Lunes, 11 de marzo de 2002. Hora: 21.48
Daniel y Stephanie continuaron inmóviles durante unos segundos, y cuando se movieron, fue únicamente para mirarse el uno al otro después de tener solo ojos para el cadáver tendido a sus pies. Absolutamente aturdidos, ni siquiera respiraban mientras esperaban en vano que el otro pudiese ofrecer alguna explicación a lo que acababan de presenciar. Boquiabiertos, sus rostros reflejaban una mezcla de miedo, horror, y confusión, pero finalmente se impuso el miedo. Sin decir ni una palabra y sin tener claro quién guiaba a quién, saltaron el murete que tenían a la izquierda y echaron a correr por el mismo camino por donde habían venido con la única idea de regresar al hotel.
En los primeros momentos no tuvieron mayores problemas con la huida, gracias a la luz de los focos que alumbraban el claustro. Sin embargo, en cuanto se encontraron en la oscuridad comenzaron las dificultades. Con los ojos habituados a las luces del claustro, ahora eran como dos ciegos que corrían por un terreno desigual y poblado de obstáculos. Daniel fue el primero en rodar por el suelo cuando tropezó con un arbusto. Stephanie lo ayudó a levantarse pero un segundo más tarde fue ella quien acabó tumbada en el suelo. Ambos sufrieron algunos rasguños, que ni siquiera notaron.
Con un gran esfuerzo de voluntad, se obligaron a caminar para prevenir nuevas caídas, a pesar de que sus aterrorizados cerebros les gritaban que corrieran. En cuestión de minutos, llegaron a la escalinata que bajaba hasta la carretera. Para entonces, sus ojos comenzaron a percibir los detalles a la luz de la luna, y al ver dónde pisaban, pudieron acelerar el paso.
—¿Hacia dónde? —preguntó Stephanie con voz entrecortada, en cuanto pisaron el pavimento de la carretera.
—Sigamos por la ruta que conocemos —respondió Daniel en el acto.
Cogidos de la mano, cruzaron la carretera y descendieron por la primera de las muchas escaleras de piedra todo lo rápido que les permitía el calzado. Los desniveles de los escalones contribuían a sus dificultades, aunque corrían cada vez que se encontraban con una zona de césped. Cuanto más se alejaban del claustro, mayor era la oscuridad, aunque ahora sus ojos se habían acomodado al entorno, y la luz de la luna era más que suficiente para evitar que chocaran con alguna de las numerosas esculturas.
Después de bajar el tercer tramo de escaleras, el agotamiento les obligó a trotar. Daniel estaba mucho más cansado que Stephanie y cuando llegaron a la zona iluminada por los focos de la piscina y consideraron que estaban relativamente seguros, tuvo que detenerse. Se inclinó con las manos apoyadas en las rodillas, desesperado por recuperar el aliento. Durante unos momentos, ni siquiera tuvo fuerzas para hablar.
Stephanie, que estaba casi al límite de su resistencia, se obligó a mirar en la dirección que habían seguido en la huida. Después de la conmoción del suceso, su imaginación la había asediado con mil temores distintos, pero la visión del jardín iluminado por la luna era tan idílica y tranquila como antes. Un tanto más serena, volvió su atención a Daniel.
—¿Estás bien? —le preguntó entre jadeos.
Daniel asintió. Aún le faltaba aliento para poder hablar.
—Vayamos al hotel —añadió Stephanie.
Daniel asintió de nuevo. Se irguió, y después de una rápida mirada atrás, cogió la mano que le tendía Stephanie.
Esta vez caminaron, aunque lo más rápido que pudieron; rodearon la piscina y subieron las escaleras que conducían a la balaustrada barroca.
—¿Aquel era el mismo hombre que te asaltó en la tienda? —preguntó Stephanie. Aún le costaba trabajo respirar.
—¡Sí! —contestó Daniel.
Pasaron junto a las casas y entraron en la recepción desierta del balneario, que también servía como zona de paso entre el hotel y la piscina. Después del sangriento episodio en el claustro, y el consiguiente terror que había engendrado, la sencillez minimalista, la pulcritud, y la absoluta serenidad del balneario, les pareció un cambio casi esquizofrénico. Cuando entraron en el patio del restaurante lleno de comensales elegantemente vestidos, la música en vivo, y los camareros de esmoquin, se sintieron como unos extraterrestres. Sin hablar con nadie ni entre ellos, entraron en el hotel.
