Domingo, 24 de marzo de 2002. Hora: 11.45
Para Tony D’Agostino, era como estar atrapado en una horrible pesadilla, sin poder despertarse, cuando se encontró de nuevo aparcando el coche delante del local de la empresa de suministros de fontanería de los hermanos Castigliano. Para empeorar las cosas, se trataba de una fría y lluviosa mañana de un domingo de finales de marzo, y había mil cosas que hubiese preferido hacer, como tomarse un capuchino y un cannoli en el acogedor Café Cosenza en Hanover Street.
Tony abrió la puerta del coche, sacó el paraguas y lo abrió. Solo entonces se apeó del Cadillac. Sin embargo, sus esfuerzos no le sirvieron de nada. Acabó empapado. El viento arrastraba la lluvia en todas las direcciones, e incluso tuvo problemas para evitar que el viento le arrancara el paraguas de la mano.
Entró en el local, dio varias patadas en el suelo para quitarse el agua de los zapatos, se secó la frente con el dorso de la mano y dejó el paraguas apoyado en la pared. Mientras pasaba junto al mostrador donde trabajaba Gaetano, maldijo por lo bajo. No tenía la menor duda de que Gaetano había vuelto a meter la pata, y esperaba que el matón estuviese en el local para poder cantarle cuatro frescas.
Como siempre, la puerta del despacho estaba abierta, y Tony entró después de golpear sin esperar una respuesta. Los hermanos ocupaban sus mesas alumbradas por sendas lámparas de pantalla verde. Dado que afuera el cielo estaba encapotado, era muy poca la luz que entraba a través de las ventanas con los cristales sucios que se abrían al albañal.
Los Castigliano lo miraron al mismo tiempo. Sal tenía delante un viejo libro de cuentas donde estaba copiando las facturas que tenía apiladas sobre la mesa. Lou estaba haciendo un solitario. Lamentablemente, a Gaetano no se le veía por ninguna parte.
De acuerdo con el ritual, Tony chocó las manos de los gemelos antes de sentarse en el sofá. No se echó hacia atrás ni se desabrochó el abrigo. Tenía la intención de que la visita fuese lo más breve posible. Se aclaró la garganta. Nadie había dicho ni una palabra, cosa que resultaba un tanto extraña, máxime cuando era él quien deseaba mostrarse enfadado.
—Mi madre habló anoche con mi hermana —comenzó Tony—. Quiero que sepan que estoy un tanto confuso.
—¿Ah, sí? —preguntó Lou con un leve tono de desprecio—. ¡Bienvenido al club!
Tony miró a uno de los gemelos y después al otro. De pronto resultó obvio que los Castigliano estaban de muy mal humor, tanto o más que él. Lou incluso tuvo la insolencia de continuar con su solitario; golpeaba las cartas contra la mesa a medida que jugaba. Tony miró a Sal, y Sal lo miró, furioso. Sal parecía más siniestro que de costumbre, con su rostro esquelético iluminado por debajo por la luz verdosa. Bien podía pasar por un cadáver.
—¿Por qué no nos cuentas por qué estás confuso? —sugirió Sal arrogantemente.
—Sí, nos encantaría saberlo —añadió Lou, sin interrumpir el solitario—. Sobre todo a la vista de que fuiste tú quien nos retorció los brazos para que pusiéramos los cien billetes para el chiringuito de tu hermana.
Un tanto alarmado por esta fría recepción que no se esperaba, Tony se reclinó en el sofá. Notó un súbito calor en todo el cuerpo, y se desabrochó el abrigo.
—No le retorcí el brazo a nadie —protestó, indignado, pero cuando lo dijo, sintió que lo dominaba una desagradable sensación de vulnerabilidad. Aunque ya era tarde para lamentaciones, se reprochó haber ido al aislado local de los gemelos sin ninguna protección o un respaldo. No iba armado, pero eso era habitual. Casi nunca iba armado, y los hermanos lo sabían. Sin embargo, él también tenía unos cuantos matones en su organización, lo mismo que los Castigliano, y tendría que haberlos traído.
—Sigues sin decirnos por qué estás confuso —insistió Sal, sin hacer caso de la protesta.
