Lunes, 11 de marzo de 2002. Hora: 11.30
De vez en cuando, si era preciso, Daniel reconocía los méritos de otros. No había ninguna duda en su mente de que Stephanie era muy superior a él en la manipulación celular, y dicha realidad era patente ante lo que veía en aquel momento a través de los oculares del estereomicroscopio diseccionador doble. Habían pedido que colocaran el instrumento en una esquina de su banco en el laboratorio de la clínica Wingate para que Daniel pudiera mirar mientras Stephanie trabajaba. La bióloga estaba a punto de comenzar el procedimiento de transferencia nuclear, conocido también con el nombre de clonación terapéutica, que consistía en extraer el núcleo de un ovocito maduro cuyo ADN había sido marcado con un tinte fluorescente. Ya lo tenía sujeto por succión con una pipeta de punta roma.
—Consigues que parezca muy sencillo —comentó Daniel.
—Lo es —respondió Stephanie, mientras guiaba una segunda pipeta en el campo microscópico con un micromanipulador. Comparada con la pipeta de sujeción, el extremo hueco de esta otra pipeta era más aguzado que la más fina de las agujas, y la pipeta en sí solo tenía un diámetro de veinticinco micrones.
—Quizá lo sea para ti, pero no lo es en absoluto para mí.
—El truco está en no tener prisa. Todo tiene que ser muy lento y regular; nada de sacudidas.
Fiel a su palabra, la afilada pipeta se movió suave y firmemente hacia el ovocito para empujar contra la capa exterior de la célula sin penetrarla.
—Esa es la parte en la que invariablemente me equivoco —señaló Daniel—. La mitad de las veces, acabo atravesando la célula y salgo por el otro lado.
—Quizá sea porque eres muy ansioso y por lo tanto se te va un poco la mano —sugirió Stephanie—. Una vez que la célula está marcada adecuadamente, solo hace falta un toque muy suave con el índice en el extremo del micromanipulador.
—¿No utilizas el micromanipulador para hacer la perforación?
—Nunca.
Stephanie realizó la maniobra con el dedo índice dentro del campo microscópico y vio cómo la pipeta entraba limpiamente en el citoplasma del desafortunado ovocito.
—Vive y aprenderás —comentó Daniel—. Esto demuestra que soy un pobre aficionado en este campo.
Stephanie se apartó de los oculares para mirar a Daniel. Menospreciarse no era propio de él.
—No seas muy duro contigo mismo. Este es un trabajo rutinario, que puede realizar cualquier técnico bien capacitado. Lo aprendí en mis años de estudiante.
—Lo supongo —dijo Daniel sin mirarla.
Stephanie se encogió de hombros y prosiguió con la tarea.
—Ahora utilizaré el micromanipulador para acercarme al ADN fluorescente —explicó.
La punta de la pipeta se acercó al objetivo, y cuando Stephanie aplicó una pequeña succión, el ADN desapareció en el interior de la pipeta como si esta fuera una aspiradora en miniatura.
—Tampoco soy muy bueno en esta parte —afirmó Daniel—. Me parece que siempre succiono demasiado citoplasma.
—Es importante coger solo el ADN.
—Cada vez que observo esta técnica, me sorprende más que funcione —admitió Daniel—. La imagen mental que tengo de la estructura interna submicroscópica de una célula viva es similar al de una casa de cristal en miniatura. ¿Cómo puede ser que podamos arrancar el núcleo por las raíces, meterlo en otro núcleo de una célula adulta diferenciada, y que tenga un resultado? Desafía la imaginación.
—No solo eso, sino que hace que el núcleo adulto en el que lo metemos vuelva a ser joven.
—Eso también —asintió Daniel—. Te lo repito, el proceso de la transferencia nuclear es algo que a todas luces parece imposible.
—Estoy absolutamente de acuerdo —manifestó Stephanie—. Para mí, la imposibilidad de que funcione es una prueba de la participación de Dios en el proceso, cosa que sacude todavía más mi agnosticismo que aquello que aprendimos sobre la Sábana Santa. —Mientras hablaba, metió una tercera pipeta en el campo microscópico. Esta pipeta contenía una única célula fibroblástica obtenida del cultivo de los fibroblastos de Ashley Butler: una célula cuyo núcleo ancestral había manipulado Daniel cuidadosamente, primero con el RSHT para reemplazar los genes responsables de la enfermedad de Parkinson del senador con aquellos obtenidos de la sangre de la Sábana, y después, con un gen añadido a propuesta de Stephanie para disponer de una superficie antigén especial. Este ADN nuclear del fibroblasto reemplazaría el ADN que Stephanie había extraído del ovocito.
Mientras Daniel observaba las cuidadosas manipulaciones de Stephanie, se maravilló al pensar en todo lo que él y su compañera habían conseguido realizar en la semana y media que había transcurrido desde que lo atacara el matón de Boston. Afortunadamente, las heridas habían curado y ahora casi no eran más que un mero recuerdo, salvo unas molestias residuales en su mejilla derecha y el morado en el ojo. Pero aún se enfrentaba al daño psicológico. Grabada en su mente y como imagen recurrente en sus pesadillas, aparecía la silueta del atacante que se cernía sobre él con su cabezota, las orejas pequeñas y las facciones abotagadas. Mucho más preocupantes eran la sonrisa retorcida y los ojillos crueles del hombre. Incluso después de once días, Daniel continuaba teniendo pesadillas donde aparecía aquel rostro siniestro, lo que le provocaba una sensación de total indefensión.
