Martes, 26 de febrero de 2002. Hora: 4.45
A pesar de la solidez del cerrojo, Stephanie durmió mal. Cada ruido dentro y fuera del hotel le había causado una leve reacción de pánico, y los ruidos habían sido considerables. En una ocasión, unos minutos después de la medianoche, cuando los huéspedes habían entrado en la habitación vecina, Stephanie se había sentado en la cama, dispuesta a defenderse, convencida de que alguien intentaba entrar en el cuarto. Se había sentado con tanta brusquedad que había destapado a Daniel, cuya reacción fue coger la manta para volver a taparse, con una exclamación de enfado.
Stephanie se quedó dormida pasadas las dos. Pero fue un sueño intranquilo, y se alegró cuando Daniel la sacudió suavemente para despertarla después de lo que a ella le parecieron unos quince minutos.
—¿Qué hora es? —preguntó con voz somnolienta, mientras se levantaba apoyada en un codo.
—Son las cinco de la mañana. ¡Venga, a ver esos ánimos! Tenemos que coger un taxi dentro de media hora.
«Venga, a ver esos ánimos» había sido la frase que su madre empleaba para despertarla cuando Stephanie era una adolescente, y como siempre había sido una dormilona de cuidado que detestaba que la despertaran, la frase siempre la había irritado. Daniel conocía la historia y utilizaba la frase con toda la intención de provocarla, cosa que, por supuesto, era la mejor manera de despertarla.
—Ya estoy despierta —protestó, enfadada, cuando él la volvió a sacudir. Miró a su torturador, pero él se limitó a sonreír antes de desordenarle los cabellos con la palma de la mano. Este gesto era otra de las cosas que irritaban a Stephanie, incluso cuando los tenía desordenados, como ciertamente era el caso en estos momentos; lo consideraba denigrante, y se lo había dicho a Daniel en varias ocasiones. La hacía sentirse como si él la considerara una niña o, todavía peor, una mascota.
Stephanie miró a Daniel que iba al baño. Se incorporó, y entornó los párpados ante la intensidad de la luz. El candelabro de cristales multicolores resplandecía como un sol. En el exterior, todavía era noche cerrada. Bostezó. Tenía la sensación de que la única cosa que deseaba hacer en este mundo era seguir durmiendo. Pero entonces comenzaron a borrarse los vestigios del sueño, y con la mente más despejada pensó en lo mucho que deseaba subir al avión con la muestra del sudario y abandonar Italia.
—¿Te has levantado? —gritó Daniel desde el baño.
—¡Estoy levantada! —gritó a su vez. No le importaba remolonear en la cama, y mucho menos después de lo despiadado que había sido él a la hora de despertarla. Se desperezó, bostezó, y se sentó en la cama. Luego de librarse de una sensación muy próxima a la náusea, se levantó.
La ducha obró maravillas. A pesar de que Daniel había hecho lo posible para demostrar lo contrario, él tampoco estaba muy animoso al despertarse y le había costado lo suyo levantarse cuando sonó el despertador. Sin embargo, cuando ambos salieron del baño, se encontraban muy animados y ansiosos por llegar al aeropuerto. Se vistieron y acabaron de hacer las maletas en cuestión de minutos. A las cinco y cuarto, Daniel llamó a la recepción para que les buscaran un taxi y enviaran a alguien a recoger las maletas.
—Se me hace difícil creer que estaremos en Nassau a última hora de la tarde —comentó Daniel, mientras cerraba la maleta. El itinerario del día era volar a Londres vía París en un avión de Air France, enlazar con British Airways, y desde Londres volar directamente a la isla de New Providence en las Bahamas.
—A mí me resulta difícil hacerme a la idea de que pasaremos del invierno al verano en un mismo día. Siento como si hiciera siglos que no me pongo un pantalón corto y un top.
Apareció el botones que se encargó de bajar las maletas al vestíbulo con la orden de cargarlas en el taxi. Daniel permaneció en el umbral de la puerta del baño mientras Stephanie acababa de secarse el cabello.
—Creo que deberíamos comunicar en la recepción que alguien se coló en nuestro cuarto —dijo Stephanie, en voz muy alta para hacerse escuchar por encima del ruido del secador.
—¿De qué serviría?
—Supongo que de muy poco, pero aun así tendrían que saberlo.
—Creo que sería una pérdida de tiempo, y no vamos muy sobrados de tiempo —respondió Daniel después de consultar su reloj—. Son casi las cinco y media. Tenemos que ponernos en marcha.
—¿Por qué no bajas y pagas? —sugirió Stephanie—. No tardaré ni dos minutos.
—Nassau, allá vamos —dijo Daniel mientras salía.
El incesante campanilleo del teléfono arrancó a Michael Maloney de las profundidades del sueño. Descolgó antes de estar despierto del todo. Se trataba del padre Peter Fleck, el otro secretario privado del cardenal O’Rourke.
—¿Está despierto? —preguntó Peter—. Lamento llamarlo a esta hora.
—¿Qué hora es? —replicó Michael. Buscó el interruptor de la lámpara, y luego intentó ver qué hora era en su reloj.
—Son las doce menos veinte de la noche aquí en Nueva York. ¿Qué hora es en Italia?
—Son las seis menos veinticinco de la mañana.
