Viernes, 1 de marzo de 2002. Hora: 9.15
Había sido una larga, deliciosa y rejuvenecedora mañana. Con los ciclos circadianos descompensados, una consecuencia de su breve viaje a Europa, Stephanie y Daniel se habían despertado mucho antes de que el sol apareciera por el horizonte. Incapaces de volverse a dormir, se habían levantado, y después de ducharse, habían salido a dar un paseo por los jardines del hotel y a lo largo de la playa desierta, mientras contemplaban el fantástico amanecer tropical. De regreso al hotel, habían sido los primeros en desayunar. Mientras disfrutaban de una última taza de café, hablaron de la preparación de las células para el tratamiento de Butler. Con solo tres semanas a su disposición antes de la llegada del senador, se enfrentaban a un plazo muy limitado, y estaban ansiosos por comenzar, aunque tenían claro que podían hacer muy poco hasta que no llegara el envío de Peter. A las ocho llamaron a la clínica Wingate y le comunicaron a la recepcionista que ya estaban en Nassau y que irían a la clínica sobre las nueve y cuarto. La recepcionista les respondió que avisaría a los doctores.
—La parte occidental de la isla es muy diferente a la parte oriental —comentó Daniel, mientras iban hacia el oeste por Windsor Field Road—. Es mucho más llana.
—También está mucho menos urbanizada y se ve muy seca —añadió Stephanie. Estaban pasando por una zona semiárida con bosques de pinos salpicados con palmeras achaparradas. El cielo era de un azul fuerte, con algunas nubéculas en el horizonte.
Daniel había insistido en conducir, cosa que a Stephanie no le había importado hasta que su compañero sugirió que le resultaría más fácil conducir por la izquierda que a ella. Su reacción inicial había sido replicar a lo que le pareció una poco apropiada afirmación machista, pero luego lo dejó correr. No valía la pena discutir. En cambio, se instaló en el asiento del acompañante y se contentó con sacar el mapa. Como había ocurrido cuando habían escapado de Italia, haría las funciones de navegante.
Daniel conducía lentamente, cosa que le parecía bien a Stephanie, si dejaba aparte evitar la tendencia a girar a la derecha en las esquinas y no entrar en las rotondas contra dirección. Habían recorrido la costa norte de la isla, y se habían fijado una vez más en los hoteles de muchos pisos que se levantaban a lo largo de Cable Beach como soldados en posición de firmes. Después de pasar junto a numerosas cuevas prehistóricas, se dirigieron tierra adentro. Cuando giraron a la derecha en el siguiente cruce de Windsor Road, vieron a lo lejos el aeropuerto.
Continuaron la marcha hacia el oeste, y no tuvieron problemas para encontrar el desvío a la clínica Wingate. Estaba en el lado izquierdo de la carretera, señalado por un enorme cartel.
Stephanie se inclinó hacia delante para ver mejor a través del parabrisas a medida que se acercaban.
—¡Válgame Dios! ¿Ves el cartel?
—Resulta difícil no verlo. Es gigantesco.
Daniel condujo el coche por una calzada bordeada de árboles.
—Deben de tener mucho terreno —opinó Stephanie. Se echó hacia atrás—. No veo el edificio.
Después de varias vueltas y revueltas a través de un bosque, llegaron a una verja que cerraba la carretera. Una formidable alambrada coronada con alambre de espino se perdía en el bosque por ambos lados. En el lado izquierdo había una garita. Un guardia uniformado, con pistolera, gorra de plato y gafas de aviador salió de la garita. Llevaba una lista en la mano. Daniel detuvo el coche, Stephanie bajó el cristal de la ventanilla. El guardia metió la cabeza por la ventanilla abierta para dirigirse a Daniel.
—¿Puedo ayudarlo, señor? —Su tono era formal y carente de toda emoción.
—Somos la doctora D’Agostino y el doctor Lowell —respondió Stephanie—. Tenemos una cita con el doctor Wingate.
El guardia consultó la lista y luego acercó una mano a la visera de la gorra antes de volver a la garita. Al cabo de un momento, la reja se abrió silenciosamente, y Daniel arrancó.
Pasaron unos minutos antes de que la clínica apareciera a la vista. Anidado en un paisaje de árboles y flores había un complejo de edificios de arquitectura posmoderna, levantados en forma de U. Estaba compuesto de tres edificios conectados por caminos cubiertos con marquesinas. Los revestimientos de todas las construcciones eran de piedra caliza blanca con tejas rojas, y los frontones aparecían rematados con fantasiosas acroteras de conchas marinas que recordaban los templos griegos de la antigüedad. Al pie de las celosías entre las ventanas, las buganvillas comenzaban a trepar.
—¡Que me aspen! —exclamó Stephanie—. No estaba preparada para esto. Es hermoso. Se parece más a un balneario que a una clínica de reproducción asistida.
El camino conducía hasta una zona de aparcamiento delante del edificio central, cuya entrada estaba adornada con un pórtico de columnas. Las columnas eran cuadradas, con una entasis exagerada y rematadas con sencillos capiteles dóricos.
—Espero que haya ahorrado algo de dinero para los equipos de laboratorio —comentó Daniel. Aparcó el Mercury Marquis alquilado entre varios descapotables BMW nuevos. Algunas plazas más allá había dos limusinas, y sus chóferes de uniforme fumaban y charlaban apoyados en los guardabarros delanteros de los vehículos.
Daniel y Stephanie se apearon del coche y se detuvieron unos momentos para contemplar el complejo, que resplandecía iluminado por el brillante sol de las islas.
—Había escuchado decir que la esterilidad era lucrativa —añadió Daniel—, pero nunca imaginé que pudiera serlo tanto.
—Ni yo —afirmó Stephanie—. Me pregunto cuánto de todo esto será el resultado de que pudieran cobrar el seguro de incendios después de su huida de Massachusetts. —Sacudió la cabeza—. No importa de dónde salió el dinero; con el coste de la sanidad, la opulencia y la medicina son malas compañeras de cama. Hay algo que no está bien en esta imagen, y mis recelos a implicarme con estas personas se han vuelto a reavivar.