Stephanie obligó a Daniel a detenerse cuando se encontraron en la recepción. A la derecha estaba el vestíbulo, donde los huéspedes charlaban tranquilamente. A la izquierda estaba la entrada del hotel con los porteros de uniforme. Delante estaban las mesas individuales de la recepción; solo había una ocupada. Los ventiladores de techo giraban lentamente.
—¿Con quién tendríamos que hablar? —preguntó Stephanie.
—No lo sé. ¡Déjame pensar!
—¿Qué te parece el director nocturno?
Antes de que Daniel pudiera responderle, se acercó uno de los porteros. Se dirigió a Stephanie.
—Perdón. ¿Está usted bien?
—Creo que sí —contestó ella.
—¿Sabe que le sangra la pierna izquierda? —añadió el hombre, y le señaló la pierna.
Stephanie miró hacia abajo y por primera vez fue consciente de su aspecto desastrado. En la caída se había ensuciado el vestido y rasgado el bajo. El panty estaba en peor estado, sobre todo debajo de la rodilla izquierda, donde tenía un agujero. Las carreras le llegaban hasta el tobillo, y un hilo de sangre le manaba de la rodilla. Entonces advirtió que tenía varios cortes en la palma de la mano derecha, con algunos diminutos trozos de concha incrustados.
Daniel no estaba mucho mejor. Tenía un corte en el pantalón debajo de la rodilla derecha, y en la tela se veía una mancha de sangre. La chaqueta estaba salpicada de trozos de concha y le faltaba el bolsillo derecho.
—No es nada —le aseguró Stephanie al portero—. Ni siquiera me había dado cuenta de la herida. Tropezamos cerca de la piscina.
—Tenemos un coche de golf en la entrada —dijo el hombre—. ¿Quieren que los lleve hasta su habitación?
—No será necesario —manifestó Daniel—. Pero muchas gracias por su interés. —Cogió a Stephanie del brazo y tiró para que caminara hacia la puerta que daba al camino que los llevaría a su habitación.
Stephanie se dejó llevar, pero se libró de la mano de Daniel antes de que cruzaran la puerta.
—¡Espera un momento! ¿Es que no vamos a hablar con nadie?
—¡Baja la voz! ¡Venga! Vayamos a la habitación para limpiarnos. Ya hablaremos allí.
Desconcertada por el comportamiento de Daniel, Stephanie le acompañó, pero volvió a detenerse cuando no habían recorrido más que unos pocos metros. Apartó la mano de Daniel y sacudió la cabeza.
—No lo entiendo. Hemos visto cómo le disparaban a un hombre, y está mal herido. Hay que llamar a una ambulancia y a la policía.
—¡No grites! —le advirtió Daniel. Miró en derredor, y agradeció que no hubiese nadie cerca—. Ese tipo está muerto. Tú has visto el agujero que tenía en la cabeza. Las personas no se recuperan de esa clase de heridas.
—Razón de más para llamar a la policía. Por lo que más quieras, hemos sido testigos de un asesinato. Han matado a un hombre delante de nuestras narices.
—Es verdad, pero también lo es que no vimos quién lo hizo, ni tenemos la más remota idea de quién pudo hacerlo. Se escuchó un disparo y el tipo cayó muerto. No vimos absolutamente nada excepto la caída de la víctima: ¡ni a una sola persona y ningún coche! Solo fuimos testigos de que dispararon a un hombre, algo que notará la policía sin necesidad de nuestra ayuda.
—Así y todo, hemos sido testigos de un crimen.
—No podemos aportar ningún otro dato aparte de haberlo visto. A eso me refiero. ¡Piénsalo!
—¡No tengas tantas prisas! —dijo Stephanie, que intentaba poner un poco de orden en sus caóticos pensamientos—. Puede que lo que dices sea verdad, pero tal como yo lo veo es un delito no denunciar un crimen, y está muy claro que hemos visto uno.
—No tengo ni la más mínima idea de si no denunciar un crimen es un delito en las Bahamas. Pero incluso si lo es, creo que debemos arriesgarnos a cometerlo, porque en estos momentos no quiero que nos enredemos con la policía. Además, no siento el más mínimo aprecio por la víctima, algo que seguramente tú compartes. No solo fue quien me propinó la paliza, sino que amenazaba con matarme, y quizá a ti también. Mi preocupación es que si vamos a la policía y nos vemos metidos en la investigación de un crimen en la que no podemos prestar ninguna ayuda, nos arriesgamos a poner en peligro el proyecto Butler cuando estamos muy cerca de acabarlo. Yo diría que estaríamos arriesgando todo a cambio de nada. Así de sencillo.
Stephanie asintió varias veces y se pasó una mano por los cabellos.