—Lo lamento, pero usted me dijo cuando llamó esta tarde que necesitaba hablar con el cardenal cuanto antes y Su Eminencia acaba de regresar en este mismo momento. Ahora se pone.
Michael se frotó la cara y se dio unas palmaditas en las mejillas para acabar de despertarse. Al cabo de unos segundos, la suave voz del cardenal James O’Rourke sonó en su oído. El prelado se disculpó por llamarlo a una hora tan intempestiva y le explicó que se había visto forzado a quedarse con el gobernador en un acto público que se había iniciado a última hora de la tarde.
—Siento mucho tener que añadir otra a sus preocupaciones —manifestó Michael con una cierta inquietud. No se dejaba engañar por la actitud humilde de un hombre muy poderoso. Sabía que detrás de la aparente benevolencia había un ser despiadado, sobre todo con cualquier subordinado lo bastante estúpido o desafortunado como para provocarle algún disgusto. Al mismo tiempo, con aquellos que le complacían, podía mostrarse extraordinariamente generoso.
—¿Está dando a entender que se ha producido algún problema en Turín? —preguntó el cardenal.
—Desafortunadamente, así es —respondió Michael—. Las dos personas enviadas por el senador Butler para recoger la muestra del sudario son ambas científicos biomoleculares.
—Comprendo —manifestó James.
—Se trata del doctor Daniel Lowell y la doctora Stephanie D’Agostino.
—Comprendo —repitió James.
—De acuerdo con sus instrucciones —prosiguió Michael—, sabía que le preocuparía este imprevisto dadas sus relaciones con una prueba no autorizada. La buena noticia es que con la rápida y valiosa colaboración de monseñor Mansoni, he conseguido disponerlo todo para que la muestra sea recuperada en cuestión de horas.
—Oh —dijo James sencillamente. Hubo una pausa incómoda. En lo que concernía a Michael, no era la respuesta que esperaba. En este momento de la conversación, contaba con una reacción muy positiva por parte del cardenal.
—Es obvio que la meta es evitar que se cometan nuevas indignidades científicas con el sudario —añadió Michael rápidamente. Notó como si una mano helada le recorriera la espalda. Su intuición le avisaba de que estaba a punto de producirse un giro inesperado.
—¿Los doctores Lowell y D’Agostino han aceptado voluntariamente devolver la muestra?
—No exactamente —admitió Michael—. La muestra será confiscada por las autoridades italianas cuando se presenten en la mesa de embarque del aeropuerto para tomar el vuelo a París.
—¿Qué le pasará a los científicos?
—Creo que los detendrán.
—¿Es verdad que, como dijo el senador Butler, no se tocó el sudario para conseguir esta muestra?
—Es verdad. La muestra es un pequeño trozo de una tira que cortaron del sudario hace unos cuantos años.
—¿Se la entregaron a los científicos en la más estricta confidencialidad, sin ningún documento oficial?
—Así se hizo. Comuniqué que ese era su deseo. —Michael comenzó a sudar, no tan copiosamente como lo había hecho mientras estaba escondido detrás de las cortinas en la habitación del hotel la tarde anterior, pero como consecuencia del mismo estímulo: el miedo. Notaba un dolor en la boca del estómago y la tensión en los músculos. El tono de las preguntas del cardenal tenía un filo apenas perceptible que la mayoría de las personas pasarían por alto, pero que Michael identificó en el acto. Sabía que la cólera de Su Eminencia crecía por momentos.
—¡Padre Maloney! Para su conocimiento, el senador ya ha presentado la legislación prometida para limitar las indemnizaciones que han de pagar las instituciones de beneficencia y ahora cree que su respaldo tendrá muchas más posibilidades de ser aprobada que cuando propuso la idea el viernes. No es necesario que le explique el valor que tiene dicha legislación para la Iglesia. En cuanto a lo que se refiere a la muestra del sudario, sin una documentación oficial, incluso si se realizaran algunas pruebas no autorizadas, los resultados carecerían de todo valor y bastaría con rechazarlos.
—Lo siento —balbuceó Michael dócilmente—. Creía que Su Eminencia deseaba recuperar la muestra.
—Padre Maloney, sus instrucciones eran claras. No se le envió a Turín para que pensara. Fue allí para descubrir quién recibía la muestra y seguirlo si era necesario para ver quién era el destinatario final. No debía intervenir para que se recuperara la muestra con la consecuencia de poner en peligro un proceso legislativo extremadamente importante.
—No sé qué decir —tartamudeó Michael.
—No diga nada. En cambio, le recomiendo que invierta lo que ha puesto en movimiento si no es ya un hecho consumado; eso, por supuesto, si no es que el objetivo inmediato de su carrera es ser destinado a alguna pequeña parroquia de las montañas Catskill. No quiero que confisquen la muestra del sudario ni quiero que arresten a los científicos norteamericanos, que es un término más acertado que el eufemismo que utilizó. Por encima de todo, no quiero que el senador Butler me llame para decirme que ha retirado su proyecto de ley, cosa que seguramente hará si ocurre lo que me ha dicho. ¿Está claro, padre?
—Absolutamente claro —consiguió decir Michael. Escuchó un zumbido en el teléfono. El cardenal había colgado sin más.
Michael tragó con cierta dificultad mientras colgaba el teléfono. Ser trasladado a una pequeña parroquia en el norte del estado de Nueva York era el equivalente eclesiástico de ser enviado a Siberia.
