Domingo, 24 de marzo de 2002. Hora: 14.15
El doctor Jeffrey Marcus era el radiólogo del Doctors Hospital de Shirley Street, en el centro de Nassau. Spencer había llegado a un acuerdo con él para cubrir los servicios de radiología de la clínica Wingate a tiempo parcial hasta que se justificara la necesidad de un radiólogo de plantilla. En cuanto se decidió que era necesario hacerle un escáner al senador, Spencer le dijo a una de las enfermeras que llamara a Jeffrey. Como era domingo por la tarde, acudió a la llamada inmediatamente. El doctor Nawaz se alegró porque conocía a Jeffrey desde los tiempos de Oxford y sabía que contaba con una considerable experiencia neurorradiológica.
—Estas son las secciones transversales del cerebro, que comienzan en el borde dorsal del puente de Varolio —explicó Jeffrey mientras señalaba en la pantalla del ordenador con la punta de un anticuado lápiz Dixon amarillo n.º 2. Jeffrey Marcus era otro de los expatriados ingleses que habían venido a las Bahamas para escapar del clima británico, lo mismo que el doctor Carl Newhouse—. Avanzaremos en incrementos de un centímetro y llegaremos al nivel de la substantia nigra en un par de imágenes, como mucho.
Jeffrey estaba sentado delante de la pantalla. A su derecha e inclinado para ver mejor se encontraba el doctor Nawaz. Daniel estaba a la izquierda de Jeffrey. Paul, Spencer y Carl permanecían junto a la ventana que daba a la sala del escáner. Carl tenía en la mano una jeringuilla con otra dosis de sedantes que no había sido necesario utilizar. Ashley no se había despertado desde la segunda dosis y había dormido mientras le tapaban la perforación con un botón de metal y le cosían la incisión, le quitaban el marco estereotáxico, y lo trasladaban a la mesa del escáner. Ahora, Ashley yacía en posición supina con la cabeza en el interior de la abertura de la enorme máquina con forma de rosquilla. Tenía las manos cruzadas sobre el pecho con las ligaduras en las muñecas aunque sin atar. El suero continuaba goteando. Butler parecía dormir beatíficamente.
Stephanie estaba en el fondo de la habitación, apartada de los demás y apoyada contra un mostrador con los brazos cruzados. Sin que nadie se diera cuenta, hacía lo imposible por contener las lágrimas. Rogaba que nadie se acercara, porque si lo hacían, no podría mantener el control. Había pensado en salir de la habitación pero entonces se dijo que eso llamaría la atención de los demás, así que se quedó donde estaba y sufrió en silencio. No necesitaba mirar la siguiente imagen en el monitor. La intuición le decía que se había producido un error muy grave en la implantación, y eso había acabado con su control emocional, ya bastante castigado por todo lo sucedido en el transcurso del mes. Se reprochó a sí misma no haber hecho caso a sus intuiciones en el mismo momento en que había comenzado este ridículo y ahora potencialmente trágico asunto.
—¡Muy bien, allá vamos! —anunció Jeffrey. Volvió a señalar la imagen en la pantalla—. Este es el cerebro medio, y esta la zona de la substantia nigra. Mucho me temo que no se aprecia la luminosidad que se esperaría de un anticuerpo de metal pesado.
—Quizá el anticuerpo aún tiene que pasar del fluido cerebroespinal al cerebro —manifestó el doctor Nawaz—. También podría ser que no hubiese un único antigén superficial en las células de tratamiento. ¿Está seguro de que el gen que insertó estaba marcado?
—Absolutamente seguro —contestó Daniel—. La doctora D’Agostino lo comprobó.
—Podríamos intentar repetirlo dentro de unas pocas horas —opinó el doctor Nawaz.
—Con nuestros ratones, lo vimos a partir de la media hora y un máximo de cuarenta y cinco minutos —le informó Daniel. Miró su reloj—. El cerebro humano es más grande, pero hemos utilizado una mayor cantidad de anticuerpo, y ya ha transcurrido una hora. Tendríamos que verlo. Tiene que estar allí.
