Lunes, 25 de febrero de 2002. Hora: 15.45
—¿Qué demonios? —preguntó Stephanie, desde el umbral de la habitación. Daniel miró por encima de su hombro.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Hay un ramo de flores en la cómoda. ¿A quién se le ocurriría enviarnos flores?
—¿Butler?
—No sabe que estamos en Turín, a menos que tú le hayas enviado un e-mail.
—Yo no le he enviado ningún e-mail —replicó Daniel, como si se tratara de algo fuera del reino de lo posible—. Claro que con sus vinculaciones, quizá lo sepa. Después de hacer que me investigaran, cualquier cosa es posible. También está la posibilidad de que monseñor Mansoni le informara de la entrega de la muestra.
Stephanie se acercó a la cómoda y abrió el sobre que acompañaba al ramo.
—¡Vaya por Dios! Solo es un obsequio de la dirección del hotel.
—Son muy amables —comentó Daniel con indiferencia. Entró en el baño.
Stephanie fue a buscar los zapatos que tenía guardados en el lado izquierdo de la maleta. En cuanto levantó la tapa, apareció en su rostro una expresión de enfado. La camisa de lino que había doblado con tanto esmero en Boston, mostraba un pliegue. La desdobló con un dedo, pero como temía, no pudo borrar la marca del doblez por mucho que intentara alisarlo con la palma de la mano. Murmuró una vulgaridad mientras buscaba los zapatos. Fue entonces cuando vio una pieza de ropa interior, que también había guardado con idéntico esmero, y que ahora estaba arrugada. Se irguió bruscamente, con la mirada fija en la maleta abierta.
—¡Daniel! ¡Ven aquí!
Daniel asomó la cabeza por la puerta del baño, mientras se escuchaba el ruido de la descarga de la cisterna. Sostenía una toalla en la mano.
—¿Qué pasa? —preguntó con las cejas enarcadas. Se había dado cuenta por el sonido de su voz que estaba alterada.
—¡Alguien ha estado en nuestra habitación!
—Ya lo sabíamos desde el momento en que vimos las flores.
—¡Ven aquí!
Daniel se echó la toalla al hombro mientras se acercaba a Stephanie, que le señaló la maleta abierta.
—Alguien ha revisado mi maleta.
—¿Cómo lo sabes?
Stephanie se lo explicó.
—Son unos cambios muy sutiles —dijo Daniel. Le dio una palmadita en la espalda con una actitud paternal—. Tú misma has buscado cosas en la maleta antes de que saliéramos. ¿Estás segura de que no tienes un ataque de paranoia por culpa del episodio de Cambridge?
—¡Alguien ha metido mano en mi maleta! —repitió Stephanie, acalorada. Apartó la mano de su compañero. Debido al jet lag y la tensión, se sintió muy herida ante la actitud despreocupada de Daniel—. ¡Mira en la tuya!
Daniel puso los ojos en blanco; levantó la tapa de su maleta que estaba junto a la de Stephanie.
—Muy bien, miro en la mía.
—¿Ves algo fuera de lo normal?
Daniel se encogió de hombros. Distaba mucho de ser una persona ordenada a la hora de hacer maletas, y además ya había rebuscado en el interior para coger una muda limpia. De pronto, hizo ver como si se hubiese quedado atónito, y alzó la cabeza lentamente para mirar a Stephanie.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Aquí falta algo!
—¿Qué? —Stephanie sujetó el brazo de Daniel con una fuerza tremenda mientras miraba en el interior de la maleta.
—¡Alguien se ha llevado mi cápsula de plutonio!
Stephanie descargó una palmada en el hombro de Daniel, que respondió levantando los brazos de una manera exagerada, como si quisiera protegerse de nuevos golpes que nunca llegaron.
—¡No estoy para bromas! —protestó con voz aguda. Volvió a mirar su maleta, cogió el cepillo de cabello y lo agitó en el aire—. ¡Aquí tienes otra prueba! Cuando salimos, este cepillo estaba encima de mis prendas, y no en el fondo de la maleta. Lo recuerdo porque pensé si no sería mejor dejarlo en el baño. Te lo digo: ¡alguien ha estado revisando mi maleta!
