Domingo, 24 de marzo de 2002. Hora: 10,22
Si, a lo largo de los años, ir al médico se había convertido en algo emocionalmente difícil para Ashley Butler debido a que se trataba de un ingrato recordatorio de su mortalidad, ir al hospital era mucho peor, y su llegada a la clínica Wingate no había sido una excepción. Por mucho que hubiese bromeado con Carol en la limusina y utilizado su encanto sureño con las enfermeras y técnicos durante la admisión, estaba aterrorizado. La delgada pátina de su aparente despreocupación sufrió una severa prueba cuando le presentaron al neurocirujano, el doctor Rashid Nawaz. No era lo que Butler se había imaginado, a pesar de haber dicho su nombre claramente no occidental. Los prejuicios siempre habían jugado un papel muy importante en los pensamientos de Ashley, y ahora más que nunca. En su mente, los neurocirujanos eran personas altas, de expresión grave y talante autoritario, preferiblemente de ascendencia norteña. En cambio, se vio delante de un individuo bajo, delgado y de piel oscura con los labios y los ojos todavía más oscuros. Por el lado positivo estaba su marcado acento británico que reflejaba su formación en Oxford. También en el lado positivo figuraba una aureola de confianza y profesionalidad unida a la compasión. El médico comprendía y simpatizaba con la ansiedad de Ashley como un paciente que se enfrentaba a un tratamiento nada ortodoxo y para tranquilizarlo le explicó al senador que el procedimiento no era nada difícil.
El doctor Carl Newhouse, el anestesista, estaba más en la línea de las expectativas de Ashley. El inglés entrado en carnes y mejillas rubicundas, se parecía más a los médicos caucásicos que Ashley había conocido en el pasado. Iba vestido con las prendas verdes de quirófano y llevaba gorra y una mascarilla colgada alrededor del cuello sobre su pecho, junto con el estetoscopio, y una colección de bolígrafos asomaba en el bolsillo del pecho. Un trozo de tubo de goma marrón le rodeaba la cintura.
El doctor Newhouse había repasado concienzudamente el historial médico de Ashley, en especial todo lo relacionado con las alergias, las reacciones a los medicamentos y a las anestesias. Mientras el doctor Newhouse auscultaba y golpeaba el pecho de Ashley como parte del examen médico rutinario, también le insertó una aguja intravenosa con tanta práctica que Ashley apenas si notó el pinchazo. Después de verificar que el líquido pasaba a su entera satisfacción, el doctor Newhouse le explicó a Butler que le suministraría un potente cóctel intravenoso que le haría sentirse calmado, contento, posiblemente eufórico y definitivamente somnoliento.
Cuanto antes mejor, había pensado Butler. Estaba más que dispuesto a estar calmado. Sus miedos ante la inminente intervención le habían impedido dormir la noche anterior. Además de esta presión psicológica, no había sido una mañana fácil. De acuerdo con las indicaciones de Daniel, no había tomado la medicación para el Parkinson, con unas consecuencias más severas de las que había esperado. No había sido consciente de la medida en que los medicamentos habían controlado sus síntomas. No había sido capaz de evitar que sus dedos realizaran un movimiento rítmico involuntario como si quisiera hacer rodar algún objeto sobre las palmas. Todavía peor era la rigidez, que él comparaba con la intención de caminar sumergido en gelatina. Carol había tenido que buscar una silla de ruedas para llevarlo hasta la limusina, y había sido necesaria la ayuda de dos porteros para pasarlo de la silla al interior del coche. La llegada a la clínica Wingate había comportado idénticas dificultades, con la consiguiente indignidad. La única parte buena de la dura prueba había sido que nadie pareció reconocerlo, gracias a su disfraz de turista.