Sin perder ni un segundo, volvió a coger el teléfono. El avión de los científicos norteamericanos no despegaba hasta las siete y cinco. Eso significaba que aún tenía una posibilidad de evitar el hundimiento de su carrera. Primero, llamó al Grand Belvedere, donde le dijeron que la pareja ya se había marchado. A continuación, intentó llamar a monseñor Mansoni, pero el prelado ya había salido de su residencia media hora antes para dirigirse al aeropuerto donde debía atender un asunto relacionado con la Iglesia.
Acicateado por estas informaciones, Michael se vistió con las prendas que tenía en una silla junto a la cama. Sin afeitarse, ducharse, o incluso utilizar el lavabo, salió corriendo de su habitación. Demasiado alterado para esperar el ascensor, bajó las escaleras de dos en dos. En cuestión de minutos y sin aliento, llegó al aparcamiento, sacó las llaves de su coche alquilado y subió al Fiat. Arrancó, salió de la plaza marcha atrás y abandonó el aparcamiento a toda velocidad.
Mientras conducía, consultó su reloj. Calculó que llegaría al aeropuerto muy poco después de las seis. El problema más grave era que no sabía qué haría cuando estuviese allí.
—¿Vas a darle una buena propina? —preguntó Stephanie con un tono provocador, cuando el taxi comenzó a subir la rampa que llevaba a la terminal de vuelos internacionales. La fobia de Daniel a los taxis comenzaba a agotarle la paciencia, aunque el conductor había hecho caso omiso de las repetidas peticiones de Daniel para que aminorara la velocidad. Cada vez que Daniel había dicho algo, el hombre se había limitado a encogerse de hombros y a responder: «¡No inglés!». Por otro lado, tampoco había circulado más aprisa que los demás coches de la autopista.
—¡Tendrá suerte si le pago la carrera! —replicó Daniel.
El taxi se detuvo entre otros muchos taxis y coches que descargaban a sus pasajeros. A diferencia del centro de la ciudad, el aeropuerto funcionaba a pleno rendimiento. Stephanie y Daniel se apearon junto con el taxista. Entre los tres, sacaron las maletas encajadas en el pequeño maletero, y las apilaron en la acera. Daniel le pagó al taxista sin disimular su disgusto.
—¿Cómo hacemos para mover todo esto? —preguntó Stephanie. Tenían más maletas de las que podían cargar sin grandes dificultades. Miró en derredor.
—No me atrae la idea de dejar nada sin vigilancia —manifestó Daniel.
—A mí tampoco. ¿Qué te parece si uno va a buscar un carrito mientras el otro hace guardia?
—Me parece bien. ¿Qué prefieres?
—Dado que tú tienes los billetes y los pasaportes, podrías ir preparándolos mientras busco un carrito.
Stephanie se abrió paso entre la muchedumbre, atenta a cualquier carrito disponible, pero todos estaban en uso. Tuvo mejor suerte en el interior de la terminal, sobre todo más allá de los mostradores de embarque y antes de la zona de seguridad. Los viajeros que tenían que pasar por los controles dejaban los carritos. Stephanie se hizo con uno y emprendió el camino de regreso. Encontró a Daniel sentado en la maleta más grande; era la viva imagen de la impaciencia.
—Has tardado lo tuyo —protestó.
—Lo siento. Hice todo lo posible. El lugar está repleto. Seguramente hay unos cuantos vuelos que salen más o menos a la misma hora.
Cargaron todas las maletas en el carrito excepto las bolsas con los ordenadores, en una pila un tanto precaria. Las bolsas con los ordenadores se las colgaron al hombro. Mientras Daniel empujaba, Stephanie caminaba a un lado con una mano sobre la pila de maletas para impedir que bambolearan.
—He visto a muchos policías rondando por todas partes —comentó Stephanie, cuando entraron en la terminal—. Más de lo habitual. Por supuesto, los carabinieri destacan mucho con esos uniformes.
Se detuvieron a unos seis metros más allá de la puerta. La multitud pasaba a su lado como un río. Inmóviles como estaban, acabaron por provocar una pequeña catarata humana.
—¿Adónde tenemos que ir? —preguntó Daniel. Varias personas lo empujaron—. No veo ningún cartel de Air France.
—Los vuelos aparecen en las pantallas junto a cada mostrador de embarque —le explicó Stephanie—. ¡Espera aquí! Buscaré el mostrador.
Stephanie solo tardó unos minutos en dar con el mostrador. Cuando volvió para buscar a Daniel, encontró que él se había apartado para no molestar a la riada que entraban por la puerta. Le indicó la dirección que debían seguir y se pusieron en marcha.
—Yo también he visto a la policía —dijo Daniel—. Pasaron una media docena mientras tú no estabas. Van armados con metralletas.
—Hay un grupo detrás del mostrador donde tenemos que recoger las tarjetas de embarque —le informó Stephanie.
Se unieron a la larga cola que esperaba en el mostrador de embarque para el vuelo a París. Pasaron cinco minutos antes de que la cola se moviera.
—¿Qué demonios están haciendo en el mostrador? —protestó Daniel. Se puso de puntillas para ver cuál era el motivo del retraso—. No sé por qué tardan tanto. Me pregunto si la policía no estará retrasando el embarque.
