Viernes, 1 de marzo de 2002. Hora: 14.07
Paul dejó a Spencer, que iba a su lujoso despacho, y bajó las escaleras que conducían al sótano del edificio central después de despedirse de sus visitantes. A menudo se preguntaba qué haría Spencer durante toda la jornada metido en aquella enorme habitación, que tenía cuatro veces el tamaño del despacho de Paul y era diez veces más suntuoso. No obstante, a Paul no le molestaba en lo más mínimo. Había sido la única exigencia de Spencer durante la construcción de la nueva clínica. Más allá de insistir en disponer de un espacio ridículamente grande, Spencer le había dejado hacer a su voluntad, sobre todo en lo referente al laboratorio y los equipos. Por otra parte, Paul disponía de un segundo despacho, aunque muy pequeño, en el mismo laboratorio, que utilizaba muchísimo más que el primero en el edificio de la administración.
Paul silbaba feliz mientras abría la puerta blindada al pie de las escaleras. Tenía motivos para estar de buen humor. No solo esperaba un buen respaldo a su legitimidad como investigador en el campo de las células madre gracias a su colaboración con un posible premio Nobel, sino todavía más importante, consideraba la perspectiva de un cuantioso y muy necesitado aporte financiero para la clínica. Como la mitológica ave fénix, Paul había vuelto a resurgir de las cenizas, y esta vez en el sentido más literal. Menos de un año atrás, él y otros altos cargos de la clínica habían tenido que escapar de Massachusetts cuando los bárbaros convertidos en alguaciles federales asaltaban la entrada del establecimiento. Afortunadamente, Paul había previsto los problemas derivados de lo que había estado haciendo en sus investigaciones, aunque había supuesto que las dificultades las tendría con la FDA, no directamente con el Departamento de Justicia, y por lo tanto había preparado planes muy detallados para trasladar la clínica fuera del territorio nacional. Durante casi un año, había estado vaciando las cuentas a espaldas de Spencer, algo que le había resultado muy sencillo, dado que Spencer se había casi retirado a Florida. Paul había utilizado el dinero para comprar el solar en las Bahamas, diseñar una nueva clínica y comenzar la construcción. El inesperado asalto por parte de las fuerzas de la ley tras un par de chivatazos solo había significado que él y sus cómplices habían tenido que marcharse precipitadamente antes de que acabara la construcción de la nueva clínica. También les había obligado a activar un plan de destrucción total, que disponía el incendio de las instalaciones para eliminar todas las pruebas.
La ironía para Paul era que el reciente renacimiento desde las cenizas había sido su segunda recuperación milagrosa. Solo siete años antes, sus perspectivas habían sido catastróficas. Tenía prohibido ejercer en los hospitales y estaba a punto de perder su licencia médica en el estado de Illinois cuando solo hacía dos años que había acabado su período de residencia como obstetra y ginecólogo. Había sido por culpa de una estúpida estafa a la seguridad social que había copiado y después mejorado de algunos colegas locales. El problema le había forzado a escapar del estado. El azar le había llevado a Massachusetts, donde había aceptado un puesto de profesor de reproducción asistida para evitar que la junta médica de Massachusetts descubriera sus problemas en Illinois. Su suerte se había mantenido cuando uno de los profesores resultó ser Spencer Wingate, que pensaba retirarse. El resto era historia.
—¡Si mis amigos pudieran verme ahora! —murmuró Paul alegremente, mientras caminaba por el pasillo central del sótano. Estos comentarios eran su pasatiempo favorito. Por supuesto, utilizaba el término amigos un tanto a la ligera, dado que no tenía muchos; había sido un solitario durante la mayor parte de su vida, después de ser la víctima de todas las bromas a lo largo de sus años de formación. Siempre había sido muy trabajador, y sin embargo nunca había conseguido estar a la altura de las exigencias sociales, al margen de licenciarse en medicina. Pero ahora, con un laboratorio soberbiamente equipado a su disposición e incluso sin la amenaza de la supervisión de la FDA, sabía que estaba en posición de convertirse en el investigador biomédico del año, quizá de la década… quizá del siglo, si tenía en cuenta el potencial de la clínica Wingate para disfrutar del monopolio de la clonación terapéutica y reproductiva. Por supuesto, para Paul, la idea de convertirse en un famoso investigador era la mayor de las ironías. Nunca lo había considerado, carecía de la preparación adecuada para serlo, e incluso tenía el dudoso honor de haber sido el último de la clase en la facultad de medicina. Paul se rio para sus adentros, consciente de que en realidad debía su actual posición no solo a la suerte, sino también a la preocupación de los políticos estadounidenses con el tema del aborto, que les hacía olvidar todo lo referente a la esterilidad y perjudicar la investigación en el campo de las células madre. De no haber sido por eso, los investigadores del país estarían donde él estaba ahora.
