Lunes, 11 de marzo de 2002. Hora: 12.11
El mensaje del cartel era claro. Decía:
ACCESO RESTRINGIDO, SOLO PERSONAL AUTORIZADO.
LA PROHIBICIÓN SE CUMPLIRÁ ESTRICTAMENTE.
Stephanie se detuvo por un momento, con la mirada puesta en el cartel enmarcado. Estaba atornillado a la puerta junto al montacargas. Era esta la puerta por la que entraba y salía Cindy Drexler habitualmente, la misma por la que había salido para entregarle los ovocitos a Stephanie y Daniel. Stephanie había visto el cartel de reojo, pero nunca se había acercado para leerlo. Ahora que lo había hecho, dudaba. Se preguntó cuál podía ser el significado de que la prohibición se cumplirá estrictamente, sobre todo a la vista de la tendencia de los directivos de la clínica Wingate a exagerar todo lo referente a la seguridad. Sin embargo, había llegado hasta aquí y no era cuestión de dar media vuelta y renunciar solo por un cartel con una advertencia genérica. Empujó la puerta. Se abrió sin más. Al otro lado, había una escalera que bajaba. Se tranquilizó al pensar que si les preocupaba tanto la presencia de intrusos en la sala de huevos no tendrían la puerta cerrada sin llave.
Con una última mirada por encima del hombro para asegurarse de que estaba sola en el laboratorio, cruzó el umbral y la puerta se cerró sola. De inmediato, notó el contraste con el frío seco del aire acondicionado del laboratorio. En la escalera, el aire era mucho más cálido y húmedo. Comenzó a bajar rápidamente, calzada como iba con zapatos de tacón bajo.
Stephanie se daba prisa porque había calculado que no podría estar más de quince minutos —estirando mucho, veinte— lejos de Daniel. Miró su reloj mientras bajaba; había consumido cinco minutos en ir desde la cafetería hasta allí. Solo se había desviado unos momentos para recoger el móvil. No quería olvidarlo y aparecer sin el teléfono en la cafetería, porque era la excusa que había dado. Daniel la había mirado con una expresión de curiosidad cuando ella se había levantado al minuto siguiente de dejar la bandeja con la comida en la mesa. Tenía claro que se enfadaría si se enteraba de sus intenciones.
Se tambaleó cuando se detuvo bruscamente al pie de la escalera. Se encontró en un pasillo corto y mal iluminado que daba acceso al montacargas en un lado y una puerta de acero inoxidable en el fondo. No tenía pomo ni cerradura. Stephanie se acercó, apoyó la mano en el metal, y empujó. Estaba caliente al tacto pero no cedió en lo más mínimo. Apoyó una oreja y le pareció escuchar un muy leve zumbido.
Stephanie se apartó un poco para observar todo el contorno. Parecía sellada en el marco metálico con una precisión milimétrica. Se puso a gatas, y comprobó que el encaje también era perfecto en el suelo. El esmero de la puerta aumentó su ya enorme curiosidad. Se levantó, y con el borde del puño, golpeó suavemente el metal. Intentaba calcular el grosor, y llegó a la conclusión de que era considerable, dado que no había notado ninguna vibración.
—Pues aquí se acaba mi muy cacareada investigación —susurró Stephanie. Sacudió la cabeza en una muestra de desilusión al tiempo que volvía a fijarse en el contorno. Le sorprendió que no hubiese un timbre, un interfono ni ninguna otra manera a la vista de abrir la puerta o de comunicarse con alguien en el interior.
Con un último suspiro de enfado, a juego con su expresión desilusionada, se volvió hacia la escalera, consciente de que debía inventarse alguna otra estrategia si pretendía continuar con su investigación clandestina. Sin embargo, solo había dado un paso cuando descubrió algo que había pasado por alto. Apenas si sobresalía de la pared delante del montacargas, y resultaba difícil de ver en la penumbra: se trataba de un pequeño lector de tarjetas magnéticas. No lo había visto antes porque solo había tenido ojos para la brillante puerta metálica. Además, el lector tenía el mismo color de la pared y estaba a dos metros de la puerta.
Megan Finnigan se había ocupado de que Stephanie y Daniel tuviesen las tarjetas de identificación de la clínica Wingate. Cada una llevaba una foto que parecía de presidiario plastificada en una cara y la banda magnética en la otra. La supervisora les había dicho que las tarjetas tendrían más valor para los temas de seguridad cuando tuvieran completa la plantilla, momento en que llevarían más datos de sus titulares, y añadió que ahora las necesitarían para entrar en el depósito del laboratorio si les hacía falta algún suministro.
Ante la remota posibilidad de que la tarjeta pudiese servir para esta sala a la vista de que estaban en los primeros meses de funcionamiento de la clínica, Stephanie la pasó por el lector. Su intento se vio recompensado de inmediato cuando vio cómo se abría la puerta de acero y escuchaba el suave silbido del aire comprimido. Al mismo tiempo, se vio envuelta en un extraño resplandor procedente de la sala, y que era una mezcla de luz incandescente y luz ultravioleta. También notó la corriente de aire cálido y húmedo; el lejano zumbido que había oído antes se escuchaba ahora con toda claridad.
Complacida con este súbito y bienvenido golpe de suerte, entró sin perder ni un segundo y se encontró en lo que parecía ser una incubadora gigante. Con una temperatura que rondaba los treinta y seis grados y la humedad de casi el ciento por ciento, notó cómo el sudor comenzaba a empaparle todo el cuerpo, a pesar de que llevaba una blusa sin mangas y una bata de laboratorio corta. Ahora comprendía por qué Cindy vestía unas prendas de algodón tan ligeras.