—Mientras no nos quedemos atascados en el control de seguridad, todo irá bien. —Stephanie consultó su reloj. Eran las seis y veinte.
—Como este mostrador es solo para este vuelo, estamos todos en el mismo barco —dijo Daniel, con la mirada puesta en el inicio de la cola.
—No se me había ocurrido. Tienes toda la razón.
—¡Vaya por Dios! —exclamó Daniel.
—¿Qué pasa? —La exclamación de Daniel y el cambio de tono hicieron consciente a Stephanie de lo tensa que estaba. Intentó mirar hacia donde miraba su pareja, pero no podía ver por encima de las personas que tenían delante.
—Monseñor Mansoni, el sacerdote que nos dio la muestra de la Sábana Santa, está con la policía detrás del mostrador de embarque.
—¿Estás seguro? —preguntó Stephanie. No parecía lógico suponer que se tratara de una coincidencia. Intentó de nuevo ver el mostrador sin conseguirlo.
Daniel se encogió de hombros. Volvió a mirar el mostrador antes de responder.
—Desde luego parece él. No creo que haya muchos otros sacerdotes que sean tan obesos como él.
—¿Crees que esto tiene alguna relación con nosotros?
—No sé qué decirte, aunque si sumamos su presencia al hecho de que alguien intentó llevarse la muestra del sudario de la habitación del hotel, no puedo menos que sentirme inquieto.
—Esto no me gusta —afirmó Stephanie—. No me gusta ni un pelo.
La cola avanzó. Daniel titubeó, sin saber qué hacer hasta que el hombre que tenía detrás lo empujó, impaciente. Daniel empujó el carrito aunque con la precaución de mantenerse detrás para que le ocultara. Había cuatro grupos entre ellos y el inicio de la cola. Stephanie se movió hacia un lado para espiar el mostrador. Volvió inmediatamente junto a Daniel.
—No hay duda de que es monseñor Mansoni ■—confirmó. La pareja intercambió una mirada.
—¿Qué demonios podemos hacer? —preguntó Daniel.
—No lo sé. Es la policía la que me preocupa, no el sacerdote.
—Naturalmente —replicó Daniel, furioso.
—¿Dónde está la muestra del sudario?
—Te lo dije antes. En la bolsa del ordenador.
—Eh, no me grites.
La cola avanzó. Con el hombre que tenían detrás dispuesto a arrollarlos, Daniel se sintió obligado a empujar el carrito. Acercarse al mostrador aumentó la ansiedad de ambos.
—Quizá esto solo sea un caso de imaginaciones hiperactivas —comentó Stephanie con un tono ilusionado.
—Es una coincidencia demasiado grande para explicarla como pura paranoia —señaló Daniel—. Si fuese solo el sacerdote o la policía sería una cosa, pero que estén los dos en el mismo mostrador, es otra cosa muy distinta. El problema es que tendremos que tomar una decisión ahora mismo. Me refiero a que no hacer nada es una decisión, porque en un par de minutos estaremos en el mostrador y lo que deba pasar pasará.
—¿Qué podemos hacer en este momento? Estamos encajonados en medio de una multitud y cargados con un montón de maletas. En el peor de los casos, les podemos dar la muestra si es eso lo que quieren.
—No habría tantos policías de uniforme si solo quisieran confiscar la muestra.
—Perdón —dijo una voz entrecortada detrás de ellos, en un impecable inglés norteamericano.
Tensos como estaban, Stephanie y Daniel volvieron las cabezas al unísono para enfrentarse a un clérigo muy agitado que los miraba con una expresión desesperada. El pecho del hombre se movía rápidamente, como si hubiese estado corriendo, y las gotas de sudor perlaban su frente. Para añadir todavía mayor desaliño a su aspecto, se le veía barbudo y despeinado, algo que resaltaba al compararlo con su impecable atuendo. Al parecer, se había abierto paso sin muchas contemplaciones, a la vista de las expresiones de enfado de los pasajeros que hacían cola.
—¡Doctor Lowell y doctora D’Agostino! —añadió el sacerdote—. ¡Es imperativo que hable con ustedes!
—Scusi! —dijo el hombre que los seguía, cada vez más enojado. Le hizo un gesto a Daniel para que se moviera. La cola había avanzado, y Daniel también debía hacerlo.
Le hizo un gesto al hombre para que pasara, cosa que hizo sin demora.
Michael espió por encima del carrito con el equipaje de la pareja. Se agachó inmediatamente al ver al monseñor y a la policía, y se apretujó contra Daniel.
—Solo disponemos de unos segundos —susurró—. ¡No pueden pedir las tarjetas de embarque para volar a París!
—¿Cómo es que sabe nuestros nombres? —preguntó Daniel.
—No tenemos tiempo para explicaciones.
—¿Quién es usted? —inquirió Stephanie. El hombre le resultaba conocido, pero no conseguía identificarlo.
—No importa quién soy. Lo importante es que están a punto de ser detenidos, y que les confiscarán la muestra de la Sábana Santa.
—Ahora le recuerdo —exclamó Stephanie—. Estaba en el café cuando nos entregaron la muestra.
—¡Por favor! —suplicó Michael—. Tienen que salir de aquí. Tengo un coche. Los sacaré de Italia.
—¿En coche? —dijo Daniel, como si la idea le pareciera ridícula.
