
—¡Senador! ¡Es un placer verlo!
Butler escudriñó el rostro de Daniel sin parpadear. Tenía las pupilas dilatadas. Sus cabellos habitualmente bien peinados estaban revueltos como si alguien se los hubiese alborotado, cosa que empeoraba su aspecto.
—Quítame las manos de encima, imbécil de mierda —gruñó Ashley, sin el menor rastro de su acento sureño.
Daniel obedeció en el acto, sorprendido y aterrorizado por el uso de un lenguaje que no era nada habitual en el político y que le recordó el estallido en el quirófano. Lo que menos le interesaba era provocar al hombre con la consecuencia de una más rápida progresión de los síntomas del ataque. Miró los ojos de Ashley, que reflejaban una cierta desconexión, dado que no daba ninguna señal de reconocimiento. Durante unos segundos, ninguno de los dos se movió mientras Daniel debatía rápidamente para sus adentros si debía intentar medicarlo en el lugar. Decidió que no, por miedo al fracaso y empeorar todavía más las cosas en el proceso.
—Carol me dice que percibió un olor desagradable —comentó Daniel, sin tener muy claro qué decir o cómo proceder.
Ashley hizo un gesto como si quisiera quitarle importancia.
—Creo que fue aquella puta del vestido rojo. Por eso me vine a esta máquina.
Daniel miró a lo largo de la hilera de tragaperras. Había una joven con un vestido rojo muy escotado que dejaba a la vista gran parte de sus pechos, sobre todo cuando accionaba la palanca de la máquina. Volvió a mirar al senador que continuaba con el juego.
—¿Quiere decir que ya no lo huele?
—Solo un poco, ahora que estoy lejos de esa zorra.
—Muy bien —dijo Daniel. Se permitió un cierto optimismo al pensar que el aura no pasaría a mayores. No obstante, quería llevar a Ashley a la suite Poseidón. Si se producía un escándalo en el casino, no dudaba que todo el asunto acabaría apareciendo en los medios.
—Senador, tengo algo que quiero mostrarle en su habitación. —Lárgate, estoy ocupado.
Daniel tragó saliva. Su incipiente optimismo desapareció mientras admitía que el humor y la conducta de Butler eran significativamente anormales, aunque todavía no eran escandalosos. Buscó con desesperación cualquier excusa para llevar a Ashley a la habitación, pero no se le ocurrió nada.
Ya se daba por perdido cuando Carol le tiró de la manga de la camisa y le susurró al oído. Daniel se encogió de hombros. Estaba dispuesto a probar cualquier cosa por ridícula que fuese.
—Senador. Hay una caja de botellas de bourbon en su habitación.
Ashley soltó la palanca de la tragaperras y se volvió con una alentadora rapidez para mirar a Daniel.
—Vaya, doctor, qué curioso resulta verlo por aquí —manifestó con su acento habitual.
—Yo también me alegro de verlo, señor. He bajado para avisarle de que acaban de traer una caja de bourbon para usted. Tendrá que subir a la habitación para firmar el recibo.
Daniel observó con gran alivio cómo Ashley se bajaba del taburete atornillado al suelo delante de la tragaperras. Sin duda debió tener un leve ataque de mareo, porque se tambaleó unos momentos antes de sujetarse de la bandeja de la máquina. Daniel lo cogió del otro brazo por encima del codo para ayudarlo a sostenerse. Butler parpadeó, miró a Daniel, y por primera vez sonrió.
—Vamos allá, joven —manifestó, muy animado—. Firmar el recibo de una caja de bourbon le parece una causa muy digna a este viejo granjero. ¡Por favor, Carol, querida, ocúpese de mis ganancias!
Sin soltarle el brazo, Daniel guio al senador lejos de las tragaperras. En una muestra de agradecimiento por la idea de Carol, que a él nunca se le hubiera ocurrido, le guiñó un ojo cuando se cruzaron sus miradas. Mientras Carol recogía rápidamente las monedas de Butler, Daniel y Stephanie acompañaron al senador entre la multitud de jugadores.
No tuvieron ningún problema hasta llegar a los ascensores, donde tuvieron que esperar un par de minutos. Como una nube que pasa delante del sol, la sonrisa de Ashley desapareció bruscamente para ser reemplazada por una expresión agria. Daniel, que había estado atento y había visto la transición, se sintió tentado de preguntarle al senador en qué estaba pensando. Pero no lo hizo, temeroso de romper el statu quo. La intuición le decía que un hilo muy fino de realidad mantenía el control mental de Butler.
Desafortunadamente, dos parejas que Ashley había visto por encima del hombro de Daniel entraron tras ellos en el mismo ascensor. Uno de los hombres apretó el botón del piso treinta. Daniel maldijo por lo bajo. Había esperado tener el ascensor para ellos solos, y la preocupación de que pudiera montar un escándalo en presencia de extraños hizo que se le acelerara el pulso y que aparecieran gotas de sudor en su frente. Durante una fracción de segundo miró a Stephanie, quien parecía tanto o más aterrorizada que él. Cuando miró de nuevo al político, comprobó que el senador miraba furioso a las parejas que estaban un tanto bebidas y se comportaban de una manera ruidosa y provocativa.