El cóctel intravenoso del doctor Newhouse había sido todo lo que le había prometido y más. En estos momentos, Ashley se sentía considerablemente más contento y tranquilo de lo que hubiese estado de haberse bebido varias copas de su bourbon favorito, y esto a pesar de encontrarse sentado en un quirófano en una mesa de operaciones articulada para adoptar la forma de silla con los dos brazos extendidos a los lados y sujetos a apoyabrazos. Incluso los temblores habían mejorado, o si no era así, al menos no era consciente de ellos. Vestía el típico camisón corto abierto por atrás que dejaba al aire sus gordas piernas, de un blanco lechoso. Sus pies desnudos, huesudos, con juanetes y las curvadas uñas amarillentas apuntaban hacia el techo. En un brazo tenía la aguja intravenosa y en el otro el ancho brazalete del aparato medidor de la presión. En el pecho tenía adheridos los parches con los extremos de los cables del electrocardiógrafo, y los monótonos pitidos del aparato resonaban en la habitación.
El doctor Nawaz estaba ocupado con la cinta métrica, un rotulador, y una maquinilla de afeitar mientras preparaba la cabeza de Ashley para colocarle el marco estereotáxico, que Ashley veía junto a una colección de instrumentos esterilizados dispuestos sobre una mesa cubierta con una sábana. A pesar de que el marco parecía un instrumento de tortura, a Ashley, drogado como estaba, no le provocaba el menor espanto. Tampoco le preocupaba la presencia del doctor Lowell y la doctora D’Agostino, que se encontraban en compañía de los doctores Wingate y Saunders al otro lado de una ventana que daba al quirófano. Vestidos con las batas verdes, el cuarteto parecía estar observando los preparativos como si fuese un entretenimiento. A Ashley le hubiese gustado hacerles un gesto de saludo, pero no podía, por tener las manos atadas. Además, si le costaba mantener los ojos abiertos, menos aún podría levantar un brazo.
—Ahora le afeitaré unas pequeñas zonas en los costados y en la parte posterior de la cabeza —anunció el doctor Nawaz, al tiempo que le entregaba el rotulador y la cinta métrica a Marjorie Hickman, la enfermera ayudante—. Esos serán los lugares donde aseguraré el marco a su cabeza, tal como le expliqué antes. ¿Me ha entendido, señor Smith?
Ashley tardó unos instantes en recordar que su nombre falso era Smith y en comprender que se dirigían a él.
—Creo que sí —manifestó con una voz de beodo—. Quizá quiera aprovechar para afeitarme. Sin la medicación, mucho me temo que esta mañana no he sido mi mejor barbero.
El doctor Nawaz se echó a reír ante esta inesperada muestra de humor, y lo mismo hicieron los demás presentes en el quirófano, incluida la enfermera Constance Bartolo, quien con la mascarilla y los guantes puestos, permanecía junto a la mesa con el marco y el instrumental como si estuviese de guardia.
Al cabo de unos pocos minutos, el doctor Nawaz se apartó para observar su trabajo.
—Yo diría que no ha quedado nada mal. Saldré un momento para lavarme las manos, luego colocaremos las telas, y podremos comenzar.
Ashley se sumió en un tranquilo sueño a pesar de verse en la terrorífica circunstancia de esperar a que le taladraran el cráneo. No tardó mucho en despertarse parcialmente al sentir el contacto de las telas esterilizadas, pero volvió a dormirse sin demora. La siguiente vez que se despertó fue a causa de un súbito y terrible dolor en el cuero cabelludo en el lado derecho de la cabeza. Con un gran esfuerzo, entreabrió los párpados que le pesaban como plomo. Incluso intentó levantar el brazo derecho que tenía atado.
—¡Tranquilo! —dijo el doctor Newhouse. Estaba a un lado por detrás de Ashley—. ¡Todo va bien! —Apoyó una mano en el brazo de Ashley.
—Solo le estoy inyectando un poco de anestesia local —le explicó el doctor Nawaz—. Quizá note una sensación parecida a un escozor. Le inyectaré en cuatro puntos.