—No nos dejemos llevar por nuestros prejuicios y fariseísmos —le advirtió Daniel—. No hemos venido para emprender una cruzada social. Estamos aquí para tratar a Butler y punto.
Se abrió la gran puerta con adornos de bronce y apareció un hombre alto, muy bronceado y de cabellos blancos. Vestía una bata blanca. Agitó una mano y gritó una bienvenida con una voz aguda.
—Al menos estamos recibiendo una atención personalizada —dijo Daniel—. Vamos allá, y guárdate tus opiniones.
Daniel y Stephanie se encontraron delante del coche y comenzaron a caminar hacia la entrada.
—Espero que ese no sea Spencer Wingate —susurró Stephanie.
—¿Por qué no? —preguntó Daniel, en voz baja.
—Porque es lo bastante guapo como para hacer de médico en una serie de televisión.
—¡Vaya, lo había olvidado! Querías que fuera bajo, gordo y con una verruga en la nariz.
—Eso es.
—Bueno, todavía nos queda la esperanza de que sea un fumador empedernido y le apeste el aliento.
—¡Oh, cállate!
Daniel y Stephanie subieron los tres escalones que conducían al pórtico. Spencer extendió la mano mientras mantenía la puerta abierta con el pie. Se presentó a sí mismo con muchas sonrisas y aspavientos. Luego, con un gesto ampuloso, los invitó a que entraran.
En consonancia con el exterior, el interior presentaba un diseño clásico, con pilastras, molduras denticulares, y columnas dóricas. El suelo era de pizarra pulida, cubierto con alfombras orientales. Las paredes estaban pintadas de un color azul muy claro, que a primera vista parecía un gris claro. Incluso el mobiliario de madera barnizada tenía un aspecto clásico, con la tapicería de cuero verde oscuro. Un débil olor a pintura fresca impregnaba el aire acondicionado, como un recordatorio de que se trataba de una construcción muy reciente. Para Daniel y Stephanie, el frío seco resultaba un agradable contraste con el calor húmedo en el exterior, que había ido en aumento desde el amanecer.
—Esta es nuestra sala de espera principal —comentó Spencer con un gesto que abarcaba la gran habitación. Dos parejas de mediana edad, muy bien vestidas, estaban sentadas en sendos sofás. Hojeaban nerviosamente unas revistas y solo miraron a los recién llegados durante unos segundos. La recepcionista, con las uñas pintadas de un color rosa fuerte, ocupaba su puesto detrás de una mesa semicircular junto a la puerta.
—Este edificio es donde recibimos a los nuevos pacientes —añadió Wingate—. También alberga las oficinas de la administración. Estamos muy orgullosos de nuestra clínica, y nos gustaría acompañarles en una visita por todas las instalaciones, aunque sospechamos que a ustedes les interesa sobre todo nuestro laboratorio.
—No olvide el quirófano —dijo Daniel.
—Sí, por supuesto, el quirófano. Pero primero, vayamos a mi despacho. Tomaremos un café y les presentaré a mis colaboradores.
Spencer los llevó hasta el ascensor, aunque solo tenían que subir un piso. Durante la subida, Spencer les preguntó, como buen anfitrión, si habían disfrutado de un viaje sin contratiempos. Stephanie le aseguró que había sido perfecto. En la planta alta, pasaron junto a una secretaria que interrumpió por un momento su trabajo para sonreírles alegremente.
El inmenso despacho de Spencer estaba en la esquina nordeste del edificio. Se veía el aeropuerto en el lado este y la línea azul del océano al norte.
—Sírvanse ustedes mismos —dijo Spencer, y les señaló la bandeja con la cafetera y las tazas que había en una mesa de centro de mármol delante de un sofá en forma de L—. Voy a buscar a los dos directores de departamento.
Daniel y Stephanie se quedaron solos durante unos momentos.
—Esto tiene el aspecto de un despacho de uno de los directores ejecutivos de una de las quinientas compañías más grandes del mundo —opinó Stephanie—. Toda esta opulencia me parece obscena…
—No hagamos juicios hasta que no hayamos visto el laboratorio. —¿Crees que aquellas dos parejas que están en la recepción son pacientes?
—No tengo la menor idea, ni me importa.
—Parecen un poco mayores para un tratamiento de reproducción asistida.
—No es algo que nos concierna.
—¿Crees que la clínica Wingate se dedica a embarazar a mujeres mayores como ese especialista italiano que va por libre?
Daniel miró a Stephanie con una expresión de enfado en el momento en que reaparecía Spencer. El fundador de la clínica venía acompañado por un hombre y una mujer, ambos vestidos con batas blancas almidonadas. Les presentó primero a Paul Saunders, que era bajo y fornido, y cuya silueta rechoncha le recordó a Stephanie las columnas del pórtico de la entrada. En consonancia con el cuerpo, el rostro de Paul era redondo, abotagado, con la piel muy pálida, lo que provocaba un fuerte contraste con la figura alta y delgada, las facciones muy marcadas y la piel bronceada de Spencer. Los cabellos desordenados y un mechón de pelo blanco completaban la excéntrica imagen de Paul y acentuaban su palidez.
Paul sonrió mientras estrechaba vigorosamente la mano de Daniel, y dejó a la vista los dientes romos, muy separados y amarillentos.
—Bienvenidos a la clínica Wingate, doctores —manifestó—. Es un honor tenerlos aquí. No saben lo entusiasmado que estoy con nuestra colaboración.
Stephanie esbozó una sonrisa cuando Paul le estrechó la mano. Estaba fascinada con los ojos del hombre. Como tenía la nariz ancha, sus ojos parecían estar más juntos de lo habitual. Además, nunca había conocido a una persona con los ojos de colores diferentes el uno del otro.
