Viernes, 1 de marzo de 2002. Hora: 15.20
Daniel abrió los ojos después de permanecer absolutamente inmóvil durante unos minutos. Estaba solo en el probador; escuchó unas voces ahogadas al otro lado de la puerta. Le pareció que era uno de los vendedores que acompañaba a un cliente hasta uno de los otros probadores. Se sentó en el suelo y se miró en el espejo. El lado izquierdo de su rostro tenía un color rojo remolacha y un hilillo de sangre le chorreaba de la nariz hasta la comisura de los labios, antes de seguir hasta la barbilla. La hinchazón en el ojo derecho, que estaba amoratado le impedía abrir los párpados.
Se tocó la nariz y el pómulo derecho con la punta del dedo índice. Le dolía, pero no había un punto más doloroso que otro ni rebordes de hueso que indicaran que había sufrido una fractura. Se puso de pie y, después de un mareo momentáneo, se sintió razonablemente bien, excepto por el dolor de cabeza, la sensación de tener las piernas de goma y una inquietud como si acabara de tomar cinco tazas de café muy cargado. Tendió la mano; temblaba como una hoja. El episodio le había aterrorizado; nunca se había sentido tan absolutamente vulnerable.
Consiguió ponerse el pantalón aunque le costó mantener el equilibrio. Se limpió la sangre del rostro con el dorso de la mano, Mientras lo hacía, descubrió que tenía un corte en el lado interior de la mejilla. Con mucho cuidado, tocó la herida con la punta de la lengua. Afortunadamente, no era lo bastante grande como para que tuvieran que aplicarle puntos. Se arregló el cabello con los dedos a modo de peine. Después abrió la puerta y salió del probador.
—Buenas tardes —le saludó uno de los vendedores, de origen africano, elegantemente vestido y con un fuerte acento británico. Vestía un traje a rayas y el detalle de un pañuelo de seda que parecía haber explotado en el bolsillo del pecho. Estaba apoyado en la pared con los brazos cruzados mientras esperaba que su cliente saliera del probador. Miró a Daniel con una expresión de curiosidad aunque no dijo nada más.
Daniel, preocupado por cómo sonaría su voz, se limitó a asentir y esbozó una sonrisa. Avanzó con paso inseguro, muy consciente de sus temblores. Tenía miedo de dar la impresión de que estaba borracho. Sin embargo, a medida que caminaba, le resultó más fácil hacerlo. Respiró más tranquilo cuando el vendedor no le hizo ninguna pregunta. Quería evitar cualquier conversación. Solo deseaba salir de la tienda.
Cuando por fin llegó a la puerta, estaba seguro de que caminaba con normalidad. Abrió la puerta y asomó la cabeza al terrible calor exterior. Una rápida mirada al aparcamiento le convenció de que su musculoso atacante se había marchado hacía rato. Miró a través del escaparate de la tienda vecina, y vio a Stephanie muy entretenida con sus compras. Después de haber comprobado que ella estaba bien, caminó en línea recta hacia el Mercury Marquis.
Una vez en el interior del coche, Daniel abrió las ventanillas completamente para permitir que la brisa se llevara el tremendo calor acumulado en el interior durante los escasos minutos que había estado en la tienda. Exhaló un suspiro; le consolaba encontrarse en el entorno conocido de su coche alquilado. Movió el espejo retrovisor para poder mirarse con más atención. Le preocupaba sobre todo el ojo derecho, que ahora estaba prácticamente cerrado. Así y todo, se fijó en que la córnea estaba limpia, y que no había sangre en la cámara anterior, aunque había algunas hemorragias menores en la esclerótica. Después del tiempo que había pasado en las salas de urgencia durante su etapa como médico residente, sabía mucho respecto a los traumas faciales; en particular, de un problema llamado fractura estallada de la órbita. Para asegurarse de que eso no se había producido, comprobó si veía doble, sobre todo cuando miraba arriba y abajo. Afortunadamente, no era el caso. Así que acomodó el espejo retrovisor en la posición original y se reclinó en el asiento a esperar a Stephanie.
Stephanie salió de la tienda alrededor de un cuarto de hora más tarde, cargada con varias bolsas. Se protegió los ojos del sol, y miró hacia donde estaba el coche para saber si Daniel había vuelto; Daniel sacó la mano por la ventanilla y le hizo una seña. Stephanie respondió al saludo y se acercó corriendo. Él la observó mientras se acercaba.