—Supongo que tienes razón —manifestó, contrariada—. Permíteme que te pregunte una cosa. Creías que mi hermano estaba relacionado con la paliza que te dieron. ¿Crees que también está metido en esto?
—Tu hermano tuvo que estar implicado en la primera ocasión. Pero esta vez tengo mis dudas, dado que el matón no hizo nada para mantenerte aparte como hizo de forma clara la primera vez. Sin embargo, ¿quién puede estar seguro?
Stephanie miró a lo lejos. Su mente y sus emociones eran un caos. Una vez más, vivía una situación conflictiva, debido a un sentimiento de culpa muy fuerte. En última instancia, se sentía responsable por haber implicado a su hermano, que a su vez había metido a los hermanos Castigliano, quienes acababan de probar sin ninguna duda que eran unos mafiosos.
—¡Vamos! —la apremió Daniel—. Volvamos a la habitación para limpiarnos. Podemos seguir con el asunto si quieres, pero te advierto que ya lo tengo decidido.
Stephanie dejó que su compañero la llevara hacia la habitación. Estaba aturdida. Aunque no se podía decir que fuese una santa, nunca había violado ninguna ley a sabiendas. Le producía una sensación muy extraña verse a sí misma como una delincuente por no haber denunciado un crimen. También le inquietaba pensar que su hermano estaba relacionado con personas capaces de cometer un asesinato, sobre todo porque dicha vinculación daba un significado radicalmente nuevo a la acusación de supuesta pertenencia al crimen organizado. Como si todo esto fuese poco, además estaban los efectos psicológicos residuales de haber sido testigo de un hecho violento. Temblaba, y tenía la sensación de que una mano helada le apretaba la boca del estómago. Nunca había visto a una persona muerta, y mucho menos que mataran a alguien delante de sus propios ojos de una manera absolutamente brutal.
Contuvo las náuseas al recordar la terrible imagen que se había grabado para siempre en su memoria. Deseó estar en cualquier otra parte. Desde el momento en que Daniel había propuesto tratar en secreto a Butler había considerado que era una mala idea, pero nunca en sus suposiciones más descabelladas había pensado en que llegaría a esto. Sin embargo, se veía atrapada en el asunto como si hubiese caído en una zona de arenas movedizas, y se hundiera cada vez más, sin ninguna posibilidad de librarse.
Daniel, por su parte, se sentía cada vez más confiado en su decisión. En un primer momento no lo había estado tanto, pero eso había cambiado cuando le acosó el recuerdo de la catástrofe profetizada por el profesor Heinrich Wortheim. Se había jurado a sí mismo desde el principio que no fracasaría y que evitaría cualquier posibilidad de fracaso. Debía tratar a Butler y eso significaba eludir cualquier contacto con la policía. Dado que él y Stephanie serían las únicas personas relacionadas con el asesinato incluso la más torpe de las investigaciones si es que no los consideraban directamente sospechosos, acabaría por preguntarse qué estaban haciendo en Nassau. En ese punto Butler tendría que ser informado de la situación, porque después de su llegada era probable que descubrieran su identidad, algo que despertaría el interés de la prensa. Con semejante amenaza en el horizonte, Daniel dudaba de que Butler se atreviera a venir.
Llegaron a la habitación. Daniel abrió la puerta. Stephanie entró primero y encendió las luces. Las doncellas se habían marchado hacía rato, y la habitación ofrecía la imagen de un remanso de paz. Estaban echadas las cortinas, las camas abiertas, con golosinas en las almohadas. Daniel cerró la puerta con todas las cerraduras y el cerrojo de seguridad.
Stephanie se levantó la falda para mirarse la rodilla. Se tranquilizó al ver que la herida no tenía la gravedad que hacía temer la cantidad de sangre, que ahora le llegaba al zapato. Daniel se bajó el pantalón para mirarse la suya. Como en el caso de Stephanie, tenía una herida del tamaño de una pelota de golf. Ambas heridas tenían incrustados fragmentos de concha, que tendrían que sacar para evitar una infección.
—Me siento terriblemente inquieto —admitió Daniel. Se quitó el pantalón, y luego extendió la mano: se sacudía como una hoja—. Seguramente es consecuencia de la descarga de adrenalina. Abramos una botella de vino mientras se llena la bañera. Tenemos que remojar las heridas, y la combinación del vino y el agua caliente ayudará a relajarnos.