—Paul es el director de investigaciones —explicó Spencer: le dio una palmada en la espalda—. No ve la hora de tenerlos en su laboratorio, ayudarles en su trabajo, y de paso aprender unas cuantas cosas. —Dicho esto, Spencer apoyó un brazo en los hombros de la mujer, que tenía casi su misma estatura—. Esta es la doctora Sheila Donaldson, directora de los servicios clínicos. Ella se encargará de hacer todos los arreglos para que usen uno de nuestros dos quirófanos, además de las habitaciones para los pacientes, que supongo que aprovecharán.
—No sabía que disponían de habitaciones para los pacientes —dijo Daniel.
—Ofrecemos todos los servicios —manifestó Spencer, sin disimular el orgullo—. En el caso de que se trate de pacientes que deban permanecer ingresados durante un tiempo prolongado, cosa que no esperamos, tenemos previsto enviarlos al Doctors Hospital en la ciudad. Nuestras instalaciones para ese servicio están pensadas para los pacientes que no necesiten estar ingresados más de un día, algo que cubre sus necesidades a la perfección.
Stephanie dejó de mirar a Paul Saunders y se fijó en Sheila Donaldson. Tenía el rostro delgado y el cabello castaño lacio. En comparación con la exuberancia de los hombres, parecía retraída, casi tímida. Tuvo la sensación de que la doctora le rehuía la mirada mientras le daba la mano.
—¿No quieren café? —preguntó Spencer.
Stephanie y Daniel sacudieron las cabezas al unísono.
—Creo que ambos ya hemos tomado nuestra cuota —explicó Daniel—. Seguimos con el horario europeo, y nos hemos levantado con el alba.
—¿Europa? —repitió Paul con un tono de entusiasmo—. ¿El viaje a Europa tiene algo que ver con la Sábana Santa de Turín?
—Por supuesto —respondió Daniel.
—Confío en que haya sido un viaje provechoso —manifestó Paul, con un guiño de complicidad.
—Agotador pero provechoso —admitió Daniel—. Nosotros… —Se interrumpió como si quisiera decidir qué más revelar.
Stephanie contuvo la respiración. Confiaba en que a Daniel no se le ocurriera descubrir la experiencia de Turín. Deseaba mantener las distancias con estas personas. Que Daniel compartiera las experiencias del viaje a Europa sería algo demasiado personal y cruzaría un límite que ella no quería cruzar.
—Conseguimos una muestra del sudario con una mancha de sangre —añadió Daniel—. La tengo aquí conmigo. Quisiera ponerla en una solución salina para estabilizar los fragmentos de ADN, y me gustaría hacerlo lo antes posible.
—A mí me parece bien —asintió Paul—. Vayamos ahora mismo al laboratorio.
—No hay ninguna razón para que la visita no pueda empezar allí —manifestó Spencer amablemente.
Mucho más tranquila al ver que se habían mantenido las distancias personales, Stephanie soltó el aliento y se relajó un poco cuando el grupo salió del despacho de Spencer.
Cuando llegaron al ascensor, Sheila dijo que debía ocuparse de unos pacientes. Se despidió de las visitas y bajó las escaleras.
El laboratorio estaba en el lado izquierdo del edificio central y se accedía por uno de los caminos cubiertos.
—Nos decidimos por los edificios separados para obligarnos a salir, aunque se trate siempre de trabajo —explicó Paul—. Es bueno para el espíritu.
—Yo salgo bastante más que Paul —añadió Spencer, con un tono divertido—. Como si no fuese evidente por mi bronceado. No soy un adicto al trabajo.
—¿El laboratorio ocupa todo el edificio? —preguntó Daniel mientras cruzaba la puerta que Wingate mantenía abierta.
—No del todo —contestó Paul. Se acercó a un expositor de publicaciones y cogió una revista a todo color. El grupo había entrado en una habitación que parecía cumplir las funciones de sala de estar y biblioteca. Las estanterías cubrían las paredes—. Esta es nuestra sala de lectura, y este es un ejemplar del último número de nuestra revista Journal of Twentyfirst Century Reproductive Technology. —Le entregó la revista a Daniel con mal disimulado orgullo—. Hay unos cuantos artículos que le parecerán interesantes.
—Es muy amable de su parte —dijo Daniel, con un esfuerzo. Echó una ojeada al índice que aparecía en la portada y le pasó la revista a Stephanie.
—En este edificio hay habitaciones además del laboratorio. Eso incluye algunos cuartos de huéspedes, que no son lujosos pero que sí cuentan con todas las comodidades. Están a su disposición si prefieren estar cerca de su trabajo. Incluso tenemos una cafetería, donde se sirven las tres comidas, en el edificio que está al otro lado del jardín, así que no tienen que salir de la clínica si no quieren. Verán, muchos de nuestros empleados viven en el complejo, y sus apartamentos también están en este edificio.
—Muchas gracias por la oferta —se apresuró a responder Stephanie—. Es muy amable de su parte, pero disponemos de un alojamiento muy cómodo en la ciudad.
—¿Dónde se alojan? —preguntó Paul.
—En el Ocean Club —dijo Stephanie.
—Una excelente elección —opinó Paul—. Bien, la oferta sigue en pie si deciden aceptarla.
—No lo creo —replicó Stephanie.
—¿Qué les parece si continuamos con la visita? —propuso Spencer.
—Por supuesto —asintió Paul. Guio al grupo hacia las puertas que comunicaban con las dependencias interiores—. Además del laboratorio y las habitaciones, aquí tenemos parte del equipo de diagnóstico, como el escáner PET. Lo hicimos instalar aquí porque consideramos que lo utilizaríamos más en el trabajo de investigación que en el clínico.
—No imaginaba que dispusieran de un escáner PET —dijo Daniel. Miró a Stephanie con las cejas enarcadas para comunicarle su agradable sorpresa en contrapartida a su evidente actitud hostil. Sabía que un escáner PET, que utiliza los rayos gamma para estudiar las funciones fisiológicas podía resultar muy útil si surgía algún problema con Butler después del tratamiento.
—Hemos diseñado todo esto pensando en la investigación además de los servicios clínicos —se vanaglorió Paul—. Ya que instalábamos un escáner CT y un MRI, pensamos que bien podíamos añadir un PET.