Unas estanterías similares a las de una biblioteca, con la única diferencia de que en lugar de libros estaban llenas de recipientes con cultivos de tejidos, ocupaban todo el espacio formando una cuadrícula. Cada una tenía unos tres metros de longitud, estaba hecha de aluminio con los estantes regulables y se alzaba desde el suelo de mosaico hasta casi el techo bajo. Todos los recipientes al alcance de su vista estaban vacíos. Delante de ella tenía un largo pasillo, y las estanterías parecían un dibujo en perspectiva. Era tan largo que una ligera bruma oscurecía el final. Por el tamaño de las instalaciones, era obvio que la clínica se estaba preparando para una gran capacidad productiva.
Stephanie avanzó a paso rápido mientras miraba a uno y otro lado. Después de caminar unos treinta pasos se detuvo cuando encontró una estantería donde había cultivos de tejidos en marcha, como lo demostraban los niveles del líquido en los recipientes de vidrio. Levantó uno. En la etiqueta pegada a la tapa ponía CULTIVO DE OOGONIOS, además de una fecha reciente y un código alfanumérico.
Dejó el recipiente en su lugar y comprobó los demás. Todos tenían fecha y código diferentes. Saber que la clínica parecía tener éxito en el cultivo de células germinales primitivas despertó su interés aunque también la preocupó por diversas razones, si bien no era este su objetivo. Deseaba confirmar el origen de los oogonios y los ovocitos que cultivaban y maduraban. Estaba segura de saberlo, pero quería una prueba definitiva que pudiera transmitir a las autoridades locales después de haber tratado al senador y de que ella, Daniel y Butler hubiesen regresado al continente. Miró su reloj. Habían pasado unos ocho minutos, la mitad del tiempo que se había dado.
Stephanie, dominada por una creciente ansiedad, avanzó rápidamente al tiempo que echaba una ojeada a los pasillos laterales y a cada una de las estanterías. El problema radicaba en que no sabía qué buscaba, y la sala era enorme. Para empeorar las cosas, comenzó a notar una leve sensación de falta de oxígeno. Entonces se le ocurrió que la atmósfera en el recinto tendría probablemente un elevado nivel de dióxido de carbono para ayudar a los cultivos de tejidos.
Se detuvo de nuevo después de otros veinte pasos. Había llegado junto a una estantería donde los recipientes tenían una forma particular. Nunca había visto antes nada parecido. No solo eran más grandes y profundos de lo habitual, sino que además tenían una matriz interna donde crecían las células cultivadas. Por otro lado, estaban colocados en unas bases giratorias que les imprimían un movimiento circular, al parecer con el propósito de facilitar la circulación del medio de cultivo. Sin perder ni un segundo, Stephanie levantó uno de los recipientes. En la etiqueta habían escrito:
OVARIO FETAL TROCEADO, VEINTIUNA SEMANA DE GESTACIÓN, OVOCITOS SUSPENDIDOS EN LA ETAPA DIPLOIDE DE PROFASE
Seguido por una fecha y un código. Hizo lo mismo con los demás recipientes de la estantería. Como con los cultivos oogónicos, todos tenían fechas y códigos diferentes.
Las estanterías que quedaban todavía eran más interesantes. Contenían recipientes más grandes y profundos que los anteriores, aunque había menos por estante. La mayoría estaban vacíos. Los llenos contenían un líquido nutriente que circulaba a través de diversos tubos hasta unas máquinas centrales, que parecían unidades de diálisis en miniatura y que eran el origen del zumbido que llenaba la sala. Stephanie se inclinó para mirar en uno de los recipientes. Sumergido en el líquido había un pequeño trozo de tejido filamentoso, aproximadamente del tamaño de una chirla. Los vasos que salían del pequeño órgano estaban canulados con unos diminutos tubos de plástico conectados a una máquina aún más pequeña que las otras. El órgano era objeto de una perfusión interna además en estar sumergido en un caldo de cultivo que circulaba continuamente.
Stephanie metió la cabeza entre los dos estantes para poder mirar la tapa del recipiente sin moverlo. En la etiqueta habían escrito con rotulador rojo:
OVARIO FETAL, VEINTE SEMANAS DE GESTACIÓN
Junto con la fecha y el código. A pesar de las implicaciones, no pudo menos que sentirse impresionada. Al parecer, Saunders y su equipo estaban manteniendo vivos ovarios fetales al menos durante unos días.
Se apartó de la estantería. Aunque no se trataba de una prueba concluyente, lo que estaba descubriendo allí era del todo coherente con sus sospechas de que Paul Saunders y su socio estaban pagando a las jóvenes lugareñas para embarazarlas y luego practicarles un aborto al cabo de unas veinte semanas para recoger los ovarios fetales. Con sus conocimientos de embriología, sabía más que los legos, sobre todo que un diminuto ovario fetal de veintiuna semanas contenía alrededor de siete millones de células germinales capaces de convertirse en ovocitos maduros. La mayoría de estos ovocitos estaban inexplicablemente condenados a desaparecer antes del nacimiento y durante la infancia, de forma que cuando una mujer joven comenzaba sus años reproductivos, su población de células germinales había quedado reducida a aproximadamente unas trescientas mil. Si la meta era la obtención de ovocitos humanos, el ovario fetal era la fuente primordial. Desafortunadamente Paul Saunders parecía saberlo muy bien.
Stephanie sacudió la cabeza, desconsolada ante la absoluta inmoralidad de abortar fetos humanos para obtener los ovocitos, cosa que acababa de ver confirmada al menos parcialmente. Para ella, era peor que seguir con la clonación reproductiva, que también sospechaba que era parte del plan de Saunders. Era consciente de que con estas prácticas inescrupulosas las organizaciones dedicadas a la reproducción asistida como la clínica Wingate, desprestigiaban la biotecnología y ponían trabas a su desarrollo. También le cruzó por la mente que la capacidad de Daniel para cerrar los ojos a la realidad en estas circunstancias le descubría algo de él que hubiese preferido no saber; ese conocimiento, junto al distanciamiento afectivo que mostraba, la hacía interrogarse sobre el futuro de la relación más de lo que había hecho en el pasado. Se dejó llevar por un impulso y decidió que como mínimo en cuanto regresaran a Cambridge se iría a vivir por su cuenta.
