Sábado, 23 de marzo de 2002. Hora: 14.50
La comitiva salió del ascensor del Imperial Club en el complejo hotelero Atlantis en el piso treinta y dos del ala oeste de las Royal Towers y desfiló por el pasillo enmoquetado. En la vanguardia iba el señor Grant Halpern, el gerente del hotel que estaba de servicio, seguido por la señora Connie Corey, supervisora de la recepción en el turno de día, y Harold Beardslee, director del Imperial Club. Ashley Butler y Carol Manning los seguían un poco más atrás, retrasados por el andar dificultoso del senador, que había empeorado sensiblemente en el último mes. La retaguardia la cerraban dos botones; uno empujaba un carro con las varias maletas de Ashley y Carol, el otro cargaba el equipaje de mano y las bolsas con los vestidos y trajes. Era como un safari en miniatura.
—Bueno, bueno, mi querida Carol —dijo Ashley, con su acento sureño pero con una voz que ahora era monótona—. ¿Cuál es tu primera impresión de este modesto establecimiento?
—Modesto quizá sea el último adjetivo que se me pueda ocurrir —respondió Carol. Sabía que Ashley solo pretendía complacer a la gente del hotel.
—En ese caso, ¿cuál crees tú que sería el adjetivo más adecuado?
—Fantasioso pero impresionante —manifestó Carol—. No estaba preparada para esta grandeza teatral. El vestíbulo de la planta baja es algo muy creativo, sobre todo con las columnas con volutas y la bóveda dorada con conchas doradas. Me cuesta calcular la altura que tiene.
—Se eleva a veinticinco metros —informó el señor Halpern por encima del hombro.
—Muchas gracias, señor Halpern —le agradeció Ashley—. Es usted muy amable y admirablemente bien informado.
—A su servicio, senador —respondió el señor Halpern sin acortar el paso.
—Me complace que estés impresionada con el alojamiento —declaró Ashley, que bajó la voz y se inclinó hacia su jefa de personal—. Estoy seguro de que también estás impresionada con el tiempo si lo comparas con el de Washington a finales de marzo. Espero que te guste estar aquí. En honor a la verdad, me siento culpable por no haberte pedido que me acompañaras el año pasado cuando vine en una visita de reconocimiento, cuando estaba preparando toda esta empresa.
Carol miró a su jefe con una expresión de sorpresa. Nunca le había manifestado ninguna culpa por nada relacionado con ella, y mucho menos por un viaje al trópico. Era otro pequeño pero curioso detalle de los repentinos cambios que había mostrado durante el año pasado.
—No tiene por qué sentirse culpable, señor. Estoy encantada de encontrarme en Nassau. ¿Y usted está contento de estar aquí?
—Absolutamente —afirmó Ashley, sin el menor rastro de acento.
—¿No está un poco asustado?
—¿Yo, asustado? —preguntó Ashley en voz muy alta, que volvió a adoptar súbitamente su histrionismo—. Mi papá me dijo que la manera correcta de enfrentarte a la adversidad era hacer todo lo que podías hacer, y luego ponerte en las manos de Dios. Eso es lo que he hecho, así de sencillo. ¡Estoy aquí para divertirme!
Carol asintió en silencio. Lamentaba haber hecho la pregunta. Si alguien se sentía culpable era ella, dado que aún no tenía claro cuál era el resultado que esperaba de la actual visita. Por el bien de Ashley, intentaba convencerse a sí misma que deseaba una cura milagrosa, mientras que íntimamente, sabía que no quería eso ni mucho menos.
El señor Halpern y sus subalternos se detuvieron delante de una gran puerta de caoba adornada con bajorrelieves de sirenas. Ashley y Carol se unieron al grupo mientras el señor Halpern buscaba en el bolsillo la tarjeta magnética maestra.
