Lunes, 11 de marzo de 2002. Hora: 19.56
Cuando las cosas se ponían serias, Gaetano era realista. Por mucho que esperaba con ansia llegar a Nassau en esta segunda visita para acabar aquello que había comenzado en la primera, estaba nervioso. Sobre todo le preocupaba el tema de que le dieran un arma, y tenía que ser un arma de primera, porque si no lo era, los problemas eran inevitables. No tenía la menor intención de aporrear al tipo hasta matarlo, ahogarlo en la bañera, o estrangularlo con una cuerda, como ocurría a veces en las películas. Cargarse a un tipo no era algo que se hacía como si nada. Requería una buena planificación. El método debía ser rápido y decisivo, y el lugar moderadamente remoto, para facilitar una huida rápida, y cuando se hablaba de rapidez, no había nada mejor que un arma. Una que fuese buena y silenciosa.
Para Gaetano, el problema en la actual situación radicaba en que dependía de personas a quienes no conocía y que no le conocían. Se suponía que alguien debía reunirse con él cuando aterrizara en la isla, pero no tenía ninguna garantía de que fuera así. Dado que el viaje se había montado a la carrera, no había ningún plan secundario o contactos a quienes llamar, excepto Lou en Boston, y Lou era un tipo difícil de encontrar fuera de los horarios normales. Incluso si el hombre misterioso se presentaba en el aeropuerto, siempre estaba la posibilidad de que él y Gaetano no se encontraran en la inevitable confusión, dado que ninguno de los dos sabía cómo era el otro. Para empeorar las cosas, se suponía que Gaetano debía estar de regreso en Boston al día siguiente, o sea que ni siquiera disponía del beneficio del tiempo.
La otra razón para el nerviosismo de Gaetano era que no le gustaban los aviones pequeños. Los grandes no estaban mal, porque podía engañarse a sí mismo y creer que no estaba volando. Los pequeños eran otra historia, y en el que volaba ahora era el más pequeño de todos. Como si eso fuese poco, el avión vibraba como un cepillo de dientes eléctrico y botaba como un balón. Gaetano no tenía dónde sujetarse, excepto el respaldo del asiento que tenía casi pegado a la nariz. No era una cabina precisamente amplia. Con su corpachón, estaba literalmente encajonado contra la ventanilla.
Había cogido un vuelo de American hasta Miami, donde había hecho transbordo al avión en que volaba ahora. El sol se ponía cuando inició la segunda etapa del viaje, y ahora no se veía más que oscuridad al otro lado de la ventanilla. Intentó no pensar en lo que había debajo del avión saltarín, aunque cada vez que los motores sonaban como si perdiesen potencia, la imagen de un vasto océano negro aparecía involuntariamente en su cabeza para aumentar todavía más su ansiedad. Gaetano tenía un secreto: no sabía nadar y soñar con ahogarse era una de sus pesadillas más habituales.
Echó una ojeada a los otros pasajeros. Nadie hablaba, como si todos compartiesen su terror. La mayoría miraba al frente. Unos pocos leían, y los finos rayos de luz de las lámparas individuales eran como brillantes columnas en medio de la penumbra. La azafata estaba sentada de cara a los pasajeros en respuesta a una orden del piloto referente a las turbulencias. Su expresión de profundo aburrimiento ofrecía un cierto consuelo, aunque lo estropeaba en parte el hecho de que ella utilizaba un cinturón que le sujetaba los hombros, como si esperase lo peor.
Un golpe muy duro seguido por una fuerte sacudida del avión hizo que Gaetano diera un bote en el asiento. Era como si hubiesen chocado con algún objeto volante. Durante casi un minuto no se atrevió ni a respirar, pero no hubo ningún cambio. Resignado a su suerte, cerró los ojos y se apoyó en el respaldo. No había acabado de acomodarse, cuando se escuchó la voz del piloto que anunciaba el aterrizaje en pocos minutos.
Con un súbito estallido de optimismo, Gaetano apretó la nariz contra el cristal de la ventanilla y miró hacia abajo. En lugar de la oscuridad, ahora vio el brillo de las luces. Respiró más tranquilo. Al parecer, saldría bien librado después de todo.
El avión aterrizó con un sonoro y reconfortante golpe de las ruedas. Al cabo de un segundo, se escuchó el rugido de las turbinas a plena potencia, acompañado por la sensación de un frenado rápido. Gaetano se sujetó al respaldo del asiento que tenía delante. La alegría que le embargaba al comprobar que el avión estaba en tierra hizo que le sonriera al pasajero sentado a su derecha. El hombre le devolvió la sonrisa. Miró de nuevo a través de la ventanilla, y se concentró en sus preocupaciones por el arma.
Como eran muy pocos los pasajeros, no perdieron mucho tiempo en el desembarco, y Gaetano fue uno de los primeros en pisar la pista. Respiró a fondo el cálido aire tropical y disfrutó con la sensación de encontrarse de nuevo en tierra firme. Cuando todos descendieron de la cabina, los llevaron a la terminal.