—Estoy impresionado —reconoció Daniel.
—Me lo suponía —declaró Paul—. A usted, como descubridor del RSHT, sin duda le interesará saber que planeamos tener un papel muy importante en la terapia de células madre, similar al que tenemos en el campo de la reproducción asistida.
—Es una combinación interesante —dijo Daniel con un tono vago, al no tener clara su reacción ante esta noticia inesperada. Como con tantas otras cosas relacionadas con la clínica Wingate, la idea de que pensaran aplicar la terapia de células madre era una sorpresa.
—Nos pareció la extensión natural de nuestro trabajo —explicó Paul—, si consideramos nuestro acceso a los ovocitos y nuestra gran experiencia con las transferencias nucleares. Lo más curioso es que lo habíamos interpretado como un trabajo colateral, pero desde que abrimos las puertas, estamos realizando más tratamientos con células madre que de reproducción asistida.
—Efectivamente —intervino Spencer—. Los pacientes que vieron ustedes en la sala de espera están aquí para someterse a la terapia de células madre. El boca a boca referente a nuestros servicios parece funcionar a tope. No hemos necesitado hacer publicidad.
Los rostros de Stephanie y Daniel reflejaron claramente su alarma ante semejante afirmación.
—¿Cuáles son las enfermedades que están tratando? —preguntó Daniel.
—¡Tratamos lo que sea! —Paul se echó a reír—. Son muchas las personas que tienen clara la importancia de las células madre en el tratamiento de una multitud de enfermedades, desde el cáncer terminal y las enfermedades degenerativas al envejecimiento. Dado que no pueden recibir el tratamiento con células madre en Estados Unidos, acuden a nosotros.
—¡Eso es absurdo! —exclamó Stephanie, indignada—. No hay protocolos establecidos para ningún tratamiento con células madre.
—Somos los primeros en admitir que estamos abriendo nuevos campos —respondió Spencer—. Es algo puramente experimental, lo mismo que harán ustedes con su paciente.
—En esencia, lo que hacemos es valemos de la demanda del público para financiar nuestras investigaciones —aclaró Paul—. Diablos, es algo lógico a la vista de que el gobierno norteamericano no quiere financiar los trabajos y lo único que consigue exponerle las cosas todavía más difíciles a los investigadores.
—¿Qué clase de células están utilizando? —preguntó Daniel.
—Células madre multipotentes —contestó Paul.
—¿No están diferenciando las células? —La incredulidad de Daniel crecía por momentos, dado que las células madre no diferenciadas no servían para ninguna clase de tratamiento.
—No, en absoluto —manifestó Paul—. Por supuesto, intentaremos hacerlo en el futuro, pero por ahora hacemos la transferencia nuclear, cultivamos las células madre y las inyectamos. La teoría es dejar que el cuerpo del paciente las utilice como le parezca más adecuado. Hemos obtenido algunos resultados muy interesantes, aunque no con todos los pacientes, pero eso forma parte de la naturaleza de la investigación.
—¿Cómo puede llamar investigación a lo que hace? —preguntó Stephanie, cada vez más furiosa—. Tendrá que perdonarme, pero no estoy de acuerdo. No puede establecer ningún paralelismo entre lo que nosotros pensamos hacer y lo que ustedes están haciendo.
Daniel cogió a Stephanie por el brazo y la apartó de Paul.
—La doctora D’Agostino solo se refiere a que en nuestro tratamiento utilizaremos células diferenciadas.
Stephanie intentó librarse de la mano de Daniel.
—Me estoy refiriendo a algo mucho más importante que eso —replicó—. ¡Lo que ustedes dicen que están haciendo con las células madre no es más que puro curanderismo!
Daniel aumentó la presión en el brazo de su compañera.
—Si nos perdonan un momento… —dijo a Paul y Spencer, cuyas expresiones se habían oscurecido. Se llevó a Stephanie a un aparte y le habló en un susurro furioso:
—¿Qué demonios estás haciendo? ¿Intentas sabotear nuestro proyecto y que nos echen de aquí?
—¿Qué quieres decir con qué estoy haciendo? —susurró Stephanie a su vez con la misma vehemencia—. ¿Cómo puedes no subirte por las paredes? Encima de todo lo demás, estos tipos son unos charlatanes.
—¡Cállate! —le ordenó Daniel. Sacudió a Stephanie—. ¿Tengo que recordarte que estamos aquí por un único motivo: tratar a Butler? ¿Por amor de Dios, no puedes contenerte? Nos estamos jugando el futuro de CURE y el RSHT. Estas personas no son ningunos santos. Lo sabíamos desde el principio. Por eso están aquí y no en Massachusetts. ¡Así que ahora no vayamos a echarlo todo por la borda por culpa de un ataque de pía indignación!
Daniel y Stephanie se miraron por un instante con expresiones furiosas. Por fin, Stephanie bajó la cabeza.
—Me estás haciendo daño en el brazo.
—¡Lo siento! —Daniel le soltó el brazo. Stephanie se hizo un masaje en la parte dolorida. Daniel inspiró con fuerza en un intento por controlar su enfado. Miró a Spencer y Paul, quienes los observaban con curiosidad. Volvió su atención a Stephanie—. ¿Podemos concentrarnos en nuestra misión? ¿Podemos aceptar que estos tipos carecen de toda ética, que son unos cretinos venales, y seguir con lo nuestro?
—Supongo que el dicho: «Si vives en una casa de cristal, no tires piedras» se aplica aquí a la perfección, a la vista de lo que pretendemos hacer. Quizá esa sea la razón por la que me preocupo tanto.
—Es probable que estés en lo cierto —asintió Daniel—. Pero no olvides que nos vemos obligados a saltarnos los límites éticos. ¿Puedo contar con que serás capaz de callarte tus opiniones sobre la clínica Wingate, al menos hasta que acabemos con lo nuestro?
—Haré todo lo posible.