Tony se aclaró la garganta de nuevo. A la vista de su creciente inquietud, decidió controlar su enfado.
—Estoy un tanto confuso respecto a lo que hizo Gaetano en su segundo viaje a Nassau. La semana pasada, mi madre me comentó que tenía problemas para dar con mi hermana. Dijo que cuando la encontró, se comportó de una manera extraña, como si hubiese ocurrido algo malo de lo que no quería hablar hasta el momento de regresar a casa, cosa que sería pronto. Obviamente, creí que Gaetano había hecho su trabajo y que el profesor era historia. Bueno, anoche mi madre consiguió hablar con mi hermana, a la vista que no había vuelto a dar señales de vida. Esta vez volvió a ser, en palabras de mi madre, «la misma de siempre». Dijo que ella y el profesor continuaban en Nassau, pero que regresarían a casa en cuestión de días. ¿Cómo se entiende?
Durante unos minutos de tensión, nadie dijo nada. El único sonido en la habitación era el golpe de las cartas cuando Lou las dejaba sobre la mesa, combinado con los chillidos de las gaviotas en el albañal.
Tony se irguió en el sofá y miró en derredor; la mayor parte de la habitación estaba en sombras a pesar de la hora.
—Ya que hablamos de Gaetano, ¿dónde está? —A Tony no le hacía ninguna gracia verse sorprendido por el matón de los gemelos.
—Esa es una pregunta que no dejamos de hacernos —contestó Sal.
—¿Qué demonios me estás diciendo?
—Gaetano todavía tiene que regresar de Nassau —le informó Sal—. Se ha esfumado. No sabemos nada de él desde que se marchó la última vez que estuviste aquí, ni tampoco saben nada su hermano y su cuñada, con quienes está muy unido. Nadie sabe absolutamente nada. Cero.
Si Tony antes había creído que estaba confuso, ahora estaba atónito. Aunque se había quejado hasta hacía unos minutos del comportamiento de Gaetano, lo respetaba como un profesional experimentado, y, por tratarse de un hombre relacionado, no podía en duda su indudable lealtad. No tenía sentido que se largara sin más.
—No es necesario decir que también nosotros estamos un tanto desconcertados —añadió Sal.
—¿Habéis hecho algunas averiguaciones? —preguntó Tony.
—¿Averiguaciones? —replicó Lou con un tono sarcástico, y esta vez dejó de interesarse por el solitario—. ¿Qué necesidad tenemos de hacer semejante estupidez? ¡Joder, no! Sencillamente nos hemos quedado aquí, un día tras otro, comiéndonos las uñas mientras esperamos a que suene el teléfono.
—Llamamos a la familia Spriano en Nueva York —explicó Sal, sin prestar atención al sarcasmo de su hermano—. Por si no lo sabías, somos parientes lejanos. Lo están averiguando. Mientras tanto, nos enviarán a otro ayudante, que llegará aquí dentro de un par de días. Ellos fueron quienes nos enviaron a Gaetano.
El miedo fue como una mano helada en la espalda de Tony. Sabía que la organización de los Spriano era una de las familias más poderosas y despiadadas de la Costa Este. No sabía que los gemelos estaban emparentados, cosa que los situaba en una categoría mucho más preocupante y peligrosa.
—¿Qué hay de los colombianos de Miami que debían suministrarle el arma? —preguntó para cambiar de tema.
—También los hemos llamado —respondió Sal—. Nunca están muy dispuestos a colaborar, como ya sabes, pero dijeron que preguntarían. Las redes están echadas. Es obvio que queremos saber dónde se ha escondido ese idiota y por qué.
—¿Falta algo de vuestro dinero? —preguntó Tony.
—Nada que Gaetano hubiese podido llevarse —contestó Sal enigmáticamente.
—Curioso —opinó Tony a falta de otra cosa mejor. No había entendido la respuesta de Sal, pero no estaba dispuesto a preguntar—. Lamento que tengáis este problema. —Se adelantó en el asiento como si fuese a levantarse.