Gaetano, que solo llevaba un bolso de mano, se detuvo apenas pasada la puerta. No sabía muy bien qué hacer. Supuso que su físico le haría destacar, pero nadie lo abordó. Vestía las mismas prendas de la visita anterior: camisa de manga corta con estampados hawaianos, pantalones beige claro, y americana azul oscuro. La presión de las personas que tenía detrás le obligaron a avanzar. Era como dejarse llevar por la corriente de un río hacia el control de pasaportes. Entregó su documento cuando le llegó el turno. El funcionario ya se disponía a sellarlo cuando advirtió los sellos de la anterior visita. No solo había muy poco tiempo, sino que además había sido de un día. Miró a Gaetano con una expresión interrogativa.
—La primera vez solo vine a ver cómo era el lugar —le explicó Gaetano—. Me gustó, así que ahora he vuelto de vacaciones.
El hombre no respondió. Estampó el sello en el pasaporte, lo empujó hacia Gaetano, y cogió el siguiente.
Gaetano pasó junto a los pasajeros que esperaban recoger sus equipajes para ir hacia el control de aduana. Al ver que solo llevaba un bolso de mano y tenía pasaporte norteamericano, los funcionarios le dejaron pasar con un gesto. Salió al vestíbulo de la terminal donde una multitud se agrupaba detrás de una endeble barrera metálica. Todos permanecían atentos a la aparición de familiares y amigos. Nadie mostró el más mínimo interés por Gaetano.
Continuó caminando sin saber qué debía hacer. Caminó a lo largo de la barrera hasta dar con la abertura y mezclarse con la multitud. En cuanto la dejó atrás, se detuvo para mirar a un lado y a otro, con la idea de establecer contacto visual con alguien. Nadie le hizo caso. Se rascó la cabeza mientras pensaba. Al final, acabó por ir hacia el mostrador de una compañía de coches de alquiler y se puso en la cola.
Al cabo de quince minutos, tenía las llaves de otro Cherokee, aunque esta vez era de color verde. Volvió a la zona de las llegadas internacionales y se disponía a llamar a Lou cuando alguien le tocó en el hombro.
En un acto reflejo, Gaetano se volvió como una centella, dispuesto a pelear. Se encontró mirando los ojos oscuros del hombre más calvo y más negro que hubiese visto en toda su vida. Llevaba suficientes cadenas de oro alrededor del cuello como para que no inclinarse fuese todo un ejercicio de resistencia, y la luz que se reflejaba en la calva casi cegó al matón. El hombre respondió a la violenta reacción de Gaetano, dando un paso atrás al tiempo que levantaba las dos manos como si fuese a parar un golpe. En una de las manos sostenía una bolsa de papel muy arrugada.
—Tranqui, tío —dijo el individuo. Hablaba con el mismo tono nativo que Gaetano recordaba de la primera visita—. No pasa nada.
Gaetano se avergonzó de su agresividad e intentó disculparse.
—Ningún problema, tío. —La voz era claramente cantarina—. ¿Eres Gaetano Baresse de Boston?
—¡En persona! —respondió Gaetano, con una alegre sonrisa. Por un momento, sintió ganas de abrazar al extraño, como si fuese un familiar al que no veía desde hacía años—. ¿Tienes algo para mí?
—Lo tengo si tú eres Gaetano Baresse. Me llamo Robert. Deja que te enseñe lo que tengo. —El hombre abrió la bolsa y metió la mano en el interior con la intención de sacar el contenido.
—¡Eh, no saques esa cosa aquí! —le susurró Gaetano, horrorizado—. ¿Estás loco? —Echó una ojeada a la terminal. Había varios policías armados bastante cerca, aunque afortunadamente ninguno de ellos les prestaba atención.
—Quieres verla, ¿no? —replicó el hombre.
—Sí, pero no delante de todo el mundo. ¿Has venido en coche?
—Claro que he venido en coche.
—Pues vamos.
El hombre se encogió de hombros y se dirigió a la salida. Unos pocos minutos después, subieron a un viejo Cadillac color pastel con unas enormes aletas traseras. El hombre encendió la luz del techo y le entregó la bolsa a Gaetano. El matón esperaba encontrarse con una pistola barata, pero la que sacó lo dejó boquiabierto. Era una SW99 de nueve milímetros equipada con un LaserMax y un silenciador Bowers CAC9.
—¿A que es guay? —preguntó Robert—. ¿Eres feliz?
—Más que feliz —afirmó Gaetano. Admiró el impecable acabado, que indicaba que el arma era nueva. Se trataba de un arma que imponía. Aunque solo tenía un cañón de diez centímetros, con el silenciador medía casi veinticinco.
Después de asegurarse de que no había nadie más cerca, Gaetano apuntó a un coche a través del parabrisas, y activó el láser por un momento. Vio el destello del punto rojo en el parachoques trasero del vehículo que estaba a poco más de quince metros. Se sintió entusiasmado con el arma hasta que advirtió que faltaba el cargador en la culata.
—¿Dónde está el cargador? —preguntó. Sin el cargador ni las balas, el arma no servía para nada.
Robert sonrió en la penumbra del coche. Contra su piel negra, los dientes parecían perlas fluorescentes. Se palmeó el bolsillo izquierdo del pantalón.