—¡De acuerdo! ¡De acuerdo! —dijo Daniel con un tono amable—. ¡Cálmate!
Stephanie buscó en el bolsillo lateral de la maleta y sacó una bolsa de terciopelo. La abrió para mirar su contenido.
—Al menos mis joyas están aquí y también el dinero que guardé. Es bueno saber que no traje nada demasiado valioso.
—¿Crees que las empleadas tuvieron que mover las maletas? —sugirió Daniel.
—¿Por qué te cuesta tanto creerme? —se quejó Stephanie, como si la idea de Daniel fuera algo descabellado. Echó una ojeada a la habitación, y se fijó en la mesa—. ¡Ha desaparecido mi llave de la habitación! La dejé encima del escritorio.
—¿Estás segura?
—¿No recuerdas lo que hablamos antes de salir? ¿Si era necesario que lleváramos dos llaves?
—Vagamente.
Stephanie entró en el baño. Daniel miró en derredor. No acababa de decidir si valía la pena hacer caso de la paranoia de Stephanie, a la vista de que aún estaba alterada por la aparición de aquel intruso en el piso de Cambridge. Sabía que el personal del hotel como las sirvientas, los encargados de reponer el minibar, los camareros y los botones entraban y salían de las habitaciones a todas horas. Quizá alguien había metido la mano en la maleta. Para algunas personas podía ser una gran tentación.
—Alguien ha mirado también en mi bolsa de cosméticos —gritó Stephanie desde el baño.
Daniel se acercó a la puerta y se detuvo en el umbral.
—¿Falta alguna cosa?
—¡No, no falta nada! —respondió Stephanie, furiosa.
—¡Eh, no te enfades conmigo!
Stephanie se irguió, cerró los ojos, y realizó una inspiración profunda: Asintió varias veces.
—Tienes razón. Lo siento. No estoy enfadada contigo, solo decepcionada porque este asunto no te altera tanto como a mí.
—Si nos hubiesen robado algo, sería diferente.
Stephanie cerró la tapa de su bolsa de cosméticos. Se acercó a Daniel para abrazarlo. Él le correspondió.
—Me altera que alguien revise mis pertenencias, sobre todo después de lo que ocurrió el día anterior a que iniciáramos el viaje.
—Eso es muy comprensible —admitió Daniel.
—Es curioso que no falte nada, ni siquiera el dinero. Esto hace que este episodio sea idéntico al de Cambridge, pero que haya ocurrido aquí lo hace todavía más extraño. Allá al menos podíamos achacarlo al espionaje industrial, por improbable que fuese. ¿Qué podrían buscar aquí aparte de las joyas y el dinero?
—La única cosa que se me ocurre es la muestra de la Sábana Santa.
Stephanie se apartó un poco para mirarle a la cara.
—¿Por qué querría alguien llevarse la muestra?
—Que me maten si lo sé. Es la única cosa que tenemos que es fuera de lo corriente.
—Yo diría que la única persona enterada de que está en nuestro poder es quien nos la dio. —Stephanie frunció el entrecejo como si lo que acababa de decir fuese una preocupación añadida.
—¡Tranquilízate! No creo que nadie estuviese buscando la muestra del sudario. Solo pensaba en voz alta. Por cierto, ahora que la mencionamos, ¿dónde está?
—La tengo en mi bolso —contestó Stephanie.
—¡Búscala! ¡Le echaremos otra mirada! —Daniel consideró que lo mejor era desviar el tema de un posible intruso.
Volvieron a la habitación. Stephanie cogió el bolso que estaba sobre la cama. Sacó la caja de plata y la abrió. Daniel sacó con mucho cuidado el sobre de celofán y lo sostuvo a la luz que entraba por las ventanas. Iluminado por detrás, el pequeño rectángulo de tela se veía con toda claridad, aunque el color era indeterminado.