Ahora que había tenido unos minutos para reflexionar sobre el ataque y su probable origen, su humor había pasado de la ansiedad a la furia, y gran parte de su enojo iba dirigido a Stephanie y a su familia. Aunque no le habían roto las rodillas, el modus operandi se parecía sospechosamente al de los mafiosos, cosa que le recordó de inmediato al hermano de Stephanie que estaba acusado por sus presuntas vinculaciones con el crimen organizado. No tenía idea de quiénes eran los Castigliano, pero iba a averiguarlo.
Stephanie abrió la puerta de atrás del lado del pasajero, y dejó las bolsas en el asiento trasero.
—¿Qué tal te ha ido? —preguntó alegremente—. Debo admitir que he comprado mucho y bien. —Cerró la puerta trasera, abrió la delantera y se sentó sin interrumpir la charla sobre sus compras. Cerró la puerta y cogió el cinturón de seguridad antes de mirar a Daniel. Cuando lo hizo, se interrumpió en mitad de la frase—. ¡Dios mío! ¿Qué le ha pasado a tu ojo? —exclamó.
—Es muy amable de tu parte advertirlo —respondió Daniel despectivamente—. Es obvio, que me han dado una paliza. Pero antes de que entremos en los detalles desagradables, quiero hacerte una pregunta. ¿Quiénes son los hermanos Castigliano?
Stephanie miró a Daniel, y esta vez no solo se fijó en el ojo a la funerala, sino también en la mejilla amoratada y la sangre seca en las aletas de la nariz y los labios. Sintió el deseo de tocarlo, pero se contuvo. Veía la furia reflejada en el ojo abierto y la había escuchado en su tono. Además, el nombre de los hermanos y su significado le había producido una parálisis momentánea. Se miró las manos apoyadas en el regazo.
—¿Hay algún otro pequeño detalle importante del que no has querido hablarme? —continuó Daniel, con el mismo sarcasmo—. Me refiero aparte de que a tu hermano lo acusaran de presunta participación en actividades mafiosas después de convertirse en accionista. Te repito la pregunta: ¿quiénes demonios son los hermanos Castigliano?
La mente de Stephanie funcionó a pleno rendimiento. Era verdad que no había compartido la noticia de que su hermano solo había aportado la mitad del dinero. No tenía ninguna excusa para no haberlo dicho, sobre todo cuando la noticia la había inquietado, y este segundo fallo la hacía sentirse como un ladrón al que han pillado dos veces por el mismo delito.
—Esperaba que al menos pudiéramos tener una conversación —manifestó Daniel cuando Stephanie permaneció en silencio.
—Podemos, y la tendremos —dijo Stephanie repentinamente. Miró a su compañero. Nunca se había sentido tan culpable en toda su vida. Lo habían herido y debía aceptar que gran parte de la responsabilidad era suya—. Primero dime si estás bien.
—Todo lo bien que se puede estar dadas las circunstancias. —Daniel arrancó y salió de la plaza de aparcamiento.
—¿Debemos ir al hospital o ver a un médico?
—¡No! No hay ninguna necesidad. Viviré.
—¿Qué me dices de la policía?
—¡Rotundamente no! Acudir a la policía, que podría decidir investigar, podría echar por tierra nuestros planes de tratar a Butler. —Daniel condujo hacia la salida.
—Quizá este sea otro augurio sobre todo este asunto. ¿Estás seguro de que no quieres renunciar a esta búsqueda faustiana?
Daniel miró a Stephanie con una expresión donde se mezclaban la cólera y el desprecio.
—No me puedo creer que seas capaz de sugerir algo así. ¡De ninguna manera! No voy a rendirme y perder todo aquello por lo que hemos trabajado solo porque una pareja de malhechores me haya enviado a una bestia para transmitirme un mensaje.
—¿Habló contigo?
—Entre golpe y golpe.
—¿Cuál fue exactamente el mensaje?
—En palabras del matón, se espera que mueva el culo, regrese a Boston y saque a flote a la compañía. —Daniel salió a la carretera y aceleró—. Algunos de nuestros accionistas, enterados de que estamos en Nassau, creen que hemos venido de vacaciones.