¡Un escozor! Ashley se maravilló silenciosamente en su sopor. Era muy típico de los médicos restarle importancia a los síntomas, porque la sensación se parecía más a la de un cuchillo al rojo vivo que le estuviese despellejando el cráneo. Así y todo, el senador notaba un extraño distanciamiento, como si el dolor lo sufriera otra persona y él solo fuese un observador. También le ayudó en cada una de las aplicaciones el hecho de que el dolor fuera pasajero, y lo reemplazara el entumecimiento total de la zona.
Ashley apenas si advirtió el proceso de colocación del marco esterotáxico. Se despertó y se durmió de nuevo varias veces durante la más de media hora de manipulaciones y ajustes para fijar el marco firmemente al cráneo. No tenía conciencia del pasado, del futuro o del paso del tiempo.
—Creo que ya está —manifestó el doctor Nawaz. Sujetó los brazos calibrados semicirculares que se arqueaban por encima de la cabeza de Ashley y probó la estabilidad del marco, intentando moverlo suavemente en todas las direcciones. Se aguantaba firmemente, con los cuatro tornillos apretados contra el cráneo del senador. Satisfecho con el resultado, el neurocirujano se apartó, cruzó las manos enguantadas y las apretó contra su pecho, al tiempo que se aclaraba la garganta—. Señorita Hickman, si es tan amable, por favor avise a rayos X de que ya estamos preparados.
La enfermera se detuvo bruscamente en su camino para ir a buscar otro frasco de suero para el doctor Newhouse. Sus ojos color humo miraron primero a su colega Constance en busca de apoyo antes de enfrentarse a la mirada del doctor Nawaz. Durante unos segundos, Marjorie se quedó sin palabras, dado que durante su período de formación había tenido que enfrentarse a los arrebatos de cólera de los neurocirujanos durante las operaciones, y se temía lo peor.
—Quisiera que no nos demoráramos —añadió el doctor Nawaz con un tono incisivo—. Es el momento de hacer las radiografías.
—No tenemos rayos X —respondió Marjorie, vacilante. Buscó con la mirada al doctor Newhouse para que corroborara su respuesta, y así no tener que cargar con toda la responsabilidad del problema que acababa de plantearse.
—¿Qué quiere decir con eso de que no tienen rayos X? —preguntó el doctor Nawaz—. ¡Más les valdrá tener rayos X, o recogemos todo y nos vamos a casa! No hay manera de que pueda hacer una implantación intercraneal si no dispongo de las radiografías.
—Marjorie se refiere a que estos dos quirófanos no disponen de rayos X —medió el doctor Newhouse—. Fueron diseñados básicamente para tratamientos de fecundación asistida, así que disponen de la última palabra en equipos de ultrasonido. ¿Eso le resolvería el problema?
—¡En absoluto! —tronó el doctor Nawaz—. El ultrasonido no me sirve para nada. Necesito las radiografías para hacer las mediciones acertadas. Hay que relacionar la parrilla de referencia tridimensional del marco con el cerebro del paciente. De lo contrario, sería como disparar a ciegas. ¡Necesito las malditas radiografías! ¿Pretenden decirme que ni siquiera disponen de un equipo portátil?
—¡Desafortunadamente, no! —respondió el doctor Newhouse. Hizo un gesto para llamar a Paul Saunders que contemplaba la escena desde el otro lado de la ventana.
Paul se cubrió la nariz y la boca con la mascarilla y asomó la cabeza en el quirófano.
—¿Hay algún problema?
—Claro que tenemos un maldito problema —protestó el doctor Nawaz, furioso—. Me acaban de informar de que no disponemos de rayos X.
—Tenemos rayos X —replicó Paul—. Incluso tenemos un equipo de resonancia magnética.
—¡En ese caso, traiga el equipo de rayos X ahora mismo! —ordenó el doctor Nawaz impacientemente.
Paul entró en el quirófano y miró a los demás que estaban al otro lado de la ventana. Les hizo una seña para que entraran, cosa que hicieron después de ponerse las máscaras.