Durante el día, Daniel se sentía mucho mejor que mientras dormía. Tal como él y Stephanie decidieron inmediatamente después del episodio, se habían mantenido juntos casi como si fuesen hermanos siameses y no habían salido de las dependencias del hotel, excepto para ir a la clínica Wingate. Tal como habían ido las cosas, había sido muy fácil hacerlo, ya que estaban en el laboratorio desde la mañana hasta la noche todos y cada uno de los días. Allí, Megan Finnigan les había ayudado mucho facilitándoles un pequeño despacho, además de su propio banco. Disponer de espacio para todo el papeleo que producían había sido una bendición, además de un premio a su eficacia. Hasta Paul Saunders había ayudado al cumplir con su palabra y proveerlos con diez ovocitos humanos frescos doce horas después de habérselos pedido.
Al principio, Stephanie y Daniel se habían repartido el trabajo adecuadamente. El trabajo de la bióloga había sido ocuparse del cultivo de los fibroblastos enviado por Peter, que no le había creado casi ninguna dificultad. Daniel, a su vez, se había centrado en la muestra de la Sábana guardada en la solución salina. Después de una sola pasada por la máquina PCR para ampliar el ADN presente en el líquido, Daniel había llegado a la conclusión de que el ADN presente era de un primate y probablemente humano aunque estaba fragmentado, tal como había supuesto.
Después de purificarlo con la utilización de cuentas de vidrio microscópicas, había pasado los fragmentos aislados del ADN del sudario por la PCR antes de emplear las sondas de genes dopaminérgicos. Consiguió un éxito inmediato, pero solo con parte de los genes necesarios, una situación que le había obligado a secuenciar las fracturas. Después de varios días de jornadas de dieciséis horas, Daniel había logrado encadenar los fragmentos apropiados con los ligamentos nucleares para formar los genes. En aquel momento tenía todo a punto para los fibroblastos de Butler, que Stephanie ya tenía en reserva.
El siguiente paso fue el RSHT, donde no se había producido ningún problema. Como creador del proceso, Daniel conocía a la perfección todas sus sutilezas y dificultades, pero con su guía experta, las enzimas y los vectores virales habían funcionado muy bien, y no había tardado en disponer de los fibroblastos. El único estorbo había sido Paul Saunders, que había insistido en seguir todos los pasos de Daniel y en más de una ocasión se había entrometido demasiado. Paul había reconocido sin el menor empacho que pensaba añadir la técnica a la terapia de las células madre que realizaban en la clínica, con la intención de cobrarle mucho más a los pacientes. Daniel había hecho todo lo posible por hacer caso omiso de su presencia y en más de una ocasión, aunque le había resultado duro, se había mordido la lengua para no echarle de su propio laboratorio.
Una vez que hubo acabado con el RSHT, Daniel pensó que ya estaban en condiciones de hacer la transferencia nuclear, pero Stephanie le había sorprendido con la idea de añadir a la célula modificada con el RSHT una combinación de varios genes capaces de crear una superficie antigén no humana en las células destinadas al tratamiento. Stephanie había defendido su propuesta con la explicación de que si alguna vez surgía la necesidad o el interés de visualizar las células del tratamiento dentro del cerebro de Butler después del implante, se podría hacer fácilmente, dado que en las células del tratamiento habría un antigén que no tendrían ninguno de los otros billones de células de Butler. A Daniel le pareció bien y aceptó el paso adicional, sobre todo cuando Stephanie le informó de que había tenido la previsión de pedirle a Peter que le enviara el preparado y el vector viral junto con el cultivo del tejido de Butler que tenían en el laboratorio de Cambridge. Daniel y Stephanie habían empleado la misma técnica cuando trataron con éxito a los ratones enfermos de Parkinson, lo que fue un valioso añadido al protocolo.
—Siempre utilizo el micromanipulador en este paso —comentó Stephanie, y su voz sacó a Daniel de sus reflexiones. La pipeta con el fibroblasto modificado de Butler atravesó la envoltura del ovocito sin perforar la membrana de la célula.
—Otro paso donde siempre tengo problemas —reconoció Daniel. Observó atentamente mientras Stephanie inyectaba los relativamente pequeños fibroblastos en el espacio comprendido entre la membrana del ovocito y la cubierta exterior comparativamente más gruesa. Luego la pipeta desapareció del campo visual.
—El truco consiste en acercarse tangencialmente a la cubierta del ovocito —comentó Stephanie—. De lo contrario, puedes acabar entrando en la célula sin darte cuenta.
—Eso tiene sentido.
—Pues yo diría que esto ha quedado estupendo —añadió Stephanie, después de observar el resultado de sus manipulaciones. El ovocito desprovisto de núcleo y los comparativamente pequeños fibroblastos estaban ligados íntimamente dentro de la envoltura del ovocito—. Ahora hay que dejar que se realice el proceso de fusión y luego la activación.
Stephanie se apartó de los oculares del microscopio y retiró el platillo de Petri de la platina del microscopio. Se levantó del taburete para ir hasta la cámara de fusión, donde iba a someter a las células pareadas a una breve descarga eléctrica para fusionarlas.