—¡Un momento! —avisó Jeffrey—. Aquí aparece una luminosidad lateral difusa. —Movió la punta del lápiz un centímetro a la derecha. Los puntos luminosos eran sutiles, como diminutos copos de nieve sobre un fondo de cristal.
—¡Oh, Dios mío! —gritó el doctor Nawaz—. Esa es la parte mesial del lóbulo temporal. No me extraña que tuviese un ataque.
—Miremos la próxima sección —dijo Jeffrey, mientras la nueva imagen comenzaba a borrar la anterior de arriba abajo, como una cortina que se desenrolla—. Ahora es más visible. —Dio varios golpecitos en la pantalla con la goma del lápiz—. Diría que está en la región del hipocampo, pero para localizarlo con precisión, tendríamos que insuflar un poco de aire en el cuerpo temporal del ventrículo lateral. ¿Quiere hacerlo?
—¡No! —negó el doctor Nawaz tajantemente. Se llevó las manos a la cabeza—. ¿Cómo demonios pudo desviarse tanto la aguja? No me lo creo. Incluso miré las placas de nuevo, volví a tomar las medidas, y luego comprobé las graduaciones en la guía. Todas eran absolutamente correctas. —Apartó las manos de la cabeza y las extendió como si suplicara que alguien le ofreciera una explicación de lo ocurrido.
—Quizá el marco se movió un poco cuando golpeamos el marco de la puerta con la mesa —dijo el doctor Newhouse.
—¿De qué está hablando? —preguntó el neurocirujano—. Me dijeron que la mesa había rozado el marco. ¿A qué se refiere exactamente con «golpeamos»?
—¿Cuándo golpeó la mesa el marco? —inquirió Daniel. Era la primera vez que lo escuchaba mencionar—. ¿De qué marco están hablando?
—El doctor Saunders fue quien dijo que lo rozó —manifestó el doctor Newhouse, sin hacer caso a Daniel—. No yo.
El doctor Nawaz miró a Paul con una expresión interrogativa. Paul asintió a regañadientes.
—Admito que quizá fue más un golpe que un roce, pero fue algo sin importancia. Constance dijo que el marco estaba bien colocado cuando lo sujetó.
—¿Lo sujetó? —chilló el doctor Nawaz—. ¿Qué necesidad tenía de sujetar el marco?
Se produjo una pausa incómoda mientras Paul y el doctor Newhouse se miraban el uno al otro.
—¿Qué es esto, una conspiración? —añadió el neurocirujano—. ¡Que alguien me responda!
—Hubo algo parecido a un efecto látigo —dijo el doctor Newhouse—. Tenía prisa por conectar al paciente al monitor, así que empujábamos la mesa bastante rápido. Lamentablemente, no estaba alineada con la puerta del quirófano. Después de producirse el choque, Constance se acercó para sujetar el marco. Ella llevaba la bata y los guantes. En aquel momento, nos preocupaba la contaminación, dado que el paciente se había despertado y no tenía las manos sujetas. Sin embargo, no hubo ninguna contaminación.
—¿Por qué no se me dijo cuando sucedió? —replicó el doctor Nawaz, furioso.
—Se lo dijimos —manifestó Paul.
—Me dijeron que la mesa había rozado el marco de la puerta. Eso dista mucho de un golpe lo bastante fuerte como para producir un efecto látigo.
—Bueno, quizá decir que se produjo un efecto látigo resulte una exageración —se corrigió a sí mismo el doctor Newhouse—. La cabeza del paciente cayó hacia adelante. No volvió bruscamente hacia atrás ni nada parecido.