Paul llamó a la puerta de Kurt Hermann. Kurt era el jefe de seguridad de la clínica y uno de sus primeros contratados. Al poco tiempo de su llegada a la clínica Wingate, Paul había intuido el inmenso negocio de la esterilidad, sobre todo si se estaba dispuesto a saltarse las normas y aprovechar al máximo la falta de supervisión en la materia. Con eso en mente, Paul había asumido que la seguridad sería un tema básico. Por consiguiente, había querido buscar a la persona adecuada para el trabajo, alguien sin muchos escrúpulos, por si se presentaba la necesidad de aplicar métodos draconianos, alguien muy machista en el sentido no sexista del término, y alguien con mucha experiencia. Paul había encontrado todos estos requisitos en Kurt Hermann. El hecho de que el hombre hubiese sido licenciado de las fuerzas especiales del ejército norteamericano en circunstancias muy poco honrosas, después de una serie de asesinatos de prostitutas en la isla de Okinawa, no había preocupado a Paul en lo más mínimo. Al contrario, le había parecido un galardón.
Abrió la puerta cuando escuchó la voz de Kurt, que lo invitaba a entrar. El jefe de seguridad había diseñado sus dependencias. La habitación principal era una combinación de despacho con un par de mesas y sus correspondientes sillas, y un pequeño gimnasio con media docena de aparatos. También había una colchoneta para la práctica del taekwondo. Además, había una sala de vídeo con toda una pared ocupada por monitores de televisión que mostraban las imágenes captadas por las cámaras de vigilancia instaladas por todo el complejo. Había un pasillo que conducía a un dormitorio y un baño. Kurt disponía de un apartamento más grande en la planta alta del laboratorio, pero en algunas ocasiones permanecía en su despacho durante varios días. Al otro lado del dormitorio había una celda con un lavabo, un inodoro, y un camastro de hierro.
El sonido metálico de las pesas llamó la atención de Paul que se dirigió hacia el gimnasio. Kurt Hermann se sentó en el banco al verle entrar. Iba vestido como de costumbre, con una camiseta negra ajustada, pantalón negro, y zapatillas a juego, algo que ofrecía un brusco contraste con sus cabellos de un color rubio sucio muy cortos. En una ocasión, Paul le había preguntado al pasar por qué insistía en vestir de negro a la vista de la intensidad del sol en las Bahamas. Kurt se había limitado a encogerse de hombros y a enarcar las cejas. En general, era hombre de pocas palabras.
—Tenemos que hablar —dijo Paul.
Kurt no respondió. Se quitó las muñequeras, se enjugó el sudor de la frente con una toalla, y fue a sentarse a la mesa. Los músculos pectorales y los tríceps tensaron la tela de la camiseta cuando apoyó los brazos en la mesa.
Después de sentarse, permaneció inmóvil. A Paul le recordó un gato dispuesto a saltar.
Cogió una silla, la colocó delante de la mesa, y se sentó.
—El doctor y su amiga han llegado a la isla —dijo Paul.
—Lo sé —respondió Kurt con una voz monótona. Giró el monitor que tenía sobre la mesa. En la pantalla aparecía la imagen congelada de Daniel y Stephanie en el momento en que se acercaban a la entrada del edificio de la administración. Sus rostros se veían con toda claridad; entrecerraban los párpados para protegerse los ojos del resplandor del sol.
—Una muy buena toma —comentó Paul—. Hace justicia a la hermosura de la mujer.
Kurt giró de nuevo el monitor pero no dijo palabra.
—¿Hemos conseguido alguna información referente a la identidad del paciente desde la última vez que hablamos? —preguntó Paul.
Kurt sacudió la cabeza.
—¿Las búsquedas en el apartamento y las oficinas no dieron ningún resultado?
—Ninguno —respondió el jefe de seguridad.
—Detesto ponerme pesado —añadió Paul—, pero necesitamos averiguar quién es esa persona lo antes posible. Cuanto más tardemos, menores serán nuestras posibilidades de aumentar nuestra compensación. Necesitamos el dinero.
—Las cosas serán más sencillas ahora que están en Nassau.
—¿Cuál es la estrategia?
—¿Cuándo comenzarán a trabajar en la clínica?
—Mañana, siempre y cuando reciban el paquete de FedEx que esperan.
—Necesito hacerme con sus ordenadores portátiles y sus móviles durante unos minutos —dijo Kurt—. Para eso, quizá necesite la ayuda del personal del laboratorio.
—¿Sí? —A Paul le llamó la atención que Kurt pidiera ayuda—. ¡Por supuesto! Hablaré con la señorita Finnigan. ¿Qué debe hacer?
—Después de que comiencen a trabajar, necesitaré saber dónde tienen los ordenadores, y con un poco de suerte los móviles, cuando vayan a la cafetería.
—Eso parece bastante sencillo —opinó Paul—. Megan seguramente les facilitará alguna taquilla para que guarden sus efectos personales. ¿Para qué necesita los móviles? Entiendo que pueda necesitar los ordenadores, pero ¿por qué los móviles?
