Jueves, 28 de febrero de 2002. Hora: 15.55
—¡Maldita sea! —gritó Daniel—. ¿Qué demonios está haciendo? ¡Nos va a matar!
Daniel empujaba contra el cinturón de seguridad con una mano apoyada en el respaldo del asiento delantero del taxi, que era un viejo Cadillac negro. Daniel y Stephanie acababan de llegar a la isla de New Providence, en las Bahamas. El control de pasaportes y la aduana habían sido una mera formalidad dado que no llevaban equipaje. Las pocas prendas y artículos de tocador que la pareja había comprado en su estancia forzada de treinta y seis horas en Londres las llevaban en un pequeño bolso de mano. Habían sido los primeros en salir de la terminal y habían cogido el primer taxi en la parada.
—¡Dios mío! —gimió Daniel cuando un coche que venía de frente se cruzó con ellos por la derecha. Volvió la cabeza para ver cómo el otro coche se perdía en la distancia.
Alarmado por los gritos, el taxista miraba a sus pasajeros por el espejo retrovisor.
—¿Qué pasa? —preguntó, preocupado.
Daniel volvió a mirar al frente, aterrorizado ante la posibilidad de que aparecieran más coches. Estaba totalmente pálido. El coche que acababa de pasarles había sido el primero que habían encontrado en la carretera de doble dirección que salía del aeropuerto. Como siempre, Daniel había estado mirando nerviosamente a través del parabrisas y había visto cómo se acercaba el coche. Su miedo había aumentado por momentos mientras el taxista, que les ofrecía un monólogo de bienvenida como si fuese un miembro de la cámara de comercio de las islas, comenzaba a desviarse hacia la izquierda. Daniel había asumido que el hombre se daría cuenta del error y que llevaría el coche otra vez hacia la derecha. Pero no lo hizo. En el momento en que Daniel calculó que ya era demasiado tarde para desviarse a la derecha y evitar una colisión frontal, soltó un grito de desesperación.
—¡Daniel, tranquilízate! —le rogó Stephanie con voz serena. Apoyó una mano en el muslo tenso de su compañero—. No pasa nada. Es evidente que en Nassau se conduce por la izquierda.
—¿Por qué demonios no me lo has dicho antes? —replicó Daniel.
—No lo sabía hasta que nos cruzamos con aquel coche. Tiene sentido. Estas islas fueron colonias británicas durante siglos.
—Si es así, ¿cómo es que tiene el volante a la izquierda, como en los coches normales?
Stephanie comprendió que era inútil insistir, así que cambió de tema.
—Es increíble el color que tenía el mar visto desde el avión cuando nos disponíamos a aterrizar. Seguramente se debe a que es una zona poco profunda. Nunca había visto un aguamarina así de brillante o un zafiro tan fuerte.
Daniel se limitó a gruñir. Estaba atento a otro coche que se acercaba. Stephanie volvió su atención al exterior y bajó el cristal de la ventanilla, a pesar del aire acondicionado en el interior del Cadillac. Después de pasar casi dos días en el rigor del invierno en Londres, el cálido aire tropical y la exuberancia de la vegetación resultaban sorprendentes, en especial el escarlata brillante y el luminoso púrpura de las buganvillas que parecían ocupar todas las paredes. Los pueblos y edificios que veía le recordaban los de Nueva Inglaterra, excepto por los vibrantes tonos tropicales resaltados por el implacable sol de las Bahamas. Las personas que pasaban, cuya coloración de piel iba desde el blanco al caoba oscuro, parecían relajadas. Incluso a la distancia, sus sonrisas y carcajadas eran manifiestas. Stephanie tuvo la sensación de que este era un lugar feliz y confiaba en que fuese un buen augurio para aquello que ella y Daniel pretendían hacer.