Daniel la observó. Junto con las recurrentes pesadillas tras la paliza que recibió a manos del matón de los hermanos Castigliano, se enfrentaba a las otras secuelas psicológicas de la experiencia. Durante los primeros días siguientes al suceso, había soportado una permanente sensación de ansiedad y miedo ante la posibilidad de que el hombre pudiese reaparecer, a pesar de las manifestaciones en contra que le había hecho a Stephanie, inmediatamente después de que ocurriera. Solo le habían calmado un poco las medidas adoptadas por el hotel después de que Daniel informó a la dirección de lo ocurrido. El director había dispuesto que un agente del servicio de seguridad permaneciera de vigilancia en el edificio donde estaba la suite de la pareja. Todas las noches, el guardia acompañaba a los dos científicos a la habitación después de cenar en el Courtyard Terrace, y el gigantón había mantenido la vigilancia en el vestíbulo hasta que se marchaban a la clínica Wingate por la mañana.
A medida que los temores de Daniel fueron disminuyendo con el paso de los días, dejó de preocuparse tanto por lo ocurrido, y volvió a centrar gran parte de su enojo en Stephanie. Aunque ella se había disculpado y compadecido sinceramente, a Daniel le enfurecían sus dudas sobre la participación de la familia en el episodio. Ella no se lo había dicho abiertamente, pero Daniel lo había deducido de sus comentarios indirectos. Con una familia de poco fiar y su falta de juicio a la hora de tratar con ellos, Daniel se preguntaba si Stephanie no acabaría a la larga convirtiéndose en un riesgo.
También eran un problema los pruritos de conciencia de su compañera. A pesar de la promesa de no complicar las cosas con la gente de la clínica, no dejaba de hacerlo con sus constantes e inapropiados comentarios sobre la supuesta terapia de las células madre y las jóvenes nativas embarazadas que trabajaban allí, algo que era un tema muy delicado en el trato con Paul Saunders. Para colmo, se mostraba muy despectiva con Spencer Wingate. Daniel aceptaba que el hombre se había mostrado cada vez más atrevido a la hora de expresar su interés personal por Stephanie, algo que podía haber sido motivado por la pasividad de Daniel ante los comentarios de Spencer, pero había maneras mucho más corteses de resolver el asunto que el que ella había escogido. A Daniel le irritaba sobremanera que Stephanie no pareciera entender que su comportamiento estaba deteriorando las relaciones. Si los echaban de la clínica, habrían perdido todo.
Daniel exhaló un suspiro mientras la observaba trabajar. Aunque no tenía muy claro su contribución a largo plazo, no había ninguna duda de que la necesitaba en estos momentos. Solo faltaban once días para la llegada de Ashley Butler a la isla, y en ese plazo tenían que desarrollar las neuronas productoras de dopamina a partir de los fibroblastos del senador, necesarias para el tratamiento. Habían acabado con el RSHT y la transferencia nuclear, pero aún quedaba mucho por hacer. La habilidad de Stephanie en la manipulación celular era absolutamente imprescindible y no tenía tiempo de reemplazarla.
Stephanie era consciente de la mirada de Daniel. Admitía que la sensación de culpa y sus dudas respecto a las implicaciones de su familia en el ataque sufrido la hacían especialmente sensible, pero él no se comportaba como siempre. Solo podía imaginar cómo sería que te propinaran una paliza, pero había esperado una recuperación más rápida. En cambio, él continuaba mostrándose distante de muchas y muy sutiles maneras, y si bien dormían en la misma cama, habían dejado de tener relaciones íntimas. Dicha conducta había resucitado el viejo fantasma de que Daniel era incapaz o carecía de la motivación para ofrecerle el apoyo emocional que ella necesitaba, sobre todo en los momentos de tensión, con independencia de la causa o de quién fuese el responsable.
Stephanie había seguido las indicaciones de Daniel al pie de la letra; por lo tanto, eso no podía ser la explicación a su conducta. A pesar de su vehemente deseo de llamar a su hermano para aclarar las cosas, no lo había hecho. Además, en las relativamente frecuentes conversaciones que tenía con su madre se había preocupado en insistir en que ella y Daniel se encontraban en Nassau por motivos de trabajo y que trabajaban mucho, cosa que era la pura verdad. También le había dicho que no habían ido a la playa ni una sola vez, algo que también era verdad. Por si todo esto fuese poco, en todas y cada una de las ocasiones, había recalcado que no tardarían en acabar su trabajo y que regresarían sobre el veinticinco de marzo para ocuparse de una empresa financieramente saneada. Había evitado en todo lo posible hablar de su hermano con ella, aunque en la llamada del día anterior había cedido finalmente a la tentación.
—¿Tony te ha preguntado por mí? —le preguntó con un tono lo más indiferente posible.
—Por supuesto, querida —respondió Thea—. Tu hermano se preocupa por ti y no deja de preguntar.
—¿Qué dice?
—No recuerdo exactamente sus palabras. Te echa de menos. Solo quiere saber cuándo regresas a casa.
—¿Tú qué le respondes?
—Le digo lo que tú me dices. ¿Por qué? ¿Debo decir otra cosa?
—Por supuesto que no. Dile que estaremos de regreso en menos de dos semanas y que no veo la hora de reunirme con él. También dile que nuestro trabajo va muy bien.