Sin embargo, quedaba mucho por hacer hasta entonces. Stephanie volvió a consultar su reloj. Habían pasado once minutos. Se le agotaba el tiempo, porque como mucho solo disponía de otros cuatro minutos antes de dar por concluida la visita. Necesitaba encontrar una prueba irrefutable para que Saunders no pudiera afirmar que los abortos eran terapéuticos. Si bien teóricamente podría volver a esta sala otro día, el instinto le decía que no sería fácil, máxime por la dificultad de encontrar otra excusa creíble para alejarse de Daniel. Su pareja no le daba apoyo, pero desde luego insistía en estar muy cerca físicamente.
Cuatro minutos no eran mucho tiempo. Llevada por la desesperación, Stephanie decidió correr todo el resto del pasillo hasta el final de la sala, desviarse a uno de los lados, y luego volver hacia la puerta por cualquiera de los otros pasillos longitudinales. No había corrido más de seis metros cuando se detuvo bruscamente. Al mirar a la izquierda por uno de los pasillos laterales, vio lo que parecía ser un laboratorio o un despacho separado de la sala principal por una cristalera. Se encontraba a casi siete metros de su posición. La brillante luz fluorescente alumbraba la zona cercana. Sin pensárselo dos veces, cambió de dirección para ir hacia allí.
Mientras se acercaba, comprobó que la impresión inicial había sido correcta. Sin duda se trataba de la oficina y laboratorio de Cindy, convenientemente ubicada en el centro y contra la pared del edificio. La habitación era rectangular, de unos tres metros de fondo por unos nueve de longitud. A todo lo largo de la pared había un mostrador con cajones y en el centro un espacio para utilizar el mostrador como mesa. La iluminación provenía de los tubos fluorescentes instalados en la parte inferior de los armarios colgados, que hacía resplandecer la superficie del mostrador.
El mostrador estaba abarrotado con recipientes, centrifugadoras, y toda clase de equipos, pero nada de todo esto le interesaba a Stephanie. Su atención se centró de inmediato hacia lo que parecía ser un gran libro de registro en la parte que servía de mesa. Lo ocultaba en parte el respaldo de la silla.
Consciente de que el tiempo corría implacablemente, miró a un lado y a otro de la oficina en busca de una puerta. Para su sorpresa, la tenía delante mismo de sus ojos; excepto por el pomo, no se distinguía del resto de los cristales. Las bisagras estaban por el lado interior.
Al ver el ojo de la cerradura, Stephanie pensó que podría estar cerrada con llave; rogó para que no fuese así. Sujetó el pomo y lo hizo girar. Exhaló un suspiro de satisfacción cuando la puerta se abrió silenciosamente. En el momento de entrar en la larga y poco profunda habitación, notó una brisa proveniente de la sala, algo que sugería que la sala estaba presurizada, probablemente para evitar la presencia de microbios transportados por el aire. La temperatura y la humedad en el interior del despacho eran normales. Dejó la puerta entreabierta y se acercó al libro. Un segundo más tarde estaba absorta en la lectura, convencida de que había encontrado lo que buscaba.
Apartó la silla y se inclinó sobre el libro para ver mejor las entradas manuscritas. Era un libro de registro, pero no financiero. Aparecía toda una lista de las mujeres que habían sido fertilizadas para después someterlas a un aborto, incluidas las fechas de las dos intervenciones, junto con otra información. Volvió unas cuantas páginas atrás, y comprobó que el programa había comenzado mucho antes de que la clínica abriera sus puertas. Paul Saunders se había ocupado de asegurarse el suministro de ovocitos con mucha antelación.
Stephanie se fijó en unos cuantos casos individuales, y siguió con el dedo las correspondientes entradas. Así se enteró de que las mujeres habían sido embarazadas después de una fecundación in vitro. Esto era coherente, dado que solo necesitaban fetos femeninos, y la FIV era la única manera de garantizar dicho resultado. Advirtió que los cromosomas X utilizados en todos los casos pertenecían al esperma de Paul Saunders, algo que ofrecía un claro testimonio de una megalomanía sin escrúpulos.
Se sintió fascinada. Todo estaba debidamente registrado con letra clara. Aparecían los tipos de cultivos de tejido empleados en cada caso junto con el estado actual de los cultivos en la sala. Según el registro, algunos fetos aportaban ovarios enteros, a otros se los extraían para trocearlos y hacer nuevos cultivos, mientras que unos solo servían para proveer líneas de células germinales no agregadas.
Stephanie volvió a la página que había encontrado abierta, y comenzó a contar cuántas mujeres estaban embarazadas en estos momentos. No pudo evitar sacudir la cabeza al ver que Saunders y sus secuaces no solo habían tenido la temeridad de ejecutar semejante programa sino también la audacia de anotar todos y cada uno de los sórdidos detalles. Tras este descubrimiento, ahora Stephanie no tenía más que informar a las autoridades locales de la existencia del libro de registro y dejar que ellos adoptaran las medidas pertinentes.
De pronto se quedó de una pieza cuando un estremecimiento de terror le recorrió la espalda. No había acabado de contar el número de mujeres embarazadas cuando un puño helado le oprimió el corazón. En el más absoluto silencio y sin ningún aviso previo, un círculo de acero helado había pasado entre sus cabellos para apoyarse en la nuca bañada en sudor. En el acto comprendió sin ninguna duda de que se trataba del cañón de un arma.