—Para ver las identificaciones de las llamadas recibidas —respondió Kurt—. No es que espere descubrir gran cosa, a la vista de lo precavidos que se han mostrado hasta ahora. Ni tampoco espero nada de los ordenadores. Eso sería demasiado fácil. Estos profesores están lejos de ser unos estúpidos. Lo que de verdad quiero hacer es meter un micro en los móviles para controlar las llamadas. Así encontraremos lo que queremos saber. El lado malo es que la escucha tendrá que hacerse desde muy cerca, en un radio de unos treinta metros más o menos, debido a las limitaciones de la potencia. Una vez instalados los micros, Bruno o yo mismo tendremos que mantenernos dentro del alcance de los aparatos.
—¡Menudo trabajo! —afirmó Paul—. Confío en que no olvidará que aquí lo primordial es la discreción. No podemos permitirnos que se monte el más mínimo escándalo. Al doctor Wingate le daría una apoplejía.
Kurt le respondió con uno de sus inescrutables encogimientos de hombros.
—Sabemos que están alojados en el Ocean Club, en isla Paradise.
El jefe de seguridad apenas si movió la cabeza en un gesto de asentimiento.
—Hoy también nos hemos enterado de algo que podría ser útil —añadió Paul—. El misterioso paciente podría ser alguien que pertenece a las altas jerarquías de la Iglesia católica, algo que podría sernos muy beneficioso a la vista de la posición de la Iglesia en el tema de las células madre. Mantener el secreto podría valer mucho dinero.
Kurt no hizo ningún comentario al respecto.
—Bueno, no hay nada más. —Paul se palmeó las rodillas antes de levantarse—. Insisto en que necesitamos un nombre.
—Lo conseguiré —prometió Kurt—. Confíe en mí.
—Ahora ¿qué pasa? —preguntó Daniel, con un tono irritado—. ¿Has decidido no hablarme o qué? No has dicho ni mu desde que salimos de la clínica hace más de veinte minutos.
—Tú tampoco has dicho gran cosa —replicó Stephanie. Miraba a través de la ventanilla con una expresión de malhumor y no se molestó en volver la cabeza hacia Daniel.
—Dije que hacía un día precioso cuando subimos al coche.
—¡Oh, vaya! —exclamó Stephanie despectivamente—. Algo excelente para iniciar una conversación, a la vista de cómo ha ido la mañana.
Daniel miró enfadado a su compañera antes de volver su atención a la carretera. Circulaban por la costa norte de la isla, camino de regreso al hotel.
—No creo que seas ecuánime. Te has puesto hecha una fiera con nuestros anfitriones, algo que no quiero que vuelva a repetirse, y ahora que estamos solos, estás callada como una momia. Actúas como si hubiese hecho algo mal.
—Pues si lo quieres saber, no entiendo por qué no estás escandalizado con todo lo que pasa en la clínica Wingate.
—¿Te refieres a su supuesta terapia con las células madre?
—Incluso llamarlo terapia es una burda exageración. Es una pura y desvergonzada estafa médica. No solo roba el dinero y niega el tratamiento adecuado a unas personas desesperadas, sino que además desprestigia todo lo relacionado con las células madre, porque no cura nada, salvo que actúe como un placebo.
—Estoy escandalizado —afirmó Daniel—. Cualquiera lo estaría, pero también lo estoy con los políticos que hacen que esto sea posible y, al mismo tiempo, nos obligan a tratar con estas personas.
—¿Qué me dices del putativo comercio secreto que le permite a la clínica Wingate suministrar ovocitos humanos a pedido en un plazo de doce horas?
—Admito que eso también plantea un problema ético francamente preocupante.
—¿Preocupante? —repitió Stephanie con un tono que no podía ser más despectivo—. ¿Por casualidad has visto el artículo sobre los ovocitos en la revista que nos dieron? —Desenrolló la revista, que había convertido en un cilindro, y la señaló—. El título del artículo número tres es «Nuestra amplia experiencia con la maduración in vitro de los ovocitos fetales humanos». ¿Eso qué te sugiere?
—¿Crees que consiguen los ovocitos de fetos abortados?
—Por lo que sabemos, no sería una suposición descabellada. ¿Te has fijado en cuántas jóvenes nativas embarazadas trabajan en la cafetería, ninguna de las cuales, debo añadir, parece ser una mujer casada? ¿Qué me dices de cómo presumía Paul de su experiencia en las transferencias nucleares? Estas personas son muy capaces de estar ofreciendo la clonación reproductiva, aparte de todo lo demás.
Stephanie exhaló un sonoro suspiro al tiempo que sacudía la cabeza. Se negó a mirar a Daniel, y continuó mirando a través de la ventanilla. Mantenía los brazos cruzados sobre el pecho.
—El mero hecho de estar allí y hablar con esa gente, y ya no digamos que vayamos a trabajar en la clínica, me hace sentir cómplice.
Permanecieron en silencio durante algunos minutos. Daniel habló cuando entraron en los aledaños de Nassau y tuvo que reducir la velocidad.