En muchos sentidos, Stephanie agradecía que ella y Daniel estuviesen ocupados a todas horas. Así no tenía ocasión para angustiarse por los problemas sentimentales y no le dejaba tiempo para preguntarse por el aspecto ético del tratamiento de Butler. Sus recelos habían aumentado debido al ataque sufrido por Daniel y al hecho de tener que hacer la vista gorda ante la depravación de los directivos de la clínica. Paul Saunders era el peor. Lo tenía por un hombre sin escrúpulos, carente de los principios éticos más elementales y estúpido. Los resultados de la terapia de las células madre de los que tanto se vanagloriaba no eran más que una broma pesada. Solo eran una recopilación de casos individuales y sus resultados subjetivos. No había ni una pizca de método científico por ninguna parte, y lo más preocupante de todo era que Paul no parecía darse cuenta o que le importara.
Spencer Wingate era otra historia; era un pesado, pero no se daba aires de ser un científico como Paul. Así y todo, a Stephanie no le hubiese gustado verse sola en la casa de Spencer, como le proponía una y otra vez. El problema radicaba en que su lujuria se veía reforzada por un orgullo que no hacía el más mínimo caso de los rechazos a sus avances. Al principio, Stephanie había procurado mostrarse razonablemente cortés en sus excusas, pero al final había tenido que mostrarse tajante, sobre todo a la vista de la indiferencia de Daniel. Algunas de las invitaciones más descaradas las había hecho Spencer en presencia de Daniel sin que este reaccionara.
Como si el carácter y la conducta de estos charlatanes no fuese suficiente para que Stephanie pusiese en duda la corrección de trabajar en la clínica, estaba el enigma de la procedencia de los ovocitos humanos. Intentó hacer algunas averiguaciones discretas pero fue rechazada por todos, excepto por Mare, la técnica del laboratorio. Tampoco ella había sido muy explícita, aunque al menos le había dicho que los gametos procedían de la llamada sala de huevos, que estaba a cargo de Cindy Drexler y que funcionaba en el sótano. Cuando le había pedido que le explicara mejor qué era la sala de huevos, Mare había eludido la respuesta limitándose a decirle que preguntara a Megan Finnigan, la supervisora del laboratorio. Desafortunadamente, Megan ya le había repetido las palabras de Paul en el sentido de que la fuente de los ovocitos era un secreto del oficio. Más tarde, cuando había abordado a Cindy Drexler, ella le había respondido cortésmente que cualquier pregunta sobre los ovocitos debía hacerse al doctor Saunders.
Stephanie había cambiado de táctica y había intentado hablar con varias de las jóvenes que trabajaban en la cafetería. Todas se habían mostrado muy amables y dispuestas hasta que Stephanie había tocado el tema de si estaban casadas, momento en el que habían comenzado a responder con evasivas, y luego cuando se interesó por sus embarazos, se habían negado a decir nada más, cosa que solo sirvió para avivar su curiosidad. Llegó a la conclusión de que no era necesario ser una lumbrera científica para adivinar lo que estaba pasando, y a pesar de la prohibición de Daniel, quería probárselo a ella misma. Su idea era que, armada con dicha información, notificaría anónimamente a las autoridades locales después de que ella, Daniel y Butler estuvieran bien lejos de la isla.
Stephanie necesitaba entrar en la sala de los huevos. Muy a su pesar, no había tenido ninguna oportunidad por lo muy atareados que habían estado. Pero en las próximas horas se produjo un cambio. El ovocito que se estaba fusionando con uno de los fibroblastos de Butler alterados con el RSHT reemplazaba a uno de los diez ovocitos originales que les había suministrado Paul Saunders que no se había dividido después de la transferencia nuclear. En cumplimiento de la garantía, Paul les había entregado un undécimo huevo. Los otros nueve se estaban dividiendo sin problemas después de recibir el nuevo núcleo. Algunos ya llevaban cinco días de desarrollo y comenzaban a formar los blastocitos.
El plan que Stephanie y Daniel habían preparado consistía en crear diez células madre separadas, cada una con células clonadas de Butler. Las diez aportarían otras, que serían diferenciadas como productoras de dopamina. Esta cantidad serviría como una red de seguridad, dado que solo se utilizaría una de las líneas en el tratamiento del senador.
Quizá a última hora de la tarde, o mejor al día siguiente a primera hora, Stephanie comenzaría el proceso de recoger las células madre multipotenciales de los blastocitos en formación; hasta entonces dispondría de algún tiempo libre. El único problema sería apartarse de Daniel sin abandonar la seguridad de la clínica Wingate; gracias al distanciamiento afectivo que le demostraba su pareja, no sería un obstáculo insalvable, aunque fuera de la clínica él se negaba a perderla de vista.
—¿Qué tal va la fusión? —gritó Daniel desde donde estaba sentado.
—Se ve bien —respondió Stephanie, que miraba el preparado a través del microscopio. El ovocito tenía ahora un núcleo nuevo con todo el complemento de cromosomas. De acuerdo con un proceso que nadie alcanzaba todavía a entender, el huevo comenzaría a reprogramar al núcleo de sus tareas como controlador de una célula epitelial adulta para devolverla a su estado primitivo. En cuestión de horas, el preparado imitaría a un huevo acabado de fertilizar. Para iniciar la conversión, Stephanie había transferido cuidadosamente el ovocito modificado artificialmente al primero de varios medios activadores.