—De acuerdo —asintió Stephanie. Un baño la ayudaría a pensar con más claridad—. Yo me encargo de la bañera, tú trae el vino. —Abrió al máximo el grifo del agua caliente después de echar una buena cantidad de sales en la bañera. La habitación se llenó rápidamente de vapor. En cuestión de minutos, el perfume de las sales y el tranquilizador sonido del chorro de agua le produjeron un efecto sedante. Cuando salió del baño con un albornoz del hotel para avisarle a Daniel de que el baño estaba preparado, se sentía muchísimo mejor. Daniel estaba sentado en el sofá con la guía de las páginas amarillas abierta en el regazo. Había dos copas de vino tinto en la mesa de centro. Stephanie cogió una y bebió un sorbo.
—Se me acaba de ocurrir otra cosa —anunció Daniel—. Es obvio que los Castigliano no se han dejado impresionar como esperaba por las conversaciones que tú has tenido con tu madre.
—No podemos estar seguros de si mi hermano le comunicó a los Castigliano lo que a nosotros nos interesaba.
—Ahora qué más da —dijo Daniel, con un gesto—. La cuestión es que mandaron al pistolero para que me liquidara y quizá a ti también. Por lo que se ve, no están muy contentos. No sabemos cuánto tardarán en enterarse de que su matón no regresará. Tampoco podemos saber cuál será su reacción cuando se enteren. Bien podrían creer que nosotros lo matamos.
—¿Qué estás proponiendo?
—Utilizar el dinero de Butler para contratar a un guardaespaldas las veinticuatro horas del día. A mi modo de ver, es un gasto justificado, solo durante una semana y media, máximo dos.
Stephanie exhaló un suspiro de resignación.
—¿Aparece alguna compañía de seguridad en la guía?
—Sí, hay unas cuantas. ¿Qué opinas?
—No sé qué pensar —admitió Stephanie.
—Creo que necesitamos protección profesional.
—Está bien, si tú lo dices. Pero quizá sería más importante que comenzáramos a ser un poco más cuidadosos de lo que hemos sido hasta ahora. Se acabaron los paseos en la oscuridad. ¿En qué estábamos pensando?
—Visto ahora, fue una tontería, sabiendo que me dieron una paliza y me lo advirtieron.
—¿Qué pasa con el baño? ¿Quieres bañarte tú primero? Está preparado.
—No, ve tú. Quiero llamar a estas agencias. Cuanto antes tengamos a alguien vigilando, mejor me sentiré.
Diez minutos más tarde, Daniel entró en el baño y se sentó en el borde de la bañera. Aún no se había acabado el vino. Stephanie estaba sumergida hasta el cuello, rodeada de burbujas, y su copa estaba vacía.
—¿Te sientes mejor? —preguntó Daniel.
—Mucho mejor. ¿Qué tal te ha ido con las llamadas?
—Bien. Dentro de media hora vendrá alguien para una entrevista. Es de una compañía llamada First Security. Está recomendada por el hotel.
—Estoy tratando de pensar quién pudo matar a aquel tipo. No lo hemos comentado, pero fue nuestro salvador. —Stephanie se levantó, se envolvió en una toalla, y salió de la bañera—. Tiene que ser un tirador de primera. ¿Cómo es que estaba allí precisamente cuando lo necesitábamos? Fue algo así como lo que hizo el padre Maloney en el aeropuerto de Turín solo que diez veces más importante.
—¿Se te ocurre alguna idea?
—Solo una, pero es muy rebuscada.
—Te escucho. —Daniel metió la mano en el agua y abrió el grifo del agua caliente.
—Butler. Quizá tiene a alguien del FBI que nos vigila para darnos protección.
Daniel se echó a reír mientras se sumergía en la bañera.
—Eso sería toda una ironía.
—¿Se te ocurre alguna idea mejor?
—Ninguna —reconoció Daniel—. A menos que tenga algo que ver con tu hermano. Quizá envió a alguien para que te vigilara.
Ahora fue Stephanie quien se echó a reír muy a su pesar.
—¡Esa idea todavía es más descabellada que la mía!
Bruno Debianco, el supervisor de seguridad nocturno, estaba habituado a recibir llamadas de su jefe, Kurt Hermann, a cualquier hora. El hombre solo vivía para su trabajo como jefe de seguridad, y como tenía sus habitaciones en la clínica, siempre estaba importunando a Bruno con toda clase de órdenes y de peticiones de menor cuantía. Algunas de ellas sorprendentes y ridículas, pero la de esta noche se llevaba la palma. Kurt le había llamado al móvil poco después de las diez para decirle que fuera a la isla Paradise en una de las furgonetas negras de la clínica. El destino era el claustro de Huntington Hartford. Bruno solo debía aparcar si la carretera estaba desierta, y lo estaba, debía apagar los faros antes de detenerse. Después de aparcar, debía subir hasta el claustro pero sin entrar en la zona iluminada. En aquel instante, Kurt iría a su encuentro.