En cuanto al alojamiento, Stephanie no tenía idea de lo que debía esperar, porque era una cuestión que no habían tratado. Daniel había hecho todos los arreglos antes de emprender el viaje a Italia, mientras ella se ocupaba de preparar el cultivo de los fibroblastos de Butler y visitaba a su familia. En cambio, sabía dónde estarían de aquí a tres semanas. Butler llegaría el veintidós de marzo, y ella y Daniel se trasladarían al enorme hotel Atlantis para disfrutar de las reservas hechas por el senador. Stephanie sacudió la cabeza en un gesto imperceptible al pensar en todo lo que debían hacer antes de la llegada del paciente. Confiaba en que el cultivo que había dejado en Cambridge continuara desarrollándose sin problemas. Si no era así, no habría ninguna posibilidad de realizar el implante en el plazo previsto.
Después de media hora de viaje, comenzaron a ver los primeros hoteles en el lado izquierdo de la carretera, en una zona que les informó el taxista se llamaba Cable Beach. La mayoría de los edificios eran muy altos y Stephanie apenas si les prestó atención. Luego entraron en la ciudad de Nassau, donde el bullicio era mucho más grande de lo que ella había imaginado, con gran abundancia de coches, camiones, autobuses, motos y peatones. Sin embargo, pese a toda esta actividad, los imponentes edificios de los bancos, y las bellas mansiones coloniales donde funcionaban las oficinas gubernamentales, se respiraba el mismo aire alegre que Stephanie había observado antes. Incluso estar metidos en un atasco no solo era tolerado por las personas que vio, sino que parecían disfrutarlo.
El taxi cruzó un puente elevado para ir a la isla Paradise, que según el conductor, se conocía con el nombre de Hog Island en la época de la colonia. Añadió que Huntington Hartford, que se había encargado de urbanizarla, le había cambiado el nombre por considerarlo poco atractivo. Stephanie y Daniel estuvieron de acuerdo. Una vez en la isla, el taxista les señaló un moderno centro comercial a la derecha y el enorme complejo del hotel Atlantis a la izquierda.
—¿Hay tiendas de ropa en el centro comercial? —preguntó Stephanie, que se volvió para mirar atrás. El centro parecía muy lujoso.
—Sí, señora, pero son muy caras. Si quiere comprar prendas locales a buen precio, le recomiendo que vaya a Bay Street.
Siguieron un poco más hacia el este, y luego el taxi se desvió hacia el norte por lo que parecía un largo y sinuoso camino particular con una vegetación muy densa a ambos lados. En la entrada había un cartel que decía:
PRIVADO, THE OCEAN CLUB, SOLO HUÉSPEDES.
A Stephanie le llamó mucho la atención que no le fuera posible ver el edificio del hotel hasta que el taxi dobló la última curva.
—Esto tiene toda la pinta de ser el paraíso —comentó cuando el taxista se detuvo a la sombra de la marquesina donde esperaban los porteros vestidos con camisas y pantalones blancos cortos.
—Se supone que es uno de los mejores hoteles —afirmó Daniel.
—Y no le han mentido —intervino el taxista.
El hotel resultó ser todavía mejor de lo que Stephanie podía esperar. Consistía en una serie de edificios de dos plantas dispersos alrededor de un sector de playa con forma de herradura y ocultos de la vista por grandes árboles cargados de flores. Daniel había reservado una de las suites en la planta baja desde donde solo había que cruzar un corto tramo de césped inmaculado para llegar a la playa de arena blanca. Guardaron sus escasas pertenencias en uno de los armarios y dejaron sus artículos de tocador en el baño de mármol.
—Son las cinco y media —dijo Daniel—. ¿Qué podemos hacer?
—Poca cosa —respondió Stephanie—. Para nosotros es casi medianoche según la hora europea, y estoy agotada.
—¿No crees que deberíamos llamar a la clínica Wingate y avisarles de que hemos llegado?