—¿Tienes tanta hambre como yo? —preguntó Daniel.
—Es probable —contestó ella. Miró su reloj. No era de extrañar que estuviese hambrienta. Eran casi las doce. Llevaba sin probar bocado desde las seis de la mañana, y solo había consistido en un desayuno continental de café y tostadas—. Podemos ir a la cafetería en cuanto meta este ovocito en la incubadora. Solo faltan otros cuatro minutos en este medio.
—Me parece bien. —Daniel dejó el taburete y desapareció en el despacho para quitarse la bata.
Mientras Stephanie preparaba el siguiente medio activador para el ovocito reconstruido, intentó pensar en alguna excusa para volver sola al laboratorio durante la comida. Sería un buen momento para su labor detectivesca, dado que la mayoría iba a comer entre las doce y la una, incluida la técnica encargada de la sala de huevos, Cindy Drexler. La hora de la comida era el momento de reunión favorito del personal de la clínica. Stephanie pensó primero en decirle que necesitaba ocuparse del proceso de activación del undécimo ovocito, pero lo descartó rápidamente. Daniel sospecharía porque sabía que el ovocito necesitaba permanecer en la incubadora dentro del segundo medio de activación durante seis horas.
Necesitaba otra excusa y no se le ocurrió nada hasta que recordó el móvil. Después de la agresión de Daniel, había insistido en llevarlo siempre encima, y Daniel lo sabía. Había varias razones para esta obsesión, una de las cuales era que le había dicho a su madre que la llamara al móvil y no al hotel. Como había hablado con su madre aquella mañana y sabía que no había ninguna novedad en su estado de salud, no le preocupaba perderse una llamada durante la siguiente media hora. Después de mirar hacia el despacho para asegurarse de que Daniel no la vigilaba, sacó el pequeño teléfono Motorola del bolsillo, lo apagó y lo escondió en el estante de los reactivos en el banco.
Satisfecha con el plan, Stephanie volvió a ocuparse del proceso de activación. Al cabo de treinta segundos, sería el momento de pasar el ovocito del primer medio al segundo.
—¿Qué? —preguntó Daniel, cuando reapareció sin la bata—, ¿estás lista?
—Dame otro par de minutos. Voy a transferir el ovocito y lo pondré en la incubadora. Después ya nos podremos ir.
—Muy bien —respondió Daniel. Mientras esperaba, se acercó a la incubadora para mirar en los otros recipientes, algunos de los cuales llevaban allí cinco días—. Algunos de estos quizá estén a punto para recoger las células madre esta tarde.
—Lo mismo pensaba yo. —Con mucho cuidado, transportó el ovocito reconstruido hasta la incubadora y lo dejó con los demás.
Kurt Hermann dejó que sus pies bajaran con un súbito movimiento incontrolado. Los había tenido apoyados en el borde de la mesa de la sala de vídeo. Al mismo tiempo, se sentó muy erguido, lo que hizo que la silla rodara hacia atrás. Recuperó la serenidad que había desarrollado a lo largo de muchos años de entrenamiento en las artes marciales y se propulsó hacia delante para acercarse lenta pero decididamente a la pantalla que había estado mirando durante la última hora. No daba crédito a lo que acababa de ver. Había sucedido muy rápido, pero le había parecido que Stephanie D’Agostino acababa de sacar del bolsillo el móvil que él pretendía tener en sus manos desde hacía una semana y media y lo había colocado con toda intención detrás de unos frascos en el estante del banco de laboratorio. Si lo había visto bien, estaba ocultándolo.
Kurt utilizó el botón en la parte superior del mando que estaba conectado a la minicámara para activar el zoom y con él, mantuvo la cámara enfocada directamente en lo que esperaba que fuese el móvil. ¡Lo era! Un extremo de la carcasa de plástico negro asomaba muy poco por detrás de una botella de ácido hidroclorídico.
Desconcertado por este inesperado pero prometedor suceso, Kurt desconectó el zoom, y fue entonces cuando advirtió que Stephanie había desaparecido del campo visual. Utilizó de nuevo el mando para que la cámara hiciera un barrido del laboratorio y de inmediato vio las imágenes de Stephanie y Daniel delante de una de las incubadoras. Aumentó al máximo el volumen del micrófono para escuchar si la mujer mencionaba el teléfono, pero no lo hizo. Continuaron hablando de la comida, y en cuestión de minutos abandonaron el laboratorio.
La mirada de Kurt se dirigió al monitor instalado encima del que había observado hasta ahora. Vio salir a la pareja del edificio número uno y cruzar el patio central para dirigirse al edificio número tres.
Durante la construcción de la clínica Paul Saunders le había dado carta blanca a su jefe de seguridad para que tomara todas las medidas destinadas a convertirlo en un lugar seguro y evitar una catástrofe similar a la que habían sufrido en la clínica de Massachusetts, cuando una pareja de chivatos se habían colado en la base de datos de la clínica. Debido a que aquellas personas habían conseguido entrar sin autorización en la sala del ordenador central y luego habían escapado sin problemas, Kurt se había ocupado de que todos los edificios estuviesen vigilados con equipos de vídeo y sonido. Tanto las cámaras como los micrófonos eran la última palabra en tecnología; se controlaban por ordenador y estaban perfectamente disimulados. Sin que Paul lo supiera, Kurt los había instalado también en las salas de descanso, las habitaciones de los huéspedes, y en casi todas las habitaciones del personal, ocultos en los lugares más insospechados. El centro de control era la sala de vídeo en el despacho de Kurt que, por las noches, se pasaba horas observando las pantallas, incluso cuando no se trataba de cuestiones de seguridad. Por supuesto, Kurt siempre podía alegar lo contrario, porque era importante para una organización como la clínica Wingate saber quién se acostaba con quién.