—¿Vamos de vuelta al hotel?
—Dado que he perdido mi entusiasmo por ir de compras, quiero ponerme un poco de hielo en este ojo.
—¿Estás seguro de que no deberíamos ir a un médico? El ojo está bastante mal.
—Quizá te sorprendas si te recuerdo que soy médico.
—Hablo de un médico de verdad, que ejerza.
—Muy gracioso, pero perdóname si no me río.
Recorrieron en silencio el corto trayecto hasta el hotel. Daniel metió el coche en el aparcamiento. Se apearon. Stephanie recogió sus bolsas. No sabía muy bien qué decir.
—Los hermanos Castigliano son conocidos de mi hermano Tony —admitió finalmente, mientras caminaban hacia el edificio.
—¿Cómo es que no me sorprendo?
—Aparte de eso, no los conozco ni sé nada más de ellos.
Abrieron la puerta de la habitación. Stephanie dejó las bolsas en el suelo. Culpable como se sentía, no sabía cómo enfrentarse a la muy justificada furia de Daniel.
—¿Por qué no te sientas? —sugirió, solícita—. Iré a buscar hielo.
Daniel se acostó en el sofá de la sala, pero se sentó inmediatamente. Estar acostado hacía que le latiera la cabeza. Stephanie se acercó con una toalla, donde había envuelto unos cubitos de hielo del recipiente que estaba en el mostrado junto al minibar. Se la dio a Daniel, que la puso con mucha delicadeza sobre el ojo hinchado.
—¿Quieres un analgésico? —preguntó Stephanie.
Daniel asintió. Stephanie le trajo varias pastillas, junto con un vaso de agua.
Mientras Daniel se tomaba el analgésico, Stephanie se sentó en el sofá con las piernas recogidas debajo de los muslos. Luego le relató a Daniel los detalles de su conversación con Tony la tarde del día en que se habían marchado a Turín. Concluyó el relato con una abyecta disculpa por no haberla mencionado. Explicó que, debido a todo lo demás que había estado ocurriendo entonces, le había parecido algo de menor importancia.
—Iba a decírtelo cuando regresáramos de Nassau y estuviera aprobada la segunda línea de financiación, porque quería considerar los doscientos mil dólares de mi hermano como un préstamo y devolvérselos con intereses. No quería que él ni sus socios pudieran tener en el futuro ninguna relación con CURE.
—Al menos estamos de acuerdo en algo.
—¿Vas a aceptar mis disculpas?
—Supongo que sí —manifestó Daniel, sin mucho entusiasmo—. ¿Así que tu hermano te advirtió del riesgo que suponía venir aquí?
—Lo hizo —admitió Stephanie—, porque no podía decirle la razón del viaje. Pero fue algo así como una advertencia genérica, y desde luego sin amenazas. Debo decir que todavía me cuesta creer que esté relacionado con esta agresión.
—¿Ah, sí? —exclamó Daniel sarcásticamente—. ¡Pues comienza a creerlo, porque tiene que estarlo! Si no ha sido tu hermano quien se lo dijo a los Castigliano, ¿cómo podían saber que estábamos en Nassau? No puede ser una coincidencia que este matón apareciera al día siguiente de nuestra llegada. Es obvio que después de que anoche llamaras a tu madre, ella llamó a tu hermano, y él se lo dijo a sus colegas. Supongo que no es necesario recordarte cómo te enfureciste cuando saqué el tema de la violencia si tratábamos con personas involucradas en el crimen organizado.
Stephanie se ruborizó al recordarlo. Era verdad; se había puesto furiosa. En un arranque, cogió el móvil, levantó la tapa, y comenzó a marcar. Daniel le cogió la mano.
—¿A quién llamas?
—A mi hermano —respondió Stephanie, colérica. Se echó hacia atrás con el teléfono pegado a la oreja. Mantenía los labios apretados con una expresión de furia.
Daniel se inclinó hacia ella y le quitó el móvil. A pesar de la furia de Stephanie y su aparente decisión, no ofreció ninguna resistencia. Daniel apagó el móvil y lo dejó sobre la mesa de centro.
—Llamar a tu hermano en este momento es la última cosa que podemos hacer. —Se sentó muy erguido, con la toalla apretada contra el ojo.