—Todo lo que dices es verdad. Pero también lo es que tenía una idea muy aproximada de lo que eran estas personas antes de venir aquí. Tú te encargaste de averiguar sus antecedentes en la red, y permíteme que cite tus palabras: «Estas personas no son nada agradables, y tendríamos que limitar nuestro trato con ellas». ¿Lo recuerdas?
—Por supuesto que sí —replicó Stephanie vivamente—. Fue en el restaurante Rialto, y de aquello no ha pasado ni una semana. —Suspiró—. ¡Caray! Han pasado tantas cosas en los últimos seis días, que es como si hubiese pasado un año entero.
—¿Me has entendido? —insistió Daniel.
—Supongo que sí, pero también dije que deseaba tener la seguridad de que al trabajar en su clínica, no estuviésemos avalando algo del todo inaceptable.
—Aún a costa de hacer el ridículo repitiéndome, estamos aquí para tratar a Butler y nada más. Estuvimos de acuerdo en ese punto, y eso es lo que haremos. No estamos en una cruzada para destapar las actividades ilegales de la clínica Wingate, ni ahora ni después de haber tratado a Butler, porque si la FDA descubre lo que hemos hecho, podríamos tener problemas.
Stephanie se volvió para mirar a Butler.
—Cuando al principio acepté participar en el tratamiento de Butler, creí que el único compromiso que tendríamos era con la ética de la investigación. Desafortunadamente, parece que vamos cuesta abajo. Me preocupa saber adónde nos llevará todo esto.
—Siempre te queda la posibilidad de irte a casa —opinó Daniel—. Tú sabes más del trabajo celular, pero supongo que podría apañármelas.
—¿Lo dices de verdad?
—Sí. Tú tienes una técnica muy superior a la mía con las transferencias nucleares.
—No, me refiero a que no te importaría si me marchara.
—Si las concesiones éticas que debemos hacer van a conseguir que te sientas desgraciada o malhumorada y que seas desagradable, no me importará que te marches.
—¿Me echarías de menos?
—¿Es una pregunta con trampa? Ya te he dicho que prefiero mucho más que te quedes. Si me comparo contigo cuando trabajo con los ovocitos y los blastocitos en el microscopio diseccionador, siento como si tuviese seis dedos en cada mano.
—Me refiero a echarme de menos sentimentalmente.
—¡Por supuesto! Eso por descontado.
—Nunca lo es, sobre todo porque nunca lo has dicho. Pero no me malinterpretes; te agradezco que me lo digas ahora; también te agradezco que me dejes irme. Significa mucho para mí. —Stephanie suspiró una vez más—. Por mucho que me preocupe trabajar con esos imbéciles, no creo que deba dejarte que sigas solo. Me lo pensaré. Me tranquiliza saber que tengo una alternativa, y agradezco tus sentimientos. Después de todo, este asunto va desde el primer día en contra de lo que me dice la intuición y el buen juicio, y la experiencia de esta mañana no ha ayudado.
—Soy consciente de tus dudas y eso me hace apreciar más aún tu apoyo. Pero ya está bien. Sabemos que son unos tipejos y lo que hemos visto esta mañana lo confirma. Pasemos a otro tema. ¿Qué te ha parecido el neurocirujano paquistaní?
—¿Qué puedo decir? Me gusta su acento inglés, pero es bajito. Por otro lado, es un encanto.
—Intento ser serio —manifestó Daniel; de nuevo la irritación apareció en su voz.
—Pues yo intento ser graciosa. ¿Cómo puedes valorar a un profesional solo porque has comido con él? Al menos cuenta con una buena preparación en los mejores centros académicos de Londres, pero si es un buen cirujano, ¿quién lo puede decir? Al menos es un tipo tratable. —Stephanie se encogió de hombros—. ¿Tú qué opinas?
—Creo que es fantástico; es una suerte que lo tengamos con nosotros. El hecho de que tenga experiencia en la implantación de células fetales para el tratamiento de los enfermos de Parkinson es algo muy valioso. Me refiero a que va a usar el mismo procedimiento con nosotros. Implantar nuestras células dopaminérgicas clonadas será una mera repetición, con la diferencia de que saldrá bien. Intuí en él una sincera desilusión al ver los malos resultados de los estudios con células fetales que había hecho.
—Se le ve entusiasmado —añadió Stephanie—; lo reconozco, aunque no estoy del todo convencida de si era porque necesita el trabajo. Una cosa que me sorprendió fue su convencimiento de que no tardaría más de una hora.
—Pues a mí no —manifestó Daniel—. El único paso que requiere tiempo es colocar el equipo estereotáxico en posición. Trepanar e inyectar es algo que se hace rápido.
—Supongo que debemos dar gracias por haberlo encontrado sin problemas.
Daniel se limitó a asentir, y el silencio reinó en el coche durante unos minutos.
—Sé de otra razón por la que te alteraste tanto esta mañana —dijo Daniel de pronto.
—¿Sí? —preguntó Stephanie, que notó cómo volvía la tensión ahora que había conseguido relajarse un poco. No le interesaba en lo más mínimo escuchar otro detalle inquietante.