—Es más que curioso —afirmó Lou—, y que lo lamentes no es suficiente. Hemos estado hablando del tema en los últimos días, y creo que deberías saber cuál es nuestro parecer. En última instancia, te hacemos a ti responsable por este lío con Gaetano, sea cual sea el resultado, y también de nuestros cien billetes, que queremos recuperar con intereses. El interés será el habitual a partir del día que lo entregamos y no es negociable. Una última cosa: ahora consideramos que el crédito ha vencido.
Tony se levantó bruscamente. Su cada vez mayor ansiedad había alcanzado un punto crítico después de escuchar los comentarios de Lou y la poco velada amenaza.
—Mantenedme informado si os enteráis de alguna cosa —manifestó mientras caminaba hacia la puerta—. Mientras tanto, haré algunas averiguaciones por mi cuenta.
—Más te valdrá comenzar a averiguar de dónde sacarás los cien billetes —replicó Sal—, porque no vamos a tener tanta paciencia.
Tony abandonó el local a toda prisa, sin preocuparse de la lluvia. Sudaba, a pesar del frío. Cuando ya estaba en el coche recordó que se había dejado el paraguas. ¡Que se lo metan donde les quepa!, gritó. Puso el Cadillac en marcha, y con el brazo apoyado en el respaldo del asiento del acompañante, miró por la ventanilla trasera y aceleró. Los neumáticos levantaron una lluvia de guijarros cuando el coche atravesaba el aparcamiento y salía a la calle. Un momento más tarde, circulaba en dirección a la ciudad a casi noventa kilómetros por hora.
Se relajó un poco y secó las palmas por turno en las perneras. Se había librado de la amenaza inmediata, pero sabía intuitivamente que una amenaza mucho mayor asomaría por el horizonte, sobre todo si los Spriano se involucraban en el tema, aunque solo fuera muy tangencialmente. Todo resultaba muy desalentador, por no decir preocupante. Precisamente cuando estaba movilizando todos sus recursos para enfrentarse a la acusación de la fiscalía, asomaba la posibilidad de una guerra territorial.
—¡John! ¿Me escucha? —llamó el doctor Nawaz. Se inclinó al tiempo que levantaba los bordes de las telas esterilizadas que colgaban sobre el rostro de Butler. La mayor parte del marco estereotáxico sujeto al cráneo de Ashley y también gran parte de su cuerpo aparecían cubiertos por las telas, y solo quedaba a la vista una porción del lado derecho de la frente del senador. Allí, el doctor Nawaz había hecho una pequeña incisión cutánea, que ahora mantenía abierta con un retractor.
Después de dejar a la vista el hueso, el neurocirujano había empleado un taladro especial para perforar un agujero muy pequeño que dejaba a la vista la membrana grisácea que recubría el cerebro. Directamente alineada con el agujero y bien sujeta a uno de los arcos del marco estereotáxico estaba la aguja para la implantación. Había calculado los ángulos correctos con la ayuda de las radiografías, y la aguja ya había atravesado la membrana hasta la parte exterior del cerebro. En este punto, solo faltaba avanzar la aguja hasta la profundidad exacta para alcanzar la substantia nigra.
—Doctor Newhouse, quizá quiera usted sacudir al paciente por mí —dijo el doctor Nawaz con su melodioso acento paquistaní-inglés—. En este momento, preferiría que el paciente estuviese despierto.
—Por supuesto. —El doctor Newhouse dejó a un lado la revista que estaba leyendo y se levantó. Metió una mano por debajo de las telas y sacudió el hombro de Ashley.
El senador abrió los párpados con un considerable esfuerzo.
—¿Ahora me escucha, John? —preguntó de nuevo el neurocirujano—. Necesitamos su ayuda.
—Por supuesto que lo escucho —contestó Ashley con voz de dormido.
—Quiero que me diga si tiene cualquier sensación, la que sea, durante los próximos minutos. ¿Lo hará?
—¿Qué quiere decir con «sensaciones»?
—Imágenes, pensamientos, sonidos, olores, o sensación de movimiento; cualquier cosa que note.
—Tengo mucho sueño.
—Lo sé, pero intente mantenerse despierto solo unos minutos. Como le dije, necesitamos su ayuda.
—Lo intentaré.