—Es la única manera. Los aviones, los trenes… vigilarán todos los medios de transporte público, pero especialmente los aviones y en particular este vuelo a París. Hablo muy en serio; están a punto de ser detenidos y encarcelados. ¡Créanme!
Daniel y Stephanie intercambiaron una mirada. Ambos estaban pensando lo mismo: la súbita llegada y la advertencia de este sacerdote desesperado era algo inaudito, pero que confirmaba del todo lo que unos segundos antes había sido una mera aunque temible suposición. No iban a embarcar en el vuelo a París. Daniel empujó el carrito para darle la vuelta. Michael se lo impidió.
—No hay tiempo para ocuparse del equipaje.
—¿De qué está hablando? —protestó Daniel.
Michael asomó la cabeza fuera de la cola para echar una ojeada al mostrador que estaba a unos seis metros de distancia. Inmediatamente, ocultó la cabeza como si fuese una tortuga, alzando los hombros.
—¡Maldición! Ahora me han visto, y eso significa que estamos a un paso del desastre. A menos que les entusiasme la idea de pasar una temporada en la cárcel, tenemos que correr. ¡Habrán de abandonar casi todo el equipaje! Tienen que tomar una decisión sobre lo que es más importante: la libertad o el equipaje.
—Ahí está toda mi ropa de verano —se quejó Stephanie, espantada ante la idea de perder las maletas.
—Signore! —dijo el hombre detrás de Daniel, con evidente irritación, al tiempo que gesticulaba para que Daniel se moviera—. Va! Va vía!
Varios más se sumaron a la protesta. La cola había avanzado, y al no moverse, Daniel y Stephanie estaban montando una escena.
—¿Dónde está la muestra? —preguntó Michael—. ¿Los pasaportes?
—Está todo en mi bolso —respondió Daniel.
—¡Bien! ¡Quédense con los bolsos, y dejen todo lo demás! Ya me ocuparé de llamar al consulado norteamericano para que rescaten sus pertenencias y se las envíen allí donde vayan después de Londres. ¡Vamos! —Tiró del brazo de Daniel y señaló en la dirección opuesta al mostrador.
Daniel miró por encima de las maletas apiladas en el carrito en el momento en que monseñor Mansoni cogía del brazo a uno de los policías uniformados y señalaba en su dirección. Sin perder ni un segundo, se dirigió a Stephanie.
—Creo que más nos vale hacer lo que dice.
—¡Fantástico! ¡Dejemos las maletas! —respondió Stephanie, y levantó los brazos en un gesto de resignación.
—¡Síganme! —ordenó Michael. Encabezaba la marcha lo más rápido que podía. Los viajeros que se apretujaban en las respectivas colas, se apartaban de mala gana y lentamente. Al tiempo que repetía «scusi», Michael se veía obligado a apartar a algunos de los pasajeros, y más de una vez, tropezó con los equipajes de mano que estaban en el suelo. Daniel y Stephanie le seguían pegados a sus talones porque el sendero que abría el sacerdote amenazaba con cerrarse al instante. Era una lucha a brazo partido, y en el esfuerzo le recordó a Stephanie la pesadilla que la atormentaba cuando Daniel la había despertado una hora y media antes.
Los gritos de «alt!», que sonaron detrás de ellos los animaron a redoblar los esfuerzos. En cuanto consiguieron apartarse de la muchedumbre delante de los mostradores de embarque, avanzaron sin problemas, pero Michael les impidió correr.
—Una cosa sería entrar corriendo en la terminal —les explicó Michael—. Correr hacia la salida llamaría demasiado la atención. ¡Solo caminen a paso ligero!
De pronto, directamente delante, aparecieron dos policías jóvenes, que caminaban hacia ellos apresuradamente con las metralletas en las manos.
—¡Oh, no! —gimió Daniel, y acortó el paso.
—¡Siga caminando! —masculló Michael. Detrás se escuchaban unos gritos ininteligibles a medida que aumentaba la conmoción.
Los dos grupos continuaron acercándose rápidamente. Daniel y Stephanie estaban convencidos de que los policías venían dispuestos a detenerlos, y no fue hasta el último momento en que comprendieron que no era así. Ambos respiraron mucho más tranquilos cuando los agentes pasaron a su lado sin siquiera mirarlos, al parecer con el objetivo de intervenir en el alboroto en la zona de los mostradores de embarque.
Otros viajeros comenzaron a detenerse para mirar a los policías, con expresiones de preocupación e incluso miedo. Después del 11 de septiembre, los disturbios en un aeropuerto en cualquier parte del mundo, con independencia de la causa, ponían nerviosa a la gente.
—Mi coche está en las llegadas en el nivel inferior —explicó Michael, mientras los guiaba hacia las escaleras—. No hubo manera de que pudiese dejarlo aunque solo fuera unos minutos aquí delante.
Bajaron las escaleras lo más rápido que pudieron. El nivel inferior estaba relativamente desierto, dado que aún no habían comenzado a llegar los vuelos. Las únicas personas a la vista eran algunos trabajadores del aeropuerto que se preparaban para la avalancha de pasajeros y equipajes, y los empleados de las agencias de alquiler de coches que abrían los locales.