—Tu fe en la profesión médica debe estar en estos momentos por los suelos.
—¿De qué estás hablando?
—No se puede decir que Spencer Wingate sea el individuo bajo, rechoncho y con una verruga en la nariz que esperabas ver, aunque, como dije antes, bien puede ser que sea un fumador empedernido y tenga mal aliento.
Stephanie le pegó en el hombro juguetonamente varias veces.
—Después de todas las cosas que he dicho últimamente, es muy propio de ti recordar solo eso.
En la misma tónica divertida, Daniel simuló estar aterrorizado y se encogió contra su ventanilla para ponerse fuera de su alcance. En aquel momento, tuvieron que detenerse porque el semáforo que regulaba el acceso al puente a la isla Paradise estaba rojo.
—Paul Saunders es otra historia —comentó Daniel, al tiempo que se ponía en la posición correcta—. Así que quizá tu fe no haya sufrido un golpe irreversible, dado que su apariencia compensa plenamente el aspecto de estrella de cine de Spencer.
—Paul no es mal parecido —replicó Stephanie—. Tiene un cabello muy bonito, y el mechón blanco lo hace interesante.
—Sé que te cuesta criticar el aspecto físico de las personas —manifestó Daniel—. No es que lo comprenda, sobre todo en este caso, a la vista de lo que opinas de esta pareja, pero al menos tendrás que admitir que tiene una pinta extraña.
—Las personas no pueden elegir los rostros y los cuerpos, nacen con ellos. Yo diría que Paul Saunders es único. Nunca he visto a nadie con los ojos de diferente color.
—Tiene un síndrome genético epónimo —explicó Daniel—. Es algo poco frecuente, si no estoy equivocado, pero no recuerdo el nombre. Era una de esas enfermedades arcanas que de vez en cuando te aparecía en algún examen.
—¡Una enfermedad hereditaria! —afirmó Stephanie—. Por eso mismo no me gusta criticar el aspecto físico de las personas. ¿El síndrome puede provocar alguna consecuencia grave para la salud?
—Ahora mismo no lo recuerdo —admitió Daniel.
Cambió la luz del semáforo, y cruzaron el puente. La vista de la bahía de Nassau era impresionante, y ninguno de los dos dijo nada hasta llegar al otro lado.
—¡Eh! —exclamó Daniel. Cambió de carril para hacer un giro a la derecha y detuvo el coche—. ¿Qué te parece si aprovechamos para ir al centro comercial y compramos unas cuantas prendas? Como mínimo, necesitaremos bañadores para ir a la playa. Después de que llegue el paquete de FedEx no tendremos muchas oportunidades para disfrutar de los placeres de Nassau.
—Vayamos primero al hotel. Es hora de llamar al padre Maloney. Ya debe estar de regreso en Nueva York y quizá tenga alguna información referente a nuestro equipaje. Nuestras compras dependerán de si recibimos o no las maletas.
—¡Buena idea! —aprobó Daniel. Puso el intermitente de la izquierda y miró por encima del hombro mientras volvía al carril en dirección este.
Unos pocos minutos más tarde, Daniel condujo el coche más allá del aparcamiento y se detuvo delante mismo de la puerta del hotel. Los porteros acudieron rápidamente para abrir las puertas de los dos lados simultáneamente.
—¿No lo dejarás en el aparcamiento? —preguntó Stephanie.
—Que se encarguen los porteros —respondió Daniel—. Llamaremos al padre Maloney, pero lo encontremos o no, quiero volver para comprar los bañadores.
—De acuerdo —dijo Stephanie, mientras se apeaba del coche. Después de las tensiones de la mañana, ir de compras y disfrutar de una relajante visita a la playa le pareció la gloria.
Gaetano sintió que se le aceleraba el pulso y se le erizaban los cabellos de la nuca como si se hubiese tomado una dosis de anfetaminas. Finalmente, después de muchas falsas alarmas, las dos personas que entraron por la puerta principal del hotel se parecían a la pareja que buscaba. Sacó la foto que llevaba en el bolsillo de la camisa estampada sin perder ni un segundo. Mientras la pareja todavía estaba a la vista, comparó los rostros con los de la foto. «Bingo», murmuró. Guardó la foto y echó una ojeada al reloj. Las tres menos cuarto. Se encogió de hombros. Si el profesor cooperaba ya fuese saliendo a dar un largo paseo o, mejor todavía, se volvía a la ciudad, donde seguramente habían estado, Gaetano conseguiría coger el último vuelo a Boston.
La pareja desapareció de la vista por la derecha de Gaetano, al parecer a través del vestíbulo, más allá de los mostradores de la recepción. Con la mayor discreción, Gaetano dejó la revista que había estado leyendo, recogió la americana que había dejado en el respaldo del sofá, le sonrió al barman, que había tenido la amabilidad de charlar con él, con lo que había evitado llamar la atención de los guardias de seguridad, y siguió a la pareja. Cuando salió al exterior ya no estaban a la vista.