—¡Caray! —exclamó Daniel y sacudió la cabeza—. Es del todo increíble pensar que exista la más pequeña posibilidad de que aquí esté la sangre de la persona más famosa que haya pisado este mundo, y eso sin mencionar su vertiente divina.
Stephanie dejó la caja de plata en la mesa y cogió el sobre. Se acercó a la ventana, y ella también lo sostuvo a la luz. Se llevó la mano libre a la frente a modo de visera para protegerse los ojos de los rayos de sol, y observó el contenido del sobre expuesto a la luz directa. Ahora se apreciaban hasta las fibras teñidas de un color rojo pardo.
—Parece sangre —comentó—. ¿Sabes una cosa? Tiene que ser que mi educación católica vuele a aflorar, porque tengo una sensación muy fuerte de que es la sangre de Jesucristo.
Aunque el padre Michael Maloney no podía ver a Stephanie D’Agostino, la tenía tan cerca que escuchaba su respiración. Le aterrorizaba la posibilidad de que los estrepitosos latidos de su corazón lo delataran o, si no eso, entonces el ruido de las gotas de sudor que le corrían por el rostro y caían al suelo. La mujer solo estaba a un palmo de su escondite.
Llevado por la desesperación cuando escuchó que metían la llave en la cerradura, había corrido a ocultarse detrás de las cortinas. Había sido un acto reflejo. Visto ahora, esconderse detrás de las cortinas le parecía un acto indigno, en sí mismo y por su parte. Como si se tratara de un vulgar ladrón. Tendría que haberse quedado donde estaba, aceptar que le descubrieran, asumir toda la responsabilidad de sus acciones. Se reprochó no haber pensado que la mejor defensa era el ataque, y que en la presente situación, para justificar sus acciones tendría que haber apelado a la justa indignación provocada por la verdadera identidad de estas personas y sus intenciones de someter la muestra del sudario a una serie de pruebas no autorizadas.
Desafortunadamente, ante el dilema de plantar cara o huir, había optado por lo segundo; ahora que veía las cosas con mayor claridad, el hecho de haberse ocultado detrás de las cortinas le impedía jugar la carta de la indignación. Solo le quedaba rezar con toda su alma para que no le descubrieran.
En un primer momento se había dado por perdido cuando escuchó la exclamación de Stephanie al abrir la puerta. Había creído que la mujer le había visto o como mínimo había visto moverse las cortinas. Se estremeció de alivio al advertir que el ramo de flores había sido el motivo de la exclamación.
Después había tenido que soportar el descubrimiento de su ineptitud a la hora de revisar la maleta de la mujer y el hecho de que se había apoderado de la llave que estaba en la mesa. Aquel fue el momento en que su pulso volvió a dispararse después de haberse moderado un poco tras el susto inicial. Había temido que ella comenzara a revisar la habitación sin más, cosa que hubiese significado ser descubierto en el acto. Ni siquiera se atrevía a imaginar la vergüenza y las consecuencias. Aquello que había comenzado como una manera de asegurar el futuro de su carrera, ahora amenazaba con tener el efecto absolutamente contrario.
—Nuestra opinión referente al sudario no es en absoluto relevante —manifestó Daniel—. Lo único que importa es lo que crea Butler.
—No estoy muy segura de compartir tu parecer —replicó Stephanie—. Pero creo que es un tema que podemos discutir en otra ocasión.
Michael se quedó petrificado cuando Stephanie rozó las cortinas. Afortunadamente, eran de una tela muy tupida y pesada, y aparentemente la mujer no advirtió que también había rozado el brazo de Michael. Otro torrente de adrenalina se volcó en sus venas, con la consecuencia de que comenzó a sudar todavía más copiosamente. Para él, el mido de las gotas que iban cayendo en el suelo le parecía el de unas piedras cayendo en un bidón metálico. Nunca hubiera imaginado que podía sudar hasta tal punto, máxime cuando ni siquiera tenía calor.