—Supongo que no estaría mal, aunque tampoco tengo muy claro de qué nos serviría, dado que iremos allí mañana por la mañana. Me parece que sería mucho más útil que fueses a la recepción y alquilaras un coche. Para mí lo más importante ahora mismo es llamar a Peter y preguntarle si está preparado para enviarme una parte de los fibroblastos de Butler. No podemos hacer prácticamente nada hasta que no los tengamos. Después de hablar con Peter, necesito llamar a mi madre. Le prometí que me pondría en contacto con ella para darle la dirección y el teléfono en cuanto estuviésemos instalados aquí.
—Necesitaremos ropa —dijo Daniel—. A ver qué te parece: yo voy a alquilar el coche, tú haces las llamadas y luego nos vamos al centro comercial cerca del puente y vemos si hay alguna tienda de ropa que no esté mal.
—¿Por qué no te limitas a alquilar el coche? Solo quiero darme una ducha, comer algo, y meterme en la cama. Ya tendremos tiempo para ir de compras mañana.
—Supongo que tienes razón —admitió Daniel—. Estar en Nassau por fin me tiene muy alterado, cuando la verdad es que yo también estoy agotado.
En cuanto Daniel salió de la habitación, Stephanie fue a sentarse a la mesa. Se llevó una agradable sorpresa al ver que el móvil tenía cobertura. Como le había dicho a Daniel, quería llamar a Peter que, como sospechaba, aún estaba en el laboratorio.
—El cultivo de John Smith se desarrolla a la perfección —le informó Peter en respuesta a la pregunta—. Tengo preparada una parte criopreservada para enviarla desde hace varios días. Esperaba tener noticias tuyas el martes pasado.
—Nos retrasó un pequeño problema que surgió por sorpresa —dijo Stephanie sin entrar en detalles. Sonrió con una expresión desabrida, al pensar en lo corta que se había quedado en su descripción, si consideraba que se habían visto obligados a huir de Italia sin equipaje para que no los detuvieran.
—¿Estás preparada para que te la envíe?
—Por supuesto. Envíala con los reagentes RSHT, las sondas de genes dopaminérgicos y los factores de crecimiento que dejé separados. Se me acaba de ocurrir algo más. Incluye el preparado con el promotor de tirosina hidrolaxa que utilizamos en los últimos experimentos con ratones.
—¡Dios mío! —exclamó Peter—. ¿Se puede saber qué estáis preparando?
—Más vale que no te lo explique. ¿Cuáles son las posibilidades de que lo envíes todo esta noche?
—No veo por qué no. En el peor de los casos, tendría que llevarlo yo mismo al aeropuerto, pero eso no es un problema. ¿Dónde quieres que lo envíe?
Stephanie pensó por un momento. Pensó en que podría recibirlo en el hotel, pero luego se dijo que lo mejor sería limitar el tiempo de transporte y meter la muestra en un congelador de nitrógeno líquido, algo que seguramente había en la clínica Wingate. Le pidió a Peter que esperara un momento, y utilizó el teléfono interno para llamar a la recepción y preguntar la dirección de la clínica Wingate. Era el 1200 de Windsor Field Road. Se la transmitió a Peter junto con el número de teléfono de la clínica.
—Lo enviaré todo esta noche por FedEx —prometió Peter—. ¿Cuándo estaréis de vuelta?
—Diría que dentro de un mes, quizá menos.
—¡Que tengáis buena suerte con lo que estéis haciendo!
—Gracias. La necesitaremos.
Stephanie contempló el suave oleaje del mar rosa y plata. Una línea de nubes marcaba el horizonte. Cada una de ellas mostraba en la parte superior la pincelada rosa fuerte de los rayos del sol que se ponía a su izquierda. El ventanal estaba abierto, y una suave brisa aromatizada con el perfume de alguna flor exótica le acarició el rostro. La vista y el entorno le producían un efecto sedante después de los frenéticos días de viaje e intriga. Notaba cómo comenzaba a relajarse en un entorno absolutamente sereno, ayudada por la noticia de lo bien que se había desarrollado el cultivo de fibroblastos de Butler. La constante preocupación de que pudiera estropearse había rondado en el fondo de su mente desde el momento en que había iniciado el viaje. Tal como iban las cosas, comenzaba a pensar que quizá el optimismo de Daniel sobre el proyecto Butler podía acabar siendo razonable, a pesar de que su intuición le decía lo contrario y las dificultades que ella y Daniel habían tenido en Turín.