—Ahora es más importante que nunca no mostrar que tenemos prisa —murmuró Michael. Algunos los miraron al pasar, pero solo por un momento, antes de seguir con sus ocupaciones. Michael llevó a Daniel y Stephanie hacia una de las puertas que se abrió automáticamente. Salieron, pero entonces Michael se detuvo. Levantó un poco los brazos para impedir que los otros siguieran caminando.
—Esto no pinta nada bien —gimió Michael—. Desafortunadamente, mi coche está allí.
A unos quince metros, había una furgoneta Fiat beige aparcada con los intermitentes funcionando. Inmediatamente detrás había un coche azul y blanco de la policía con las luces azules encendidas. Se veían las siluetas de dos agentes a través del parabrisas.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Daniel, angustiado—. ¿Qué le parece alquilar otro?
—No creo que las agencias de alquiler de coches estén abiertas a esta hora —respondió Michael—. Además, tardaríamos demasiado.
—¿Qué tal un taxi? —propuso Stephanie—. Tenemos que alejarnos del aeropuerto. Podríamos alquilar un coche en la ciudad.
—Es una buena idea —admitió Michael. Miró la parada de taxis que estaba desierta—. El problema es que no aparecerá ningún taxi hasta que llegue el primer vuelo, y no sé cuándo será. Si queremos coger un taxi, tendremos que volver a subir, y eso es algo que no podemos hacer. Creo que debemos arriesgarnos a recuperar mi coche. Son guardias urbanos. Dudo que nos estén buscando, al menos ahora. Lo más probable es que estén esperando que llegue una grúa.
—¿Qué les dirá?
—No estoy muy seguro —reconoció Michael—. No es el momento para ser especialmente creativo. Intentaré aprovecharme de mi condición de sacerdote. —Inspiró profundamente para darse ánimos—. ¡Vamos! Cuando lleguemos al coche, suban sin más. Yo me encargaré de la conversación.
—Esto no me gusta —declaró Stephanie.
—Ni a mí —admitió Michael. Les animó a seguir con un gesto—. Sin embargo, creo que es nuestra mejor oportunidad. Dentro de unos pocos minutos, todos los que tengan algo que ver con la seguridad nos estarán buscando por todo el aeropuerto. Monseñor Mansoni me vio.
—¿Ustedes dos son amigos? —preguntó Stephanie.
—Digamos que somos conocidos —respondió Michael.
No hablaron más mientras el grupo caminaba con paso decidido hacia el Fiat Ulysse. Michael dio la vuelta por detrás del vehículo de la policía para llegar a la puerta del conductor. Abrió y se sentó al volante como si no hubiese visto a la policía. Stephanie y Daniel abrieron una de las puertas de atrás y subieron al coche.
—¡Padre! —gritó uno de los policías. Se bajó del coche cuando vio a Michael subir al Fiat. El segundo agente permaneció en el vehículo.
Michael no había cerrado la puerta cuando sonó el grito del policía.
Daniel y Stephanie seguían los acontecimientos desde el asiento trasero. El policía se acercó a Michael. Vestía un uniforme de dos tonos de azul con el correaje y la pistolera blanca. Era un hombre menudo que hablaba muy rápido, lo mismo que Michael. La conversación iba acompañada de numerosos gestos y culminaron cuando el agente señaló hacia adelante y luego a un lado y a otro. En aquel momento, Michael volvió a subir al coche y arrancó el motor. Unos segundos más tarde, el Fiat encaró hacia la salida del aeropuerto.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Stephanie, muy nerviosa. Miró a través de la ventanilla trasera para asegurarse de que no los seguían.
—Afortunadamente, se amilanó un poco al ver que yo era un sacerdote.
—¿Qué le dijo? —quiso saber Daniel.
—Solo me disculpé y le dije que se trataba de una emergencia. Luego le pregunté dónde estaba el hospital más cercano. Me creyó, y luego me dio las indicaciones necesarias.
—¿Usted habla italiano? —preguntó Stephanie.
—Me defiendo bastante bien. Estudié en el seminario de Roma.
A la primera oportunidad, Michael salió de la autovía para seguir por una carretera comarcal. No tardaron mucho en encontrarse en pleno campo.
—¿Adónde vamos? —preguntó Daniel. Miraba a través de la ventanilla con evidente preocupación.
—Vamos a mantenernos apartados de las autopistas —le explicó Michael—. Será más seguro. En honor a la verdad, no sé hasta qué punto están dispuestos a perseguirlos. En cualquier caso, no quiero correr el riesgo de pasar por las cabinas de peajes.
Al cabo de unos kilómetros, Michael detuvo el coche en el arcén. Dejó el motor en marcha, salió del coche, y desapareció durante unos minutos detrás de unos arbustos. Aún no había amanecido, pero había algo de luz.
—¿Qué está pasando? —preguntó Stephanie.
—No tengo ni la menor idea, pero si quieres que adivine, diría que ha ido a orinar.
Michael reapareció y subió al coche.
—Lo siento —dijo, sin dar más explicaciones. Abrió la guantera y sacó unos cuantos mapas—. Necesitaré un copiloto. ¿Alguno de los dos sabe leer un mapa?
Daniel y Stephanie intercambiaron una mirada.
—Probablemente ella es la mejor de los dos —declaró Daniel.
Michael desplegó uno de los mapas. Miró a Stephanie por encima del hombro.
—Venga a sentarse conmigo. Voy a necesitar ayuda hasta que pasemos Cuneo.