—¡Dios bendito! —murmuró el doctor Nawaz, desanimado. Se sentó pesadamente en una silla. Se quitó el gorro con una mano y con la otra se mesó los cabellos mientras sacudía la cabeza como una muestra de su frustración. No podía creer que hubiese aceptado enredarse en un asunto absolutamente ridículo. Ahora veía claro que el marco estereotáxico había rotado ligeramente además de inclinarse, ya fuera como consecuencia del impacto o cuando lo sujetó la enfermera.
—¡Tenemos que hacer algo! —afirmó Daniel. Había tardado unos momentos en recuperarse de la noticia del choque de la mesa contra el marco de la puerta y la posibilidad de una trágica consecuencia.
—¿Qué se le ocurre? —preguntó el doctor Nawaz despectivamente—. Hemos implantado por error una legión de células productoras de dopamina en el lóbulo temporal del hombre. No podemos entrar allí y sacarlas como si nada.
—No, pero podemos destruirlas antes de que comiencen la arborización —replicó Daniel, con una chispa de esperanza que comenzó a crepitar como el fuego en su imaginación—. Tenemos el anticuerpo monoclonal para la superficie antigén de la célula. En lugar de añadir el anticuerpo a un metal pesado como hicimos para la visualización con los rayos X, podemos unirlo a un agente citotóxico. En cuanto inyectemos esta combinación en el fluido cerebroespinal, ¡bam! Aniquilaremos las neuronas mal colocadas. Entonces solo nos quedará hacer otra implantación en el lado izquierdo del paciente, y asunto solucionado.
El doctor Nawaz se arregló sus lustrosos cabellos negros y dedicó unos momentos a pensar en la idea de Daniel. Por un lado, la posibilidad de rectificar un desastre en el que él compartía una buena parte de la responsabilidad resultaba tentadora, incluso si el método no era nada ortodoxo, pero por el otro lado, su intuición le decía que no debía permitir que lo complicaran todavía más con la ejecución de otro procedimiento absolutamente experimental.
—¿Tiene a mano la combinación del anticuerpo citotóxico? —preguntó el doctor Nawaz. No se perdía nada con preguntar.
—No —admitió Daniel—. Sin embargo estoy seguro de que la misma firma que nos suministró el anticuerpo con el metal pesado podría prepararlo de urgencia, y tenerlo aquí mañana.
—Muy bien, avíseme cuando lo tenga —manifestó el doctor Nawaz mientras se levantaba—. Hace un segundo dije que no podríamos volver a entrar para eliminar las células del tratamiento. La muy lamentable ironía es que si el paciente acaba con el tipo de epilepsia del lóbulo temporal con la que seguramente acabará, es probable que se tenga que someter a algo parecido a esto en el futuro. Pero será una intervención invasiva que requerirá la extirpación de una considerable cantidad de tejido cerebral con todos los riesgos que conlleva.
—Eso refuerza la necesidad de hacer lo que propongo —señaló Daniel, cada vez más entusiasmado con la idea.
Stephanie se apartó bruscamente del mostrador y se dirigió a la puerta. A pesar de la fragilidad de sus emociones y el miedo a llamar la atención, era incapaz de escuchar ni una sola palabra más de esta conversación. Era como si la discusión versara sobre un objeto inanimado y no sobre un ser humano enfermo. Se sentía especialmente pasmada ante el comportamiento de Daniel, porque se daba cuenta de que a pesar de la terrible complicación, continuaba maniobrando como un moderno Maquiavelo médico, lanzado a la ciega persecución de sus propios intereses empresariales a pesar de las consecuencias morales.
—¡Stephanie! —llamó Daniel, al ver que caminaba hacia la puerta—. Stephanie, ¿por qué no llamas a Peter a Cambridge y le…?
La voz de Daniel se apagó cuando la puerta se cerró detrás de Stephanie. Echó a correr por el pasillo. Escapó hacia el tocador de señoras, donde confiaba poder llorar en paz. Estaba angustiada por una multitud de cosas, pero sobre todo porque sabía que era tan responsable como cualquiera de lo que había sucedido.