—Bien. —Daniel realizó otra inspiración profunda para armarse de valor antes de ir a reunirse con los dos médicos. Stephanie lo siguió un par de pasos más atrás.
—Creo que aún estamos sufriendo los últimos efectos del jet lag —le explicó Daniel a sus anfitriones—. Nos exaltamos con demasiada facilidad. Además, la doctora D’Agostino tiende a exagerar cuando defiende una opinión. Intelectualmente, considera que las células diferenciadas son el camino más eficaz para aprovechar las ventajas que prometen las células madre.
—Hemos conseguido algunos resultados muy buenos —manifestó Paul—. Quizá, doctora D’Agostino, quiera usted echarles una ojeada antes de dar una opinión definitiva.
—Me parece una propuesta muy instructiva —mintió Stephanie.
—Continuemos —propuso Spencer—. Queremos enseñarles toda la clínica antes de la hora de la comida y hay mucho que ver.
Daniel y Stephanie cruzaron las puertas del enorme laboratorio, sin decir palabra, todavía asombrados, y su asombro fue todavía mayor cuando vieron las dimensiones del laboratorio y el despliegue de equipos, desde secuenciadores de ADN a las más normales incubadoras de cultivos. Superaba todo lo que habían esperado o imaginado. La única cosa que faltaba era el personal. Había un único técnico que trabajaba en un estereomicroscopio diseccionador.
—En estos momentos tenemos el personal mínimo —explicó Spencer, como si hubiese leído el pensamiento de sus huéspedes—, algo que no tardará en cambiar, dada la demanda.
—Iré a buscar a la supervisora del laboratorio —anunció Paul, antes de desaparecer en un despacho contiguo.
—Pensamos tener todo el personal necesario dentro de unos seis meses —añadió Spencer.
—¿Cuántos técnicos trabajarán aquí? —preguntó Stephanie.
—Unos treinta —respondió Spencer—. Al menos, eso es lo que indican las proyecciones actuales. Claro que si la demanda de tratamientos con células madre continúa aumentando al ritmo de ahora, tendremos que ajustar esa cifra al alza.
Paul reapareció. Traía de la mano a una mujer casi esquelética, con todos los huesos a flor de piel, sobre todo en las mejillas. Tenía los cabellos grises, y una nariz afilada que parecía un signo de exclamación encima de una boca pequeña de labios finos. Vestía una bata corta con las mangas arremangadas. Paul se acercó con ella al grupo y la presentó. Se llamaba Megan Finnigan, como rezaba en la placa de identificación enganchada en el bolsillo de la bata.
—Ya lo tenemos todo preparado para ustedes —dijo Megan, después de las presentaciones. Tenía una voz suave, con acento de Boston. Señaló uno de los bancos del laboratorio—. Hemos preparado este sector con todo aquello que nos pareció que podían necesitar. Si precisan algo más, no tienen más que pedirlo. La puerta de mi despacho está siempre abierta.
—El doctor Lowell necesita un frasco con solución salina —le informó Paul—. Necesita conservar el ADN de la sangre contenida en una muestra de tela.
—No hay ningún problema. —Megan llamó a una técnica. En el otro extremo del laboratorio, la mujer se apartó del microscopio y fue a preparar la solución.
—¿Cuándo quieren comenzar? —añadió la supervisora, mientras Daniel y Stephanie echaban una ojeada al sector que les habían destinado.
—En cuanto sea posible —dijo Daniel—. ¿Qué hay de los ovocitos humanos? ¿Estarán disponibles cuando los necesitemos?
—Eso está garantizado —afirmó Paul—. Solo necesitamos que nos avisen doce horas antes.
—Eso es sorprendente —manifestó Daniel—. ¿Cómo es posible?
—Es un secreto del oficio. —Paul sonrió—. Quizá después de haber trabajado juntos, podamos compartir secretos. A mí me interesa mucho el RSHT.
—¿Eso significa que quieren comenzar hoy? —preguntó Megan.
—Lamentablemente, no podemos. Tenemos que esperar a que llegue un paquete de FedEx antes de poder comenzar, además de sumergir la muestra de tela en una solución salina. —Miró a Spencer—. Supongo que no habrá llegado nada para nosotros esta mañana.
—¿Cuándo lo enviaron?
—Lo enviaron anoche desde Boston.
—¿Cuánto pesa? —quiso saber Spencer—. Eso establece una diferencia cuando llega. Nassau es, después de todo, un destino internacional para un envío desde Boston. Si fuese un sobre o un paquete muy pequeño, podría recibirlo mañana por la mañana a primera hora, o quizá a última hora de esta tarde.
—No es un sobre —le explicó Stephanie—. Será un paquete lo bastante grande como para contener un recipiente con un cultivo de tejido criopreservado además de una serie de reactivos.
—Entonces lo más temprano que puede esperar recibirlo será mañana a última hora —dijo el director de la clínica—. Si tiene que pasar por la Aduana, tardará un día más como mínimo.
—Es importante que pongamos el cultivo en el congelador antes de que se estropee —señaló Daniel.
—Llamaré a la Aduana para que agilicen los trámites —ofreció Spencer—. Durante el año pasado, mientras construían la clínica, tuvimos que tratar con ellos casi a diario.
La técnica de laboratorio se acercó con el frasco de la solución salina. Era una afroamericana de piel clara de unos veintitantos años que llevaba los cabellos recogidos en un rodete muy prieto.
Las pecas agraciaban el puente de la nariz, y un impresionante despliegue de piercings con las correspondientes joyas bordeaban sus orejas.
—Esta es Maureen Jefferson —dijo Paul—. La llamamos Mare. No quiero avergonzarla, pero tiene un toque de oro cuando se trata de usar las micropipetas y hacer las transferencias nucleares. Así que si necesitan ayuda, ella estará aquí. ¿No es así, Mare?
La muchacha sonrió recatadamente mientras le entregaba el recipiente a Daniel.
—Es muy generoso de su parte —manifestó Stephanie—. Pero creo que nos podemos arreglar muy bien en la manipulación celular.