Bruno esperó a que el semáforo le diera paso antes de entrar en el puente que llevaba a la isla Paradise. Nunca le habían ordenado que saliera de la clínica Wingate para realizar una misión misteriosa, y todavía era más extraña la orden de que llevara una bolsa para cadáveres. Intentó pensar qué podría haber pasado, pero no se le ocurrió nada. En cambio, recordó los problemas que Kurt había tenido en Okinawa. Bruno había servido con Kurt en las fuerzas especiales del ejército y sabía que el hombre tenía una relación de amor-odio con las prostitutas. Había sido una obsesión que de pronto en la isla japonesa se había convertido en una venganza personal. Bruno nunca lo había comprendido del todo, y esperaba no verse enredado en una reaparición del problema. Él y Kurt tenían un trabajo de primera con Spencer Wingate y Paul Saunders, y no quería perderlo. Si Kurt había empezado de nuevo con su vieja cruzada, tendrían todo un problema.
Había un tráfico moderado en la carretera que recorría la isla de este a oeste, pero se redujo después de que Bruno pasara la zona de los centros comerciales. Se redujo todavía más cuando dejó atrás los primeros hoteles, y después del desvío al Ocean Club estaba desierta. De acuerdo con las órdenes, apagó los faros cuando se acercó al claustro. Gracias a la luz de la luna y la raya blanca en el centro de la carretera, no tuvo ningún problema para conducir en la oscuridad.
Después de pasar un último bosquecillo, el claustro iluminado apareció a la derecha de Bruno. Cruzó la carretera y aparcó en una zona más ancha del arcén. Apagó el motor antes de apearse del coche. A la izquierda, al pie de la colina, vio la piscina iluminada del Ocean Club.
Bruno fue hasta la parte trasera de la furgoneta, abrió la puerta y recogió la bolsa de plástico. A continuación subió las escaleras que llevaban al claustro. Se detuvo antes de llegar a la zona iluminada. El claustro estaba desierto. Echó una ojeada a todo el lugar, atento a cualquier presencia entre los árboles. Se disponía a llamar a Kurt cuando su jefe apareció súbitamente a su derecha. Lo mismo que Bruno, vestía de negro y era prácticamente invisible. Le hizo una seña para que lo siguiera, al tiempo que le ordenaba:
—¡Venga, muévete!
Bruno no tuvo problemas para caminar con la luz de la luna, pero en cuanto se encontraron entre los árboles, fue otro cantar. Se detuvo en cuanto dio unos pocos pasos.
—¡No veo nada, maldita sea!
—Ni falta que te hace —replicó Kurt en voz baja—. Ya estamos. ¿Has traído la bolsa?
—Sí.
—¡Ábrela y ayúdame a cargarla!
Bruno obedeció. Sus ojos se acomodaron gradualmente a la oscuridad, y vio la silueta de Kurt. También vio el difuso contorno de un cuerpo tumbado en el suelo. Le tendió un extremo de la bolsa a Kurt que la cogió para después acercarse a los pies del cadáver. Estiraron la bolsa, la dejaron en el suelo, y la abrieron.
—A las tres —añadió Kurt—. Ten cuidado con la cabeza. Está hecha un asco.
Bruno sujetó el cuerpo por las axilas, y cuando Kurt dijo tres levantó el torso mientras su jefe levantaba las piernas.
—¡Maldita sea! —exclamó Bruno—. ¿Quién es este tipo, un zaguero de los Chicago Bears?
Kurt no respondió. Colocaron el cadáver en la bolsa y Kurt se encargó de cerrar la cremallera.
—No me digas que tendremos que cargar a este tipo que pesa una tonelada hasta la furgoneta —dijo Bruno, espantado ante la idea.
—No vamos a dejarlo aquí. Ve y abre la puerta trasera de la furgoneta. No quiero que haya ninguna interrupción al cargarlo.
Al cabo de unos minutos, metieron la cabeza y el tronco de Gaetano en la furgoneta. Para meter el resto, Bruno tuvo que subir al vehículo y tirar de la bolsa mientras Kurt empujaba. Ambos jadeaban cuando acabaron la macabra tarea.
—Hasta aquí todo ha ido bien —comentó Kurt, mientras cerraba la puerta—. Larguémonos antes de que se nos acabe la suerte y aparezca algún coche.