—Quiero echárselo en cara. Si de verdad está implicado, no voy a permitir que se salga con la suya. Me siento traicionada por mi propia familia.
—¿Estás furiosa?
—Por supuesto que sí —replicó Stephanie.
—Pues yo también —afirmó Daniel vivamente—. Pero soy yo quien ha recibido la paliza, no tú.
Stephanie desvió la mirada.
—Tienes razón. Eres tú quien tiene todo el derecho a estar verdaderamente furioso.
—Quiero hacerte una pregunta —prosiguió Daniel. Se acomodó mejor la toalla—. Hace cosa de una hora dijiste que pensabas en la posibilidad de volver a casa y así tranquilizar tu conciencia por tener que trabajar como unos granujas como Paul Saunders y Spencer Wingate. A la vista de los últimos acontecimientos, quiero saber si piensas hacerlo o no.
Stephanie miró de nuevo a Daniel. Sacudió la cabeza y rio avergonzada.
—Después de lo ocurrido, y culpable como me siento, no pienso marcharme de ninguna de las maneras.
—Eso es un alivio —comentó Daniel—. Quizá siempre haya algo de bueno en las cosas que pasan, incluso cuando te zurran.
—Siento mucho que estés herido —repitió Stephanie—. De verdad que sí. Más de lo que crees.
—De acuerdo, de acuerdo —dijo Daniel. Apretó la rodilla de Stephanie como si quisiera consolarla—. Ahora que sé que te quedas, te diré lo que creo que debemos hacer. Haremos como si este incidente no hubiese ocurrido, y con eso me refiero a que no llames a tu hermano para recriminarlo o incluso a tu madre. La próxima vez que hables con ella recalca que tú y yo no estamos aquí de vacaciones sino muy ocupados en un trabajo para salvar CURE. Dile que nos llevará unas tres semanas y que luego regresaremos a casa.
—¿Qué me dices de la bestia que te atacó? ¿No crees que deberíamos preocuparnos ante la posibilidad de que regrese?
—Es una preocupación, pero también aparentemente un riesgo que debemos asumir. No es de las Bahamas y supongo que ya vuela de regreso a casa. Dijo que si tenía que venir otra vez desde Boston, él, y cito sus palabras, me haría daño de verdad, cosa que lleva a creer que debe de vivir en Nueva Inglaterra. Por otra parte, mencionó que no quería hacerme tanto daño como para que no pudiera ocuparme de reflotar la empresa, y eso me dice que, a su manera, les preocupa mi bienestar, a pesar de cómo me siento en estos instantes. Para mí lo más importante es que las conversaciones con tu madre, que sin duda alguna serán retransmitidas a tu hermano, sirvan para convencer a los hermanos Castigliano de que bien vale la pena esperar tres semanas.
—Puesto que le informé a mi madre de que nos alojábamos aquí; ¿debemos cambiar de hotel?
—Lo estuve pensando mientras estaba el coche y tú en la tienda. Incluso pensé en aceptar la oferta de Paul de alojarnos en la clínica Wingate.
—¡Oh, Dios! Eso sería como meterse en la boca del lobo.
—Yo tampoco quiero alojarme allí. Ya será bastante malo tener que aguantar a esos charlatanes durante el día. Por lo tanto, creo que deberíamos quedarnos aquí, a menos de que a ti te resulte insoportable. No quiero repetir la noche de Turín. Considero que debemos quedarnos aquí y no salir del hotel excepto para ir a la clínica, lugar donde, a partir de mañana, vamos a pasar la mayor parte del tiempo. ¿Estás de acuerdo?
Stephanie asintió varias veces mientras pensaba en todo lo que había dicho Daniel.
—¿Estás de acuerdo o no? —insistió Daniel—. No dices nada.
Stephanie levantó las manos en un repentino gesto de desilusión.
—Demonios, no sé qué pensar. El hecho de que te hayan atacado solo aumenta mis dudas sobre todo este asunto de tratar a Butler. Desde el primer día nos hemos visto obligados a aceptar determinadas cosas de unas personas de las que sabemos poco o nada.
—¡Espera un momento! —protestó Daniel. Su rostro, amoratado por los golpes, enrojeció todavía más, y su voz, que había comenzado con un tono más o menos normal, se hizo chillona—. No vamos a empezar a debatir de nuevo si trataremos o no a Butler. Eso ya está decidido. ¡Esta conversación solo trata de la logística a partir de ahora y punto!