Mientras los demás miraban, Daniel sacó del bolsillo el sobre de celofán. Con unas tijeras que le ofreció Megan, cortó uno de los extremos. Luego apretó los bordes para abrirlo, y a continuación dejó caer el pequeño trozo de tela con la mancha de sangre sin tocarla en la solución salina. La muestra flotó en la superficie del líquido. Cerró el frasco con el tapón de goma y lo apretó. Con un rotulador que también le entregó Megan escribió las iniciales ST en la etiqueta del recipiente.
—¿Hay algún lugar seguro donde guardar la muestra mientras se disuelven los componentes de la sangre? —preguntó Daniel.
—Todo el laboratorio es seguro —le informó Paul—. No tiene motivos para preocuparse. Disponemos de nuestro propio equipo de seguridad.
—Considere esta clínica como el Fort Knox de Nassau —manifestó Spencer.
—Puede guardarlo en mi despacho —dijo Megan—. Incluso puedo guardarlo en mi caja de seguridad.
—Se lo agradecería —declaró Daniel—. Es irreemplazable.
—No tenga miedo —insistió Paul—. Estará bien protegida, créame ¿Le importaría si la cojo un momento?
—Claro que no —contestó Daniel. Le entregó el frasco a Paul.
El científico levantó el frasco para que le diera la luz de lleno.
—¿Se lo pueden creer? —comentó mientras miraba el pequeño trozo de tela rojiza que flotaba en la superficie del líquido—. ¡Tenemos el ADN de Jesucristo! Me estremezco solo con pensarlo.
—No nos pongamos melodramáticos —señaló Spencer.
—¿Cómo lo hizo para conseguirlo? —preguntó Paul, sin hacer caso del comentario de Spencer.
—Contamos con ayuda eclesiástica al más alto nivel —respondió Daniel vagamente.
—¿Y eso cómo lo consiguió? —quiso saber Paul, sin apartar la mirada del recipiente al tiempo que lo hacía girar.
—No fue cosa nuestra —dijo Daniel—. Lo hizo nuestro paciente.
—Vaya. —Paul bajó el recipiente y miró a Spencer—. ¿Su paciente está relacionado con la Iglesia católica?
—No que nosotros sepamos.
—Como mínimo, tiene que ser alguien con una considerable influencia —sugirió Spencer.
—Quizá —admitió Daniel—. No lo sabemos.
—Después de haber estado en Italia —dijo Spencer—. ¿Qué opina respecto a la autenticidad de la Sábana Santa?
—Tal como le comenté en nuestra conversación telefónica —respondió Daniel, con una exasperación apenas disimulada—, no nos interesa entrar en la controversia referente a la autenticidad del sudario. Solo lo utilizamos debido a la insistencia de nuestro paciente como fuente del ADN que necesitamos para el RSHT. —A Daniel no le interesaba en lo más mínimo mantener un debate con estos granujas.
—Espero con ansia el momento de conocer a su paciente —comentó Paul—. Él y yo tenemos algo en común: ambos creemos que la Sábana Santa es auténtica. —Le devolvió el frasco a Megan—. ¡Mucho cuidado con esto! Tengo el presentimiento de que este trocito de tela hará historia.
Megan sujetó el frasco con las dos manos. Miró a Daniel.
—¿Qué quiere hacer con esta suspensión? —preguntó—. No esperará que la tela se disuelva, ¿verdad?
—Por supuesto que no. Solo quiero que se desprenda de la muestra todo el ADN linfocítico y se mezcle con la solución. Dentro de unas veinticuatro horas, pasaré una alícuota por el PCR. La electroforesis con algunos controles nos dará una idea de lo que tenemos. Si encontramos los suficientes fragmentos de ADN, cosa que a mi juicio sucederá, los amplificaremos y luego veremos si nuestras sondas recogen lo que necesitamos para el RSHT. Como es lógico, tendremos que hacerlo varias veces y secuenciar cualquier hueco. En cualquier caso, mantendremos la muestra en la solución salina hasta disponer de lo que necesitamos.
—Muy bien —dijo Megan—. Guardaré el frasco en mi caja de seguridad. Ya me avisará cuando la necesite.
—Perfecto —asintió Daniel.
—Si hemos terminado aquí, podríamos ir al edificio de la clínica —propuso Spencer. Consultó su reloj—. Querrán ver los quirófanos y las habitaciones de los pacientes. Les presentaré al personal, y luego iremos a la cafetería. Nos tienen preparada una mesa, y hemos invitado al doctor Rashid Nawaz, el neurocirujano. Nos pareció que querrían conocerlo.
—Así es —afirmó Daniel.
A Gaetano le pareció que había transcurrido una eternidad, pero había llegado finalmente su turno en el mostrador de la agencia de alquiler de coches. Se preguntó por qué las personas que le habían precedido en la cola habían tardado tanto en alquilar un maldito coche, cuando lo único que debían hacer era firmar el puñetero contrato. Consultó su reloj. Las doce y media. Había llegado veinte minutos antes, aunque había salido del aeropuerto Logan a las seis de la mañana, antes de que amaneciera. El problema fue la falta de vuelos directos, por lo que tuvo de hacer transbordo en Orlando.
Se balanceó impaciente. Sal y Lou le habían dejado muy claro que querían que realizara su misión en un solo día y regresara a Boston. Le habían advertido específicamente que no iban a tolerar ninguna excusa, aunque también estaban de acuerdo en que el éxito dependía de que Gaetano estableciera contacto rápidamente con el doctor Daniel Lowell, algo que no se podía asegurar, dado que, como habían admitido amablemente, había algunas variables que tener en cuenta. Gaetano había prometido hacer todo lo posible, aunque no tendría ni la más mínima oportunidad de hacer su trabajo si no conseguía llegar de una maldita vez al Ocean Club.