En cuanto se puso el sol, la noche cayó con rapidez. Encendieron antorchas a lo largo de la playa, y la brisa agitaba las llamas. Stephanie cogió de nuevo el móvil y marcó el número de sus padres. Quería comunicarle a su madre el nombre del hotel, el número de la habitación y el del teléfono, ante la posibilidad de que su madre pudiese empeorar. Mientras esperaba, rogó para que no respondiera su padre. Siempre le resultaba difícil conversar con él. Se alegró al escuchar la voz de su madre.
Aunque Tony no tenía ningún motivo para creer que su tozuda hermana no cumpliría la amenaza de descansar en las Bahamas mientras su compañía se iba a pique, había mantenido la ilusión de que ella acabaría por ver la luz después de lo que él le había dicho, cancelaría el viaje, y haría lo que pudiera por solucionar los problemas. Sin embargo, la llamada de Stephanie a su madre, le había confirmado que no era ese el caso. La muy zorra y su estrafalario novio estaban en Nassau, alojados en una suite de algún hotel de lujo delante mismo de la playa. Era indignante.
Tony sacudió la cabeza, asombrado por el desparpajo de su hermana. Desde que había entrado en Harvard no había hecho más que burlarse de él cada vez que le daba la espalda, algo que él había tolerado porque era su hermana menor. Pero ahora se había pasado de la raya, sobre todo a la vista del imbécil académico con quien se había liado. Cien mil dólares era mucho dinero, y eso sin tener en cuenta la parte de los Castigliano. Todo el asunto era un embrollo, de eso no había ninguna duda, pero así y todo ella seguía siendo su hermana menor, así que las cosas no estaban tan claras como podrían haber estado.
El enorme Cadillac entró en el aparcamiento de grava y se detuvo delante del local de la empresa de suministros de fontanería de los hermanos Castigliano. Tony apagó las luces y el motor. Pero no se apeó del coche inmediatamente. Esperó unos momentos para calmarse. Podría haber llamado por teléfono y transmitirle la información a Sal o a Louie. Sin embargo, como se trataba de su hermana, necesitaba saber qué harían. Sabía que estaban tan furiosos como él, pero no se veían limitados por tener implicado a alguien de la familia. A él no le importaba en lo más mínimo lo que hicieran con el novio. Qué diablos, a él mismo no le importaría darle una paliza. Pero su hermana era otra historia. Si alguien tenía que atizarle, quería ser él.
Tony abrió la puerta y de inmediato olió el hedor nauseabundo del albañal. No conseguía entender cómo alguien podía estar en un local donde cada vez que el viento cambiaba de dirección, apestaba a huevos podridos. Era una noche sin luna, y Tony caminó con mucha precaución. No quería tropezar con un fregadero abandonado o cualquier otra pieza de chatarra.
Dado que ya había pasado el horario comercial, la tienda estaba cerrada, como indicaba el cartel colgado en el cristal de la puerta. Pero la puerta no estaba cerrada. Gaetano estaba detrás de la caja registradora, ocupado en sumar las ventas del día. Tenía un lápiz detrás de una oreja sorprendentemente pequeña, que lo parecía todavía más en comparación con la cabeza.
—¿Sal y Louie? —preguntó Tony.