—Eso es todo lo que le pedimos —dijo el doctor Nawaz. Bajó la tela para tapar el rostro de Ashley. Se volvió para levantar el puño con el pulgar en alto en dirección al grupo al otro lado de la ventana. Luego, después de flexionar los dedos enfundados en el guante de látex, utilizó la ruedecilla del micromanipulador en la guía que aguantaba la aguja de la implantación. Lentamente, milímetro a milímetro, avanzó la aguja roma en las profundidades del cerebro de Ashley. Cuando la aguja entró hasta la mitad, levantó de nuevo el borde de la tela. Se alegró al ver que Ashley mantenía los ojos abiertos, aunque fuese muy poco.
—¿Cómo vamos? —le preguntó al senador.
—De maravilla —contestó Ashley, con un leve rastro de su acento sureño—. Feliz como un cerdo en la pocilga.
—Lo está haciendo muy bien —lo animó el doctor Nawaz—. No tardaremos mucho más.
—Tómese su tiempo. Lo importante es hacerlo bien.
—Eso es algo que está muy claro —respondió el doctor Nawaz. Sonrió debajo de la mascarilla mientras bajaba la tela y hacía avanzar la aguja de nuevo. Estaba impresionado con el coraje y buen humor de Ashley. Unos pocos minutos más tarde y con una última vuelta del micromanipulador, se detuvo exactamente en la profundidad medida. Después de comprobar el estado de Ashley, le dijo a Marjorie que llamara al doctor Lowell. Mientras tanto, preparó la jeringa con las células del tratamiento.
—¿Todo marcha bien? —preguntó Daniel. Se había puesto una mascarilla antes de entrar. Con las manos cruzadas a la espalda, se inclinó para mirar el agujero de la craneotomía con la aguja insertada.
—Muy bien —contestó el doctor Nawaz—. Pero hay un problema que admito que se me olvidó con todo el embrollo anterior. En esta etapa, es costumbre hacer otra radiografía para corroborar totalmente la ubicación de la punta de la aguja. Sin embargo, sin un aparato de rayos X en el quirófano, eso no es posible. Hecha la craneotomía y con la aguja insertada, no se puede mover al paciente sin riesgos.
—¿Me está pidiendo mi opinión referente a si debe seguir?
—Precisamente. Al fin y al cabo es su paciente. En esta situación un tanto única, yo soy, como dicen ustedes los norteamericanos, solo un pistolero contratado.
—¿Hasta qué punto está seguro de la posición de la aguja?
—Estoy muy seguro. A lo largo de mi experiencia con el marco estereotáxico, siempre he acertado con el lugar exacto. En este caso hay otro factor que ayuda. Estamos añadiendo células; no extirpamos nada, que es lo que suelo hacer habitualmente con este procedimiento y donde los problemas pueden ser muchísimo más graves si se produjera una muy leve desviación.
—Es difícil discutir con un cien por ciento de aciertos. Creo que estamos en buenas manos. ¡Adelante!
—Bien dicho —afirmó el doctor Nawaz. Cogió la jeringa cargada con la cantidad señalada de las células de tratamiento. Retiró el trocar de la aguja de implantación y en su lugar sujetó la jeringa—. Doctor Newhouse, estoy preparado para comenzar la implantación.
—Muchas gracias —contestó el doctor Newhouse. Le gustaba que le informaran de los momentos críticos de un procedimiento, y se apresuró a verificar las constantes vitales. Cuando acabó y se quitó el estetoscopio de los oídos, le indicó al neurocirujano con un gesto que podía continuar.
Después de levantar la tela y hacer que el doctor Newhouse volviera a sacudir a Ashley para despertarlo, el doctor Nawaz le repitió al paciente las mismas instrucciones que le había dado antes de insertar la aguja. Solo entonces comenzó la implantación, esta vez con otro artilugio mecánico que le permitía empujar el émbolo de la jeringa a un ritmo lento y constante.
Daniel se estremeció mientras presenciaba la implantación. A medida que las neuronas productoras de dopamina clonadas y aumentadas con los genes de la sangre de la Sábana Santa eran depositadas lentamente en el cerebro de Ashley, estaba seguro de que presenciaba un nuevo hito en la historia de la medicina. De una tacada, las promesas de las células madre, la clonación terapéutica y el RSHT se convertían en realidad para curar una grave enfermedad degenerativa humana por primera vez. Con una sensación de creciente entusiasmo, se volvió para hacerle a Stephanie el signo de la victoria. Stephanie le respondió con el mismo gesto aunque con mucho menos entusiasmo y como si se sintiera avergonzada. Daniel supuso que estaba incómoda al verse obligada a estar con Paul Saunders y Spencer Wingate y tener que charlar con ellos.