Bruno se sentó al volante. Kurt dejó la mochila negra en el asiento trasero antes de sentarse en el asiento del acompañante. Bruno arrancó el motor.
—¿Adónde vamos?
—Al aparcamiento del Ocean Club. El tipo tenía en el bolsillo las llaves de un jeep alquilado. Quiero encontrarlo.
Bruno dio una vuelta en U antes de encender los faros. Viajaron en silencio. Bruno se moría de ganas de preguntar quién demonios era el fiambre que llevaban en la furgoneta, pero se abstuvo. Kurt tenía el hábito de decir solo aquello que consideraba imprescindible, y se cabreaba cada vez que Bruno le hacía preguntas. Siempre había sido un hombre de pocas palabras. Estaba siempre tenso y a punto de estallar, como si estuviese constantemente furioso por algún motivo.
Solo tardaron unos minutos en llegar al aparcamiento; una vez allí, no tardaron mucho más en dar con el vehículo. Era el único jeep en el aparcamiento y estaba muy cerca de la salida. Kurt se apeó de la furgoneta para comprobar si las llaves abrían las puertas. Así fue. Los documentos del jeep estaban en la guantera y el bolso de mano de Gaetano en el asiento trasero. Kurt se acercó a la furgoneta.
—Quiero que me sigas hasta el aeropuerto —le dijo a Bruno—. Conduce con cuidado. No quiero que te detengan y que descubran el cadáver.
—Eso sería una molestia —comentó Bruno—. Sobre todo cuando no sé absolutamente nada. —Le pareció ver un destello de furia en los ojos de Kurt antes de subirse al coche alquilado. Se encogió de hombros y arrancó el motor.
Kurt puso en marcha el Cherokee. Detestaba las sorpresas, y este día habían sido constantes. Gracias a su entrenamiento con las fuerzas de operaciones especiales, se preciaba de ser un buen planificados algo muy necesario en cualquier misión militar. Por eso llevaba más de una semana vigilando a los dos doctores y creía comprender la situación que vivían y sus personalidades. La entrada de la doctora en la sala de los huevos había sido algo del todo inesperado y lo había pillado desprevenido. Lo de esta noche todavía era peor.
En cuanto atravesaron la ciudad y salieron otra vez a la carretera, Kurt cogió el móvil y marcó el número de Paul Saunders. Spencer Wingate era el director de la clínica, pero Kurt prefería tratar con Paul. Había sido él quien lo había contratado en Massachusetts. Además, a Kurt le caía bien Paul que, como él mismo, siempre estaba en la clínica, a diferencia de Spencer, cuya única preocupación era ligar con cuanta mujer bonita se le cruzara por el camino.
Paul, como siempre, atendió el teléfono casi en el acto.
—Llamo desde el móvil —le advirtió Kurt antes de decir nada más.
—¿Sí? No me digas que ha surgido otro problema.
—Me temo que sí.
—¿Tiene alguna relación con nuestros invitados?
—Toda.
—¿Tiene algo que ver con lo que ocurrió hoy?
—Es peor.
—No me gusta como suena. ¿Puedes adelantarme alguna cosa?
—Creo que es mejor que nos reunamos.
—¿Dónde y cuándo?
—Dentro de tres cuartos de hora en mi despacho. Digamos a las veintitrés cero cero. —La costumbre hacía que Kurt utilizara el horario militar.
—¿Debemos incluir a Spencer?
—No soy yo quien lo debe decidir.
—Hasta luego.
Kurt acabó la llamada y guardó el móvil en la funda sujeta al cinturón. Miró por el espejo retrovisor. Bruno lo seguía a una distancia prudencial. Por ahora, todo parecía estar bajo control.
El aeropuerto estaba desierto, excepto por el personal de limpieza. Todos los mostradores de las empresas de alquileres de coches estaban cerrados. Kurt aparcó el jeep en la zona correspondiente. Cerró el vehículo y dejó las llaves y la documentación en el buzón nocturno. Un minuto más tarde, subió a la furgoneta de Bruno, que había dejado el motor en marcha.
—¿Ahora, adónde? —preguntó Bruno.
—Volvemos al Ocean Club para recoger mi furgoneta. Después iremos hasta la marina de Lyford Bay. Saldrás a navegar a la luz de la luna en el yate de la compañía.
—¡Ajá! Comienzo a captar la idea. Supongo que no tardaremos en ir a comprar un ancla nueva. ¿Estoy en lo cierto?
—Calla y conduce —dijo Kurt.