—¿Qué haré con la muestra? —preguntó Stephanie mientras se apartaba de las cortinas.
—Dámela —respondió Daniel desde algún lugar de la habitación.
Michael se permitió una inspiración más profunda, y se relajó un poco. Le dolía todo el cuerpo como consecuencia de la fuerza con la que se había mantenido apretado contra la pared, en un esfuerzo por reducir el bulto de su cuerpo en las cortinas. Escuchó otros sonidos que no fue capaz de identificar, junto con lo que supuso el chasquido de la tapa de la caja de la muestra al cerrarse.
—Podríamos cambiar de habitación —propuso Daniel—, o incluso de hotel si quieres.
—¿Qué crees que deberíamos hacer?
—Creo que da lo mismo quedarnos aquí. Hay múltiples llaves para todas las habitaciones de todos los hoteles. Esta noche, cuando nos acostemos, nos aseguraremos de echar el cerrojo.
Michael escuchó el fuerte sonido del pesado cerrojo.
—Es un cerrojo de padre y señor mío —comentó Daniel—. ¿Tú qué dices? No quiero que estés nerviosa. No hay ningún motivo.
Esta vez Michael escuchó cómo sacudían la puerta.
—Supongo que el cerrojo bastará —dijo Stephanie—. Parece seguro.
—Con el cerrojo echado, no habrá nadie capaz de entrar sin que nosotros nos enteremos. Tendrían que utilizar un ariete.
—Vale. Quedémonos aquí. No es más que una noche, bastante corta si tenemos en cuenta que has reservado billetes para el vuelo a Londres que sale a las siete y cinco. Vaya hora. Por cierto, ¿cómo es que volamos vía París?
—No había otra opción. Al parecer, British Airways no tiene vuelos a Turín. Solo tienen Air France a París o Lufthansa a Frankfurt. Me pareció mejor no retroceder.
—Pues a mí me parece ridículo que no haya un vuelo directo a Londres. Me refiero a que Turín es una de las grandes ciudades industriales de Italia.
—¿Qué quieres que te diga? —Daniel se encogió de hombros—. ¿Qué te parece si te pones los zapatos cómodos y el suéter, y continuamos el paseo?
Oh, por favor, marchaos, rogó Michael para sus adentros.
—Ya no me apetece salir —declaró Stephanie, con el consiguiente desconsuelo para Michael—. ¿Por qué no nos quedamos aquí hasta la hora de ir a cenar? Son casi las cuatro, y no tardará en oscurecer. Con lo poco que has dormido esta noche, debes estar agotado.
—Estoy cansado —admitió Daniel.
—Venga, lo mejor que podemos hacer es meternos en la cama. Te daré un masaje en la espalda, y ya veremos qué más pasa, según lo cansado que estés. ¿Qué respondes?
Daniel se echó a reír.
—Nunca he escuchado una idea mejor en toda mi vida. A fuer de sincero, no me interesaba en absoluto hacer un recorrido turístico. Lo hacía más que nada por complacerte.
—¡Pues ya no es necesario, príncipe mío!
Michael se encogió mientras escuchaba cómo se desnudaban, entre risitas y arrumacos. Tenía miedo de que alguno de ellos se acercara a las cortinas, pero no fue así. Escuchó los sonidos de la cama cuando se acostaron. Escuchó el ruido de una loción al salir del frasco e incluso el ruido de la carne al frotar la carne resbaladiza. Escuchó el ronroneo de placer de Daniel, a medida que progresaba el masaje.
—Muy bien, ya está —dijo Daniel finalmente—. Ahora te toca a ti.
Sonaron nuevos crujidos procedentes de la cama cuando la pareja cambió de posición.