—¡No te muevas, y apoya las manos en la mesa! —le ordenó una voz incorpórea.
Stephanie notó que se le doblaban las rodillas. Sufrió una parálisis momentánea. Todos los temores relacionados con su espionaje, agravados por la presión del tiempo, se condensaron en una descarga de terror. Estaba inclinada sobre el libro, con una mano en la mesa y la otra levantada en el aire. Había utilizado el índice para ayudarse en la cuenta.
—¡Pon las manos en la mesa! —repitió Kurt sin disimular la furia. Le tembló la voz. Tuvo que hacer un esfuerzo para no pegarle con el arma a esta desvergonzada y provocadora mujer que había tenido el descaro de entrar en la sala de los huevos.
El cañón del arma se mantuvo apretado contra la nuca de Stephanie sin llegar a producirle dolor. La científica recuperó el movimiento; obedeció la orden y apoyó la otra mano en la mesa. Tenerlas apoyadas evitó que se desplomara. Temblaba tanto que notaba como si los músculos de las piernas estuviesen hechos de gelatina.
Agradeció para sus adentros que Kurt apartara el arma. Inspiró profundamente. Advirtió, sin mucha atención, que unas manos buscaban en el interior de los bolsillos de la bata, que cogían el móvil, un puñado de bolígrafos y papeles, y los volvían a guardar. Comenzó a recuperarse un poco, cuando notó que las manos se metían por debajo de la bata y le tocaban los pechos.
—¿Qué demonios está haciendo? —preguntó.
—¡Cállate! —gritó Kurt. Le palpó los costados del tórax. Luego las manos bajaron hasta las caderas, donde se detuvieron por un instante.
Stephanie contuvo la respiración. Se sentía mortificada y humillada. Al cabo de un segundo, las manos le sujetaron las nalgas.
—¡Esto es un abuso! —tartamudeó. La furia comenzó a imponerse al miedo. Intentó levantarse para enfrentarse a su captor.
—¡Cállate! —repitió Kurt. Apoyó una mano en la espalda de la bióloga y la empujó hasta hacerle caer sobre el libro con los brazos extendidos sobre el mostrador. Una vez más, el arma se apoyó en su nuca y esta vez le hizo daño—. No dudes ni por un segundo de que te puedo disparar aquí y ahora.
—Soy la doctora D’Agostino —dijo Stephanie con voz ahogada por la terrible presión en la espalda—. Trabajo aquí.
—Sé quién eres —replicó Kurt con el mismo tono feroz—, y también que no trabajas en esta sala. Esto es una zona vedada.
Stephanie notaba el aliento caliente de Kurt. Estaba inclinado sobre ella, y la apretaba contra el mostrador. Le costaba respirar.
—Si te vuelves a mover, disparo.
—Vale —gimió Stephanie. Para su alivio, desapareció el peso que la sofocaba. Hizo una inspiración a fondo en el mismo momento en que una mano le palpó la entrepierna. Apretó los dientes ante este nuevo abuso. Luego las dos manos le palparon una pierna y después la otra, pero no antes de tocarle de nuevo en la entrepierna. Después, el peso del hombre volvió a descansar sobre ella, aunque no con la misma violencia de antes. Al mismo tiempo, notó el calor de su aliento en la nuca cuando él se frotó lujuriosamente contra su cuerpo y le susurró al oído:
—Las mujeres como tú se merecen esto y más.
Stephanie contuvo el impulso de resistirse o siquiera gritar. El hombre que la aplastaba seguramente era un desequilibrado, y su intuición le gritaba silenciosamente que, por ahora, debía mostrarse pasiva. Después de todo, se encontraba en una clínica y no en algún lugar aislado. No tardaría en aparecer Cindy Drexler o algún otro.
—Verás, zorra —añadió Kurt—. Tenía que asegurarme de que no llevaras una cámara o un arma. Es algo que suelen hacer los intrusos, y no lo puedes saber si no los cacheas.
Stephanie permaneció callada e inmóvil. El hombre se apartó.
—¡Pon las manos detrás!
Stephanie obedeció la orden. Entonces, antes de que pudiese saber qué estaba pasando, notó el frío de las esposas. Sucedió tan rápido que no lo comprendió hasta escuchar el segundo chasquido metálico. La situación iba de mal en peor. Nunca la habían esposado, y las argollas le hacían daño en las muñecas. Para colmo, ahora se sentía muchísimo más indefensa.
Kurt la sujetó por la nuca, la levantó bruscamente, y la obligó a volverse. Miró a su asaltante, y se fijó en los finos labios desfigurados en una sonrisa cruel e insultante, como si hiciera alarde de que apenas conseguía mantenerse controlado.
Lo reconoció de inmediato. Aunque nunca había escuchado su voz hasta ahora, lo había visto por las dependencias de la clínica y en la cafetería. Incluso sabía su nombre y que era el jefe de seguridad. Había sido en su despacho donde a ella y Daniel los habían fotografiado para hacerles las tarjetas de identidad. El hombre estuvo presente, pero no dijo ni una palabra. En aquella ocasión, Stephanie había evitado en todo momento la mirada de sus ojos pequeños como cuentas.
Kurt se hizo a un lado y le señaló la puerta abierta de la oficina. Había guardado el arma. Stephanie no veía la hora de marcharse, pero cuando intentó volver por la dirección en que había venido, el jefe de seguridad la cogió del brazo.
—Vas en la dirección equivocada —dijo con voz áspera. Cuando ella se volvió para mirarlo, Kurt le señaló la dirección opuesta.
—Quiero volver al laboratorio —manifestó Stephanie. Intentó dar un tono autoritario a su voz, a pesar de lo difícil de las circunstancias.