El doctor Nawaz se detuvo a mitad de la implantación, como había hecho durante la inserción de la aguja. Cuando levantó el borde de la tela, descubrió que Ashley se había vuelto a quedar dormido.
—¿Quiere que lo despierte? —preguntó el doctor Newhouse.
—Por favor —respondió el doctor Nawaz—. Quizá quiera usted intentar mantenerlo despierto durante algunos minutos.
Ashley abrió los ojos en respuesta a las sacudidas. La mano del doctor Newhouse le sujetaba el hombro.
—¿Se siente bien, señor Smith? —preguntó el neurocirujano.
—De fábula —murmuró Ashley—. ¿Hemos terminado?
—¡Casi! ¡Solo un momento más! —afirmó el doctor Nawaz. Soltó la tela, y miró al doctor Newhouse—. ¿Todo estable?
—Como una roca.
El doctor Nawaz volvió a empujar el émbolo, siempre con el mismo ritmo controlado. El momento en que se disponía a darle al mecanismo que empujaba el émbolo la última vuelta, e inyectar lo que quedaba de las células de tratamiento, Ashley murmuró algo ininteligible debajo de las telas. El neurocirujano se detuvo, miró al doctor Newhouse, y le preguntó si había entendido las palabras de Ashley.
—No he entendido nada —admitió el doctor Newhouse.
—¿Todo continúa estable?
—No se ha producido ningún cambio —le informó el doctor Newhouse. Se puso el estetoscopio para controlar de nuevo la presión sanguínea. Mientras tanto, el doctor Nawaz levantó la tela y miró a Ashley. La apariencia de su rostro, visible solo hasta el nivel de los ojos debido al marco, había cambiado de una manera un tanto drástica. Curiosamente, las comisuras de los labios aparecían inclinadas hacia arriba, y mantenía la nariz fruncida en una expresión que sugería desagrado. Esto resultaba incluso más sorprendente, porque antes su rostro había carecido de toda expresión, un síntoma típico de su enfermedad.
—¿Hay algo que le preocupa? —preguntó el doctor Nawaz.
—¿Qué es ese olor apestoso? —replicó Ashley. Su voz aún sonaba como la de un beodo, pero hablaba de corrido.
—¡Dígalo usted! —dijo el doctor Nawaz, en un tono de preocupación—. ¿A qué huele?
—Diría que a mierda de cerdo. ¿Qué demonios están haciendo?
La intuición de que se cernía un desastre sacudió al doctor Nawaz como una débil y desagradable descarga eléctrica que le dejó una leve molestia en el estómago que solo conocen los cirujanos con una larga experiencia. Miró a Daniel en busca de consuelo, pero el científico se limitó a encogerse de hombros. Daniel, que tenía una experiencia quirúrgica muy limitada, no acababa de entender lo que pasaba.
—¿Mierda de cerdo? ¿A qué se refiere? —preguntó, desconcertado.
—Dado que no hay cerdos en el quirófano, mucho me temo que está sufriendo una alucinación olfatoria —contestó el doctor Nawaz, con un tono casi de furia.
—¿Eso es un problema?
—A ver si se lo puedo explicar —dijo el neurocirujano vivamente—. Me preocupa. Confiemos en que no sea nada, pero recomendaría que prescindamos de inyectarle lo que queda de las células de tratamiento. ¿Está de acuerdo? Le hemos inyectado más del noventa por ciento.
—Si hay alguna duda, no hay ningún inconveniente —manifestó Daniel. No le preocupaba en absoluto que no inyectaran el resto. Había calculado la cantidad a partir de los experimentos con los ratones. En cambio, le preocupaba la reacción del doctor Nawaz. Era consciente de la inquietud del neurocirujano, aunque no alcanzaba a comprender por qué un mal olor pudiese ser señal de algo preocupante. En cualquier caso, lo que menos deseaba en estos momentos era una complicación de cualquier tipo, sobre todo cuando estaban muy cerca del éxito.