—Lo tengo aquí, tío, cargado y listo para usar. Tengo otro más por si te hace falta.
—Bien. —Gaetano tendió la mano, mucho más tranquilo.
—No tengas tanta prisa —dijo Robert—. Me parece que esto también vale algo para mí. Me refiero a que me tomé la molestia de venir hasta aquí en lugar de quedarme tranquilamente en casa tomándome una cerveza. ¿Captas la idea?
Gaetano miró por un momento los ojos del hombre, que en la penumbra se parecían sorprendentemente a dos agujeros de bala en una manta blanca sucia. Se daba cuenta de que intentaba aprovecharse, y que probablemente era una iniciativa propia. Lo primero que pensó fue en coger la cabeza del tipo y estrellársela contra el volante para hacerle saber con quién estaba tratando, pero luego prevaleció la sensatez. El tipo podía tener un arma, algo que complicaría las cosas y desde luego no era la manera correcta de iniciar el viaje. Además, Gaetano no tenía idea de cuál era la relación de este tipo con los colombianos de Miami con los que había establecido contacto Lou para organizar la entrega. Lo que menos le interesaba mientras estaba en Nassau para hacer su trabajo era tener a un grupo de tíos que quisieran cargárselo, sobre todo si se trataba de colombianos.
Gaetano se aclaró la garganta. Llevaba encima un buen fajo, dado que en estos tipos de trabajo todo lo hacía por dinero.
—Robert, supongo que te mereces una pequeña muestra de aprecio. ¿De cuánto hablamos?
—Uno de cien no estaría mal —respondió Robert.
Sin decir nada más, Gaetano se inclinó hacia adelante para meter la mano libre en el bolsillo derecho del pantalón. Mientras lo hacía, no dejó de mirar ni por un instante a Robert. Cogió un billete de cien del fajo y se lo dio. Robert le entregó los cargadores. Gaetano metió uno en la culata. Se escuchó un chasquido. Descartó la pasajera fantasía de probar el arma en Robert, y se apeó del coche. Se guardó el segundo cargador en un bolsillo de la americana.
—¡Eh, tío! —gritó Robert—. ¿Quieres que te lleve a la ciudad?
Gaetano se agachó para meter la cabeza por la ventanilla.
—Gracias. He alquilado un coche.
Volvió a erguirse, y metió la pistola en el bolsillo izquierdo del pantalón, que tenía un agujero en el fondo hecho a medida para acomodar el silenciador del arma. El agujero era un truco que le había enseñado un mentor cuando había comenzado a trabajar para la familia de Nueva York. La única pega era tener presente no poner nada más en el bolsillo, como las monedas y las llaves, porque acabarían en el suelo. Mientras caminaba hacia el aparcamiento de los coches de alquiler, sintió el contacto del acero del silenciador contra el muslo. Para él era como una caricia.
Veinte minutos más tarde, Gaetano entró con el Cherokee en el aparcamiento del Ocean Club. El viaje le había dado tiempo para calmarse después del episodio de la extorsión de Robert. El ruido de los neumáticos al aplastar la gravilla le sonó muy fuerte al tener bajados los cristales de todas las ventanillas. Para disfrutar del aire cálido de la noche, Gaetano no había encendido el aire acondicionado. Dio una vuelta al aparcamiento. Buscaba una plaza que no solo estuviese cerca del hotel sino que también le permitiera una salida directa al camino. Después de matar al profesor, era imprescindible salir pitando.
Antes de apearse del coche, Gaetano encendió la luz interior y se miró en el espejo retrovisor. Quería asegurarse de que tenía un aspecto presentable en el lujoso hotel. Se peinó un poco las abundantes cejas y se arregló las solapas de la americana. Cuando le pareció que tenía un aspecto inmejorable, se apeó del Cherokee. Guardó las llaves en el bolsillo derecho del pantalón, y las palmeó a través de la tela para asegurarse. Sería una catástrofe tener que buscar las llaves cuando tenía que darse a la fuga. Acabada la preparación, se puso en marcha.
Gaetano siguió el mismo camino que había utilizado en su primera visita al hotel y fue hacia el edificio donde estaba la habitación 108. Eran las ocho y media de la noche; lo más probable era que el profesor y su novia estuviesen cenando, pero así y todo quería comprobar que no estuviesen todavía en la habitación. Caminó a paso tranquilo y se cruzó con varios de los huéspedes elegantemente vestidos que iban en la dirección opuesta.
En el lugar adecuado, Gaetano acortó camino entre dos edificios para llegar a la zona ajardinada que daba al océano. Siguió caminando hasta casi llegar a las uñas de gato que cubrían la aguda pendiente que acababa en la playa. En ese punto giró para seguir en paralelo al mar hasta llegar delante del edificio que buscaba. Se encontraba lo bastante cerca del agua como para escuchar el suave chapoteo de las olas en la playa a su derecha. Hacía un tiempo glorioso, con unas pocas nubes que pasaban rápidamente por una bóveda celeste parcialmente oculta por el fuerte resplandor de la luna. La brisa del mar hacía susurrar las hojas de las palmeras. No resultaba difícil comprender que a la gente le gustara el Ocean Club.