Gaetano señaló con la cabeza hacia la parte de atrás sin interrumpir lo que estaba haciendo. Tony encontró a los gemelos sentados a sus respectivas mesas. Después de estrecharse las manos sonoramente y unas pocas palabras de saludo, Tony se sentó en el sofá. Los hermanos lo miraron, expectantes. La única luz en la habitación, suministrada por las pequeñas lámparas de cada mesa resaltaba las facciones cadavéricas de los hermanos. Desde la perspectiva de Tony, los ojos de ambos no eran más que agujeros negros.
—Están en Nassau —comenzó Tony—. Confiaba en que podría venir aquí y deciros lo contrario, pero no es el caso. Acaban de alojarse en un hotel de lujo llamado Ocean Club. Están en la suite 108. Incluso tengo el número de teléfono.
Tony se inclinó hacia adelante y dejó un trozo de papel en la mesa de Louie, que era la más cercana al sofá.
Se abrió la puerta y Gaetano asomó la cabeza.
—¿Me necesitan o qué? —preguntó.
—Sí —respondió Louie, mientras cogía el papel con el número de teléfono y le echaba una ojeada.
Gaetano entró en la habitación y cerró la puerta.
—¿Hay algún cambio en las perspectivas de la empresa? —preguntó Sal.
—No que yo sepa —contestó Tony—. Si hay alguna novedad, mi contable me lo hubiera dicho.
—Tiene toda la pinta de que el tipo se está burlando de nosotros —comentó Louie. Se rio con una risa siniestra—. ¡Nassau! Todavía no me lo puedo creer. Es como si estuviese pidiendo que le diéramos su merecido.
—¿Es eso lo que vais a hacer? —preguntó Tony.
Louie miró a Sal antes de responder.
—Queremos que venga aquí inmediatamente, y se ocupe de salvar la compañía y nuestra inversión. ¿Tengo razón, hermano?
—Toda la razón —afirmó Sal—. Tenemos que hacerle saber quién está metido en este asunto y dejar bien claro que queremos recuperar nuestro dinero, pase lo que pase. No solo tiene que volver aquí, sino que más le valdrá tener una idea bien clara de cuáles serán las consecuencias si no nos hace caso o cree que podrá librarse con declararse en quiebra o cualquier otra trampa legal. ¡Habrá que darle una paliza para que no se lleve a engaño!
—¿Qué pasa con mi hermana? —preguntó Tony—. No es que sea inocente en este follón, pero si hay que sacudirle, quiero ser yo quien lo haga.
—Ningún problema —dijo Louie. Dejó el papel con el número de teléfono en la mesa—. Como dije el domingo, no tenemos nada en contra de ella.
—¿Estás preparado para ir a Nassau, Gaetano? —preguntó Sal.
—Puedo marcharme mañana por la mañana a primera hora —manifestó Gaetano—. ¿Qué debo hacer después de darle el mensaje? ¿Me quedo o qué? ¿Qué pasará si no entiende el mensaje?
—Pues asegúrate de que lo reciba —declaró Sal—. No te hagas a la idea de que te estamos pagando unas vacaciones. Además, te necesitamos aquí. Después de darle el mensaje, te vuelves a Boston inmediatamente.
—Gaetano tiene razón —intervino Tony—. ¿Qué haréis si ese imbécil no hace caso del mensaje?
Sal miró a su hermano. No necesitaron decir ni una palabra para ponerse de acuerdo. Sal miró de nuevo a Tony.
—Si ese imbécil no estuviera, ¿tu hermana podría dirigir la compañía?
—¿Cómo puedo saberlo? —replicó Tony, y se encogió de hombros.
—Es tu hermana —manifestó Sal—. ¿No es doctora?
—En Harvard le dieron el título de doctora en biología —contestó Tony—. ¡Pura filfa! Para lo único que ha servido es para convertirla en una engreída insoportable. Hasta donde sé, eso solo significa que sabe un montón sobre gérmenes, genes y toda esas estupideces, pero no cómo dirigir una empresa.