El plan era sencillo. Gaetano debía ir al hotel, localizar a su objetivo, quien según Lou y Sal estaría tomando el sol en la playa y disfrutando del agua, convencerlo para que saliera del hotel, y hacer lo que debía, o sea transmitir el mensaje de los jefes y sacudirlo a base de bien para que se tomara el mensaje en serio. Hecho esto, Gaetano debía ir pitando al aeropuerto y coger un avión de vuelta a Miami a tiempo para coger el último vuelo a Boston. Si esto no sucedía por alguna razón desconocida, entonces Gaetano realizaría su misión al anochecer, siempre y cuando el profesor saliera del hotel, y luego se alojaría en alguna pensión y regresaría al día siguiente. El único problema con este último plan era que no había ninguna garantía de que el objetivo saliera del hotel, lo que significaría que habría que dejarlo todo para el día siguiente. En ese caso, Lou y Sal pillarían un cabreo, por mucho que Gaetano quisiera explicarlo, así que se veía entre dos fuegos. La cuestión importante era que a Gaetano lo necesitaban en Boston. Tal como le habían recordado sus patrones, había mucho que hacer en estos días, con el rollo de que se hundía la economía y que la gente se lamentaba de no tener el dinero para pagar los préstamos y las deudas de juego.
Gaetano se enjugó el sudor que le chorreaba por la frente. Iba vestido con lo que había sido un pantalón impecablemente planchado, una camisa de manga corta estampada, y una americana azul. La idea era presentar un aspecto digno y evitar parecer un vagabundo que rondaba por el Ocean Club. Ahora llevaba la americana al hombro y el pantalón mostraba unas arrugas considerables a la altura de las corvas. Para colmo, su constitución física no era la más adecuada para soportar el húmedo calor tropical.
Quince minutos más tarde, Gaetano entró en el aparcamiento, donde hacía más calor que en el mismísimo infierno, para recoger un jeep Cherokee blanco. Si antes había tenido calor, ahora se asaba, y la camisa se le pegaba en las empapadas axilas. Llevaba un bolso en la mano derecha con lo mínimo indispensable y en la izquierda la documentación del coche y un mapa que le habían dado en el mostrador de la agencia. La idea de conducir por la izquierda, como le había dicho el empleado, le había preocupado un poco, pero ahora consideraba que no tendría mayores dificultades, siempre y cuando no lo olvidara. Le parecía el colmo de la ridiculez que en las Bahamas circularan por el lado equivocado.
Encontró el coche. Entró sin perder ni un segundo y arrancó el motor. Lo primero que hizo fue poner el aire acondicionado al máximo y dirigir todas las salidas de aire hacia él. Después de echar una ojeada al mapa, lo dejó desplegado en el asiento del acompañante y salió del aparcamiento.
Habían hablado de conseguir un arma, pero después habían desistido. En primer lugar, llevaría tiempo, y en segundo, no necesitaba un arma para tratar con un profesor gilipollas. Miró el mapa de nuevo. La ruta no tenía complicaciones dado que la mayoría de las carreteras llevaban a Nassau. Una vez allí, cruzaría el puente para ir a isla Paradise, donde no tendría problemas para dar con el Ocean Club.
Gaetano sonrió al pensar en las vueltas del destino. Unos pocos años antes, ¿quién hubiese imaginado que estaría conduciendo en las Bahamas, vestido como un dandi, la mar de contento, y con las posibilidades de un poco de acción? La excitación hizo que se le erizaran los cabellos de la nuca. A Gaetano le gustaba la violencia en todas sus formas. Era una adicción que le había metido en problemas en el pasado, desde la escuela primaria, pero sobre todo en el instituto. Le encantaban las películas y los videojuegos más violentos, pero sobre todo le gustaba la violencia real. Gracias a su corpachón y una muy buena preparación física, se las había apañado para salir victorioso en la mayoría de las refriegas.
El gran problema lo había tenido en el 2000. Gaetano y su hermano mayor trabajaban de lo que él seguía haciendo, como matones, pero en aquel entonces lo hacían para una de las grandes familias del crimen organizado de Queens, Nueva York. Había salido un trabajo, y se lo habían encomendado a él y a su hermano Vito. Tenían que darle una lección a un poli que cobraba el soborno pero que no cumplía con su parte del trato. Era un trabajo sencillo, pero se había torcido. El poli había sacado un arma que llevaba oculta y había conseguido herir de gravedad a Vito antes de que Gaetano pudiera desarmarlo.
Lamentablemente, Gaetano había perdido los estribos. Cuando se acabó la pelea, no solo había matado al policía, sino también a la esposa y al hijo adolescente del tipo, que habían sido lo bastante estúpidos para meterse en la bronca, la mujer con un arma y el chico con un bate de béisbol. Todo el mundo estaba furioso. Nadie había esperado que pudiera pasar nada semejante y había provocado una reacción desmesurada por parte del cuerpo de policía de Nueva York, como si el poli muerto hubiese sido un héroe. En un primer momento, Gaetano creyó que lo sacrificarían, ya fuera pegándole un tiro o entregándolo a la poli en bandeja de plata. Pero entonces, cuando menos lo esperaba, surgió la oportunidad de largarse a Boston y trabajar para los hermanos Castigliano, que tenían un parentesco lejano con la familia para la que habían trabajado, los Baresse.
Verse en Boston no le hizo mucha gracia. Detestaba la ciudad, a la que veía como un pueblucho de mala muerte comparada con Nueva York, y detestaba trabajar de empleado en una empresa de suministros de fontanería, un puesto que consideraba degradante. Sin embargo, poco a poco se fue acostumbrando.
—¡Caramba! —exclamó Gaetano, cuando vio el mar de las Bahamas. Nunca había visto unos colores tan vivos. A medida que aumentaba el tráfico, redujo la velocidad y disfrutó del paisaje. Se había acostumbrado más fácilmente de lo que esperaba a conducir por la izquierda, cosa que le permitía mirar a placer, y había mucho para recrearse la vista. Comenzó a pensar con más optimismo en sus planes para la tarde hasta que entró en Nassau. Se encontró sin más metido en un atasco, y durante un tiempo estuvo parado detrás de un autobús.