Pasaron los minutos. A Michael comenzaron a dolerle los músculos, sobre todo los de las piernas. Preocupado por la posibilidad de tener un calambre, que seguramente le descubriría, cambió el peso de un pie a otro varias veces y luego contuvo la respiración por si acaso advertían el movimiento. Afortunadamente no fue así, pero el dolor volvió al poco rato. Peor que la incomodidad física era el tormento de escuchar los sonidos de la intimidad entre un hombre y una mujer, que culminaron con los rítmicos e inconfundibles sonidos del acto sexual. Michael se vio forzado por las circunstancias a convertirse en un mirón auditivo, y a pesar de sus intentos de aislarse con la silenciosa recitación de trozos de su breviario, la excitación sexual que sintió fue una burla a sus votos de castidad.
Después de unos cuantos gemidos de placer, en la habitación reinó el silencio durante unos minutos. Luego se escucharon unos susurros que Michael no alcanzó a entender, seguidos por risas. Por fin, para tranquilidad de Michael, la pareja fue al baño. Escuchó sus voces por encima del ruido de la ducha.
Michael se permitió rotar la cabeza, mover los hombros, levantar los brazos e incluso caminar sin moverse, durante un par de minutos. Luego, se convirtió de nuevo en una estatua, al no saber en qué momento volvería a la habitación alguno de los dos. No tuvo que esperar mucho para escuchar los ruidos de alguien que movía las maletas.
Desafortunadamente para Michael, Stephanie y Daniel tardaron tres cuartos de hora en vestirse, ponerse los abrigos y buscar la llave de la habitación antes de marcharse a cenar. En un primer momento, el silencio le resultó ensordecedor, mientras se esforzaba por escuchar cualquier ruido que pudiera sugerir que regresaban para coger algún objeto olvidado. Transcurrieron cinco minutos. Por fin, Michael acercó una mano precavidamente al borde de la cortina y la apartó poco a poco; vio la habitación en penumbras. La pareja había dejado encendida la luz del baño, y había un trozo iluminado junto a la cama.
Michael miró la puerta que daba al pasillo e intentó calcular cuánto tardaría en cruzar la habitación, abrirla, salir al pasillo y cerrarla. No podía tardar mucho, pero le ponía nervioso verse expuesto antes de alejarse todo lo posible de la habitación 408. Si lo pillaban en este momento sería mucho más problemático salir bien librado que cuando vinieron la vez anterior.
Mientras intentaba reunir el coraje para abandonar la relativa seguridad de las cortinas, su mirada recorría la habitación. El brillo de un objeto metálico junto al ramo de flores en la cómoda le llamó la atención. Parpadeó mientras en su rostro aparecía una expresión de incredulidad.
—¡Alabado sea Dios! —susurró. Era la caja de plata.
Maravillado ante este inesperado golpe de suerte, Michael inspiró profundamente y salió de su escondite. Vaciló durante un momento, atento a cualquier sonido antes de correr hasta la cómoda. Cogió la caja, se la metió en el bolsillo y continuó la carrera hasta la puerta. Para su alivio, no vio a nadie en el pasillo. Se alejó rápidamente de la habitación 408 con miedo de mirar atrás y aterrorizado ante la posibilidad de que alguien le saliera al paso. Hasta que llegó a los ascensores no se permitió mirar hacia atrás. El pasillo continuaba desierto.
Unos pocos minutos más tarde, Michael pasó por la puerta giratoria y salió a la oscuridad del anochecer. Nunca la sensación del viento frío de un anochecer de mediados de invierno en su rostro arrebolado le había parecido tan deliciosa. Se alejó rápidamente, cada paso más alegre y decidido que el anterior. Con la mano derecha, que aferraba la caja de plata como un recordatorio de lo que había sido capaz de conseguir, en el bolsillo de la chaqueta, experimentó una sensación muy parecida a la euforia de la absolución que sentía de vez en cuando después de una visita especialmente difícil al confesionario. Era como si la agotadora prueba y las tribulaciones sufridas para recuperar la muestra de sangre del Salvador hubiese hecho la experiencia mucho más intensa.
Cogió un taxi en la parada junto al hotel y le dijo al taxista que lo llevara a la cancillería de la archidiócesis. Se reclinó en el asiento y procuró relajarse. Consultó su reloj. Eran casi las seis y media. ¡Había estado oculto detrás de las cortinas durante más de dos horas! Pero había sido una pesadilla con un final feliz, como atestiguaba la caja de metal que llevaba en el bolsillo.