—Un momento —dijo Ashley, y levantó una mano como si estuviese recalcando un punto importante en el senado—. Esta no es la habitación que ocupé en mi última estancia en el Atlantis. Pedí específicamente la misma habitación.
La amable expresión del señor Halpern se nubló por un momento.
—Senador, quizá no me escuchó usted antes. Cuando la señora Corey le acompañó a mi despacho, mencioné que le habíamos dado una habitación de más categoría. Esta es una de nuestras pocas suites temáticas. Es la suite Poseidón.
El senador miró a su jefa de personal.
—Efectivamente, fue lo que dijo —afirmó Carol.
Por un instante, Ashley pareció perdido detrás de sus pesadas gafas de montura negra. Vestía como siempre, con un traje oscuro, camisa blanca y una corbata muy discreta. Las gotas de sudor perlaban su frente. Los rostros bronceados del personal del hotel hacían que resaltara todavía más la palidez enfermiza del senador.
—Esta habitación es más grande, tiene mejor vista, y es mucho más elegante que la que ocupó el año pasado —explicó el señor Halpern—. Es una de las mejores. ¿Quizá quiera usted verla?
Butler se encogió de hombros.
—Supongo que solo soy un sencillo granjero, poco acostumbrado a que lo mimen. ¡Muy bien! Veamos la suite Poseidón.
La señora Corey, que se había adelantado al señor Halpern, sacó la tarjeta, abrió la puerta y se apartó. El señor Halpern invitó a Ashley con un gesto a que pasara primero.
—Después de usted, senador.
Ashley cruzó el pequeño recibidor para entrar en una gran habitación con las paredes pintadas con una surrealista visión submarina de una antigua ciudad sumergida, que presumiblemente correspondía a la mítica Atlántida. El mobiliario consistía en una mesa de comedor para ocho comensales, una mesa escritorio, un mueble que integraba el televisor, la cadena de sonido y el minibar, dos butacones y dos sofás de cuatro plazas. Toda la madera a la vista estaba tallada con la forma de criaturas marinas, incluidos los brazos de los dos sofás, que eran delfines. Los cuadros, los colores de la tapicería y los dibujos de las alfombras también se ajustaban al tema marino.
—Vaya, vaya —comentó Ashley mientras contemplaba la habitación.
La señora Corey se acercó al minibar para controlar el contenido. El señor Beardslee esponjó los cojines de los sofás.
—El dormitorio principal está a su derecha, senador —explicó el señor Halpern, y señaló una puerta abierta—. Para la señorita Manning, tal como nos indicó, hay un dormitorio a la izquierda.
Los botones se ocuparon inmediatamente de distribuir el equipaje en las habitaciones indicadas.
—Ahora el plato fuerte —añadió el señor Halpern. Había pasado junto a la figura un tanto encorvada de Ashley para acercarse a una botonera instalada en la pared, y apretó el primero de los botones. Se escuchó el suave zumbido de un motor mientras se descorrían poco a poco las cortinas que cubrían toda una de las paredes, para ir mostrando paulatinamente el maravilloso espectáculo del mar verde esmeralda y zafiro más allá de la balaustrada de la terraza con el suelo de mosaico.
—¡Fantástico! —exclamó Carol con una mano en el pecho. Desde una altura de treinta y dos pisos, la vista quitaba el aliento.
El señor Halpern apretó otro botón, y esta vez fueron las ventanas las que se deslizaron por las guías metálicas. Cuando se paró el mecanismo, los cristales habían desaparecido de la vista, y el salón y la terraza habían quedado integrados en un único espacio. El director señaló la terraza con una expresión de orgullo.
—Si son tan amables de salir a la terraza, les señalaré algunas de nuestras muchas atracciones al aire libre.