Daniel abrió la cremallera de la bolsa. Echó una ojeada al frasco con la mezcla de sedantes y las jeringuillas, y se preguntó si debía preparar una. El problema era que los extraños verían lo que estaba haciendo y se alarmarían.
—¿Qué pasa, papaíto? —preguntó una de las mujeres provocativamente después de advertir la mirada truculenta de Ashley—. ¿Estás celoso, viejo? ¿Quieres un poco de acción?
—¡Que te follen, puta! —replicó Butler.
—Eh, esa no es manera de hablarle a una señora —exclamó el compañero de la mujer. Apartó a la mujer y se adelantó para encararse con Butler.
Sin pensar en las consecuencias, Daniel se metió entre los dos.
Olió el aliento a ajo y alcohol del hombre y sintió la mirada de Ashley en la nuca.
—Le pido disculpas en nombre de mi paciente —dijo Daniel—. Soy médico, y el caballero está enfermo.
—Lo estará mucho más si no le pide disculpas a mi esposa —amenazó el hombre—. ¿Qué le pasa? ¿Ha perdido la chaveta? —El hombre soltó una risotada al tiempo que intentaba esquivar el bulto de Daniel para ver mejor a Ashley.
—Algo así —asintió Daniel.
—¡Puta! —gritó Ashley y acompañó el insulto con un gesto obsceno.
—¡Se acabó! —afirmó el hombre. Intentó apartar a Daniel mientras levantaba el puño.
Stephanie se apresuró a sujetarle el brazo.
—El doctor le está diciendo la verdad —declaró—. El caballero no es él mismo. Lo llevamos de regreso a su habitación para suministrarle un medicamento.
El ascensor se detuvo en el piso treinta, y se abrieron las puertas.
—Quizá lo mejor sería que le consiguieran un cerebro nuevo —se burló el hombre, mientras sus compañeros, muertos de risa, lo obligaban a salir del ascensor. Se soltó de las manos que lo sujetaban y continuó mirando a Ashley con una expresión de furia hasta que las puertas se cerraron.
Daniel y Stephanie intercambiaron una mirada de inquietud. Habían conseguido evitar un desastre. Daniel miró a Ashley, que hacía un chasquido con los labios como si estuviese probando algo desagradable. Las puertas del ascensor se abrieron en el piso treinta y dos.
Con Carol de un brazo y Daniel del otro, consiguieron sacar a Butler del ascensor y guiarlo por el pasillo. No oponía resistencia sino que caminaba como un autómata. Cuando llegaron a la puerta de las sirenas, Carol soltó a Ashley solo el tiempo necesario para sacar la llave tarjeta y dársela a Stephanie, quien se encargó de abrir la puerta. Carol y Daniel se disponían a ayudar al senador, pero él los sorprendió al apartarle las manos y entrar libremente.
—Gracias a Dios —murmuró Stephanie al cerrar la puerta.
El candelabro del recibidor y la lámpara de la mesa en la sala estaban encendidas. El resto de la suite estaba a oscuras. Las cortinas y las ventanas estaban abiertas. Más allá de la terraza, las estrellas formaban un arco sobre el mar oscuro. La brisa movía suavemente el ramo de flores colocado en la mesa de centro.
Ashley continuó caminando hasta llegar a unos pocos pasos de la mesa de centro. Allí se detuvo y permaneció inmóvil con la mirada fija en la distancia. Carol encendió todas las luces y luego se acercó a Ashley para ver si conseguía que se sentara.
Daniel vació el contenido de la bolsa en una de las mesas del recibidor. Con manos torpes intentó abrir el envoltorio de una jeringuilla, mientras Stephanie quitaba el capuchón de plástico que cubría el tapón de goma del frasco con la combinación de sedantes.
—¿Qué harás si se resiste? —susurró Stephanie.
—No tengo ni la menor idea —admitió Daniel—. Con un poco de suerte, el doctor Nawaz y el doctor Newhouse no tardarán en llegar para echar una mano. —Utilizó los dientes para romper el celofán.
—El senador está haciendo las mismas muecas que hacía cuando dijo que olía los excrementos de cerdo —gritó Carol desde la sala.
—Haga lo posible para que se siente —respondió Daniel a voz en cuello. Por fin consiguió abrir el envoltorio y lo arrojó al suelo.
—Ya lo he intentado —volvió a gritar Carol—. No quiere.
Un tremendo estrépito de muebles rotos en la sala hizo que Daniel y Stephanie volvieran la cabeza. Carol se estaba levantando del suelo después de haber sido lanzada contra una de las mesas donde había estado una gran lámpara de cerámica que ahora era un montón de añicos. Ashley se estaba arrancando las prendas y las arrojaba por toda la habitación.