—Acaba de surgir un problema en el que nadie había pensado —les informó Paul—. Rashid necesita hacer unas radiografías, pero este quirófano carece de las instalaciones adecuadas, y no tenemos un equipo portátil.
—¡Por todos los diablos! Después de todos estos esfuerzos, ¿fracasará todo por una chorrada? —preguntó Daniel. Luego, miró al neurocirujano, y le espetó sin más—: ¿Por qué no mencionó que necesitaría hacer radiografías?
—¿Por qué no me informaron de que no había ningún equipo disponible? —replicó el doctor Nawaz—. Nunca he tenido el dudoso honor de trabajar en un quirófano moderno que no dispusiera de rayos X.
—Pensemos con calma por un momento —intervino Paul—. Tiene que haber una solución.
—¡No hay nada en que pensar! —afirmó el doctor Nawaz—. No puedo localizar el punto en el cerebro donde aplicar la inyección sin unas radiografías. Es así de sencillo.
Todos guardaron silencio, y el único sonido que se escuchó en el quirófano fue el del monitor cardíaco. Nadie buscó la mirada de los demás, ni se movió.
—¿Por qué no trasladamos al paciente hasta la sala de rayos X? —sugirió Spencer, cuando ya desesperaban de encontrar una solución—. No está muy lejos.
A los demás también se les había ocurrido la misma idea, pero la habían descartado. Ahora volvieron a considerarla. Trasladar a un paciente desde el quirófano hasta la sala de rayos X en medio de una intervención no era algo precisamente rutinario, y sin embargo, no era algo descartable en las actuales circunstancias. La sala de rayos X era flamante y estaba prácticamente vacía, con lo cual el tema de la contaminación no tenía la misma importancia que en una situación normal, máxime cuando aún no se había iniciado la craneotomía.
—A mí me parece algo razonable —opinó Daniel con entusiasmo—. Somos bastantes. Todos podemos echar una mano.
—¿Usted qué opina, Rashid? —preguntó Paul.
El doctor Nawaz se encogió de hombros.
—Supongo que podría funcionar, siempre y cuando mantengamos al paciente en la mesa de operaciones. Dado que está sentado y con el marco estereotáxico en su lugar, sería poco prudente pasarlo a una camilla.
—La mesa tiene ruedas —les recordó el doctor Newhouse.
—Pues entonces, ¿a qué esperamos? —dijo Paul—. Marjorie, avise al técnico que vamos a la sala de rayos X.
El doctor Newhouse solo tardó unos minutos en desconectar a Ashley del electrocardiógrafo y desatarle los brazos. De haberlos tenidos abiertos, hubiese sido imposible hacer que pasara por la puerta. Cuando todo estuvo preparado y Ashley tenía las manos cruzadas sobre el vientre, el doctor Newhouse quitó el freno de las ruedas con el pie. Luego, el doctor Newhouse empujó la mesa mientras Marjorie y Paul tiraban, y entre los tres la sacaron al pasillo. Excepto Constance, que permaneció en el quirófano, los demás los escoltaron. Ashley continuaba dormido, y del todo ajeno a lo que ocurría, a pesar de estar sentado y en movimiento. Con el marco estereotáxico en la cabeza, parecía un personaje de una película de ciencia ficción.
Una vez en el pasillo, todos excepto el doctor Nawaz ayudaron a empujar, aunque no era necesario. La mesa de operaciones rodaba sin problemas, y solo se escuchaba el rumor de las ruedas debido al peso. Cuando el grupo llegó a la sala de rayos X, se suscitó una discusión referente a si debían trasladar a Ashley de la mesa de operaciones a la mesa de rayos X. Después de sopesar las ventajas y los inconvenientes, decidieron que lo mejor era dejarlo donde estaba.
El doctor Nawaz se puso un pesado delantal de plomo, dado que insistió en ser él quien alineara y sostuviera la cabeza del senador mientras le hacían las radiografías. Todos los demás se retiraron al pasillo. Ashley continuó durmiendo como un bendito.