Cuando llegó delante mismo de la habitación 108, desde donde veía el interior, la excitación hizo que se le erizaran los pelos de la nuca y que un estremecimiento le recorriera todo el cuerpo. No solo estaban todas las luces encendidas y las cortinas abiertas, sino que el profesor y su novia estaban a la vista. Le parecía imposible que su misión pudiese realizarse con tanta facilidad y rapidez, y por un momento, se limitó a mirar mientras se le aceleraba el pulso como un preámbulo a la violencia. Sin embargo, las cosas cambiaran cuando se cuestionó lo que estaba viendo. Parpadeó varias veces para asegurarse de que no le pasaba nada a sus ojos. Algo raro estaba pasando con el profesor y la hermana de Tony, que iban de un lado para otro como un par de gallinas y que después sacudían lo que parecían ser mantas o sábanas. En el fondo se veía la puerta abierta que comunicaba el dormitorio con la sala. El televisor estaba encendido.
El pistolero, atraído por el desconcertante espectáculo, avanzó a través de la zona ajardinada. Su mano se había deslizado instintivamente en el bolsillo izquierdo para empuñar el arma. De pronto, se detuvo al ver la realidad. Las personas que veía no eran sus objetivos sino las doncellas que daban un último repaso a la habitación.
—¡Maldita sea! —exclamó. Luego exhaló un suspiro y sacudió la cabeza, desilusionado.
Gaetano permaneció en la oscuridad durante unos minutos mientras se convencía de que era mejor de esta manera. Si hubiese podía acercarse a la habitación, cargarse al profesor de un disparo, y después largarse, hubiese sido muy poco gratificante. Hubiese sido excesivamente fácil y rápido. Era mucho mejor el acecho, aderezado con un poco de peligro, que requiriese utilizar su habilidad y experiencia. Era así cuando el proceso resultaba auténticamente satisfactorio.
Soltó la pistola, movió la pierna para que el silenciador se acomodara correctamente en el pantalón, y se abrochó la americana.
Luego se volvió para dirigirse a las zonas de uso público del hotel: si el profesor y la muchacha no habían ido a cenar a alguna otra parte, era allí donde los encontraría.
El primer restaurante estaba mucho más cerca de la playa que los demás edificios, así que Gaetano volvió a caminar a lo largo de la pendiente con la playa a la izquierda. Los ventanales del comedor miraban directamente al mar, y Gaetano se encontraba lo bastante cerca como para escuchar algunas de las conversaciones. Aceleró el paso para apartarse rápidamente del campo visual de los comensales. Le preocupaba la posibilidad de que el profesor pudiese reconocerlo. Ese era el principal peligro, porque si el profesor le veía, llamaría a seguridad y probablemente a la policía.
Pasados los ventanales, Gaetano entró en el restaurante por la puerta principal, siempre atento a la presencia del profesor. Pasó junto al mostrador de la recepción, donde varias parejas esperaban mesa, y se detuvo en la entrada del comedor. Rápida y metódicamente inspeccionó el comedor. En cuanto estuvo seguro de que el profesor no estaba allí, se marchó sin perder ni un segundo.
A continuación se dirigió al restaurante más informal, con un bar en el centro, que había visto en su primera visita. Estaba construido al borde mismo de la playa, con un techo de cañas como una enorme choza polinesia. Estaba abarrotado, sobre todo el bar. Una vez más, con mucho cuidado, caminó por el pasillo entre el bar y las mesas. No vio ni rastro del profesor.
Resignado a aceptar que su presa probablemente hubiera salido del hotel para ir a cenar a alguna otra parte, caminó por el sendero que atravesaba la zona ajardinada hasta el edificio principal. Su intención era sentarse en el mismo sofá de la vez anterior, desde donde se podía vigilar sin problemas la entrada principal. Rogó para que estuviesen los boles de frutas. Después de recorrer dos restaurantes y oler los deliciosos aromas de los diferentes platos, el estómago de Gaetano comenzaba a protestar.
Había poca gente en el vestíbulo. Desafortunadamente, el sofá de Gaetano estaba ocupado por una pareja que conversaba con otras dos personas sentadas en sendas butacas. Se acercó a la pequeña barra del bar con su bol de cacahuetes salados. Por una de esas coincidencias, lo atendía el mismo camarero con quien había conversado la vez anterior. Desde aquí se veía la entrada, no tan bien como desde el sofá, pero sí con suficiente claridad.
—¡Eh, hola! —le saludó el camarero. Le extendió la mano—. ¡Bienvenido!
A Gaetano le inquietó un poco que el hombre lo recordara, entre la cantidad de personas que sin duda veía todos los días. Esbozó una débil sonrisa, estrechó la mano del hombre, y cogió un puñado de cacahuetes. El camarero era un neoyorquino trasplantado, y ese había sido el tema de la conversación que habían mantenido una semana y media antes.
—¿Qué le sirvo?