Kurt continuó observando a Daniel y Stephanie hasta que entraron en el edificio número tres, aunque se centraba en Stephanie. Durante la última semana y media se había aficionado a observarla a pesar de la ambivalencia que evocaba. Se sentía atraído y repelido por su innata sensualidad. Como le ocurría con el resto de las mujeres en general, apreciaba su belleza y sin embargo al tiempo veía en ellas las cualidades de Eva. Kurt la había visto hacer y recibir llamadas en el laboratorio, y aunque con mucha frecuencia escuchaba su parte de la conversación, no podía escuchar al otro interlocutor. Por consiguiente, no había podido darle a Paul Saunders el nombre del paciente como le había prometido y al jefe de seguridad le gustaba cumplir sus promesas.
La actitud de Kurt hacia las mujeres había sido marcada a fuego por la gran traidora: su madre. Ambos habían mantenido una relación íntima propiciada por las largas ausencias del nada expresivo y estricto cabeza de familia que había exigido la perfección tanto de la esposa como del hijo pero que solo se había fijado en los fracasos. El padre había precedido a Kurt en los cuerpos especiales del ejército y como su hijo, que había acabado siguiendo sus pasos, había sido un asesino que se ocupaba de misiones encubiertas. Pero cuando Kurt tenía trece años, su padre murió en el curso de una operación secreta en Camboya durante las últimas semanas de la guerra de Vietnam. La reacción de la madre había sido la de un pájaro al que acaban de abrirle la jaula. Sin hacer el menor caso de la confusión emocional de su hijo, que se debatía entre la pena y el alivio, se lanzó a una serie de aventuras amorosas cuyas intimidades Kurt había tenido que soportar audiblemente a través de las delgadas paredes de su casa en la base militar. En cuestión de meses, la madre de Kurt había consumado sus frenéticas experiencias sexuales casándose con un mojigato vendedor de seguros a quien Kurt despreciaba. El jefe de seguridad creía que todas las mujeres, y en particular las atractivas, eran como la madre idealizada de su juventud, que conspiraban para seducirlo, arrebatarle su fuerza y después abandonarlo.
En cuanto Daniel y Stephanie desaparecieron de la vista en el interior del edificio número tres, la mirada de Kurt pasó inmediatamente al monitor doce y esperó a verlos aparecer en la cafetería. Cuando se unieron a la cola en el mostrador de los platos calientes, Kurt se levantó para ir a su despacho. Del respaldo de la silla, cogió la americana de seda negra y se la puso sobre la camiseta negra. Necesitaba la americana para ocultar el arma que llevaba en una pistolera sujeta al cinturón. Se arremangó hasta más arriba de los codos. Luego recogió la caja que contenía el micrófono en miniatura que quería instalar en el móvil de Stephanie y el aparato de escucha. También recogió la caja de herramientas de relojería, que incluía un soldador y una lente de relojero.
Salió del edificio número dos por una puerta del sótano con el equipo de espionaje electrónico y la caja de herramientas en la mano, y con el andar elástico de un felino, se dirigió al edificio número uno. No tardó en llegar junto al banco asignado a los dos científicos. Después de una rápida ojeada en derredor para asegurarse de que estaba solo, cogió el móvil de Stephanie, se ajustó la lente y puso manos a la obra.
Tardó menos de cinco minutos en colocar y probar el micrófono. Estaba atornillando la tapa del móvil cuando escuchó que se abría la puerta al otro extremo del laboratorio. Se inclinó para mirar por debajo del estante en dirección a la puerta que estaba a unos treinta metros, convencido de que vería a algún miembro del personal o quizá a Paul Saunders. Se quedó de piedra al comprobar que se trataba de Stephanie, y que la mujer se acercaba con paso rápido y decidido.
Durante unos segundos, Kurt debatió qué hacer. No obstante, prevaleció su preparación, y no tardó en recuperar la compostura habitual. Terminó de atornillar la tapa, cerró el teléfono, y lo devolvió a su sitio detrás de la botella de ácido hidroclorídico. A continuación recogió las herramientas, el aparato de escucha y la lente. Sin hacer ruido, lo metió todo en un cajón y lo cerró empujándolo con la cadera. Stephanie D’Agostino se encontraba ahora solo a unos seis metros y se acercaba rápidamente. Kurt retrocedió con la intención de mantener el banco y el estante entre él y la científica. No tenía mucho más donde ocultarse, y ella acabaría por verle, pero no había más opciones.
A Tony le molestaba haber tenido que renunciar a una buena comida, que era uno de los mejores momentos del día, para tener que hacer una nueva visita a la horrorosa tienda de suministros de fontanería de los hermanos Castigliano. El olor a huevos podridos procedente del albañal tampoco ayudaba mucho, aunque con la baja temperatura no molestaba tanto como en la visita de hacía casi dos semanas. Al menos tenía el consuelo de visitar el sumidero en pleno día y no en la oscuridad de la noche, porque así se evitaba la preocupación de tropezar con alguna de las pilas de desperdicios que se acumulaban delante del local. La parte buena era que tenía buenas razones para creer que esta sería la última visita, al menos en lo referente al problema con CURE.