—Quiero que revele las radiografías antes de que volvamos a trasladarlo —le dijo el doctor Nawaz al técnico, cuando entró para llevarse las placas—. Quiero tener la certeza de que han salido bien.
—Las tendré preparadas en unos minutos —respondió el técnico, con un tono entusiasta.
El doctor Newhouse entró en la sala para comprobar las constantes vitales del paciente. Paul y Spencer acompañaron al técnico para esperar el revelado de las placas. Daniel y Stephanie se quedaron solos por unos momentos.
—Esto es como una comedia de errores donde nada es divertido —susurró Stephanie, con una expresión de profundo desagrado.
—Eso no es justo —replicó Daniel en voz baja—. Nadie tiene la culpa. Veo las dos partes, y considero que ya es agua pasada. Han hecho las radiografías, así que el proceso puede continuar.
—No importa quién tenga la culpa —afirmó Stephanie, con un tono de disgusto—. No deja de ser otra complicación añadida a todas las que ha habido desde aquella fatídica y lluviosa noche en Washington hasta ahora. No dejo de preguntarme qué más puede salir mal.
—Intentemos ser un poco más optimistas —declaró Daniel, tajante—. El final está a la vista.
Paul y Spencer salieron del cuarto de revelado, con el técnico a la zaga. Paul llevaba las placas.
—A mí me parece que están bien —comentó cuando pasó junto a Daniel y Stephanie para entrar en la sala. Los demás lo siguieron. Paul colocó las placas en las cajas, encendió las luces, y se hizo a un lado. Las imágenes mostraban el cráneo de Ashley y la estructura opaca del marco estereotáxico.
El doctor Nawaz se acercó, y con la nariz casi pegada a las placas, las observó cuidadosamente una a una, con la única orientación de las difusas sombras de los ventrículos llenos de fluido en el cerebro del senador. Durante unos momentos, nadie dijo ni una palabra. El único sonido era el de la respiración profunda de Ashley al que se sumó por unos segundos el bombeo de la pera del medidor de la presión arterial cuando el doctor Newhouse hizo otro control.
—¿Qué? —preguntó Paul.
El doctor Nawaz asintió sin demasiado entusiasmo.
—Parecen estar bien. Tendrían que servir. —Sacó un rotulador, un transportador y una regla metálica. Con mucho cuidado, buscó un punto específico en cada placa y lo marcó con una equis—. Este es nuestro objetivo: la parte compacta de la substantia nigra en el lado derecho del cerebro medio. Ahora tengo que calcular las tres coordenadas. —Comenzó a trazar líneas y a medir ángulos en las placas.
—¿Tiene que hacer todo eso aquí? —inquirió Paul.
—Es una buena caja de luz —respondió el doctor Nawaz. Se le veía preocupado.
—Tendríamos que llevar al paciente al quirófano —manifestó el doctor Newhouse—. Me sentiría mucho más tranquilo si le viera conectado al electrocardiógrafo.
—Buena idea —asintió Paul. Se acercó inmediatamente a los pies de la mesa para echar una mano. El doctor Newhouse quitó el freno de las ruedas.
Daniel y Stephanie miraron por encima del hombro del doctor Nawaz, y no se perdieron ni un solo detalle mientras él calculaba las coordenadas para la aguja de implantación, y el lugar en el marco donde colocaría la guía.
Entre Paul que tiraba y el doctor Newhouse que empujaba, sacaron la mesa de la sala de rayos X. El doctor Newhouse mantenía una mano en el hombro de Butler para ayudar a mantenerlo en posición mientras ellos avanzaban. Probablemente no era necesario, dado que el doctor Newhouse había sujetado el torso de Ashley a la parte levantada de la mesa con esparadrapo antes del traslado, pero quería estar seguro.