—No me importa en lo más mínimo lo que quieras. ¡Camina! —Kurt le dio un empellón. Sin los brazos para ayudarla a mantener el equilibrio, a punto estuvo de caer de bruces. Afortunadamente, evitó la caída al golpear con el hombro contra una de las estanterías. Kurt la volvió a empujar, y ella avanzó tambaleante en la dirección indicada.
—No sé a qué viene tanto escándalo por esto —comentó Stephanie, después de recuperar la compostura hasta cierto punto—. Solo estaba echando una ojeada. Tenía curiosidad por conocer el origen de los ovocitos que nos suministró el doctor Saunders. —En su mente debatía si lo lógico era seguir las órdenes de Kurt o sencillamente negarse a dar un solo paso más. Si no iban a volver al laboratorio, quería quedarse en el despacho de Cindy Drexler, donde tenía la seguridad de que la técnica tendría que aparecer en algún momento. No saber dónde pretendía llevarla el jefe de seguridad la aterrorizaba, pero no se detuvo. La amenaza de que el hombre no vacilaría en dispararle la obligó a seguir caminando. Por muy loco y exaltado que pareciera, ella se lo tomaba muy en serio.
—Entrar sin autorización en la sala de los huevos es algo muy grave —replicó Kurt despectivamente, como si le hubiese leído el pensamiento.
Cuando llegaron al otro extremo de la sala, dieron una vuelta de noventa grados para ir hacia una puerta idéntica a aquella por donde había entrado Stephanie, pero en el lado opuesto del recinto. Kurt apretó un botón en el marco, y la pesada puerta metálica se deslizó silenciosamente sobre las guías. Kurt la hizo pasar con otro empellón. Como nunca había tenido que moverse con los brazos sujetos a la espalda, Stephanie tuvo problemas para mantener el equilibrio. Ahora estaban en un largo y angosto pasillo con las paredes de cemento que se curvaba hacia la izquierda. La iluminación era escasa y el aire húmedo olía a viciado.
Stephanie se detuvo. Intentó volverse, pero esta vez el empellón de Kurt la tumbó. Al no poder utilizar las manos para amortiguar la caída, cayó sobre un hombro, y se raspó la mejilla contra el suelo de cemento. Un segundo más tarde, Kurt la cogió por la bata y la levantó como si fuese una muñeca de trapo. En cuanto Stephanie se sostuvo de pie, la volvió a empujar. La bióloga se resignó a continuar caminando, consciente de que resistirse solo serviría para aumentar los riesgos.
—Exijo hablar con el doctor Wingate y el doctor Saunders —manifestó Stephanie, en un segundo intento por mostrarse autoritaria. Su miedo crecía por momentos mientras se preguntaba adónde quería llevarla. El calor y la humedad indicaban que se trataría de algún lugar subterráneo.
—En el momento oportuno —replicó Kurt y soltó una risa libidinosa que la hizo estremecer.
Stephanie no tardó mucho en darse cuenta de que caminaban en la misma dirección del camino cubierto que conectaba el edificio del laboratorio con el de la administración, solo que lo hacían por un pasaje subterráneo. Al cabo de unos minutos, llegaron a una puerta a prueba de incendios. Kurt la abrió, y Stephanie comprobó que había acertado. Se encontraban en el sótano del edificio de la administración. Recordaba el lugar de cuando ella y Daniel habían estado ahí para recoger las tarjetas de identificación. Respiró un poco más tranquila, al suponer que se encaminaban hacia el despacho del jefe de seguridad, una suposición que no tardó en verse confirmada.
—¡Sigue caminando! —le ordenó Kurt cuando entraron en su despacho. Se mantuvo detrás de ella, fuera de su campo visual.
Stephanie pasó a otra habitación donde una de las paredes aparecía cubierta con monitores de televisión. Kurt la obligó a continuar. La científica se detuvo cuando llegaron al final del pasillo.
—Verás que hay una celda a la izquierda y un dormitorio a la derecha —añadió Kurt con un tono burlón—. ¡Tú eliges!
Stephanie no respondió, sino que entró sin vacilar en la celda. Kurt cerró la puerta, y el chasquido del cerrojo resonó en el recinto de cemento.
—¿Qué pasa con las esposas? —preguntó Stephanie.
—Por ahora se quedan donde están —contestó Kurt, y en su rostro apareció de nuevo la sonrisa cruel—. Es por cuestión de seguridad. A la dirección no les gusta que los prisioneros se suiciden. —Kurt se echó a reír. Era obvio que disfrutaba mucho con la situación. Se volvió dispuesto a marcharse pero vaciló. En cambio, se acercó para mirar a Stephanie fijamente—. Hay un inodoro que está a tu disposición. Si lo quieres usar, adelante. Haz como si yo no estuviera.
Stephanie volvió la cabeza para mirar el inodoro. No solo estaba a la vista, sino que ni siquiera disponía de asiento. Miró a Kurt con una expresión furiosa.
—Quiero hablar con los doctores Wingate y Saunders inmediatamente.
—Mucho me temo que no estás en condiciones de dar órdenes —se mofó Kurt. Miró a su prisionera durante unos segundos antes de desaparecer por el pasillo.
Stephanie soltó el aliento y se relajó un poco en cuanto se marchó el jefe de seguridad. Solo alcanzaba a ver una parte del corredor. No podía consultar su reloj, y se preguntó qué hora era. Daniel no podía tardar mucho en comenzar a buscarla; quizá ya lo estaba haciendo. Entonces la asaltó otro miedo: ¿Qué pasaría si se había enfadado tanto con ella por lo que había hecho que no le importaba en absoluto que la tuviesen encerrada?
Kurt Hermann se sentó a su mesa y apoyó los brazos en la superficie. Temblaba del deseo no consumado. Stephanie D’Agostino lo había excitado al máximo. Desafortunadamente, el placer de acariciar su cuerpo había sido demasiado breve y ansiaba una repetición. Ella se había comportado de una manera despectiva, pero Kurt estaba seguro de conocer bien a las mujeres. Les gustaba comportarse de esa manera: primero provocaban, y luego fingían que no les gustaban las consecuencias. No era más que puro fingimiento, una broma.