Gaetano caminó por el sinuoso sendero bordeado de árboles llenos de flores y setos. No le preocupaba no ver a la pareja, porque estaba seguro de que iban a su habitación, y él sabía dónde estaba la habitación 108. Mientras caminaba, lamentó que sus órdenes fueran no abordar al profesor en el hotel. Hubiese sido mucho más sencillo que esperar a que el hombre saliera del recinto.
Vio a sus presas en el momento en que entraban en su edificio. Siguió caminando en dirección al mar, y encontró una hamaca colgada entre dos palmeras que estaba en una posición estratégica. Colgó la americana en una de las cuerdas, y luego se subió con mucho cuidado. Desde este punto tenía la ventaja de ver si se dirigían a la playa, la piscina, o cualquier otra de las instalaciones del hotel. No podía hacer más que permanecer atento y vigilante, y confiar en que los planes de la pareja los llevaran lejos del hotel.
A medida que pasaban los minutos, el pulso de Gaetano volvió a la normalidad, aunque todavía le excitaba la inminente acción física. Estaba todo lo cómodo que podía desear, con la cabeza apoyada en una pequeña almohada de lona sujeta a la hamaca y un pie apoyado en el suelo para columpiarse suavemente. Se estaba fresco a la sombra de las palmeras. De haber tenido que esperar al sol se hubiese asado.
Una mujer con un biquini minúsculo y un pareo casi transparente pasó a su lado y le sonrió. Gaetano levantó la mano para corresponderle, y a punto estuvo de acabar en el suelo. Que él recordara, nunca se había acostado antes en una hamaca, y como no estaba tensada entre las palmeras sino floja, no tenía la firmeza que había imaginado. Se sentía más seguro si se cogía a los lados.
Iba a arriesgarse a soltar una mano para mirar el reloj cuando vio a la pareja. En lugar de dirigirse a la playa caminaban por el sendero de regreso al vestíbulo. Sin embargo, lo más importante era que no se habían cambiado de ropa. Gaetano no quería llamar a la mala suerte, pero vestidos como ahora, estaba claro que no iban a la piscina, y quizá se disponían a dejar el hotel.
En su intento de incorporarse rápidamente, consiguió que la hamaca diera una vuelta de campana y acabó ignominiosamente tumbado boca abajo en el suelo. Se levantó de un salto, y sintió una profunda vergüenza cuando descubrió que un par de chiquillos y su madre habían sido testigos de la caída.
Se limpió las briznas de hierba del pantalón y recogió las gafas de sol. Se enfadó al ver que los chiquillos se reían a su costa, y por un segundo, pensó en darles una lección sobre el respeto a sus mayores. Afortunadamente, la familia siguió su marcha, aunque uno de los mocosos se volvió para mirarlo por encima del hombro, con la misma expresión de burla. Gaetano le dedicó un gesto obsceno. Luego recogió la americana y siguió a la pareja.
Esta vez, Gaetano echó a correr; era importante no perderlos de vista. Los alcanzó antes de que llegaran al edificio central y acortó el paso. Respiraba con dificultad. Cuando entraron en el vestíbulo, Gaetano les pisaba los talones. Estaba lo bastante cerca como para escuchar su conversación, y también para notar que Stephanie era más hermosa de lo que parecía en la foto.
—¿Por qué no les dices que traigan el coche? —dijo Stephanie—. Solo tardaré un segundo. Quiero preguntar al recepcionista si necesitamos hacer reserva para cenar en el patio.
—De acuerdo —respondió Daniel amablemente.
Gaetano reprimió una sonrisa de placer; dio media vuelta y salió del vestíbulo por la misma puerta por la que había entrado. Se dirigió a paso rápido hacia el aparcamiento, y se subió al Cherokee. Arrancó y fue a situarse en un lugar desde donde veía el camino y la rotonda. Delante mismo de la puerta del hotel había un Mercury Marquis azul con el motor en marcha. Stephanie salió del edificio y subió al coche sin más demora.
—¡Bingo! —exclamó Gaetano alegremente.
Miró su reloj. Eran las tres y cuarto. De pronto, las piezas comenzaban a encajar.
El Mercury Marquis arrancó y pasó directamente por delante del Cherokee. Gaetano lo siguió, lo bastante cerca para leer la matrícula. Luego dejó que se alejaran un poco.
—¿Qué piensas de mi conversación con el padre Maloney? —preguntó Stephanie.
—Sigo tan confuso sobre su participación como lo estaba el día que salimos de Turín.
—Yo también —admitió Stephanie—. Confiaba en que se mostraría un poco más abierto que en Italia con toda esa historia de la intervención divina y que solo era un servidor de la voluntad de Dios. Pero al menos se ha ocupado de solucionar el problema de las maletas. Dada nuestra condición de fugitivos y lo que suele ocurrir con las maletas extraviadas, no hay duda de que es una prueba de la intervención divina.
—Quizá así sea, pero sin tener idea de cuándo pueden llegar, no creo que nos sea de mucha ayuda a corto plazo.