Una vez en el pasillo, Paul cambió de posición para tener la mesa detrás y mirar al frente. Resultaba más fácil que caminar hacia atrás. Continuó tirando, pero su contribución ahora era la de guiar, dado que la mesa, con las cuatro ruedas giratorias, tenía la tendencia a desviarse. Marjorie caminaba junto a la mesa, con el frasco de suero pero atenta por si hacía falta sujetar a Ashley. Spencer cerraba la retaguardia, y de vez en cuando, daba alguna orden, a la que nadie hacía el menor caso.
—Su color no es muy bueno —se quejó el doctor Newhouse cuando recorrían el pasillo muy iluminado—. ¡Habrá que darse prisa!
Todos aceleraron el paso.
—Su color era enfermizo desde el momento en que entró en la clínica —señaló Spencer—. No creo que haya cambiado.
—Quiero tenerlo conectado al monitor cuanto antes —insistió el doctor Newhouse.
—¡Ya hemos llegado! —anunció Paul, al tiempo que abría la puerta del quirófano y entraba sin volverse para mirar la mesa. En la prisa, no alineó la mesa con la entrada, con la consecuencia de que la mesa estaba un poco torcida. El resultado fue que una de las esquinas delanteras golpeó contra el marco de hierro con la fuerza suficiente como para que el cuerpo de Ashley presionara contra el esparadrapo que lo sujetaba a la mesa. La inercia del marco estereotáxico causó un leve efecto látigo, y la cabeza del senador se movió hacia delante en una trayectoria oblicua. El doctor Newhouse y Marjorie reaccionaron en el acto y sujetaron los brazos de Ashley, que también se habían movido como consecuencia del impacto.
—¡Dios bendito! —exclamó el doctor Newhouse.
—Lo siento —dijo Paul con un tono culpable. Dado que él se había encargado de guiar la mesa, era el único responsable de la colisión.
—¿El aparato golpeó contra el marco? —preguntó el doctor Newhouse, mientras acomodaba las manos de Ashley sobre los muslos.
—No alcanzó a tocarlo —contestó Marjorie, que estaba en el lado de la colisión y quizá podría haberla evitado si la hubiese visto venir. Sencillamente había ocurrido muy rápido. Dejó el brazo de Ashley para ocuparse de apartar del marco la parte delantera de la mesa.
—Demos gracias a Dios porque haya sido así —manifestó el doctor Newhouse—. Al menos no lo hemos contaminado. Si lo hubiésemos hecho, habríamos tenido que empezar de nuevo por el principio.
Constance se apartó de la mesa con el instrumental para acercarse al grupo. Como ella se había quedado en el quirófano con la bata, la mascarilla y los guantes puestos mientras todos los demás iban a la sala de rayos X, sujetó el marco estereotáxico sin amenazar su esterilidad, y lo colocó en posición junto con la cabeza de Ashley.
—¿Ya hemos acabado? —preguntó el senador con voz de borracho. La colisión lo había sacado del sueño. Intentó abrir los ojos, sin éxito. Apenas si consiguió mover un poco los párpados. Al notar un peso extraño en la cabeza, comenzó a levantar una mano para tocarlo y saber qué era. El doctor Newhouse le sujetó el brazo alzado y Marjorie el otro antes de que pudiese moverlo.
—Pongan la mesa en posición —ordenó el doctor Newhouse.
Paul empujó la mesa hasta el centro del quirófano. Ayudó al doctor Newhouse a instalar los reposabrazos, y entre los dos ligaron los brazos del senador. Ashley colaboró con ellos durmiéndose en el acto. El doctor Newhouse le entregó los extremos de los cables del electrocardiógrafo a Marjorie, quien los conectó al equipo. Al cabo de un segundo el rítmico y tranquilizador pitido del aparato rompió el tenso silencio en la habitación. El doctor Newhouse se quitó el estetoscopio de los oídos después de medir la tensión arterial del paciente.
—Todo en orden —anunció.
—Tendría que haber tenido un poco más de cuidado —se lamentó Paul.
—No ha pasado nada grave —le tranquilizó el doctor Newhouse—. El marco no ha sufrido ningún daño. Se lo comunicaremos al doctor Nawaz para que lo compruebe. ¿Lo notas estable, Constance?