Gaetano vio aparecer en la arcada de la recepción a uno de los fornidos agentes de seguridad. Con los brazos en jarras, echó una ojeada al recinto. Vestía un traje azul. No había ninguna duda de que pertenecía al servicio de seguridad, porque llevaba un audífono en la oreja izquierda y el cable oculto debajo de la chaqueta.
—Una Coke no estaría mal —respondió Gaetano. Era mejor mostrarse relajado y ocupado para no dar la apariencia de que estaba fuera de lugar. Se apoyó en uno de los taburetes con la pierna izquierda recta, para que no se viera el bulto de la pistola y el silenciador—. Con unos cuantos cubitos y limón sería perfecto.
—Eso está hecho, compañero —dijo el camarero. Abrió la botella de gaseosa y echó la bebida en un vaso con los cubitos. Exprimió una rodaja de limón, la frotó contra el borde del vaso, y se lo sirvió—. ¿Sus amigos todavía se alojan en el hotel?
—Tenía que encontrarme con ellos aquí, pero no están en su habitación ni en ninguno de los dos restaurantes.
—¿Probó en el Courtyard?
—¿Qué es eso? —preguntó Gaetano. Vio por el rabillo del ojo que el agente de seguridad se marchaba.
—Es nuestro mejor restaurante —le explicó el camarero—. Solo sirven cenas.
—¿Dónde está?
—Vaya hasta la recepción y doble a la izquierda. No tiene más que cruzar la puerta. Está en el patio de la parte antigua del hotel.
—Iré a echar una ojeada. —Gaetano se acabó la bebida en un par de tragos, y no pudo evitar una mueca ante el exceso de gas. Puso un billete de diez dólares en la barra y le dio una palmadita—. Gracias, colega.
—Vuelva cuando quiera —dijo el camarero, y se embolsó el dinero.
Gaetano subió los dos escalones hasta la recepción, con un ojo atento a la presencia del agente de seguridad. Lo vio casi en el acto, muy entretenido en una conversación con el portero. De acuerdo con las indicaciones del camarero, dobló a la izquierda, y cruzó la puerta que comunicaba con el patio. Era un amplio espacio rectangular lleno de palmeras, flores exóticas e incluso una fuente en el centro. El patio estaba rodeado por el edificio de dos plantas del viejo hotel. Una galería con balaustrada de hierro forjado recorría todo el segundo piso. La música que se escuchaba la interpretaba una orquesta situada fuera de la vista del pistolero.
—¿En qué puedo servirle? —le preguntó una mujer de cabellos oscuros que atendía la recepción. Llevaba un vestido estampado con motivos tropicales, sin hombros, largo hasta los tobillos, tan ceñido que Gaetano se preguntó si podría caminar sin recogérselo hasta la cintura.
—Solo estoy mirando —respondió Gaetano, con una sonrisa—. Es muy bonito. —Aunque entraba un poco de luz desde el vestíbulo del hotel, el patio estaba iluminado con la luz de las velas en las mesas y la luna en el cielo.
—Necesitará hacer una reserva si quiere cenar con nosotros una noche —le informó la encargada—. Esta noche estamos llenos.
—No lo olvidaré. ¿Puedo echar una ojeada?
—Por supuesto —respondió la mujer, y lo invitó a pasar.
Gaetano vio las escaleras que llevaban al segundo piso y, convencido de que dispondría de una mejor vista desde arriba, subió las escaleras. Lo primero que vio fue a los músicos. Ocupaban un pequeño lugar directamente encima del mostrador de la encargada. Para disponer de un poco más de espacio habían corrido algunos muebles del hotel.
El matón caminó a lo largo de la galería, con una mano apoyada en la balaustrada. Veía muy bien las mesas, al menos aquellas que no quedaban ocultas por la vegetación. La luz de las velas iluminaba los rostros de los comensales. Gaetano estaba seguro de que cuando diera toda la vuelta habría visto a todos los presentes sin que se apercibieran de su presencia.
De pronto se detuvo en seco, y de nuevo se le erizaron los cabellos de la nuca. A no más de unos quince metros de distancia, sentado a una mesa detrás de una adelfa en flor, estaba el profesor, que mantenía una conversación muy animada. Sacudía la cabeza mientras hablaba e incluso agitaba un dedo en el aire como si quisiera recalcar un punto. Gaetano no alcanzaba a ver el rostro de Stephanie, porque miraba en la dirección opuesta. Sin perder ni un segundo, Gaetano retrocedió para que la adelfa se interpusiera entre él y el profesor. Ahora venía la parte divertida. De haber tenido un fusil con mira telescópica, hubiese podido cargarse al profesor desde donde estaba, pero no lo tenía, y por otra parte, cargárselo de esa manera hubiese sido poco deportivo. Sabía muy bien que con una pistola, incluso con una mira láser, tenías que estar casi encima del blanco para asegurarte de que lo matabas. En consecuencia, era consciente de que debía esperar.
Miró en derredor. Ahora que había encontrado a los tortolitos, se preguntó dónde podría esperar a que acabaran su cena romántica. No había ninguna duda de que en cuanto lo hicieran, regresarían a su habitación por alguno de los muchos y oscuros senderos, que sería el lugar perfecto para el ataque. En el peor de los casos, quizá irían a dar un paseo por la playa, cosa que tampoco planteaba ningún problema. Gaetano, cada vez más excitado, sonrió complacido. Por fin todo comenzaba a encajar.