—Estoy retirando la aguja —le comunicó el doctor Nawaz al doctor Newhouse, aunque no estaban utilizando ningún tipo de anestesia por inhalación. Con el mismo cuidado que había tenido para la inserción, extrajo lentamente la aguja. En cuanto la punta quedó a la vista, el neurocirujano miró la perforación para ver si sangraba. Afortunadamente, no vio ninguna señal de hemorragia.
—¡Retirada la aguja! —añadió el doctor Nawaz y se la entregó a Constance. Inspiró profundamente y luego levantó la tela para mirar a Ashley. Fue consciente de que Daniel miraba por encima de su hombro. La expresión de asco del senador había dado paso a otra de enfado. Mantenía los labios apretados, con los ojos muy abiertos y las aletas de la nariz dilatadas.
—¿Se encuentra bien, señor Smith? —preguntó el neurocirujano.
—Quiero marcharme de aquí de una puñetera vez —replicó Ashley.
—¿Todavía huele ese olor?
—¿Qué olor?
—Hace solo un momento se quejó usted de un olor.
—No sé de qué demonios me habla. ¡Lo único que sé es que quiero largarme de aquí! —Dispuesto a cumplir con su deseo, Ashley hizo presión contra el esparadrapo que le sujetaba el torso contra la mesa y contra las ligaduras en las muñecas. Al mismo tiempo, levantó las piernas hasta tocarse el pecho con las rodillas.
—¡Sujétenlo! —gritó el doctor Nawaz. Se echó sobre los muslos del senador, con la intención de obligarlo a bajar las piernas con el peso de su cuerpo. El neurocirujano no había soltado el borde de la tela, y vio cómo el rostro de Ashley enrojecía por el esfuerzo.
Daniel reaccionó en el acto y se situó a los pies de la mesa. Metió las manos bajo las telas para sujetar los tobillos de Ashley. Intentó bajarlos y se sorprendió ante la resistencia del paciente. El doctor Newhouse había soltado el hombro de Ashley para cogerle la muñeca que el senador había conseguido librar del esparadrapo. Marjorie corrió al otro lado de la mesa para sujetar el otro brazo que también estaba a punto de zafarse de la ligadura.
—¡Señor Smith, cálmese! —gritó el doctor Nawaz—. ¡Todo va bien!
—¡Suéltenme, cabrones! —gritó el senador a su vez. Su tono era el típico del borracho beligerante que se resiste a todos los esfuerzos de aquellos que intentan sujetarle.
Stephanie, Paul y Spencer entraron a la carrera mientras intentaban ponerse las mascarillas. Echaron una mano para sujetar a Ashley, y así darle a Marjorie la oportunidad para reforzar las ligaduras de las muñecas y que Daniel consiguiera bajar las piernas de Ashley. En cuanto tuvo las manos libres, el doctor Newhouse midió de nuevo la presión arterial de Butler. Los pitidos del monitor del electrocardiógrafo habían aumentado el ritmo considerablemente. Marjorie salió de la sala para ir a buscar unas correas.
—Todo está bien —le repitió el doctor Nawaz a Ashley en cuanto consiguieron controlarlo. Miró el rostro furioso del paciente, que ahora mostraba un color rojo remolacha debido al esfuerzo—. ¡Tiene que serenarse! Tenemos que cerrarle la incisión, y ya habremos acabado. Entonces podrá levantarse. ¿Me ha comprendido?
—Ustedes no son más que una pandilla de maricones. ¡Apártense de una puñetera vez!
El uso de un lenguaje absolutamente soez e inapropiado en un quirófano los sorprendió a todos tanto como su súbita resistencia física. Durante una fracción de segundo, nadie dijo nada ni se movió.
El doctor Nawaz fue el primero en reaccionar. Ahora que tenía la seguridad de que Ashley no podía moverse, se apartó de los muslos del paciente. Cuando lo hizo, todos advirtieron que Ashley tenía una erección que levantaba las telas.
—¡Por favor, suéltenme las manos y los pies! —suplicó Ashley, y se echó a llorar—. Están sangrando.