Ashley y Carol aceptaron la invitación. El senador se acercó sin vacilar a la balaustrada de piedra de poco más de un metro de altura. Apoyó las manos en la balaustrada y miró hacia abajo. Carol, que tenía un poco de miedo a las alturas, se acercó con cierta prevención. Tocó la balaustrada como si quisiera asegurarse de su solidez antes de asomarse. Después gozó de la visión a vista de pájaro de la enorme playa del complejo hotelero y el parque acuático, donde destacaba la laguna Paradise.
El señor Halpern se acercó a Carol. Comenzó a señalarle los puntos más destacados, incluida la impresionante piscina, situada casi directamente debajo de donde estaban.
—¿Qué es aquello a la izquierda? —preguntó Carol. Señaló el lugar. A ella le parecía un monumento arqueológico trasplantado.
—Ese es nuestro templo maya —le informó el señor Halpern—. Si se atreve, hay un tobogán acuático que la llevará desde la cima, que tiene una altura de seis pisos, a través de un tubo de plexiglás que acaba en las profundidades de la laguna de los tiburones.
—Carol, querida —intervino Ashley, con un tono divertido—. Esa parece ser una actividad perfecta para alguien como tú, que considera muy seriamente seguir una carrera política en Washington.
Carol miró a su jefe con el miedo de que en su comentario hubiese algo más que humor, pero él contemplaba la vista del océano, como si su mente ya estuviese ocupada en otra cosa.
—Señor Halpern —llamó la señora Corey desde la habitación—. Todo está en orden, y las tarjetas del senador están sobre la mesa. Debo volver a la recepción.
—Yo también debo marcharme —dijo el señor Beardslee—. Senador, si necesita cualquiera cosa, solo tiene que comunicárselo a mi personal.
—Les agradezco su extraordinaria amabilidad para con nosotros —replicó el senador, con su tono más obsequioso—. Son ustedes un orgullo para esta maravillosa organización.
—Yo también me marcho —anunció el señor Halpern, mientras amagaba seguir a los demás.
Ashley sujetó ligeramente el brazo del director.
—Le agradecería mucho que aguardara usted un momento.
—Por supuesto —respondió el señor Halpern.
El senador hizo un gesto de despedida a los demás que se marchaban, y luego volvió a contemplar el panorama.
—Señor Halpern, mi estancia en Nassau no es ningún secreto, ni lo puede ser, dado que he llegado aquí en un transporte público. No obstante, eso no quiere decir que no agradezca que se respete mi privacidad. Preferiría que esta habitación apareciera registrada solo a nombre de la señorita Manning.
—Como usted desee, señor.
—Muchísimas gracias, señor Halpern. Cuento con su discreción para evitar la publicidad. Quiero sentir que puedo disfrutar de los placeres de su casino sin el miedo de ofender a los más puritanos de mis votantes.
—Tiene usted mi palabra de que haremos todos los esfuerzos en ese sentido. Pero, como el año pasado, no podemos impedir que en el casino se le acerque cualquiera de sus muchos partidarios.
—Mi temor es leer en los periódicos cualquier noticia referente a mi presencia o que alguien llame al hotel para confirmar que estoy aquí.
—Le aseguro que haremos todo lo que esté a nuestro alcance para proteger su intimidad —afirmó el señor Halpern—. Ahora los dejo para que descansen y deshagan las maletas. Les traerán una botella de champán, con nuestros deseos para que disfruten de una muy agradable estancia.
—Una última pregunta —dijo Ashley—. Se hicieron unas reservas para nuestros amigos. ¿Hay alguna noticia de los doctores Lowell y D’Agostino?
—¡Por supuesto! Ya están aquí, han llegado hace poco más de una hora. Están en la 3208, en una de nuestras Superior Suites, en esta misma planta.
—¡Muy conveniente! Es obvio que se ha ocupado admirablemente de atender todas nuestras necesidades.
—Intentamos hacer siempre lo mejor —afirmó el señor Halpern. Después de un último saludo, abandonó la terraza para dirigirse a la puerta.
Ashley volvió la atención a su jefa de personal, quien ya se había acostumbrado a la altura y ahora estaba arrobada por la vista.