Stephanie se encogió de hombros, bajó del coche, y fue a sentarse en el asiento del acompañante.
—Aquí es donde estamos ahora —explicó Michael, que encendió la luz interior y señaló un punto en el mapa al nordeste de Turín—, y aquí es donde vamos. —Movió el dedo hacia la parte inferior del mapa y se detuvo en la costa mediterránea.
—¿A Niza, Francia? —preguntó Stephanie.
—Sí. Es el aeropuerto más importante y más cercano fuera de Italia si vamos hacia el sur, cosa que recomiendo, dado que viajaremos por carreteras secundarias. Podríamos ir al norte hacia Génova, pero eso nos obligaría a ir por las autovías, y a pasar por un puesto fronterizo principal. Creo que ir hacia el sur es más seguro, y por lo tanto mejor. ¿Están de acuerdo?
Daniel y Stephanie se encogieron de hombros.
—Esperemos que así sea —opinó Daniel.
—De acuerdo. Esta es la ruta. —Una vez más, Michael movió el dedo mientras hablaba—. Atravesaremos Turín en dirección a Cuneo. De allí, pasaremos el Colle di Tenda. Después de cruzar la frontera, donde no hay controles, seguiremos por territorio francés, aunque la carretera principal hacia el sur vuelve a entrar en Italia. En Menton, que está en la costa, podremos ir por la autopista, que nos llevará rápidamente hasta Niza. Ese tramo será el más rápido. En cuanto al tiempo, calculo que todo el viaje nos llevará entre cinco y seis horas. ¿Les parece aceptable?
Daniel y Stephanie volvieron a encogerse de hombros después de intercambiar una mirada. Ambos estaban aturdidos hasta tal punto por los acontecimientos que no sabían qué decir. Les resultaba difícil pensar, y todavía más hablar. Michael los miró.
—Interpretaré el silencio como un sí. Comprendo su desconcierto; ha sido una mañana agitada, por decir algo. Así que primero atravesaremos Turín. Con un poco de suerte, quizá nos libraremos de los peores atascos. —Desplegó un segundo mapa, que era un plano de Turín. Le señaló a Stephanie dónde estaban y dónde quería ir. Ella asintió—. No tendría que ser difícil —añadió Michael—. Si hay algo que los italianos saben hacer bien son las señales. Primero debemos seguir los carteles que indican Centro Città, y después seguir los que señalan la carretera S-20 que va al sur. ¿De acuerdo?
Stephanie asintió de nuevo.
—¡Pues entonces en marcha! —Michael arrancó sin más demoras.
Al principio el tráfico no estuvo mal, pero a medida que se acercaban a la ciudad, comenzó a empeorar; cuanto más empeoraba, más tardaban y cuanto más tardaban, más empeoraba el tráfico, en un círculo vicioso. Poco antes de que llegaran al centro de la ciudad, el día amaneció claro y despejado. Viajaban en silencio, excepto las ocasionales indicaciones de Stephanie, que seguía atentamente su marcha en el plano y señalaba los carteles correctos. Daniel permanecía mudo. Al menos le complacía que Michael fuera un conductor prudente.
Eran casi las nueve cuando salieron de los atascos de la hora punta en Turín y llegaron a la S-20. Para ese momento Stephanie y Daniel habían tenido tiempo para relajarse un poco y poner en orden sus pensamientos, que se centraban sobre todo en el conductor y el equipaje abandonado.
Stephanie plegó cuidadosamente los mapas y los dejó sobre el tablero. A partir de aquí, la ruta era clara. Miró el perfil aguileño de Michael, las mejillas hundidas sin afeitar, y los cabellos rojos desordenados.
—Quizá este sea un buen momento para preguntarle quién es usted —dijo.
—No soy más que un simple sacerdote —respondió Michael. Esbozó una sonrisa. Se imaginaba las preguntas que le harían, y no tenía muy claro cuánto quería decir.
—Creo que nos merecemos saber algo más —insistió Stephanie.
—Me llamo Michael Maloney. Pertenezco al arzobispado de Nueva York y me encuentro en Italia por un tema relacionado con la Iglesia.
—¿Cómo es que sabía nuestros nombres? —preguntó Daniel desde el asiento trasero.
—Estoy seguro de que ambos sienten una gran curiosidad —dijo Michael—, y no les falta razón. No obstante, preferiría no entrar en los detalles de mi participación. Sería lo más conveniente para todos. ¿Sería posible para ustedes aceptar que he conseguido salvarlos del inconveniente de ser arrestados sin necesidad de interrogarme? Lo pido como un favor. Quizá podrían atribuir mi ayuda a la intervención divina.
Stephanie miró por un instante a Daniel antes de mirar de nuevo al sacerdote.
—Es interesante que haya empleado la frase «intervención divina». Es una coincidencia, dado que la hemos escuchado en relación con lo que nos ha traído a Italia: recoger la muestra del sudario de Turín.
—Oh —dijo Michael con un tono vago. Intentó pensar en algo que le permitiera desviar la conversación hacia temas menos comprometidos, pero no se le ocurrió nada.
—¿Por qué iban a detenernos? —preguntó Daniel—. Eso es algo que no debería tener nada que ver con su participación.