Durante unos minutos buscó excusas para no llamar a Saunders. De haber estado dentro de sus atribuciones, no lo hubiese hecho. La doctora D’Agostino bien podía desaparecer sin más. Demonios, era lo que se merecía. Sin embargo, era consciente de que no podía hacerlo. Saunders se enteraría, porque sabía que Kurt controlaba las entradas y salidas de la clínica. Si desaparecía la doctora, Saunders sabría que Kurt era el responsable o por lo menos que estaba al corriente de lo que le había pasado.
Kurt apeló a su entrenamiento en las artes marciales para tranquilizarse. En cuestión de minutos, sus músculos se relajaron y desaparecieron los temblores. Incluso los latidos de su corazón bajaron a menos de cincuenta por minuto. Lo sabía porque se controló el pulso varias veces. Cuando recuperó el control de sus emociones, se levantó para ir a la sala de los monitores.
El reloj de pared marcaba las 12.41. Eso significaba que Spencer Wingate y Paul Saunders estarían en la cafetería. Kurt se sentó delante de los monitores. Se fijó en el número doce. Con el teclado, conectó el mando a la minicámara doce y comenzó un barrido del local. Antes de encontrar a sus jefes, encontró a Daniel Lowell. Kurt amplió la imagen. El hombre leía una revista científica mientras comía, absolutamente ajeno al entorno. Al otro lado de la mesa estaba la bandeja de Stephanie. Una mueca burlona apareció en el rostro de Kurt. Tenía a la novia del científico encerrada en su celda particular después de haberla magreado a placer, y el tipo no tenía ni la menor idea. ¡Menudo imbécil!
Kurt cerró el zoom y continuó buscando a Spencer y Paul.
Los encontró en la mesa habitual, en compañía de varios empleados. Ellos también eran unos imbéciles, porque Kurt sabía con quiénes follaban, y la palma se la llevaba Paul, que vivía en la clínica. Para Kurt, la mayoría de los hombres eran unos gilipollas, incluida la mayoría de sus comandantes cuando había estado en el ejército. Era la cruz que le había tocado cargar.
Cogió el teléfono y llamó a la supervisora de la cafetería. Cuando la mujer se puso al teléfono, le pidió que le comunicara a Spencer y Paul que acababa de producirse una emergencia que requería la inmediata presencia de ambos en su despacho. Le indicó las palabras exactas que debía decirle: «Es un problema grave». Unos segundos después de colgar el teléfono, vio aparecer a la supervisora en el monitor. Se la veía muy nerviosa. Primero tocó el hombro de Spencer y luego el de Paul, y se agachó para susurrarles el mensaje. Ambos se levantaron de un salto, y con expresiones preocupadas, se dirigieron directamente hacia la puerta. Spencer precedía a su socio porque se encontraba más cerca de la salida.
Kurt activó desde el teclado la cámara de la celda, y la imagen apareció en el monitor que tenía delante. Centró toda la atención en la pantalla. Stephanie se movía por la celda como una fiera. Era como si lo estuviese provocando con su cuerpo.
Incapaz de seguir mirándola, Kurt se levantó bruscamente. Regresó a su despacho para valerse de nuevo del entrenamiento para calmarse. Cuando Spencer Wingate y Paul Saunders entraron sin aliento, Kurt había recuperado el estoicismo habitual. Solo movió los ojos cuando los dos médicos se acercaron a su mesa.
—¿Cuál es el problema grave? —preguntó Spencer. Como director de la clínica le correspondía a él hacer las preguntas. El rostro de Wingate, como el de Paul, estaban un tanto enrojecidos. Los dos hombres habían corrido todo el camino desde el edificio número tres, un ejercicio que superaba al habitual. Ambos estaban muy asustados, porque el mensaje de Kurt había sido idéntico al que había transmitido cuando los agentes federales habían asaltado la clínica Wingate en su sede de Massachusetts.
Kurt disfrutó del miedo como una venganza por el escaso reconocimiento a todos sus esfuerzos para poner en marcha los servicios de seguridad de la nueva clínica. Le hizo un ademán a sus jefes para que guardaran silencio mientras los llevaba a la sala de los monitores. Una vez allí, cerró la puerta y les señaló las dos sillas. Él permaneció de pie. Los observó sin dejar de recrearse con la atención que le dispensaban.
—¿Se puede saber cuál es la maldita emergencia? —preguntó Spencer, impaciente—. ¡Dígalo de una vez!
—Hemos tenido una entrada no autorizada en la sala de huevos. Es una evidente situación de espionaje industrial que compromete todo el programa de obtención de huevos.
—¡No! —exclamó Paul. Se movió hacia adelante en la silla. El programa de obtención de ovocitos era fundamental en sus planes para el futuro de la clínica y su reputación profesional.
Kurt asintió, cada vez más complacido.
—¿Quién es? —inquirió Paul—. ¿Ha sido alguien que trabaja aquí?
—Sí y no —respondió Kurt ambiguamente, sin dar más detalles.
—¡Venga ya! —se quejó Spencer—. No estamos jugando a las adivinanzas.
—La persona fue sorprendida leyendo el registro de los ovocitos y detenida en el acto.
—¡Dios santo! —soltó Paul—. ¿Esta persona estaba leyendo el registro?
Kurt señaló el monitor central delante mismo de la mesa. Stephanie se había sentado en el camastro de hierro. Sin saberlo, miraba casi directamente a la cámara de vigilancia. Su inquietud no podía ser más evidente.
Durante unos minutos, reinó el silencio en la sala de vídeo. Todas las miradas estaban puestas en Stephanie.