—¡Carol, querida! Quizá quieras tener la amabilidad de averiguar si los doctores están en su habitación y, si es así, si quieren reunirse con nosotros.
Carol se volvió para mirar a su jefe y parpadeó como si saliera de un trance.
—Desde luego —se apresuró a responder, al recordar cuáles eran sus obligaciones.
—Quizá tendrías que entrar tú solo —propuso Stephanie. Daniel y ella estaban delante de la puerta con las tallas de sirenas de la suite Poseidón. Daniel tenía una mano cerca del timbre.
Daniel manifestó su desagrado con un sonoro suspiro, y dejó que su brazo cayera a un costado.
—¿Se puede saber cuál es ahora el problema?
—No quiero ver a Ashley. Este asunto no me ha entusiasmado en lo más mínimo desde el primer día, y ahora menos que antes.
—¡Si estamos muy cerca de acabarlo! Las células para el tratamiento ya están listas. Lo único que nos queda es implantarlas, y esa es la parte más sencilla.
—Eso es lo que crees, y esperemos que estés en lo cierto. Pero no he compartido tu optimismo en ningún momento, y no creo que mi negatividad pueda servir para un propósito constructivo.
—Tampoco creías que pudiéramos tener las células del tratamiento en un mes, y lo hicimos.
—Es verdad, pero el trabajo celular es lo único que ha ido bien.
Daniel movió la cabeza en círculos con los ojos en blanco para aliviar la súbita tensión. Estaba furioso.
—¿Por qué me haces esto ahora? —preguntó con un tono teatral. Inspiró a fondo y miró a Stephanie—. ¿Estás tratando de sabotear el proyecto cuando hemos llegado al final?
Stephanie soltó una carcajada fingida, mientras se ruborizaba.
—¡Todo lo contrario! Después de tantos esfuerzos, no quiero estropear las cosas. ¡Esa es la cuestión! Por eso te digo que entres tú solo.
—Carol Manning dijo muy claramente que Ashley quería vernos a los dos, y le respondí que así sería. Por todos los diablos, si no entras, él creerá que algo no va bien. ¡Por favor! No tienes que decir ni hacer nada. Solo sé tú misma y sonríe. ¡No creo que eso sea pedir mucho!
Stephanie vaciló; se miró los pies y luego al guardaespaldas, apoyado tranquilamente en la pared, junto a la puerta de la habitación, donde le dijeron que esperara. Para ella, su presencia era un claro recordatorio de todo lo que había salido mal. El problema radicaba en que sus dudas la estaban volviendo loca. Por otro lado, Daniel acertaba en cuanto a la implantación. En los experimentos con los ratones, esta fase del tratamiento, después de haberla perfeccionado, no había presentado ninguna dificultad.
—¡Muy bien! —asintió Stephanie con un tono de resignación—. Acabemos con esto de una vez, pero tú te encargarás de la charla.
—¡Buena chica! —dijo Daniel mientras tocaba el timbre.
Esta vez fue Stephanie quien puso los ojos en blanco. En circunstancias normales, nunca hubiese tolerado este comentario condescendiente y sexista.
Carol Manning abrió la puerta. Sonrió con una cortesía superficial, aunque Stephanie intuyó el nerviosismo y la preocupación subyacentes, como si fuese un espíritu gemelo en las actuales circunstancias.
Ashley estaba sentado en uno de los sofás de brazos con forma de delfín, aunque Daniel y Stephanie tardaron unos segundos en reconocerlo. Habían desaparecido el traje oscuro, la camisa blanca, y la discreta corbata. Incluso había abandonado las gafas de montura negra. Ahora vestía una camisa de manga corta verde brillante estampada con motivos caribeños, pantalón amarillo y zapatos blancos con el cinturón a juego. Con los brazos blancos y velludos, que indicaban que nunca había visto la luz del día y mucho menos el sol, era la caricatura del turista. Las gafas de sol de cristales azules se curvaban hacia las sienes como las gafas de los ciclistas profesionales. También era una novedad para los dos científicos la rigidez de la expresión facial del senador.