—Firme como una roca —respondió Constance, que aún continuaba sujetando el marco.
—Bien —manifestó el doctor Newhouse—. Creo que ya lo puedes soltar. Gracias por la ayuda.
Constance aflojó la presión de las manos precavidamente. La posición del marco no varió. La enfermera volvió a ocupar su puesto junto a la mesa con el instrumental.
—Supongo que tenía usted razón en lo del color del paciente —le dijo el doctor Newhouse a Spencer—. No se ha producido ningún cambio en su ritmo cardíaco. No obstante, creo que le colocaré un oximedidor. Marjorie, ¿podrías traerme uno de la sala de anestesia?
—Por supuesto —respondió Marjorie, y se dirigió de inmediato al cuarto vecino.
Una figura apareció en la ventana que daba al vestíbulo e hizo una seña para llamar la atención de Paul. Aunque el hombre vestía una bata verde y la mascarilla, Paul reconoció en el acto a Kurt Hermann. El pulso de Paul se aceleró de nuevo después de haberse normalizado tras la colisión de la mesa contra el marco de la puerta. Se sentía nervioso, dado que era algo fuera de la habitual ver al jefe de seguridad fuera del edificio de la administración, donde tenía su despacho, y más todavía verlo en el quirófano. Algo tendría que estar muy mal, sobre todo cuando el muy comedido Kurt agitaba una mano para indicar a Paul que saliera al vestíbulo.
Paul no perdió ni un segundo y salió al pasillo.
—¿Qué pasa? —preguntó, ansioso.
—Necesito hablar con usted y el doctor Wingate en privado.
—¿De qué se trata?
—De la identidad del paciente. No está relacionado con la mafia.
—¡Fantástico! —exclamó Paul, complacido. Lo que menos había esperado era una buena noticia—. ¿Quién es?
—¿Por qué no llama al doctor Spencer?
—¡De acuerdo! Ahora mismo lo llamo.
Paul entró de nuevo en el quirófano y le habló al oído al director de la clínica. Spencer enarcó las cejas. Miró a Kurt a través de la ventana, como si no diese crédito a la información de Paul. Sin más demoras, siguió a Paul. Una vez fuera, Kurt los invitó con un ademán a que lo siguieran hasta el cuarto de suministros quirúrgicos. Entraron, y el jefe de seguridad comprobó que la puerta estuviese bien cerrada antes de mirar a sus jefes. No sentía un gran respeto por ninguno de los dos, sobre todo porque nunca sabía cuál de ellos tenía el control.
—¿Bien? —preguntó Spencer, que no tenía con Kurt la misma paciencia que Paul—. ¿Nos lo dirá o qué? ¿Quién es?
—Primero, algunos antecedentes —respondió Kurt con su conciso estilo militar—. Me enteré por el chófer de la limusina que él había recogido al paciente y a su acompañante en el hotel Atlantis. A través de los contactos con los empleados del complejo que me facilitó la policía local, averigüé que se alojaban en la suite Poseidón, registrada a nombre de Carol Manning, de Washington.
—¿Carol Manning? —repitió Spencer—. Nunca lo he oído mencionar. ¿Quién demonios es ese tipo?
—Carol Manning es una mujer —le corrigió Kurt—. Hice que un amigo en el continente buscara el nombre en la red. Es la jefa de personal del senador Ashley Butler. Lo comprobé luego con las autoridades de inmigración locales. El senador Butler llegó ayer a Nassau. Creo que el paciente es el senador.
—¿El senador Butler? ¡Por supuesto! —exclamó Spencer. Se dio una palmada en la cabeza—. Me pareció reconocerlo esta mañana, pero no conseguí relacionar el nombre con el rostro, al menos vestido con aquellas ridículas prendas de turista.
—¡Maldita sea! —estalló Paul. Se paseó por el pequeño espacio con las manos en jarras—. Tantas molestias para descubrir quién era, y resulta ser un político. Ya podemos despedirnos de hacernos con una pasta.