—¡Dios bendito! —gritó Daniel—. ¡El senador se ha vuelto loco! —Cogió uno de los sobres con las toallitas empapadas en alcohol, pero cuando consiguió sacar la toallita, se le cayó al suelo. Cogió otra.
—¿Te puedo ayudar? —preguntó Stephanie.
—Es como si tuviera seis dedos —respondió Daniel. Sacó la toallita y la usó para frotar el tapón de goma. Antes de que pudiera insertar la aguja, Ashley soltó un alarido. Dominado por el pánico, Daniel le entregó el frasco y la jeringuilla a Stephanie antes de correr a la sala para ver qué pasaba. Carol se encontraba detrás de un sofá con las manos apoyadas en las mejillas. Ashley seguía en el mismo lugar pero completamente desnudo excepto por los calcetines negros. Estaba ligeramente encorvado y se miraba las manos que mantenía curvadas muy cerca de los ojos.
—¿Cuál es el problema? —preguntó Daniel mientras se volvía para mirar a Butler.
—Me sangran las palmas —contestó Ashley, horrorizado. Temblaba como una hoja. Bajó las manos poco a poco con las palmas hacia arriba y separó los dedos.
Daniel miró las manos de Butler y luego lo miró a la cara.
—Sus manos están bien, senador. Tiene que serenarse. Todo saldrá perfectamente. ¿Por qué no se sienta? Tenemos unos medicamentos que le harán sentirse relajado.
—Lamento que no pueda ver las heridas en mis manos —señaló el senador con un tono cortante—. Quizá consiga verlas en mis pies.
Daniel le miró los pies y después a la cara.
—Lleva calcetines, pero sus pies parecen estar bien. Deje que le ayude a sentarse en el sofá. —Daniel tendió una mano para coger el brazo de Ashley, pero antes de que pudiera hacerlo, Butler apoyó las manos en el pecho de Daniel y le dio un violento empellón. Pillado totalmente por sorpresa, Daniel tropezó contra la mesa de centro, cayó de espaldas sobre la misma y aplastó el jarrón con las flores en su caída. El agua y las flores cayeron como una lluvia sobre la mullida alfombra. Daniel rodó sobre la mesa y acabó boca abajo en el suelo entre la mesa y uno de los sofás.
Sin preocuparse en lo más mínimo por el caos que había provocado, Ashley pasó por el otro lado de la mesa y corrió hacia la terraza. Se detuvo bruscamente apenas pasado el umbral y levantó los brazos con las manos dobladas hacia arriba. La brisa nocturna le alborotó los cabellos.
—¡Virgen santa! ¡Está en la terraza! —gritó Stephanie. Apretaba la jeringuilla, la toallita y el frasco contra el pecho.
Daniel se levantó con la espalda dolorida por el golpe contra el jarrón primero y luego contra la mesa. Evitó a Ashley cuando salió a la terraza para después colocarse a modo de barrera entre el senador y la balaustrada.
—¡Senador! —gritó Daniel con las manos levantadas—. ¡Vuelva ahora mismo a la sala!
Butler no se movió. Tenía los ojos cerrados, y una expresión de profunda serenidad había reemplazado el horror de antes.
Daniel chasqueó con los dedos para llamar la atención de Stephanie. La joven estaba muy cerca del umbral con una expresión de espanto en su rostro.
—¿La jeringuilla está preparada? —le preguntó Daniel, sin apartar la mirada del paciente.
—¡No!
—¡Prepárala ya!
—¿Qué cantidad?
—Dos centímetros cúbicos. ¡Deprisa!
Stephanie llenó la jeringuilla con la cantidad indicada, guardó el frasco en el bolsillo, y golpeó la jeringuilla con la uña del dedo índice para eliminar cualquier burbuja. Luego corrió a la terraza para entregarle la jeringuilla a su compañero. Miró el rostro beatífico de Ashley. El hombre era como una estatua. No se movía. Ni siquiera parecía respirar.
—Está como congelado —opinó Stephanie.
—No sé si intentar ponérsela por vía intravenosa o conformarme con la vía intramuscular —dijo Daniel. Se acercaba sin haber acabado de decidirse, cuando Ashley abrió los ojos. Sin el más mínimo aviso previo se lanzó hacia adelante. Daniel reaccionó en el acto. Se abrazó al pecho de Butler al tiempo que intentaba afirmar los pies en el suelo. Pero era como intentar detener a un toro furioso. Los zapatos de Daniel se deslizaron sobre el suelo de cerámica como si se tratara de una pista de baile, y cuando los dos hombres chocaron contra la balaustrada, el impulso de Ashley hizo que ambos pasaran por encima y se precipitaran al vacío.
Stephanie soltó un grito de desesperación mientras corría para asomarse a la balaustrada. Para su indescriptible horror, Ashley y Daniel caían a cámara lenta, abrazados como dos amantes que se precipitan al abismo. Al instante siguiente, Stephanie cerró los ojos, y con una sensación de náusea, se dejó caer al suelo con la espalda apoyada en la fría balaustrada de piedra.