—Vale, vale —dijo Stephanie. Apoyó una mano en su brazo—. ¡Tranquilízate! ¡De acuerdo! Nos quedaremos aquí y confiaremos en que las cosas salgan mejor que hasta ahora.
Daniel hizo varias inspiraciones profundas para serenarse.
—También creo que debemos tener la precaución de mantenernos juntos —opinó.
—¿De qué hablas?
—No creo que fuese accidental que el matón me atacara cuando me encontraba solo. Es obvio que tu hermano no quiere que te hieran; de lo contrario, nos hubiese zurrado a los dos, o como mínimo, te hubiese obligado a ser testigo de cómo me pegaba. Creo que el tipo esperó hasta que me quedé solo. Por consiguiente, creo que no separarnos cuando nos encontremos fuera de la habitación, ayudará a que tengamos un cierto margen de seguridad.
—Quizá tengas razón —murmuró Stephanie sin mucho convencimiento. Estaba hecha un lío. Por un lado, agradecía que Daniel no hubiera hecho una referencia negativa a su relación cuando había mencionado permanecer juntos, mientras que por el otro, aún le resultaba difícil admitirse a sí misma que su hermano tuviese algo que ver con el ataque a su pareja.
—¿Puedes traerme un poco más de hielo? —preguntó Daniel—. Ya no queda en la toalla.
—Por supuesto. —Stephanie agradeció tener algo que hacer. Cogió la toalla empapada y la dejó en el baño, donde cogió otra. Luego fue a buscar más cubitos en el bar. Cuando le entregaba la toalla a Daniel, comenzó a sonar el teléfono. Durante unos momentos, el campanilleo fue lo único que se escuchó en la habitación. Daniel y Stephanie permanecieron inmóviles, con la mirada puesta en el aparato.
—¿Quién demonios puede ser? —preguntó Daniel, después del cuarto timbrazo. Se puso la toalla en el ojo.
—No son muchos quienes saben que estamos aquí —señaló Stephanie—. ¿Te parece que debo atender?
—Supongo que sí. Si es tu madre o tu hermano, recuerda lo que dije antes.
—¿Qué pasa si es la persona que te atacó?
—Eso es prácticamente imposible. ¡Responde, pero procura mostrarte despreocupada! Si es el matón, cuelga. No intentes establecer una conversación.
Stephanie se acercó al teléfono, lo cogió, e intentó decir hola con un tono normal mientras miraba a Daniel. Él vio cómo enarcaba las cejas mientras escuchaba. Al cabo de unos segundos, le preguntó solo con el movimiento de los labios: «¿Quién es?». Stephanie levantó una mano y le hizo una seña para indicarle que esperara. Por fin, dijo:
—¡Fantástico! Muchas gracias. —Luego volvió a escuchar. Con un gesto distraído, comenzó a enrollar el cordón con el dedo. Después de una pausa, añadió—: Es muy amable de su parte, pero esta noche no es posible. En realidad, tampoco será posible en ninguna otra. —Se despidió con un tono seco, y colgó. Miró de nuevo a Daniel, aunque sin decir palabra.
—¿Bueno? ¿Quién era? —preguntó Daniel, dominado por la curiosidad.
—Era Spencer Wingate —respondió ella, con un tono de asombro.
—¿Qué quería?
—Quería avisarnos de que ha localizado el paquete de FedEx, y que lo ha arreglado todo para que lo entreguen mañana por la mañana a primera hora.
—Demos vivas por los pequeños favores. Eso significa que podemos empezar a crear las células para el tratamiento de Butler. De todas maneras, fue una conversación bastante larga para un mensaje de cuatro palabras. ¿Qué más quería?
Stephanie soltó una risa desabrida.
—Quería saber si aceptaba su invitación a cenar en su casa en la marina de Lyford Cay. Curiosamente, dejó muy claro que solo me invitaba a mí, y no a los dos como pareja. No me lo puedo creer. El tipo intentaba ligar.
—Míralo por el lado bueno. Al menos tiene buen gusto.
—No me hace ninguna gracia —replicó Stephanie.
—Ya lo veo —admitió Daniel—. Pero no pierdas de vista la imagen global.