—Bienvenidos, mis muy queridos amigos —les saludó Ashley con su deje de siempre pero con una voz mucho menos modulada—. Son ustedes una grata visión para unos pobres ojos fatigados, como la carga de caballería en el momento oportuno. Soy incapaz de describir la alegría que siento al ver sus agraciados e inteligentes rostros. Perdonen que no me levante de un salto para saludarles adecuadamente, como me dictan mis emociones. Lamentablemente, los beneficios clínicos de la medicación se están esfumando con mucha más celeridad desde la última vez que nos encontramos.
—No se mueva —dijo Daniel—. Nosotros también nos alegramos de verle. —Se acercó para estrechar la mano de Ashley antes de sentarse en el otro sofá.
Stephanie dudó durante unos momentos antes de sentarse junto a Daniel y procuró sonreír. Carol Manning prefirió sentarse aparte, en el sillón giratorio de la mesa escritorio.
—Después de la muy escasa comunicación durante el mes pasado, mi seguridad en que ustedes acabarían por aparecer aquí se basó sobre todo en la fe —admitió Ashley—. La única pista indicadora de que se hacían progresos era el considerable e implacable drenaje de los fondos que puse a su disposición.
—Ha sido un esfuerzo titánico en muchos sentidos —respondió Daniel.
—Espero que eso implique que están preparados para proceder.
—Totalmente —afirmó Daniel—. Hemos hecho todos los preparativos para que la implantación tenga lugar mañana a las diez en la clínica Wingate. Confiamos en que usted esté preparado para actuar deprisa.
—Este viejo granjero no ve la hora de hacerlo —manifestó Ashley, con un tono mucho más grave, y solo un vestigio del deje sureño habitual—. Se me está agotando el tiempo y cada vez me resulta más difícil ocultar a los medios mi enfermedad degenerativa.
—Entonces es de mutuo interés que se haga el implante.
—Interpreto que han podido terminar el arduo proceso de preparar las células del tratamiento que me describió hace un mes.
—Lo hemos hecho —contestó Daniel—. En gran medida gracias a la habilidad de la doctora D’Agostino. —Apretó la rodilla de Stephanie.
Su compañera consiguió sonreír con cierta alegría.
—Durante la última semana —añadió Daniel—, hemos creados cuatro líneas celulares separadas de neuronas dopaminérgicas que son clones de sus células.
—¿Cuatro? —preguntó Ashley sin el menor deje. Miró al científico fijamente—. ¿Por qué tantas?
—La redundancia no es más que una red de segundad. Queríamos estar absolutamente seguros de que al menos teníamos una. Ahora podemos escoger, dado que todas serán igualmente eficaces para tratarlo.
—¿Hay alguna otra cosa que deba saber sobre lo de mañana, aparte de llevar mis viejos huesos a la clínica Wingate?
—Solo las indicaciones preoperatorias habituales, como no comer nada sólido después de la medianoche. También preferiríamos que no tomara su medicación por la mañana, si eso es posible. En nuestros estudios con ratones hemos apreciado que los efectos terapéuticos son muy rápidos después de la implantación; esperamos que ocurra lo mismo con usted. Los medicamentos podrían enmascararlos.
—No tengo ningún inconveniente —asintió Ashley amablemente—. Lo último que quiero hacer es complicar el tema. Por supuesto, Carol tendrá que enfrentarse a la pesada tarea de vestirme y llevarme hasta el coche.
—Estoy segura de que el hotel dispone de una silla de ruedas que les podemos pedir —intervino Carol.
—¿Debo entender que la prohibición de comer después de la medianoche es porque me anestesiarán? —preguntó Ashley, sin hacer caso de Carol.