—Pues yo estoy dispuesta a creer que será pronto, así que limitaré mis compras a un traje de baño y unas pocas prendas imprescindibles.
Daniel entró en el aparcamiento y condujo por delante de las tiendas. Detuvo el coche cuando vio una tienda de ropa de mujer junto a otra de hombres. Los escaparates estaban puestos con mucho gusto, y las prendas respondían al corte europeo.
—No podría ser más conveniente —comentó Daniel mientras aparcaba el coche. Miró el reloj—. Si estás de acuerdo, nos encontraremos aquí dentro de media hora.
—Por mí, perfecto —dijo Stephanie, y se apeó del coche.
Con el mismo nerviosismo que había experimentado cuando la pareja salió del hotel, Gaetano metió el jeep en una de las plazas de aparcamiento con salida directa a la calle, desde la que tendría vía libre al puente que iba a la carretera hacia Nassau. En su trabajo siempre era importante tener previsto un camino que le permitiera escapar sin demora. Apagó el motor y miró por encima del hombro. Vio cómo la pareja se separaba; el profesor iba hacia la sastrería, mientras que la hermana de Tony caminaba hacia la tienda de ropa femenina.
No podía creerse este golpe de suerte. El problema había sido qué hacer con la mujer mientras él se ocupaba de su asunto con el profesor, dado que por decreto ella tenía que quedar fuera de la acción. Ahora la hermana no sería una complicación, siempre y cuando el profesor le brindara una oportunidad durante el tiempo que estaría solo. A la vista de que no tenía ninguna seguridad sobre el tiempo que su presa estaría solo, Gaetano se apeó del Cherokee de un salto. A medida que aceleraba el paso hasta trotar, su ansia fue en aumento. Para él, las maniobras que necesitaba para acercarse al objetivo eran como los juegos previos a un ciclo de excitación autogratificante, mientras que la violencia resultante era casi orgásmica. En realidad, para él, toda la experiencia era similar al acto sexual, pero mejor.
Para Daniel era un descanso bien venido estar solo, aunque únicamente fuese durante media hora. Las repetidas manifestaciones de Stephanie referentes a sus problemas de conciencia comenzaban a irritarlo. Descubrir que Spencer Wingate y sus socios estaban metidos en actividades dudosas no era una sorpresa, sobre todo después de todo lo que ella había encontrado gracias a la red. Confiaba en que sus actuales escrúpulos no le hicieran perder de vista el esquema general y se interpusiera en sus trabajos. Él se las podía arreglar sin su ayuda, pero no había mentido al afirmar que Stephanie estaba mucho más capacitada para la manipulación celular.
A Daniel no le gustaba comprar, y cuando entró en la tienda, tenía muy claro que no se entretendría mucho, para poder regresar al coche y disfrutar de la soledad. Todo lo que necesitaba comprar eran unas mudas de ropa interior, un bañador, y algunas prendas adecuadas para el trabajo, como unos pantalones de loneta y camisas de manga corta. Mientras estaban en Londres, Stephanie le había convencido para que se comprara pantalones, dos camisas de vestir, y una americana de mezclilla, así que por ese lado estaba cubierto.
El local era muy grande, a pesar de su modesta fachada, porque era largo. Junto a la puerta había una sección de golf muy bien provista y otra de tenis más pequeña, mientras que las prendas de vestir estaban más al fondo. La temperatura era fresca, y en el aire se olía a colonia mezclada con el olor de las telas. La música clásica sonaba a través de una multitud de altavoces. La decoración era la de un club, con el mobiliario de color caoba, grabados de caballos, y moqueta verde oscuro. Había otra media docena de clientes, todos en la sección de golf, cada uno acompañado por un vendedor.
Nadie se acercó a él, cosa que agradeció. Los vendedores siempre le molestaban con sus modales condescendientes, como si fuesen los árbitros del buen gusto. Cuando se trataba de prendas, Daniel era absolutamente conservador. Vestía lo mismo que en la universidad. Como iba a su aire, pasó de largo por la sección de deportes y se adentró en las profundidades de la tienda.
Daniel comenzó por lo más sencillo y buscó los bañadores. Encontró la sección y después la talla. Pasó unos cuantos entre docenas, y se decidió por un pantalón de baño azul oscuro. Consideró que era el más adecuado. Unos pasos más allá estaba la ropa interior. Siempre había usado los calzoncillos de tipo clásico, y no tardó en encontrar la talla.
Solo había gastado unos pocos minutos de su media hora de asueto cuando pasó a la sección de camisería. Descartó la mayoría, que eran de brillantes colores tropicales y estampados, y se decidió por las de tela Oxford. Buscó la talla y cogió dos de color azul. Con el bañador, la ropa interior, y las camisas en la mano, fue hasta la sección de los pantalones. Le costó un poco más encontrar unos de loneta pero dio con ellos, aunque esta vez no tenía muy clara la talla. Un tanto irritado, cogió unos cuantos de diferentes largos, y buscó los probadores. Los encontró al fondo de todo de la tienda, más allá de las secciones de trajes y americanas, donde no había nadie.