Entró en el local y fue directamente al despacho en el fondo. Gaetano, que estaba atendiendo a un par de clientes en el mostrador, lo miró por un segundo y lo saludó con un gesto. Tony no le hizo caso. Si Gaetano hubiera hecho bien su trabajo, él no tendría que estar ahora caminando entre estanterías cubiertas de polvo y respirando el hedor a huevos podridos. En cambio, estaría sentado a su mesa favorita en su restaurante Blue Grotto, en Hanover Street, con una copa de chianti del 97, muy entretenido en decidir qué pasta debía pedir. Le cabreaba horrores que los subordinados metieran la pata, porque siempre terminaban complicándole la vida. A medida que se hacía mayor, más se convencía de la verdad del dicho: «Si quieres que algo se haga bien, hazlo tú mismo».
Tony abrió la puerta del despacho, entró, y cerró de un portazo. Lou y Sal estaban en sus respectivas mesas, con sendas pizzas. Una náusea estremeció a Tony. Detestaba el olor de las anchoas, sobre todo si estaba mezclado con el hedor a huevos podridos que se filtraba en la habitación.
—Tíos, tenéis un problema —anunció Tony, y apretó los labios en una severa expresión de disgusto al tiempo que movía la cabeza como uno de aquellos perritos de plástico que algunos conductores colocaban en la bandeja trasera de sus coches. No obstante, para establecer claramente que no se trataba de una falta de respeto a los mellizos, se acercó y chocó las manos con cada uno de ellos antes de ir al sofá y sentarse. Se desabrochó la chaqueta pero no se la quitó. Solo iba a quedarse un par de minutos. No había nada complicado en lo que había venido a comunicar.
—¿Qué pasa? —preguntó Lou con la boca llena de pizza.
—Gaetano la ha jorobado. Lo que sea que hizo en Nassau no ha tenido ningún efecto. Nada.
—Bromeas.
—¿Tengo cara de estar bromeando? —Tony frunció el entrecejo y extendió las manos.
—¿Nos estás diciendo que el profesor y tu hermana no han regresado?
—Es más que eso —manifestó Tony despectivamente—. No solo que no han vuelto, sino que las andanzas de Gaetano, las que fueran, no han merecido ni una sola palabra de mi hermana a mi madre, y eso que hablan todos los días.
—¡Espera un momento! —intervino Sal—. ¿Estás diciendo que tu hermana no dijo nada de que hubiesen tenido un problema o que a su novio le hubieran dado una paliza?
—¡Absolutamente nada! ¡Cero! Lo único que escucho es que todo va de ensueño en el paraíso.
—Eso no encaja con lo que dijo Gaetano —afirmó Lou—, cosa que me resulta difícil de creer, dado que, por lo general, tiende a pasarse en las palizas.
—Pues en esta ocasión, desde luego, no lo parece. Los tortolitos siguen allí muy felices, pasándoselo de fábula, e insisten, según mi madre, en que se quedarán las tres semanas, el mes, o el tiempo que habían decidido. Mientras tanto, mi contable dice que nada ha cambiado y que la compañía va de cabeza a la bancarrota. Afirma que dentro de un mes no les quedará ni un centavo, así que ya podemos despedirnos de nuestros doscientos billetes.
Sal y Lou intercambiaron una mirada donde se combinaban la incredulidad, el desconcierto, y la furia.
—¿Qué dijo Gaetano que había hecho? —añadió Tony—. ¿Pegarle al profesor en la mano y decirle que era un niño malo? ¿No será que ni siquiera fue a Nassau y en cambio dijo que sí? —Tony se reclinó en el sofá con los brazos y las piernas cruzadas.
—¡En este asunto hay algo que no encaja! —declaró Lou—. ¡Las cosas no cuadran! —Dejó la porción de pizza de anchoas y salchichón, se pasó la lengua por el interior de los labios para despegar los restos de comida pegados a los dientes, tragó, y a continuación apretó un timbre instalado en la mesa. A través de la puerta se escuchó el sonido amortiguado de la campanilla que sonaba en el local.
—¡Gaetano fue a Nassau! —afirmó Sal—. Eso lo sabemos a ciencia cierta.
Tony asintió, aunque con una expresión de incredulidad. Era consciente de que estaba apretando las clavijas a los hermanos, porque a ambos les gustaba creer que lo tenían todo controlado. La intención era provocar su furia, y por ahora lo estaba logrando. Cuando Gaetano asomó la cabeza en el despacho, los gemelos estaban fuera de sí.
—¡Entra de una puñetera vez y cierra la puerta! —le ordenó Sal.
—Tengo clientes en la tienda —protestó Gaetano, y señaló por encima del hombro.
—Como si tuvieras al mismísimo presidente de Estados Unidos, imbécil —gritó Sal—. ¡Mueve el culo! —Para dar respaldo a sus palabras, Sal abrió el cajón central de la mesa, sacó un revólver del calibre 38 de cañón corto, y lo dejó sobre la carpeta que tenía delante.