—Me han dicho que la anestesia será local, con una fuerte sedación y la opción de una anestesia total si es necesaria. Un anestesista estará presente en la sala. Debo informarle de que hemos contratado los servicios de un neurocirujano local que tiene experiencia en este tipo de implantes, aunque desde luego que no con células clonadas. Es el doctor Rashid Nawaz. Le conoce a usted con el nombre de John Smith, lo mismo que la clínica Wingate. El doctor y los directores de la clínica han comprendido la necesidad de ser discretos y están de acuerdo.
—Tengo la impresión de que se han ocupado admirablemente de todos los detalles.
—Esa era nuestra intención —declaró Daniel—. De acuerdo con el procedimiento habitual, debemos recomendarle que permanezca ingresado en la clínica para que podamos controlarlo de cerca.
—¿Sí? —preguntó Ashley, como si estuviese sorprendido—. ¿Durante cuánto tiempo?
—Al menos durante una noche. Después de todo, será su evolución clínica la que lo determine.
—Había contado con regresar al Atlantis —señaló Ashley—. Fue ese el motivo por el que reservé una habitación para ustedes. Pueden controlarme aquí todo lo que quieran. Están en el otro extremo del pasillo.
—El hotel carece de equipo médico de diagnóstico.
—¿Qué?
—Aquello que tiene cualquier centro médico, como un laboratorio y aparatos de rayos X.
—¿Rayos X? ¿Por qué un aparato de rayos X? ¿Esperan alguna complicación?
—Ninguna en absoluto, siempre es preferible ser precavido. Recuerde que, a falta de una palabra mejor, lo que haremos mañana es experimental.
Daniel dirigió una rápida mirada a Stephanie para ver si ella quería añadir algo más. En cambio, ella puso los ojos en blanco durante unos segundos.
Muy atento, dadas las circunstancias, a cualquier matiz, Ashley no pasó por alto la reacción de Stephanie.
—¿Tiene usted algún término que resulte más apropiado, doctora D’Agostino? —preguntó.
Stephanie titubeó durante un momento.
—No. Creo que experimental es muy acertado —respondió, cuando en realidad, pensó que temerario sería más próximo a la realidad.
—Espero no estar detectando una sutil corriente negativa —comentó Ashley, mientras su mirada pasaba alternativamente y con gran rapidez de Daniel a Stephanie—. Para mí es importante creer que ustedes como científicos ven este procedimiento con el mismo entusiasmo que manifestaron durante la audiencia.
—Del todo —declaró Daniel—. Nuestra experiencia con los modelos animales ha sido sorprendente. No podemos estar más entusiastas y ansiosos por poner esta maravilla al servicio de la humanidad. Esperamos con entusiasmo que llegue mañana para aplicarle el tratamiento.
—Bien —dijo Ashley, pero su mirada implacable no se apartó de Stephanie—. ¿Qué dice usted, doctora D’Agostino? ¿Comparte ese ánimo? Parece un tanto callada.
A estas palabras siguió un breve silencio, solo roto por los lejanos gritos de alegría de los niños que jugaban en las abarrotadas piscinas y toboganes acuáticos treinta y dos pisos más abajo.
—Sí —asintió Stephanie finalmente. Luego inspiró profundamente mientras escogía las palabras con mucho cuidado—. Me disculpo si parezco apática. Supongo que estoy un poco cansada después de todo lo que hemos pasado para crear las células del tratamiento. Pero, en respuesta a su pregunta, no solo comparto ese ánimo sino que además espero con ansia ver acabado el proyecto.
—Me tranquiliza saberlo —manifestó Ashley—. ¿Eso significa que está satisfecha con las cuatro líneas celulares que ha clonado a partir de mis células epiteliales?
—Lo estoy —respondió Stephanie—. Son neuronas productoras de dopamina, y son… —hizo una pausa como si buscara la palabra adecuada—… vigorosas.