—Eh, no vayas con tanta prisa —le advirtió Spencer.
—¿Por qué no, joder? —replicó Paul. Miró a Spencer—. Contábamos con que el tipo anónimo fuese rico y famoso. Eso significa ser una celebridad como una estrella de cine, un cantante de rock, un as del deporte, o como mínimo, algún gran ejecutivo. ¡Nunca un político!
—Hay políticos y políticos —manifestó Spencer—. Lo importante para nosotros podría ser que se habla mucho de que Butler quiera ser el candidato demócrata en las elecciones de 2004.
—Los políticos no tienen dinero —afirmó Paul—. Al menos, propio.
—Puede ser, pero sin duda tienen acceso a personas que sí tienen mucho dinero —le recordó Spencer—. Eso es lo importante, sobre todo si se trata de alguien que aspira a la presidencia. Cuando quede claro quiénes serán los candidatos con mayores posibilidades en las primarias, aparecerá el dinero. Si Butler se presenta y le va bien en las primarias, aún podríamos hacernos con una buena cantidad.
—Me parece que son demasiados si —declaró Paul con una expresión incrédula—. En cualquier caso, estoy satisfecho con lo que hemos conseguido hasta ahora. Nos hagamos o no con más pasta, he aprendido mucho del RSHT, cosa que nos dará grandes beneficios, sin contar los cuarenta y cinco mil dólares, que no son moco de pavo. Por lo tanto, soy feliz, y más todavía porque el doctor Lowell firmara aquel compromiso. No podrá negar lo que ha hecho aquí, y pienso insistir para que publique el artículo sobre la Sábana Santa y el RSHT en el NEJM. La publicidad será nuestra mayor ganancia a largo plazo, y para eso, diría que un político es incluso mejor que cualquier otra celebridad.
—Volveré a mis ocupaciones —anunció Kurt. No estaba dispuesto a malgastar su tiempo escuchando las tonterías de estos dos payasos. Abrió la puerta.
—Gracias por averiguar el nombre —dijo Paul.
—Sí, gracias —añadió Spencer—. Intentaremos olvidar que tardó un mes y que mató a alguien en el proceso.
Kurt miró fijamente a Spencer por un momento, y luego se marchó. La puerta se cerró automáticamente.
—Ese último comentario no ha sido justo —protestó Paul.
—Lo sé —admitió Spencer, sin darle importancia—. Solo intentaba ser gracioso.
—No aprecias en absoluto su trabajo.
—Supongo que no.
—Lo harás cuando estemos funcionando a pleno rendimiento. La seguridad será algo muy importante. ¡Créeme!
—Quizá, pero ahora volvamos al quirófano, y confiemos en que las cosas vayan mejor que hasta ahora. —Spencer abrió la puerta.
—Espera un momento. —Paul lo cogió por el brazo—. Se me acaba de ocurrir una cosa. Ashley Butler es el senador que ha impulsado el movimiento para prohibir el RSHT de Lowell. ¡No deja de ser una ironía, dado que ahora será el beneficiado!
—A mí me parece que es más hipócrita que irónico —opinó Spencer—. Él y Lowell han tenido que llegar a algún tipo de acuerdo secreto.
—Creo que tienes razón, y si es así, será perfecto para nuestras intenciones de hacernos con una pasta, dado que ambos querrán mantenerlo todo en el más estricto secreto.
—Tenemos la sartén por el mango —manifestó Spencer—. Ahora volvamos al quirófano para asegurarnos de que no haya más problemas, y que se haga la implantación. ¡Ha sido una suerte que estuviésemos a mano para resolver el tema de las radiografías!
—Tendremos que comprar un equipo de rayos X portátil.
—Si no te importa, preferiría esperar hasta tener un poco de liquidez. —Spencer se detuvo un momento delante de la puerta del quirófano—. Creo que es importante no decir que conocemos la verdadera identidad del senador.
—Por supuesto —asintió Paul.