Gaetano frunció el entrecejo mientras obedecía. Había visto el arma en repetidas ocasiones y no le preocupaba porque era uno de los numeritos que montaba su jefe. Al mismo tiempo, tenía claro que Sal estaba furioso por algo, y Lou no parecía mucho más contento. Echó una ojeada al sofá pero como Tony estaba sentado en el centro, decidió permanecer de pie.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—¡Queremos saber exactamente qué demonios hiciste en Nassau! —le espetó Sal.
—Te lo dije. Hice lo que me ordenasteis que hiciera. Incluso lo hice en un día, cosa que en realidad me tocó los cojones.
—Pues quizá tendrías que haberte quedado un día más —replicó Sal despectivamente—. Al parecer, el profesor no captó el mensaje que le enviamos.
—¿Qué le dijiste exactamente a ese montón de mierda? —preguntó Lou con un tono de inquina.
—Que moviera el culo, y que regresara aquí para ocuparse de su compañía —respondió Gaetano—. Demonios, no fue nada complicado. No tuve que meterme en demasiadas complicaciones ni nada por el estilo.
—¿Lo zamarreaste un poco? —inquirió Sal.
—Hice mucho más que zamarrearlo. De entrada le di un puñetazo, que lo convirtió en un flan, hasta tal punto que tuve que levantarlo del suelo. Quizá le rompí la nariz, pero no estoy seguro. Sé que le puse un ojo a la funerala. Cuando acabamos la charla, le aticé un sopapo que lo tumbó de la silla.
—¿Qué hay del mensaje? —añadió Sal—. ¿Le dijiste que le harías otra visita si no movía el culo y regresaba a Boston para poner en orden su compañía?
—¡Pues claro! Le dije que le haría daño de verdad si tenía que volver, y no hay duda de que captó el mensaje.
Los mellizos miraron a Tony, y se encogieron de hombros al unísono.
—Gaetano no miente cuando se trata de estas cosas —afirmó Sal. Lou asintió con un gesto.
—Pues entonces es una prueba más de que el profesor pasa de nosotros —señaló Tony—. Salta a la vista que no se tomó en serio a Gaetano, y que no le importa para nada que se pierdan nuestros doscientos papeles.
Durante unos minutos, reinó el silencio en la habitación. Los cuatro hombres se miraron los unos a los otros. Era obvio que todos pensaban en lo mismo. Tony esperó a que alguien sacara el tema, y fue Sal quien lo hizo.
—Es como si lo estuviese pidiendo —comentó—. Ya habíamos decidido que si no hacía caso nos lo cargaríamos y dejaríamos que la hermana de Tony llevara las riendas.
—Gaetano, me parece que tendrás que hacer otro viaje a las Bahamas.
—¿Cuándo? —preguntó el matón—. Se supone que mañana por la noche tengo que atizarle al oculista de Newton.
—No lo he olvidado —contestó Lou. Consultó su reloj—. Son las doce y media. Puedes ir esta tarde vía Miami, cargarte al profesor, y estar aquí mañana.
Gaetano puso los ojos en blanco.
—¿Qué pasa? —continuó Lou—. ¿Tienes algún otro plan?
—Algunas veces no es fácil cargarse a alguien —señaló Gaetano—. ¡Demonios, primero tengo que encontrar al tipo!
—¿Sabes dónde están ahora tu hermana y el novio?
—Claro que sí, están en el mismo hotel —respondió Tony, y se rio en son de burla—. Eso indica lo muy en serio que se tomaron los cachetes de Gaetano.
—Lo dije antes —insistió Gaetano—. Nada de cachetes. Lo aticé con ganas.
—¿Cómo sabes que están en el mismo hotel? —preguntó Lou.
—A través de mi madre. La mayoría de las veces la llama al móvil, pero me dijo que también la llamó al hotel, un día que tenía el móvil apagado. Los tórtolos no solo están en el mismo hotel, sino que siguen en la misma habitación.
—Pues ya sabes dónde tienes que ir —le dijo Lou al matón.
—¿Puedo cargármelo en el hotel? Eso simplificaría mucho las cosas.
Lou miró a Sal, y este miró a Tony.
—No veo ninguna razón en contra. —Tony se encogió de hombros—. Siempre y cuando mi hermana no esté en medio, y que las cosas se hagan con discreción, sin montar una escena.
—Eso no es necesario decirlo —replicó Gaetano. Comenzaba a entusiasmarse. Viajar hasta Nassau para pasar solo una noche era un poco denso, y no se podría considerar como unas soleadas vacaciones, pero podía resultar divertido—. ¿Qué pasa con el arma? Tiene que tener un silenciador.
—Estoy seguro de que nuestros amigos colombianos se pueden ocupar del tema —dijo Lou—. Con toda la mierda que les pasamos en Nueva Inglaterra, nos lo deben.
—¿Cómo la conseguiré?
—Supongo que alguien se te acercará cuando llegues a Nassau —respondió Lou—. Ahora mismo los llamaré. Avísame en cuanto sepas el número del vuelo.
—¿Qué pasa si hay algún problema, y no me hago con un arma? Si queréis que esté de regreso mañana por la noche, todo tiene que ir sobre ruedas.
—Si llegas y nadie se te acerca, llámame —dijo Lou.
—Vale —asintió Gaetano, contento—. Toca mover el culo.