—Porque las autoridades tuvieron conocimiento de que eran ustedes científicos biomédicos. Esa fue una sorpresa mal recibida. En estos momentos, la Iglesia no quiere que se realicen más pruebas científicas sobre la autenticidad de la Sábana Santa, y debido a sus antecedentes se planteó la legítima preocupación de que eso fuera lo que ustedes pretendían hacer. En un primer momento, la Iglesia solo quería la devolución de la muestra de la Sábana Santa, pero cuando pareció que no era posible, decidieron confiscarla.
—Eso explica unas cuantas cosas —declaró Stephanie—. Excepto la razón por la que usted decidió ayudarnos. ¿Está seguro de que no realizaremos pruebas?
—Prefiero no entrar en ese tema, por favor.
—¿Cómo sabía que íbamos a Londres cuando estábamos a punto de embarcarnos para París? —Daniel se adelantó un poco para escuchar mejor, porque no conseguía entender con claridad las palabras del sacerdote desde el asiento trasero.
—Esa es una pregunta que me resulta muy difícil de responder. —Michael enrojeció mientras recordaba las horas que había pasado oculto detrás de las cortinas de la habitación del hotel—. Se lo ruego. ¿No podría dejarlo pasar? Acepte lo que he hecho como un favor, la intervención de un amigo dispuesto a ayudar a una pareja de compatriotas metidos en un apuro.
Viajaron en silencio durante unos cuantos kilómetros. Por fin, Stephanie se decidió a hablar.
—Muchas gracias por su ayuda, y si en realidad le interesa saberlo, no tenemos la más mínima intención de hacer pruebas con la muestra de la Sábana Santa para establecer su autenticidad.
—Se lo comunicaré a las autoridades eclesiásticas pertinentes. Estoy seguro de que les gustará saberlo.
—¿Qué pasará con nuestro equipaje? —preguntó Stephanie—. ¿Hay alguna posibilidad de que pueda ayudarnos a recuperarlo?
—Haré todo lo que esté a mi alcance, y confío en tener éxito, sobre todo ahora que sé que no tienen la intención de hacer pruebas con la muestra. Si todo va bien, haré que les envíen el equipaje a su casa de Massachusetts.
—No volveremos a casa hasta dentro de un mes —le informó Daniel.
—Les dejaré mi tarjeta —dijo Michael—. En cuanto tengan una dirección, llámenme.
—Ya tenemos una dirección —manifestó Daniel.
—Yo tengo una pregunta —dijo Stephanie—. ¿A partir de ahora seremos personas non gratas en Italia?
—Lo mismo que con sus equipajes, estoy seguro de que podré conseguir que se borre cualquier antecedente desfavorable. No tendrán ningún inconveniente para visitar Italia en el futuro, si eso les preocupa.
Stephanie se volvió para mirar a Daniel.
—Supongo que podré vivir sin conocer los peores detalles. ¿Tú qué dices?
—Supongo que sí. Sin embargo, me gustaría saber quién consiguió entrar en nuestra habitación del hotel.
—No quiero hablar de ese tema —señaló Michael rápidamente—, aunque eso no significa que sepa algo al respecto.
—Al menos dígame una cosa: ¿fue algún miembro de la Iglesia, un profesional contratado, o alguien del personal del hotel?
—No se lo puedo decir. Lo siento.
Cuando por fin Daniel y Stephanie se resignaron al hecho de que Michael no les ofrecería más explicaciones sobre los motivos para su intervención, y en cuanto se hizo evidente que habían escapado de las autoridades italianas porque el Fiat circulaba por las carreteras francesas, se relajaron y disfrutaron del viaje. El panorama era espectacular mientras circulaban por los Alpes nevados y pasaban por la estación de esquí de Limone Piemonte.
En el lado francés del paso, descendieron por la Gorge de Saorge, por una carretera cortada en la pared de la garganta. Se detuvieron para comer en la ciudad de Sospel. Eran poco más de las dos de la tarde cuando llegaron al aeropuerto de Niza.
Michael les dio su tarjeta y apuntó la dirección del Ocean Club en Nassau, donde Daniel había reservado una habitación. Les dio la mano, prometió ocuparse del equipaje en cuanto llegara a Turín, y se marchó.
Daniel y Stephanie observaron cómo el Fiat se perdía en la distancia antes de mirarse el uno al otro. Stephanie sacudió la cabeza, asombrada.
—¡Qué experiencia más extraordinaria!
—Ya lo puedes decir.
Stephanie se echó a reír con una risa un tanto burlona.
—No pretendo ser cruel pero recuerdo cómo te ufanabas ayer de lo sencillo que había sido recoger la muestra, y que eso era un feliz augurio de que el tratamiento de Butler no presentaría problemas. ¿Quieres retirar lo dicho?
—Quizá me anticipé un poco —admitió Daniel—. Sin embargo, las cosas se han solucionado. Es probable que perdamos un día o dos, pero por lo demás, no tendría que haber más problemas a partir de ahora.
—Ruego para que sea cierto. —Stephanie se cargó la bolsa del ordenador al hombro—. Vamos a ver qué vuelos hay a Londres. Esa será la primera prueba.
Entraron en la terminal y buscaron en el enorme tablero electrónico. Casi al mismo tiempo descubrieron un vuelo directo a Londres de British Airways que salía a las cuatro menos diez.
—¿Ves lo que te decía? —exclamó Daniel alegremente—. No podría ser más conveniente.