Cerró los ojos y se preguntó cuál sería el mejor momento para llamar al cardenal James O’Rourke para explicar el desgraciado problema referente a las identidades de los supuestos correos, y la solución que había dado al tema. Ahora que estaba sano y salvo, sonrió al recordar las cosas que había soportado. Permanecer oculto detrás de las cortinas mientras la pareja practicaba el sexo era algo tan descabellado como para parecer increíble. Deseaba poder contárselo al cardenal, pero sabía que era imposible. La única persona a la que acabaría diciéndoselo sería su confesor, e incluso eso no sería nada fácil.
Como conocía la agenda del cardenal, se dijo que lo mejor sería esperar a las diez y media de la noche, hora italiana, para hacer la llamada. Durante la hora previa a la cena resultaba más fácil ponerse en contacto con el cardenal. Para Michael lo más grato de la llamada sería dar a entender más que decirle al cardenal que había sido él quien gracias a su ingenio y sin la ayuda de nadie, había evitado lo que podía haber sido algo muy embarazoso para la Iglesia en general y el cardenal en particular.
Cuando el taxi se detuvo delante de la cancillería, Michael había recuperado casi del todo la normalidad. Aunque aún tenía el pulso un tanto acelerado, ya no sudaba, y su respiración era del todo regular. La única molestia era que tenía la camisa y la ropa interior húmedas del sudor, y le producía sensación de frío.
En cuanto entró en el edificio, fue a ver a Valerio Garibaldi, su amigo de sus tiempos de estudiante en el colegio norteamericano en Roma, pero le informaron de que su amigo había salido para asistir a un acto oficial. Michael decidió ir al despacho de Luigi Mansoni. Llamó a la puerta abierta, y el prelado, que hablaba por teléfono, lo invitó a pasar con un ademán y le señaló una silla. Se dio prisa por acabar la llamada, y dirigió toda su atención a Michael. Pasó del italiano al inglés para preguntar qué tal había ido el asunto. La intensidad de su mirada parecía demostrar un muy profundo interés.
—Muy bien, dada la situación —respondió Michael indirectamente.
—¿Dada qué situación?
—La que he tenido que pasar. —Con una expresión triunfal, metió la mano el bolsillo y sacó la caja de plata. La colocó con mucho cuidado en la mesa de Luigi antes de empujarla hacia el monseñor. Luego se apoyó en el respaldo de la silla sin disimular la sonrisa de complacencia en su rostro delgado.
Luigi enarcó las cejas. Tendió la mano, levantó cuidadosamente la caja y la sostuvo entre las palmas.
—Me sorprende que aceptaran devolverla. Parecían dos personas muy apasionadas.
—Su valoración es mucho más acertada de lo que imagina —replicó Michael—. Sin embargo, todavía no saben que han devuelto la muestra a la Iglesia. A fuer de sincero, ni siquiera hablé con ellos del tema.
Una leve sonrisa se dibujó en el rostro hinchado de Luigi.
—Creo que quizá no deba preguntar cómo la consiguió.
—No debe hacerlo.
—Muy bien, en ese caso, será así como procederemos. Por mi parte, me limitaré sencillamente a devolverle la muestra al profesor Ballasari, y nos olvidaremos de todo este asunto. —Luigi accionó el cierre y levantó la tapa. Dio un respingo cuando descubrió que estaba vacía. Después de mirar rápida y alternativamente a Michael y a la caja, declaró—: Estoy desconcertado. ¡La muestra no está aquí!
—¡No! ¡No me diga eso! —Michael tuvo que hacer un esfuerzo para no levantarse de un salto.
—Pues tengo que decírselo —respondió Luigi. Volvió la caja vacía para que Michael lo comprobara.
—¡Oh, no! —gritó Michael. Se llevó las manos a la cabeza y después se tumbó hacia adelante hasta apoyar los codos en las rodillas—. ¡No me lo puedo creer!