Miró su reloj. Era la una pasada. Sacudió la cabeza mientras su optimismo se esfumaba rápidamente. Sus posibilidades de hacer lo que debía y estar de regreso en el aeropuerto alrededor de las cuatro y media, si es que pretendía llegar a tiempo para coger el vuelo de Miami a Boston, se iban reduciendo con el paso de los minutos.
—¡A tomar por saco! —proclamó Gaetano vehementemente. De pronto decidió que no permitiría que el factor tiempo le estropease el día. Inspiró profundamente y miró a través de la ventanilla. Incluso le sonrió a una hermosa mujer negra que le devolvió la sonrisa, y le hizo pensar que podría disfrutar de una noche muy agradable. Bajó el cristal de la ventanilla, pero la mujer ya había desaparecido. Un momento más tarde, el autobús que tenía delante se puso en marcha.
Gaetano prosiguió su camino y cruzó el grácil puente que unía las islas New Providence y Paradise, y no tardó en llegar al aparcamiento del Ocean Club, que, a la vista de los coches aparcados, era más para el personal del hotel que para los huéspedes.
Dejó el bolso y la americana en el asiento de atrás del Cherokee, se apeó, y caminó en dirección oeste por un sendero bordeado de árboles y flores antes de desviarse hacia el norte entre dos de los edificios. Esto lo llevó hasta la zona de césped que separaba el hotel de la playa. Dobló hacia el este, y regresó hacia los edificios centrales donde estaban los espacios públicos y los restaurantes. Se sintió impresionado por todo lo que veía. Era un entorno de primera.
En lo alto de una pendiente que bajaba hasta la playa había un restaurante al aire libre con un bar en el centro y techo de cañas desde donde se disfrutaba de una preciosa vista. A la una y media, el comedor estaba a rebosar, y había una larga cola de clientes que esperaban a que se desocupara una mesa o los taburetes del bar. Gaetano se detuvo y sacó las fotos para mirar de nuevo las imágenes del profesor y la hermana de Tony. Su mirada se regodeó en la hermana, y lamentó que no fuera ella el objetivo. En su rostro apareció una sonrisa mientras pensaba en las diversas maneras de hacerle llegar un mensaje con la contundencia adecuada.
Provisto con la imagen mental de las personas que buscaba, Gaetano caminó lentamente alrededor del bar y el restaurante. Las mesas estaban dispuestas en el borde exterior del círculo con el bar en el centro. Todas las mesas y taburetes estaban ocupados, la mayoría por personas de todas las edades y tamaños, vestidas con trajes de baño, camisetas y pareos.
Gaetano se encontró de nuevo donde había comenzado, sin haber visto a nadie que se pareciera al tipo o a la chica. Abandonó el restaurante, bajó las escaleras hasta un rellano donde había varias duchas, y bajó por otro tramo de escaleras que conducían a la playa. A la derecha, al pie de las escaleras, estaban las tumbonas, las sombrillas y las toallas para los huéspedes. Gaetano se quitó los zapatos y los calcetines, y se recogió las perneras de los pantalones antes de caminar hasta donde el agua lamía la orilla. Cuando metió los pies en el agua, se arrepintió de no haber traído un bañador. El agua era transparente como el cristal, poco profunda, y deliciosamente tibia.
Gaetano caminó por la arena en dirección este, atento a los rostros de los bañistas. No había muchos, porque la mayoría estaban comiendo. Cuando llegó a un extremo donde ya no había nadie más, dio la vuelta y caminó hacia el oeste. Cuando allí tampoco encontró a su presa, decidió que el profesor y la hermana no estaban en la playa. Vaya pérdida de tiempo, pensó malhumorado.
Cruzó la playa y recuperó los zapatos. Se hizo con una toalla y subió al rellano donde se lavó los pies. Se calzó los zapatos, volvió a subir las escaleras; esta vez siguió por un sendero que cruzaba el césped delante del edificio principal del hotel que imitaba el estilo colonial. En el interior, se encontró en lo que parecía la sala de estar de una mansión. Un pequeño bar en una esquina con seis taburetes le recordó que esto era, después de todo, un hotel. El barman aprovechaba la ausencia de clientes para limpiar las copas.
Gaetano cogió el teléfono que estaba en una mesa con recado de escribir, y llamó a la telefonista del hotel. Le preguntó cómo podía llamar a la habitación de uno de los huéspedes y la empleada le dijo que ella lo conectaría. Gaetano le dio el número de la habitación: 108.
Mientras sonaba el teléfono, Gaetano se sirvió una pieza de la fruta que había en un bol. El teléfono sonó diez veces antes de que la telefonista apareciera en la línea para preguntarle si quería dejar un mensaje. Gaetano le respondió que llamaría más tarde y colgó.
Fue en ese momento en que Gaetano se preguntó si el hotel tendría una piscina. No la había visto donde la esperaba, en medio del césped entre el hotel y la playa, pero dado que el hotel disponía de mucho espacio, bien podía ser que tuvieran una. Así que cruzó la sala para ir a la recepción, donde le dieron toda clase de explicaciones.
Resultó ser que la piscina estaba en el lado este, lejos del océano y al pie de un jardín de varias terrazas, coronado por un templete medieval. Gaetano se sintió impresionado por el entorno pero desilusionado al tener la misma suerte que había tenido en la playa. El profesor y la hermana de Tony no se encontraban en la piscina ni en el bar anexo. Tampoco estaba en el gimnasio ni en ninguna de las numerosas pistas de tenis.
—¡Joder! —murmuró Gaetano. Era obvio que su objetivo no se encontraba en el hotel. Consultó su reloj. Eran más de las dos. Sacudió la cabeza. En lugar de preguntarse si tendría que pasar allí la noche, comenzó a pensar en cuántas noches más necesitaría si las cosas seguían a este ritmo.
Volvió sobre sus pasos, y en la recepción encontró un cómodo sofá con una mesa de centro donde estaban el bol de frutas y una pila de revistas, y desde donde disponía de una clara visión de la entrada principal. Resignado a esperar, Gaetano se sentó y se puso cómodo.