—¿Cómo es que no se mueve? —preguntó Spencer—. Está bien, ¿no?
—Está bien —le tranquilizó Kurt.
—¿Por qué le sangra la mejilla?
—Se cayó cuando iba a la celda.
—¿Qué le hizo? —le espetó Spencer.
—No quería cooperar. Necesitaba un estímulo.
—¡Por todos los diablos! —protestó Spencer. En su conjunto, no era una emergencia del nivel que había sospechado, pero no dejaba de ser seria—. ¿Cómo es que tiene los brazos a la espalda?
—Está esposada.
—¿Esposada? —repitió Spencer—. ¿No le parece que es excesivo? Aunque, con su historial, tenemos que dar gracias que no le disparara en el acto.
—Spencer —intervino Paul—, debemos agradecerle a Kurt su vigilancia, y no mostrarnos críticos.
—Es el procedimiento habitual esposar a un individuo cuando se le detiene —declaró Kurt, con un tono agrio.
—Sí, pero ahora está en una celda —replicó Spencer—. Podría haberle quitado las esposas.
—Olvidemos las esposas por un momento —sugirió Paul—. Pensemos en las implicaciones de su comportamiento. No me hace ninguna gracia que estuviese en la sala de los huevos, y mucho menos que leyera el registro. Se ha mostrado bastante crítica con nuestros trabajos, y en particular con nuestra terapia de las células madre.
—Es un tanto soberbia —admitió Spencer.
—No quiero que trastorne nuestro programa de ovocitos, aunque es bien poco lo que puede hacer aquí en las Bahamas —comentó Paul—. No es como si estuviésemos en Estados Unidos. Así y todo, aún podría montar un escándalo que perjudicaría nuestra imagen, y provocaría algunos trastornos en nuestros esfuerzos para el reclutamiento de úteros de alquiler, cosa que acabaría afectando a nuestras ganancias. Debemos asegurarnos de que no ocurre tal cosa.
—Quizá esa sea la razón por la que Lowell y ella están aquí —sugirió Spencer—. Bien podría ser que todo el montaje sobre el presunto tratamiento no sea más que una farsa. Nada nos garantiza que no sean espías industriales dispuestos a arrebatarnos nuestros secretos.
—Son legales —afirmó Paul.
—¿Cómo puedes estar seguro? —replicó Spencer. Apartó la mirada del monitor para prestar atención a Paul—. Eres un tanto ingenuo cuando tratas con científicos de verdad.
—¿Qué has dicho? —exclamó Paul.
—Oh, no seas tan sensible —contestó Spencer—. Ya sabes lo que quiero decir. Esas personas son médicos.
—Algo que podría explicar su falta de creatividad —señaló Paul—. No necesitas un doctorado para abrir camino en la ciencia. En cualquier caso, te aseguro que estas personas saben lo que hacen. He visto con mis propios ojos que el RSHT es impresionante.
—Así y todo podrían estar engañándote. A eso me refiero. Son investigadores profesionales, y tú no.
Paul desvió la mirada por un momento para controlar su furia. Spencer era la persona menos indicada para sugerir que era una autoridad a la hora de decidir quién era un científico y quién no. Spencer no sabía absolutamente nada de investigación científica. No era más que un empresario vestido de médico y ni siquiera era bueno como empresario.
Después de un par de inspiraciones profundas, Paul miró a su jefe.
—Sé que están realizando unas manipulaciones celulares de primer orden, porque cogí algunas de las células donde añadieron el ADN de Jesucristo. Las células son sorprendentes y absolutamente viables. Las he utilizado para ver si funcionaban y funcionan.
—Espera un momento. No irás a decir que han demostrado que estas células tienen el ADN de Jesucristo.
—Por supuesto que no. —Paul hizo un esfuerzo para mantener la compostura. Había veces en las que discutir de ciencia biomolecular con Spencer era como hablar con un niño de cinco años—. No hay ninguna prueba de tal cosa. Lo que intento decirte es que trajeron con ellos un cultivo de fibroblastos de una persona con la enfermedad de Parkinson a la que pretenden tratar. Dentro de dichas células, han reemplazado los genes defectuosos con genes que han construido del ADN extraído de la muestra de la Sábana Santa. Ya han hecho toda esa parte, y ahora están preparando las células para el tratamiento. Es verdad. No tengo ni la más mínima duda de que es eso. Estoy absolutamente seguro. ¡Confía en mí!
—De acuerdo, de acuerdo —manifestó Spencer—. Dado que has estado con ellos en el laboratorio, supongo que debo aceptar tu palabra de que están aquí para realizar una tarea terapéutica legítima. Sin embargo, está pendiente la identidad del paciente, donde también acepté tu palabra. Dijiste que averiguarías quién es el paciente. Ahora falta poco más de una semana para el inicio del tratamiento y seguimos sin saber nada.
—Ese es otro problema.
—Sí, pero va asociado. Si no tenemos un nombre, está muy claro que no sacaremos ningún beneficio financiero de todo este asunto. ¿Por qué no hemos podido averiguar su identidad? A primera vista, no parece ser un imposible.
Paul miró al jefe de seguridad.
—¡Díselo! —ordenó.
—Ha sido un trabajo más difícil de lo que había supuesto en un primer momento —explicó Kurt, tras unos segundos de vacilación—. Buscamos cualquier pista en su apartamento y en la empresa incluso antes de que vinieran a Nassau. En el tiempo que llevan aquí nos hicimos con sus ordenadores y copiamos los contenidos de los discos duros, pero no encontramos nada que nos pudiese orientar. Por el lado positivo tenemos que hoy mismo conseguí colocar un micro en el móvil de la mujer. Lo venía intentando desde el primer día, pero ella nunca me dio la oportunidad. Ni una sola vez lo perdía de vista.