Todos se fijaron de inmediato en las manos y los pies de Ashley, en particular Daniel, que aún sujetaba los tobillos del senador mientras Marjorie se esforzaba para colocarle las ligaduras.
—¿De qué demonios habla? —le preguntó Paul a los demás—. Si no sangra.
—¡John, escúcheme! —dijo el doctor Nawaz, que mantenía levantada la tela para dejar al descubierto el rostro de Ashley de las cejas para abajo—. No le sangran las manos ni los pies. Está perfectamente. Solo tiene que mantenerse tranquilo unos minutos más para que yo pueda terminar.
—No me llamo John —manifestó Ashley en voz baja. Las lágrimas se habían esfumado con la misma rapidez con la que habían aparecido. Aunque aún hablaba como un borracho, parecía haber recuperado súbitamente la paz interior.
—Si no se llama John, ¿cuál es su nombre? —preguntó el neurocirujano.
Daniel dirigió una mirada de preocupación a Stephanie, que acababa de apartarse de la mesa de operaciones después de haber ayudado a sujetar uno de los brazos de Ashley. Como si ya no tuviese bastantes problemas, ahora le preocupaba que el senador, bajo el efecto de las drogas, acabara por revelar su verdadera identidad. No tenía idea de cuál podía ser el efecto sobre el resultado final del proyecto, pero no podía ser nada bueno, después de todos los esfuerzos que habían hecho hasta el presente para mantener el anonimato de Butler.
—Mi nombre es Jesús —contestó Ashley con voz dulce, mientras cerraba los ojos beatíficamente.
Una vez más, todos los presentes en la sala se miraron los unos a los otros con expresiones de desconcierto y también un tanto divertidas. Todos menos el doctor Nawaz. Su respuesta fue preguntarle al doctor Newhouse cuáles eran los sedantes que le había suministrado al paciente antes de iniciar la intervención.
—Diazepán y fentanil por vía intravenosa —respondió el doctor Newhouse.
—¿Le parece correcto suministrarle otra dosis inmediatamente?
—Por supuesto —asintió el doctor Newhouse—. ¿Quiere que lo haga?
—Por favor.
El doctor Newhouse abrió el cajón de su mesa rodante, sacó una jeringuilla, y abrió el envoltorio. Preparó rápidamente la mezcla de sedantes y la inyectó en el tubo intravenoso.
—Perdónalos, padre —dijo Ashley sin abrir los ojos—, porque no saben lo que hacen.
—¿Qué demonios está pasando aquí? —preguntó Paul con un susurro forzado—. ¿Es que este tipo se cree que es Jesucristo en la cruz?
—¿Es acaso alguna reacción extraña de los sedantes? —quiso saber Spencer.
—Lo dudo —contestó el doctor Nawaz—. Sea cual sea la causa, desde luego es un ataque.
—¿Un ataque? —repitió Paul con un tono de incredulidad—. Esto no se parece a ningún ataque que yo haya visto.
—Se denomina un ataque parcial complejo —le explicó el neurocirujano—. Se le conoce más habitualmente como ataque del lóbulo temporal.
—¿Qué lo causa, si no son los sedantes? —preguntó Paul—. ¿Meterle la aguja en el cerebro?
—Si hubiese sido la aguja, creo que se hubiera producido antes —señaló el doctor Nawaz—. Dado que ocurrió casi al final de la implantación, creo que debemos asumir que esa fue la causa. —Miró al doctor Newhouse—. ¿Puede comprobar si está dormido?
El doctor Newhouse metió una mano por debajo de la tela y sacudió suavemente el hombro de Ashley.
—¿Alguna respuesta? —le preguntó a su colega.
El neurocirujano sacudió la cabeza y cubrió con la tela el rostro del senador. Exhaló un suspiro al tiempo que se volvía para mirar a Daniel. Entrelazó las manos sobre el pecho.
Daniel tuvo la sensación de que le flaqueaban las piernas mientras miraba los ojos oscuros del neurocirujano. Se daba cuenta de su preocupación, que afloraba a pesar de la compostura que procuraba mantener. El miedo a una complicación, que había estado acechando en el fondo de su mente desde el momento en que Ashley había mencionado el olor, reapareció con la fuerza de un torrente.