—Pues el imbécil también es doctor —señaló Louie—. Así que a mí me parece que a la compañía no le podría ir peor si tu hermana dirigiera las cosas. Además, si ella estuviese al mando, tú estarías en mejores condiciones para decirle cómo se deben hacer las cosas.
—A ver si me aclaro. ¿Qué me estás diciendo? —preguntó Tony.
—Eh, ¿qué pasa? ¿No estoy hablando en inglés? —replicó Louie.
—Claro que estás hablando en inglés —afirmó Sal.
—Escucha —añadió Louie—. Si el jefe de la compañía no capta el mensaje, y no dudo que podemos contar con Gaetano para que se lo deje bien claro, entonces nos los cargaremos. Así de sencillo, y final de la historia para el profesor. Aunque solo sea para eso, servirá para que tu hermana reciba un clarísimo aviso de que más le vale hacer las cosas como está mandado.
—En eso tienes toda la razón —admitió Tony.
—¿Tú estás de acuerdo, Gaetano? —preguntó Sal.
—Por supuesto. Así y todo, no lo tengo muy claro. ¿Queréis o no que me quede allí hasta asegurarnos de que hace las cosas como es debido?
—Por última vez —dijo Sal con un tono amenazador—. Tienes que transmitir el mensaje y volver aquí. Si todo va bien y encuentras algún vuelo, quizá podrías hacerlo todo en un día. De lo contrario, te quedas. Pero queremos que vuelvas cuanto antes, porque hay muchas cosas que atender aquí. Si hay que cargárselo, ya irás. ¿De acuerdo?
Gaetano asintió, aunque estaba desilusionado. Cuando habían tratado el tema el domingo, se había hecho la idea de disfrutar de una semana al sol.
—Se me acaba de ocurrir algo —intervino Tony—. Dado que no podemos descartar que Gaetano deba volver, entonces no creo que deba hacer lo que tiene que hacer en el hotel. Si resulta que el profesor no quiere colaborar, tampoco queremos que se largue, algo que podría hacer si cree que el hotel no es un lugar seguro. En las Bahamas hay centenares de islas.
—Tienes razón —reconoció Sal—. No queremos que se esfume cuando está en juego nuestro dinero.
—Quizá entonces no estaría mal que me quedara por allí para vigilarlo —sugirió Gaetano con renovadas esperanzas.
—¿Cómo tengo que explicártelo, imbécil? —gritó Sal, que miró a Gaetano con una expresión furiosa—. Por última vez, no te irás al sur de vacaciones. Harás lo tuyo y te volverás. El problema con el profesor no es el único que tenemos.
—¡Vale, vale! —Gaetano levantó las manos como si se rindiera—. No me encontraré con el tipo en el hotel. Solo iré allí para localizarlo, o sea que necesitaré algunas fotos.
—Ya me lo figuraba —dijo Tony. Metió la mano en un bolsillo de la americana y sacó varias instantáneas—. Estos son los tortolitos. Se las hicieron la Navidad pasada. —Se las entregó a Gaetano que seguía junto a la puerta. El matón les echó una ojeada.
—¿Están bien? —preguntó Louie.
—No están nada mal —contestó Gaetano. Luego miró a Tony, y añadió—: Tu hermana es un bombón.
—Sí, pero olvídala —replicó Tony—. No se toca.
—Mala suerte —comentó Gaetano, con una sonrisa retorcida.
—Otra cosa —prosiguió Tony—. Con todas esas tonterías de la seguridad en los aeropuertos, no creo que sea recomendable llevar un arma ni siquiera en una maleta que vaya a la bodega. Si Gaetano necesita una, sería mejor que la consiga en la isla a través de los contactos en Miami. Tenéis contactos en Miami, ¿no?
—Claro que sí —contestó Sal—. Es una buena idea. ¿Alguna cosa más?
—Creo que eso es todo —dijo Tony. Aplastó la colilla en el cenicero y se levantó.