—Han tenido que sacar la muestra.
—Es evidente —admitió Michael, con voz ahogada. Parecía muy abatido.
—Parece usted muy preocupado.
—Más de lo que se imagina.
—Desde luego, no está todo perdido. Quizá ahora podrá abordar a los norteamericanos directamente y reclamarles que le devuelvan la muestra.
Michael se frotó la cara. Inspiró profundamente y miró a Luigi.
—No creo que esa sea una opción, y menos después de lo que hice para recuperar una caja vacía. Incluso si lo hiciera, la valoración de su carácter posiblemente sea correcta. Se negarían. Tengo la sensación de que están comprometidos con un proyecto específico para la muestra.
—¿Sabe cuándo se marchan?
—Mañana por la mañana a las siete y cinco, en un vuelo de Air France. Viajan a Londres vía París.
—Bueno, hay otra opción —comentó Luigi, que entrecruzó los dedos e hizo presión—. Hay una manera segura de recuperar la muestra. Da la casualidad de que estoy emparentado por el lado de la familia de mi madre con un caballero llamado Carlo Ricciardi. Es un primo hermano. También es el superintendente de Arqueología del Piamonte, cargo que significa que es el director regional del NPPA, siglas del Nucleo Protezione Patrimonio Artístico e Archeologico.
—Nunca lo he escuchado mencionar.
—No tiene nada de particular, dado que la mayor parte de sus actividades se realizan en secreto, pero se trata de un cuerpo especial de los carabinieri encargado de la seguridad del vasto tesoro monumental y artístico italiano, en el que se incluye el sudario de Turín, aunque la Santa Sede sea su legítimo propietario. Si llamara a Carlo, él no tendría ningún inconveniente en recuperar la muestra.
—¿Qué le diría? Me refiero a que usted le dio la muestra a los norteamericanos; no es como si ellos la hubiesen robado. De hecho, dado que usted la entregó en un lugar público, cualquier abogado italiano emprendedor probablemente encontraría algún testigo.
—No sugeriría que hubiesen robado la muestra. Solo diría que la muestra fue obtenida con falsos pretextos, que aparentemente es el caso. Pero por encima de todo, recalcaría que no se dio ninguna autorización para que la muestra fuese sacada de Italia. Incluso añadiría que sacar la muestra de Italia había sido estrictamente prohibido, y así y todo, de acuerdo con las informaciones en mi poder los norteamericanos se disponen a hacerlo mañana por la mañana.
—¿Esta policía arqueológica tendría autoridad para confiscarla?
—¡Por supuesto! Son un departamento muy poderoso e independiente. Para ponerle un ejemplo, hace unos años su entonces presidente Reagan preguntó al entonces presidente italiano si los bronces que habían sido rescatados del mar frente a las costas de Reggio Calabria podían ser llevados a Los Ángeles como un símbolo de los Juegos Olímpicos. El presidente italiano accedió, pero el superintendente de arqueología de la región dijo que no, y las estatuas permanecieron en Italia.
—De acuerdo. Estoy impresionado —manifestó Michael—. ¿Dicho departamento tiene su propio cuerpo uniformado?
—Tienen sus propios ispettori que van de paisano, pero en muchos procedimientos utilizan a agentes uniformados de los carabinieri o de la Guardia di Finanza. En el aeropuerto es posible que sean los agentes de la Guardia di Finanza, aunque si actúan a las órdenes directas de Carlo, puede contar que también participarán los carabinieri.
—Si hace la llamada, ¿qué le pasará a los norteamericanos?
—Mañana por la mañana, cuando vayan a recoger las tarjetas de embarque para su vuelo internacional, los detendrán, los llevarán a la cárcel, y a su debido momento los juzgarán. En Italia, este tipo de cargos son considerados delitos graves. Sin embargo, no los juzgarán inmediatamente. Los trámites judiciales son muy lentos y complicados. En cambio, nos devolverán la muestra inmediatamente, y el problema quedará resuelto.