Había cuatro probadores en una habitación con paneles de caoba y espejos en las paredes laterales. A esta habitación se accedía a través de unas puertas batientes. Cada probador tenía un espejo de cuerpo entero y todos tenían la puerta abierta. El primero de los probadores, que estaba a la derecha, doblaba en tamaño a los otros tres; Daniel se decidió por el más grande.
En el interior había una silla tapizada y varios colgadores. Daniel cerró la puerta y corrió el cerrojo; dejó las prendas en la silla y colgó los pantalones. Se quitó los zapatos, se desabrochó el cinturón, y se quitó el pantalón. Cogió uno de los nuevos; iba a ponérselo cuando tras un sonoro golpe la puerta se abrió violentamente y se estrelló contra uno de los tabiques, con tanta fuerza que el pomo lo perforó. Daniel notó una súbita opresión en la garganta mientras un débil gemido escapaba de sus labios.
Pillado como se dice con los pantalones bajados, Daniel se limitó a mirar al fornido intruso, que cerró la puerta a pesar de tener el marco astillado y que apenas se aguantaba de las bisagras. Luego el hombre se acercó al pasmado Daniel, que se fijó en los ojos de un color azul acerado que parecían tachones en una cabeza muy grande rematada por unos cabellos oscuros con un corte militar. Antes de que pudiese decir ni una palabra, el agresor le arrebató el pantalón que tenía en las manos y lo arrojó a un lado.
En el mismo momento en que Daniel encontró su voz para protestar, un puño apareció de la nada y le pegó en plena cara; la consecuencia fue que le rompió muchos de los capilares de la nariz y aplastó otros del párpado inferior derecho. Lanzado hacia atrás, Daniel chocó contra el espejo y se deslizó hasta quedar sentado sobre las piernas dobladas. La imagen del atacante flotó ante sus ojos. Solo consciente en parte de lo que pasaba y sin ofrecer resistencia, Daniel se vio levantado para después verse arrojado sobre la silla donde estaban las prendas que quería comprar. Sintió cómo la sangre le manaba de la nariz, y apenas conseguía ver con el ojo derecho.
—Escúchame, gilipollas —gruñó Gaetano, con su rostro casi pegado al de Daniel—. Seré breve. Mis jefes, los hermanos Castigliano, en nombre de todos los accionistas de tu puta compañía quieren que muevas el culo y regreses al norte para solucionar los problemas de tu mierda de empresa. ¿Lo has entendido?
Daniel intentó hablar, pero sus cuerdas vocales no respondieron, así que asintió con un gesto.
—No es un mensaje complicado —añadió Gaetano—. Consideran que es una falta de respeto por tu parte estar aquí disfrutando del sol mientras su inversión de cien mil dólares se va al carajo.
—Estamos intentando… —consiguió decir Daniel, aunque su voz sonó como un chillido agudo.
—Sí, claro que lo estás intentando —se mofó Gaetano—. Tú y tu amiguita. Pero no es así como lo ven mis jefes, que preferirían mucho más ver que vuelves a Boston. Se hunda o no tu empresa, mis jefes esperan recuperar su dinero, por mucho que te busques unos abogados charlatanes. ¿Lo comprendes?
—Sí, pero…
—Nada de peros —le interrumpió Gaetano—. Quiero que esto quede bien claro. Tienes que decirme si lo entiendes. ¿Sí o no?
—Sí —gimió Daniel.
—Bien. Solo para estar seguro, tengo algo más en lo que quiero que pienses.
Gaetano golpeó a Daniel de nuevo sin previo aviso. Esta vez, fue en el lado izquierdo del rostro de Daniel, pero a diferencia del primer golpe, el matón utilizó la mano abierta. Sin embargo, fue un bofetón muy fuerte que arrancó a Daniel de la silla como si fuese un pelele y lo arrojó al suelo.
Daniel notó como si tuviese fuego en la mejilla y un pitido agudo en los oídos. Sintió cómo Gaetano lo empujaba con el pie antes de sujetarlo por los cabellos para apartarle la cabeza de la moqueta. Daniel abrió los ojos. Miró la silueta iluminada a contraluz de su atacante agachada sobre él.
—¿Puedo estar seguro de que has captado el mensaje? —preguntó Gaetano—. Porque quiero que sepas que podría haberte hecho mucho daño. Espero que lo comprendas. Por ahora no queremos hacerte mal porque tienes que ocuparte de salvar tu empresa. Por supuesto, eso podría cambiar si tengo que venir de nuevo desde Boston. ¿Lo has pillado?
—He entendido el mensaje —balbuceó Daniel.
Gaetano le soltó los cabellos, y la cabeza de Daniel golpeó contra el suelo. Permaneció inmóvil con los ojos cerrados.
—Esto es todo por ahora —se despidió Gaetano—. Espero no tener que hacerte otra visita.
Un segundo más tarde, Daniel escuchó el chirrido de la puerta cuando se abría y de nuevo cuando se cerraba. Luego reinó el silencio.