—¿Vigorosas? —preguntó Ashley—. Vaya. Supondré que eso es una ventaja, aunque suena un tanto vago para un lego como yo. Dígame una cosa: ¿todas contienen genes de la Sábana Santa?
—¡Por supuesto! —declaró Daniel—. Aunque supuso un considerable esfuerzo por nuestra parte conseguir la muestra del sudario, extraer el ADN, y reconstruir los genes necesarios a partir de los fragmentos. Sin embargo, lo hicimos.
—Quiero estar absolutamente seguro en este punto —señaló el senador—. Sé que no tengo manera de comprobarlo, pero no quiero que haya ninguna duda. Es algo muy importante para mí.
—Los genes que utilizamos para el RSHT pertenecen a la sangre de la Sábana Santa. —Afirmó, Daniel—. Se lo juro por mi honor.
—Aceptaré su palabra, de caballero —dijo Ashley, que recuperó súbitamente su deje sureño. Con un tremendo esfuerzo consiguió mover su corpachón y se levantó. Le extendió la mano a Daniel, que también se había levantado. Se estrecharon las manos una vez más.
—Durante el resto de mi vida, les estaré agradecido por sus esfuerzos y creatividad científica —declaró.
—Por mi parte, lo estaré por su liderazgo y genio político al no prohibir el RSHT —respondió Daniel.
Una sonrisa irónica apareció en el rostro de Ashley.
—Me gustan los hombres con sentido del humor. —Soltó la mano de Daniel y se la tendió a Stephanie, que se encontraba junto a su pareja.
Stephanie miró la mano que le tendían, como si estuviese debatiendo consigo misma si estrecharla o no. Por fin, lo hizo y sintió cómo su mano quedaba sujeta por el sorprendentemente fuerte apretón de Ashley. Después del prolongado y firme apretón y de sostener la mirada fija del senador, intentó apartar la mano, sin conseguirlo. Ashley se aferraba a ella. Aunque Stephanie podía haber adivinado que el episodio era un reflejo de la enfermedad del político, su reacción inmediata fue la de un súbito miedo irracional a verse permanentemente sujeta por el hombre como una metáfora de su participación en todo este desquiciado asunto.
—Quiero expresarle mi más sincera gratitud por sus esfuerzos, doctora D’Agostino —dijo Ashley—, y como caballero, debo confesar que me he sentido encantado por su considerable belleza desde el primer momento que tuve el placer de verla. —Solo entonces sus dedos que parecían salchichas aflojaron su formidable presión en la mano de la investigadora.
Stephanie cerró la mano en un puño y la apretó contra el pecho, temerosa de que Ashley intentara sujetarla de nuevo. Era consciente de que continuaba comportándose de una manera irracional, pero no podía evitarlo. Al menos consiguió asentir y esbozó una sonrisa de agradecimiento al cumplido y la gratitud del senador.
—Bien —añadió Ashley—, ahora solo me queda desearles que gocen de un plácido sueño. Quiero que ambos estén bien descansados para el procedimiento de mañana que, según han dado a entender, no será muy largo. ¿Es una suposición correcta?
—Calculo que tardará una hora, quizá un poco más —le informó Daniel.
—¡Alabado sea Dios! Poco más de una hora es todo lo que necesita la moderna biotecnología para apartar a este muchacho del precipicio y evitar el hundimiento de su carrera. Estoy impresionado.
—La mayor parte del tiempo estará dedicado a poner en su sitio el marco estereotáxico —le explicó Daniel—. La implantación en sí solo tardará unos minutos.
—Ya está de nuevo con lo mismo —protestó Ashley—. Otra andanada de palabrejas incomprensibles. ¿Qué demonios es un marco estereotáxico?
—Es un marco calibrado que se encaja en la cabeza como una corona. Permitirá que el doctor Nawaz inyecte las células del tratamiento en el lugar exacto donde usted ha perdido sus células productoras de dopamina.