Delante no había nada más que las escaleras. Conducían a un balneario, al menos según el cartel que Gaetano alcanza a ver desde su posición. Miró de nuevo hacia donde estaban los músicos, y decidió que allí sería el lugar perfecto para esperar. Aunque probablemente no podría ver al profesor o a la hermana de Tony, debido a la adelfa que ocultaba la mesa, sí que los vería cuando se levantaran, y eso era lo importante. También lo era que mientras esperaba, pareciera que estaba sentado allí escuchando a la orquesta si se daba el caso de que pasara algún agente de seguridad.
Daniel se frotó los ojos como una excusa para recuperar la paciencia. Parpadeó varias veces antes de mirar de nuevo a Stephanie, cuya expresión de furia reflejaba perfectamente la suya.
—Lo único que digo es que el tipo de seguridad, como sea que se llame, afirmó que te cacheó cuando te encontró en una zona no autorizada, algo que no está fuera de lugar.
—¡Se llama Kurt Hermann! —manifestó Stephanie, indignada—. Te lo repito, me manoseó con todo descaro. Me sentí humillada y aterrorizada, no estoy muy segura de qué fue lo peor.
—Vale, así que te manoseó además de cachearte. No tengo muy claro dónde termina lo uno y empieza lo otro. Pero, sea lo que sea, tú no tendrías que haber entrado en la sala de los huevos. ¡Es como si te lo hubieses estado buscando!
Stephanie lo miró boquiabierta. Le horrorizó que Daniel pudiese decir algo así. Era la cosa más desconsiderada que le había dicho, y le había dicho muchas durante su relación. Apartó bruscamente la silla de hierro forjado con un rechinar contra el suelo de ladrillos que sonó muy fuerte, y se levantó. Daniel reaccionó casi con la misma rapidez. Se inclinó sobre la mesa y la sujetó por la muñeca.
—¿Dónde te crees que vas? —preguntó.
—No estoy segura —respondió Stephanie tajantemente—. Ahora mismo, solo quiero marcharme.
Se miraron el uno al otro durante unos segundos. Daniel no la soltó, y Stephanie tampoco intentó soltarse. Acababan de darse cuenta de que los comensales sentados a las mesas vecinas guardaban silencio. Cuando ambos miraron en derredor, comprobaron que todas las miradas estaban puestas en ellos. Incluso varios de los camareros se habían detenido para observarlos.
A pesar de su enfado, Stephanie volvió a sentarse. Daniel continuó sujetándola, aunque con mucha menos fuerza.
—No pretendía decir tal cosa —manifestó Daniel—. Estoy furioso e intranquilo y se me escapó. Sé que no lo buscabas.
Los ojos de Stephanie parecían echar llamas.
—Hablas como una de esas personas convencidas de que las víctimas de una violación se lo tienen merecido por provocar con su forma de vestir o su conducta.
—De ninguna manera —insistió Daniel—. Se me escapó. Solo estoy furioso contigo porque entraste en la maldita sala y montaste todo este lío. Me habías prometido que no ibas a hacer ningún escándalo.
—No lo prometí —replicó Stephanie. Su voz había perdido parte de su agresividad—. Dije que lo intentaría. Pero la conciencia me persigue. Entré en aquella sala con la intención de demostrar lo que me temía, y lo hice. Además de las otras cosas que sabíamos, están fecundando a las mujeres y luego les practican un aborto para obtener los ovarios fetales.
—¿Cómo puedes estar tan segura?
—Porque encontré pruebas concluyentes.
—De acuerdo. ¿Podríamos hablar de todo esto sin gritarnos el uno al otro? —Daniel espió las mesas vecinas. Los comensales habían reanudado sus conversaciones, y los camareros ya no les prestaban atención.
—No, a menos que evites decir cosas como la que acabas de decir.
—Haré todo lo posible.
Stephanie miró a Daniel, en un intento por decidir si estas últimas palabras eran deliberadamente pasivas-agresivas, o si se burlaba de ella con la repetición de las suyas. Desde su perspectiva, debía ser una u otra, y junto con todo lo demás, no era una buena señal.
—¡Venga! —la animó Daniel—. ¡Dime cuál es la prueba concluyente!
Ella continuó mirándolo. Ahora intentaba decidir si Daniel había cambiado durante los últimos seis meses o si siempre había sido indiferente a todo excepto a su trabajo. Desvió la mirada unos momentos para reprogramar sus emociones y recuperar el control. No conseguiría resolver nada si se marchaba o si no hacían otra cosa que discutir. Miró de nuevo a Daniel, inspiró a fondo y le describió todo lo que había visto, en particular los detalles que aparecían reflejados en el libro de registro. Cuando acabó, se miraron el uno al otro. Fue Daniel quien rompió el silencio.
—Tenías toda la razón. ¿Tenerla te da alguna satisfacción al menos?
—¡Ninguna! —declaró Stephanie, con una risa sarcástica—. La cuestión es: ¿podemos seguir adelante a pesar de lo que sabemos?