Fiel a su palabra, Kurt entró en su despacho exactamente a las once. Spencer y Paul ya estaban allí, acostumbrados a su puntualidad habitual. El jefe de seguridad llevó su mochila hasta la mesa y la dejó caer. El golpe contra la superficie metálica sonó como un trueno.
Spencer y Paul estaban sentados delante de la mesa. Sus miradas habían seguido los movimientos del jefe de seguridad desde el instante en que había cruzado la puerta. Esperaban que Kurt dijese algo, pero él se tomó tiempo. Se quitó la chaqueta de seda negra y la colgó en el respaldo de la silla. Luego sacó el arma que llevaba en la cartuchera a la espalda y la dejó con mucho cuidado sobre la mesa.
Spencer exhaló un sonoro suspiro como muestra de su impaciencia y puso los ojos en blanco.
—Señor Hermann, me veo en la obligación de recordarle que es usted quien trabaja para nosotros y no a la inversa. ¿Qué demonios está pasando? Espero que la explicación sea convincente, y justifique habernos hecho venir aquí en plena noche. Se da el caso de que estaba placenteramente ocupado.
Kurt se quitó los guantes y los dejó junto a la automática. Solo entonces se sentó. Luego apartó la pantalla del ordenador para ver a sus visitantes sin ningún impedimento.
—Esta noche me vi forzado a matar a alguien en el cumplimiento del deber.
Spencer y Paul abrieron las bocas, pasmados. Miraron al jefe de seguridad que les devolvió la mirada sin perder la calma. Durante una fracción de segundo, nadie se movió ni dijo nada. Fue Paul el primero en recuperar la voz. Titubeó al hablar como si le asustara escuchar la respuesta.
—¿Podrías decirnos a quién has matado?
Kurt utilizó una sola mano para desabrochar la tapa de la mochila y con la otra sacó un billetero. Lo empujó a través de la mesa hacia sus jefes y luego se reclinó en la silla.
—Su nombre era Gaetano Baresse.
Paul cogió el billetero. Antes de que pudiese abrirlo, Spencer descargó un manotazo en la superficie de metal con la fuerza suficiente para hacerla sonar como un bombo. Paul dio un salto y dejó caer el billetero. Kurt no mostró ninguna alteración visible, aunque tensó todos los músculos.
Después de golpear la mesa, Spencer se levantó y comenzó a caminar por la habitación, con las manos entrelazadas sobre la cabeza.
—No me lo puedo creer —se lamentó—. Antes de que nos demos cuenta, volverá a repetirse lo de Massachusetts, solo que esta vez serán las autoridades de las Bahamas y no los agentes norteamericanos quienes aporreen nuestra puerta.
—No lo creo —afirmó Kurt sencillamente.
—¿Ah, no? —replicó Spencer con un tono sarcástico. Se detuvo—. ¿Cómo es que está tan seguro?
—No hay cadáver —dijo Kurt.
—¿Cómo es posible? —preguntó Paul, mientras cogía de nuevo el billetero.
—Mientras hablamos, Bruno está arrojando al mar el cadáver y sus pertenencias. Devolví el coche de alquiler del hombre al aeropuerto como si se hubiera marchado de la isla. Desaparecerá sin más. ¡Punto! Fin de la historia.
—Eso suena alentador —comentó Paul. Abrió el billetero y sacó el carnet de conducir de Gaetano. Lo observó atentamente.
—¡Prometedor, y un cuerno! —gritó Spencer—. Me prometiste que este… —señaló a Kurt mientras buscaba la palabra adecuada para describirlo—… este imbécil de boina verde no mataría a nadie. Y aquí estamos, cuando no hace nada que hemos abierto, y ya se ha cargado a alguien. Esto es un desastre total. No podemos permitirnos trasladar la clínica a otra parte.
—¡Spencer! —gritó Paul—. ¡Siéntate!
—¡Me sentaré cuando a mí me dé la gana! Soy el director de esta maldita clínica.
—Lo que quieras —dijo Paul, sin desviar la mirada—, pero escuchemos primero los detalles antes de montar el cirio y empezar a hablar de desastres. —Miró a Kurt—. Nos debes una explicación. ¿Por qué matar a Gaetano Baresse de Somerville, Massachusetts, fue en cumplimiento del deber? —Dejó el billetero y el carnet de conducir sobre la mesa.
—Ya les dije que había instalado un micro en el móvil de la doctora D’Agostino. Para escuchar las conversaciones, tenía que mantenerme cerca. Después de cenar, salieron a dar un paseo por el jardín del Ocean Club. Mientras los seguía a una distancia prudencial, vi que el tal Gaetano Baresse también los seguía, pero mucho más cerca. Así que me acerqué. No tardó mucho en quedar claro que Gaetano Baresse era un asesino profesional, y que se disponía a cargarse a los doctores. Tuve que tomar una decisión instantánea. Consideré que querrían a los doctores vivos.