—¡Haga la llamada! —dijo Michael sencillamente. Estaba desilusionado, aunque aún no estaba todo perdido. Era obvio que no podría atribuirse el mérito de haber recuperado la muestra él solo. Por otro lado, aún podía asegurarse de que el cardenal se enterara de que él había sido el elemento fundamental en su rescate.
Un eructo se abrió paso desde el estómago de Daniel para emerger entre sus carrillos hinchados. Se llevó una mano a la cara en un pobre intento por ocultar una sonrisa traviesa.
Stephanie le dirigió lo que ella consideraba su mirada más despreciativa. Nunca le había resultado divertido cuando él daba salida a su lado juvenil más vulgar. Daniel se echó a reír.
—Eh, relájate. Hemos disfrutado de una cena excelente y nos hemos bebido una botella de Barolo. ¡No lo estropeemos!
—Me relajaré después de que compruebe que no hay nadie en nuestra habitación —replicó Stephanie—. Creo que tengo todo el derecho a estar inquieta después de que alguien metiera mano en mis pertenencias.
Daniel abrió la puerta. Stephanie cruzó el umbral y echó una ojeada. Daniel se dispuso a pasar, y ella extendió el brazo para impedírselo.
—Tengo que usar el baño —protestó Daniel.
—¡Hemos tenido visita!
—¿Ah, sí? ¿Cómo lo sabes?
Stephanie le señaló la cómoda.
—Ha desaparecido la caja de plata.
—Es cierto, no está. Supongo que has tenido razón desde el primer momento.
—Por supuesto que tenía razón. —Stephanie se acercó y apoyó una mano en la cómoda donde había estado la caja, como si no creyera en su desaparición—. Claro que tú también. Querían apoderarse de la muestra del sudario.
—Te felicito por tu brillante idea de coger la muestra y dejar la caja.
—Muchas gracias. Pero antes vamos a asegurarnos de que no se llevaron la caja solo porque la consideraron valiosa. —Se acercó a la maleta, y miró de nuevo en su joyero. Todo estaba allí, incluido el dinero.
Daniel hizo lo mismo. Nadie se había llevado las joyas ni el dinero en efectivo, ni los cheques de viaje. Cerró la maleta.
—¿Qué quieres hacer?
—Marcharme de Italia. Nunca creí que podría desear tal cosa. —Stephanie se desplomó en la cama, con el abrigo puesto, y miró el gran candelabro multicolor.
—Hablo de esta noche.
—¿Te refieres a si cambiamos de habitación o de hotel?
—Eso.
—Creo que es mejor quedarnos aquí y echar el cerrojo.
—Esperaba que lo dijeras —afirmó Daniel mientras se quitaba el pantalón. Lo sostuvo por los bajos para que no perdieran la raya—. No veo la hora de meterme en la cama —añadió, mientras miraba a Stephanie tendida boca arriba. Luego fue al armario y colgó el pantalón. Se sujetó del marco para quitarse los mocasines.
—Sería un esfuerzo inútil moverse, y estoy reventada —declaró Stephanie. Le costó ponerse de pie y quitarse el abrigo—. Además, no tengo ninguna seguridad de que la persona que nos ha robado no pueda encontrarnos allí donde vayamos. Propongo no salir de esta habitación hasta la hora de abandonar el hotel. —Pasó junto a Daniel y colgó el abrigo.
—Por mí, de acuerdo —dijo Daniel. Comenzó a desabrocharse la camisa—. Por la mañana, podríamos incluso saltarnos el desayuno en el hotel. Podríamos comer algo en cualquiera de los bares del aeropuerto. Todos parecen servir pastas de toda clase. El recepcionista dijo que tendríamos que estar allí alrededor de las seis, y eso significa que tendremos que madrugar muchísimo, incluso si no hacemos un alto para comer.
—Una idea excelente —afirmó Stephanie—. No tengo palabras para explicar cuánto deseo llegar al aeropuerto, coger la tarjeta de embarque y subir al avión.