Daniel miró los platos que apenas si habían probado, y jugó distraídamente con los cubiertos.
—Tal como yo lo veo, debemos aceptar los ovocitos antes de conocer detalles de su procedencia.
—¡Ja! —se mofó Stephanie—. Esa es una excusa muy conveniente y un claro ejemplo de una ética de pacotilla.
Daniel hizo frente a la mirada de Stephanie.
—Estamos muy cerca —manifestó, recalcando cada una de las palabras con un tono solemne—. Mañana comenzaremos a diferenciar las células. No pienso detenerme ahora por lo que pase en la clínica Wingate. Siento mucho el maltrato y la humillación que has sufrido. También lamento que me dieran una paliza. Esto no ha sido precisamente una fiesta, pero sabíamos que tratar a Butler no sería una cosa fácil. Sabíamos muy bien desde el principio que los responsables de la clínica Wingate eran unos tipos sin escrúpulos, y sin embargo lo aceptamos. La pregunta es: ¿todavía estás en esto conmigo, o no?
—Deja que te haga antes una pregunta —dijo Stephanie en voz baja—. Después de haber acabado el tratamiento de Butler, cuando ya estemos en casa, la compañía esté a salvo y todo marche sobre ruedas, ¿podríamos denunciar anónimamente a la policía de las Bahamas lo que pasa en la clínica Wingate?
—Eso sería bastante problemático —respondió Daniel—. Para sacarte inmediatamente de la cárcel privada de Kurt Hermann, cosa que me pareció de primordial importancia para todos, firmé un compromiso de confidencialidad que impide hacer lo que acabas de proponer. Las personas con quienes estamos tratando quizá sean unos locos, pero no son estúpidos. En el compromiso también se detalla lo que estamos haciendo en la clínica, y eso significa que si descubrimos su secreto, ellos revelarán el nuestro, cosa que echará por tierra todo lo que estamos intentando conseguir con el tratamiento de Butler.
Stephanie cogió la copa de vino que no había probado, y la movió en círculos.
—A ver qué te parece esta idea —dijo impulsivamente—. Quizá cuando Butler esté curado, no le importará tanto el secreto.
—Supongo que es una posibilidad —admitió Daniel.
—Por lo tanto, ¿podemos decir que al menos dejaremos el tema abierto para discutirlo en otra ocasión?
—Supongo que sí —repitió Daniel—. Me refiero a que ¿quién sabe? Podrían ocurrir cosas que no hemos previsto.
—Esa parece una descripción bastante acertada de todo este asunto hasta la fecha.
—¡Muy graciosa!
—¡No ha ocurrido nada exactamente como lo habíamos planeado!
—Eso no es totalmente cierto. Gracias a ti, el trabajo celular ha progresado tal como lo habías programado. Para cuando Butler llegue aquí dispondremos de diez líneas celulares y cualquiera de ellas podría curarlo. Lo que necesito saber es si estarás conmigo para acabar con nuestro trabajo y marcharnos de Nassau.
—Tengo que pedir una cosa más.
—¿Sí?
—Quiero que le dejes claro a Spencer Wingate que no te gusta en absoluto que quiera ligar conmigo. Por cierto, ahora que hablamos del tema, ¿por qué te has mostrado absolutamente pasivo al respecto? Es humillante. Ni siquiera lo has mencionado entre nosotros.
—Solo intento no montar ningún escándalo.
—¿Eso es montar un escándalo? ¡No lo entiendo! Si Sheila Donaldson estuviese intentando hacer lo mismo contigo, yo desde luego te daría mi apoyo, lo quisieras o no.
—Spencer Wingate es un egocéntrico gilipollas que se considera como un don para las mujeres. Estaba seguro de que podrías manejarlo sin convertir la situación en un escándalo.
—Ya es un escándalo. Lo suyo raya en la insolencia, e incluso ha tenido el descaro de tocarme, aunque después de lo de hoy, quizá vaya con más cuidado. En cualquier caso, quiero que me des tu apoyo, ¿de acuerdo?
—¡Está bien! ¡De acuerdo! ¿Ya está? ¿Podemos seguir con lo nuestro y dedicarnos al tema Butler?
—Supongo que sí —manifestó Stephanie, sin mucho entusiasmo.
Daniel se pasó la mano por los cabellos varias veces, hinchó las mejillas, y luego soltó el aliento como un globo que se desinfla. Esbozó una sonrisa.
—Me disculpo de nuevo por lo que dije antes. Me desesperó enterarme de que te habían encerrado en aquella celda. Estaba seguro de que nos echarían a patadas de la clínica como consecuencia de tu curiosidad, precisamente cuando estamos a un paso del éxito.
Stephanie se preguntó si Daniel tenía la más mínima sospecha de su tremendo egoísmo.
—Confío en que todo esto no te lleve a decir que no debería haber entrado en aquella sala.