—¿Ha colocado el micro mientras ella está en la celda? —preguntó Spencer—. ¿No cree que sospechará?
—No. El micro lo coloqué antes de detenerla. Hoy, por primera vez, se dejó el móvil en el laboratorio antes de ir a la cafetería. Acababa de instalarlo cuando ella volvió inesperadamente para ir a la sala de los huevos. Yo la seguía cuando entró.
—En ese caso, ¿por qué no la detuvo antes de entrar? —dijo Spencer.
—Quería pillarla con las manos en la masa —respondió Kurt. La sonrisa de lujuria reapareció en su rostro.
—Supongo que a mí tampoco me hubiese importado pillarla con las manos en la masa —comentó Spencer, con la misma sonrisa.
—Con un micro en su móvil, estamos bien situados —manifestó Paul—. Desde el principio, Kurt insistió en que pincharle el móvil nos daría la identidad del paciente.
—¿Eso es verdad? —preguntó Spencer.
—Sí —contestó Kurt sencillamente—. Claro que tenemos otra opción. Ahora que la tenemos bajo custodia, podríamos exigirle que nos diga el nombre como condición para dejarla en libertad.
Los dos directores de la clínica Wingate se miraron el uno al otro mientras pensaban en la idea del jefe de seguridad. Fue Spencer quien respondió primero.
—No me gusta la idea —manifestó, y sacudió la cabeza.
—¿Por qué? —quiso saber Paul.
—Sobre todo porque no creo que nos lo vaya a decir, y eso descubriría nuestra desesperación por obtener el nombre. Es obvio que para ellos es muy importante mantener en secreto el nombre del paciente; de lo contrario, ya lo sabríamos. En este momento, con todo el avance que según tú han hecho en el laboratorio, bien podrían recogerlo todo y marcharse a otra parte para el tratamiento final. No quiero arriesgarme a perder los otros veintidós mil quinientos dólares que faltan por cobrar. No será una fortuna, pero es algo. Además, descubrirían que lo nuestro es un farol. No podemos tenerla en la celda a menos que lo encerremos a él también, cosa que no podemos hacer, y Lowell montará un escándalo mayúsculo en cuanto se entere de dónde está y cómo la han tratado.
—Has señalado todos los puntos importantes —declaró Paul—. Estoy de acuerdo contigo, y preferiría que la condición para dejarla en libertad sea una promesa de confidencialidad, algo muy razonable a la vista de las circunstancias. Es muy libre de tener sus propias opiniones, pero debería guardárselas. Tengo la sensación de que el doctor Lowell nos respaldará en este punto. Siempre me ha parecido que intenta poner freno a su arrogancia.
Spencer miró al jefe de seguridad.
—¿Está seguro de que descubrirá la identidad del paciente gracias a tenerle pinchado el móvil?
Kurt se limitó a asentir con un gesto.
—Entonces, confiemos en que así sea —añadió Spencer—. También insistiremos en la promesa de confidencialidad.
—De acuerdo —dijo Paul—. Por cierto, ahora que lo hemos mencionado. ¿Dónde está el doctor Lowell?
—Está en la cafetería —respondió Kurt. Miró el monitor número doce—. Al menos, estaba allí hace unos minutos.
—Creo que es significativo que la doctora D’Agostino estuviese sola cuando entró en la sala de los huevos —opinó Paul.
—¿Por qué? —preguntó Spencer.
—Tengo la casi seguridad de que el doctor Lowell no sabía nada de lo que ella estaba haciendo.
—Es probable que estés en lo cierto.
—El doctor Lowell va hacia el laboratorio —informó Kurt. Señaló el monitor, y los directores miraron la pantalla. Daniel caminaba a paso rápido por el camino que iba del edificio tres al uno, con una mano apoyada en el bolsillo de la camisa donde llevaba varios bolígrafos y lápices. Llegó al edificio uno y entró.
—¿Cuál es el monitor del laboratorio? —preguntó Paul. Kurt se lo señaló. Todos miraron mientras Daniel aparecía por la izquierda de la pantalla. Spencer comentó que parecía estar buscando a Stephanie. Kurt utilizó el mando para seguirlo. Después de acercarse al banco que tenían asignado, Daniel fue a mirar en el despacho. Incluso asomó la cabeza en el tocador de señoras. Luego se dirigió directamente al despacho de Megan Finnigan.
—Creo que hubiese ido a la sala de los huevos si supiese que estaba allí —apuntó Paul.
—Me parece que estás en lo cierto.
Paul cogió el teléfono y marcó el número de la extensión de Megan.
—Le diré a la supervisora dónde podrá encontrar el doctor Lowell a su colaboradora.
—Si no es alguna otra cosa —manifestó Spencer despectivamente—. No acabo de entenderla. Dígame, Kurt, ¿cómo consiguió entrar en la sala?
—Utilizó la tarjeta de identificación de la clínica. El acceso aún no está restringido, aunque se pedía que lo estuviese en la lista que presenté a la administración hace un mes.
—Eso es culpa mía —admitió Paul mientras colgaba el teléfono después de su breve conversación con Megan Finnigan—. Lo olvidé con todo el ajetreo de poner la clínica en marcha. Además, no teníamos previsto alquilar el laboratorio a extraños, y ni por un momento lo recordé cuando se presentaron los doctores Lowell y D’Agostino.
—Vayamos a charlar con la hermosa doctora D’Agostino antes de que se presente el doctor Lowell —propuso Spencer y se levantó—. Quizá ayude a facilitar la negociación. Kurt, quiero que por el momento se mantenga apartado.
Los dos médicos salieron al pasillo para dirigirse hacia la celda.
—No deja de ser una situación complicada —susurró Spencer—. Pero desde luego es mucho mejor de lo que me temía cuando vinimos aquí deprisa y corriendo.