Paul miró a Spencer con una expresión interrogativa para saber cuál era su reacción a lo que acababa de escuchar. Spencer se acercó para recoger el carnet de conducir. Miró la foto durante un momento antes de arrojarlo sobre la mesa. Cogió la silla y se sentó, un tanto apartado de los demás.
—¿Cómo puede afirmar que el tal Baresse era un asesino profesional? —preguntó. Su voz había perdido gran parte de su agresividad.
Kurt abrió de nuevo la mochila con la mano izquierda, y con la derecha sacó el arma de Gaetano. La empujó a través de la mesa como había hecho con el billetero.
—Esto no es un juguete cualquiera. Tiene un silenciador y una mira láser.
Paul cogió el arma con mucho cuidado, le echó un vistazo, y se la ofreció a Spencer. El director de la clínica se negó a tocarla. Paul volvió a dejarla sobre la mesa.
—Con mis contactos en el continente, quizá consiga averiguar algo más de este tipo —manifestó Kurt—. Hasta entonces, no tengo ninguna duda de que es un profesional, y llevando un arma como esta, que tuvo que haber conseguido desde que llegó a las ocho, está conectado.
—¡Hable en inglés! —le ordenó Spencer.
—Hablo del crimen organizado —le explicó Kurt—. Sin duda estaba vinculado con el crimen organizado, probablemente con los capos de la droga.
—¿Sugiere que nuestros invitados están metidos en el narcotráfico? —preguntó Spencer, incrédulo.
—No —respondió el jefe de seguridad. Miró a sus jefes como si los desafiara a que sacaran las conclusiones que él había sacado mientras esperaba a que Bruno llegara al claustro.
—¡Espere un momento! —añadió Spencer—. ¿Por qué un rey del narcotráfico iba a enviar a un asesino profesional a las Bahamas para matar a un par de científicos si los investigadores no estaban metidos en ese mundo?
Kurt no respondió. Miró a Paul, y este asintió al cabo de unos segundos.
—Creo que entiendo el razonamiento de Kurt. ¿Estás sugiriendo que el misterioso paciente quizá no esté relacionado con la Iglesia católica?
—Pienso que quizá sea un jefe rival —señaló Kurt—, o al menos un capo de la mafia. En cualquier caso, sus enemigos no quieren que se cure.
—¡Maldita sea! —exclamó Paul—. Tiene sentido. Eso desde luego explicaría tanto secretismo.
—A mí me parece muy traído por los pelos —manifestó Spencer, escéptico—. ¿Por qué una pareja de científicos de primer orden iban a estar dispuestos a tratar a un señor de la droga?
—El crimen organizado tiene muchas maneras de presionar a la gente —declaró Paul—. ¿Quién sabe? Quizá algún cártel blanqueó dinero a través de la compañía de Lowell. Creo que Kurt ha dado en el clavo. Es probable que un señor de la droga colombiano o un capo de la mafia del nordeste sean católicos, cosa que explicaría toda esa parte de la Sábana Santa.
—Pues te diré una cosa —dijo Spencer—. Todo esto hace que no me interese averiguar la identidad del paciente, y no es solo por este asesinato. No tenemos ninguna posibilidad de intentar aprovecharnos de algún jefe del crimen organizado. Sería una estupidez.
—¿Qué me dices de nuestra participación general? —preguntó Paul—. ¿Queremos reconsiderar el permiso para que realicen el tratamiento?
—Quiero ese segundo pago —contestó Spencer—. Lo necesitamos. Creo que lo prudente sería mantenernos pasivos para no enfadar a nadie.
Paul se volvió hacia el jefe de seguridad.
—¿El doctor Lowell fue consciente de que estaba en peligro?
—Con toda claridad. Gaetano le salió al paso y le apuntó con el arma a la frente. Le disparé en el último segundo.
—¿Por qué lo preguntas? —quiso saber Spencer.
—Espero que Lowell se preocupe por su seguridad —respondió Paul—. Las personas que enviaron a Gaetano quizá envíen a algún otro cuando se enteren del fracaso del pistolero y que no volverá.
—Eso no ocurrirá al menos durante un tiempo —intervino Kurt—. Por esa misma razón me tomé tanto trabajo para hacerlo desaparecer. En lo que se refiere al doctor Lowell, juro que se llevó un susto de muerte. La doctora D’Agostino también.