—No, no, en absoluto —negó Daniel—. Comprendo que lo hicieras porque te lo mandaba tu conciencia. Solo me alegro de que el proyecto no se fuera al traste. Pero este episodio me ha hecho comprender algo más. Hemos estado tan ocupados e inmersos en nuestro trabajo que no hemos tenido ni un momento para nosotros excepto la hora de comer. —Echó la cabeza hacia atrás para contemplar el cielo estrellado entre las hojas de las palmeras—. Me refiero a que estamos en las Bahamas en pleno invierno, y no lo hemos aprovechado en ningún sentido.
—¿Estás sugiriendo algo en particular? —preguntó Stephanie. De vez en cuando, Daniel la sorprendía.
—Así es. —Daniel cogió la servilleta y la dejó sobre el mantel—. Ninguno de los dos tenemos mucho apetito, y ambos estamos estresados. ¿Qué te parece si damos un paseo a la luz de la luna por el jardín del hotel y visitamos aquel claustro medieval que vimos desde lejos la primera mañana que llegamos aquí? Nos picó la curiosidad, y sería un lugar muy apropiado. En la época medieval, los claustros servían como refugio del tumulto del mundo real.
Stephanie también dejó la servilleta sobre el mantel. A pesar de su enfado con Daniel y las dudas que tenía sobre el futuro de la relación, no pudo menos que sonreír ante su inteligencia y la viveza de su intelecto, dos rasgos que tenían mucho que ver con su atracción inicial hacia él. Se levantó.
—Creo que es la mejor proposición que me has hecho en seis meses.
¡Esto promete!, pensó Gaetano cuando vio la cabeza de Stephanie y luego la de Daniel que aparecían por encima de la adelfa que le impedía ver la mesa. Antes había visto a Stephanie durante unos segundos, pero aparentemente había vuelto a sentarse. Se acurrucó un poco en la silla, ante la posibilidad de que a Daniel se le ocurriera mirar hacia la orquesta. Esperaba que la pareja caminara en su dirección y pasara junto al mostrador de la recepcionista en el camino de regreso a su habitación. Pero lo engañaron. Se dirigieron en la dirección opuesta sin mirar atrás ni una sola vez.
—¡Maldita sea! —masculló el pistolero. Cada vez que se convencía de que lo tenía todo bajo control, ocurría algo inesperado. Miró al director de la orquesta, con quien había intercambiado varias miradas durante el tiempo que había estado esperando. El hombre se había mostrado muy agradecido por la atención del desconocido. Gaetano le dedicó una sonrisa y se despidió con un gesto mientras se levantaba.
Al principio caminó a paso normal para no dar la impresión de que tenía prisa. Pero en cuanto se alejó lo suficiente de los músicos, apuró el paso mientras sujetaba el arma para impedir que golpeara contra la pierna. En el patio, el profesor y la muchacha ya habían desaparecido en el balneario, en el lado este del edificio.
Gaetano llegó al final de la galería, y bajó las escaleras de dos en dos, sin soltar la pistola. Cuando llegó a la puerta del balneario, se detuvo, adoptó una actitud despreocupada mientras miraba disimuladamente hacia el patio para comprobar que nadie le prestaba atención, y después la abrió. No tenía idea de lo que podía encontrar. Si el profesor y la chica estaban a la vista, dispuestos a solicitar un tratamiento, no podría hacer otra cosa que pensar en el siguiente paso. Pero las instalaciones ya estaban cerradas; testimonio de ello era el cartel en el mostrador de la recepción iluminado con una única lámpara. Entonces, recordó haber pasado por este mismo lugar en su primera visita cuando buscaba la piscina del hotel. Convencido de que el profesor y su novia se dirigían a la piscina, cruzó el salón desierto y salió por la otra puerta.
Ahora se encontraba en una zona donde estaban las casas individuales del hotel. Unas luces mortecinas señalaban las entradas, pero el resto del lugar estaba a oscuras. Gaetano caminó con paso firme por entre las palmeras, porque recordaba el camino. Se sentía complacido. Seguramente la piscina y el bar también estarían cerrados y desiertos, así que podía elegir el lugar más conveniente para realizar su trabajo.
Cuando llegó a un recodo a la derecha, vio por un momento al profesor y a la hermana de Tony antes de que bajaran un breve tramo de escaleras más allá de la balaustrada barroca. Volvió a apurar el paso. Se detuvo por un momento junto a la balaustrada para mirar la zona de la piscina. Tal como había esperado, ya había cerrado y no había luz alguna en los edificios vecinos. La piscina estaba iluminada por los focos submarinos, y parecía una enorme esmeralda.
—¡No me lo puedo creer! —susurró Gaetano—. ¡Esto es perfecto!
Su tensión era palpable. Daniel y Stephanie habían rodeado la piscina y ahora entraban en el amplio y solitario jardín. En la oscuridad, Gaetano no veía muchos detalles más allá de las aisladas y confusas siluetas de estatuas y setos. En cambio, veía con toda claridad el iluminado claustro medieval. Brillaba a la luz de la luna como una corona en la cumbre de las terrazas del jardín.
Gaetano metió la mano en el bolsillo izquierdo del pantalón y empuñó la pistola. Se estremeció al sentir el contacto del acero y en su mente vio el punto rojo del láser en la frente del profesor, una fracción de segundo antes de apretar el gatillo.