—No sé muy bien si debo preguntarlo —dijo Ashley con una ligera vacilación—. ¿He de creer que inyectarán las células del tratamiento directamente en mi cerebro y no en una vena?
—Así es —comenzó Daniel.
—¡Alto ahí! —le interrumpió Ashley—. Creo que llegado a este punto cuanto menos sepa, mejor. Soy un paciente muy miedoso, y más cuando me harán todo esto sin dormirme. El dolor y yo nunca hemos sido buenos compañeros.
—No sentirá ningún dolor —le aseguró Daniel—. El cerebro carece de sensaciones.
—Acaba de decir que me meterán una aguja en el cerebro —replicó el senador, incrédulo.
—Una aguja roma, para evitar cualquier daño.
—¿Cómo, si se puede saber, consiguen meter una aguja en el cerebro?
—Se perfora un pequeño agujero a través del hueso. En su caso será prefrontal.
—¿Prefrontal? Esa es otra palabreja.
—Significa a través de la frente —explicó Daniel, y apoyó un dedo en su frente por encima de la ceja—. Recuérdelo, no notará ningún dolor. Sentirá una ligera vibración cuando hagan la perforación, algo parecido a los viejos tornos de los dentistas, siempre y cuando no esté dormido por los sedantes, algo que puede ser muy posible.
—¿Por qué no me duermen durante todo el proceso?
—El neurocirujano quiere que esté despierto durante la implantación.
—¡No quiero escuchar nada más! —Ashley exhaló un suspiro y levantó una mano temblorosa como si quisiera protegerse—. Prefiero mantener la ilusión de que las células del tratamiento me las inyectarán en la vena como hacen con los implantes de médula ósea.
—Eso no serviría para las neuronas.
—Es de lamentar, pero ya me las apañaré. Mientras tanto, recuérdeme cuál es mi alias.
—John Smith.
—¡Por supuesto! ¿Cómo he podido olvidarlo? Doctora D’Agostino, usted será mi Pocahontas.
Stephanie consiguió esbozar otra sonrisa.
—¡Muy bien! —exclamó Ashley con un tono entusiasta—. Ha llegado el momento de que este sencillo granjero se olvide de las preocupaciones de su enfermedad y baje al casino. Tengo una cita importante con un grupo de delincuentes mancos.
Unos pocos minutos más tarde, Daniel y Stephanie caminaban por el pasillo hacia su habitación. Stephanie saludó al guardaespaldas cuando pasaron a su lado, pero Daniel hizo como si no lo viera. Su enfado se hizo evidente en el portazo que dio cuando entraron. La habitación tenía la mitad del tamaño de la suite de Ashley. Disfrutaba de la misma vista, pero sin la terraza.
—¡Vigorosas! ¡Menuda chorrada! —gritó. Se detuvo con las manos en jarras—. ¿No podías haber pensado en alguna descripción de nuestras células del tratamiento que llamarlas «vigorosas»? ¿Qué pretendías hacer? ¿Intentabas que se echara atrás cuando ya estamos acabando? Para colmo, has actuado como si no quisieras darle la mano.
—No quería —replicó Stephanie. Se acercó al único sofá y se sentó.
—¿Se puede saber por qué no? ¡Dios bendito!
—No lo respeto, y lo he repetido hasta la saciedad. Todo este asunto me ha inquietado desde el primer momento.
—Te has comportado como si fueses pasiva-agresiva. Has hecho una pausa antes de responder a las preguntas más sencillas.
—¡Escucha! Hice todo lo posible. No quería mentir. Recuerda que no quería entrar. Tú insististe.
Daniel la miró mientras respiraba sonoramente.
—Algunas veces puedes ser insultante.
—Lo siento. Me cuesta fingir. En cuanto a lo de ser insultante, tú tampoco lo haces nada mal. La próxima vez que te sientas tentado de decir «buena chica», muérdete la lengua.