—Creo que ya puede soltar los tobillos del paciente —dijo el doctor Nawaz.
Daniel apartó las manos de los tobillos del senador, que había continuado sujetando, incluso después de que Marjorie los ligara.
—El ataque me preocupa —manifestó el doctor Nawaz—. No solo creo que no fue causado por los sedantes, sino que creo que producirse estando sedado indica una violenta perturbación focal.
—¿Por qué no puede estar relacionado con los sedantes? —preguntó Daniel, más animado por la esperanza que por la razón—. ¿No podría tratarse de un sueño inducido por los sedantes? Me refiero a que la mezcla de diazepán y fentanil es muy potente. Combinar esa mezcla con el fuerte estímulo emocional de la Sábana Santa podría ser la causa de las alucinaciones.
—¿Qué tiene que ver la Sábana Santa con todo esto? —exclamó el doctor Nawaz.
—Tiene relación con las células del tratamiento —explicó Daniel—. Es una historia muy larga, pero antes del proceso de clonación, algunos de los genes del paciente fueron reemplazados con genes obtenidos de la sangre de la Sábana Santa. Fue una petición específica del paciente, que cree en su autenticidad. Incluso mencionó la posibilidad de la intervención divina.
—Acepto que dicha idea podría tener algo que ver con las alucinaciones del paciente. No obstante, no se puede negar la evidencia de que la implantación produjo el ataque.
—¿Cómo puede tener seguridad absoluta? —replicó Daniel.
—Debido al momento y a la alucinación olfatoria —manifestó el doctor Nawaz—. El olor del que habló fue un aura, y una de las características del ataque del lóbulo temporal es que comienza con un aura. Otras características son la hiperreligiosidad, los bruscos cambios de humor, los intensos deseos sexuales y el comportamiento agresivo, todas ellas cosas que el paciente ha manifestado en el breve tiempo que permaneció despierto. Se trata de un ejemplo clásico.
—¿Qué debemos hacer? —preguntó Daniel, aunque le asustaba la posible respuesta.
—Rezar para que se trate de un fenómeno aislado. Lamentablemente, a la vista de la intensidad del foco, me sorprendería si no acaba con una epilepsia del lóbulo temporal.
—¿No se puede hacer nada profilácticamente? —intervino Stephanie.
—Lo que me gustaría hacer aunque sé que no puedo es ver las células del tratamiento —comentó el doctor Nawaz—. Me gustaría saber dónde han ido a parar. Quizá entonces podríamos hacer alguna cosa.
—¿Qué quiere decir con eso de dónde han ido a parar? —protestó Daniel—. Usted me dijo que con su experiencia en el uso del marco estereotáxico, nunca había tenido ningún problema a la hora de saber dónde estaba la aguja.
—Es verdad, pero también lo es que nunca he visto que un paciente sufriese un ataque como este durante la intervención —se defendió el doctor Nawaz—. Aquí hay algo que no encaja.
—¿Acaso insinúa que las células podrían no estar en la substantia nigra? —exclamó Daniel—. Si es así, no quiero saberlo.
—¡Escuche! —replicó el doctor Nawaz, con un tono airado—. Usted fue quien me animó a seguir con el procedimiento sin contar con las radiografías adecuadas.
—No discutamos —dijo Stephanie—. Las células del tratamiento se pueden ver.
Todas las miradas se centraron en ella.
—Incorporamos un gen como receptor en las células de tratamiento —explicó Stephanie—. Hicimos lo mismo en los experimentos con los ratones, con el propósito de poder radiografiarlas. Disponemos de un anticuerpo monoclonal que contiene un metal pesado opaco a las radiaciones diseñado por un radiólogo. Es estéril y listo para ser utilizado. Solo hay que inyectarlo en el fluido cerebroespinal en el espacio subaracnoide. Funcionó a la perfección con los ratones.
—¿Dónde está? —preguntó el doctor Nawaz.
—En el laboratorio del edificio número uno —contestó Stephanie—. En la mesa de nuestro despacho.
—¡Marjorie, llame inmediatamente a Megan Finnigan! —ordenó Paul—. Dígale que recoja el anticuerpo y lo traiga a la carrera.