Lunes, 25 de febrero de 2002. Hora: 07.00
—¡Stephanie! —susurró Daniel, mientras la sacudía suavemente por el hombro—. Van a servir el desayuno. ¿Quieres desayunar, o prefieres dormir hasta que aterricemos?
Stephanie abrió los ojos con un esfuerzo, se los frotó, al tiempo que bostezaba. Luego parpadeó rápidamente varias veces hasta que fue capaz de ver. Tenía los ojos secos debido a la muy baja humedad en la cabina.
—¿Dónde estamos? —preguntó con voz ronca. También tenía la garganta seca. Se sentó para estirar los músculos. Luego se inclinó para mirar a través de la ventanilla. Aunque en el horizonte se divisaba una muy tenue luminosidad, la tierra seguía a oscuras. Vio las luces de las ciudades y pueblos que salpicaban el paisaje.
—Supongo que estamos volando sobre algún lugar de Francia —respondió Daniel.
A pesar de los intentos por evitar las prisas de última hora, la noche anterior había sido una desesperada carrera para salir del apartamento de Daniel, llegar al aeropuerto Logan y pasar los controles de seguridad. Habían subido al avión cuando solo faltaban diez minutos para el despegue. Gracias al dinero de Butler, viajaban en la clase Magnífica de Alitalia y ocupaban los dos primeros asientos en el lado izquierdo del Boeing 767. Stephanie enderezó el respaldo del asiento.
—¿Cómo es que estás tan despejado? ¿Has dormido?
—No he pegado ojo —admitió Daniel—. Comencé a leer tus libros sobre la Sábana Santa, en particular el de Ian Wilson. Ahora entiendo por qué te enganchaste. Es algo fascinante.
—Tienes que estar agotado.
—No lo estoy. Leer me ha infundido nuevas energías. Incluso me siento mucho más dispuesto a tratar a Butler y a utilizar los fragmentos de ADN de la mortaja. Se me ha ocurrido que quizá después de acabar con Butler, podríamos seguir adelante y tratar a algún personaje célebre con el mismo ADN, alguien a quien no le importe la publicidad. En cuanto los medios se hagan eco de la historia, no habrá ningún político dispuesto a interferir; mejor todavía, la FDA se verá obligada a cambiar el protocolo para la aprobación del tratamiento.
—¡Espera, espera, no corras tanto! Por ahora tenemos que concentrarnos en Butler. Por mucho que lo deseemos, no sabemos si se curará o no.
—¿No crees que tratar a algún otro famoso sea una buena idea?
—Tengo que pensarlo un poco antes de dar una respuesta inteligente —manifestó Stephanie, en un intento por ser diplomática—. Ahora mismo aún estoy un poco dormida. Necesito ir al lavabo, y después quiero desayunar. Estoy hambrienta. Cuando tenga mi mente funcionado a pleno rendimiento, quiero escuchar lo que has leído sobre el sudario, y en particular si tienes una hipótesis sobre cómo se formó la imagen.
Menos de una hora más tarde, aterrizaron en el aeropuerto de Fulmínico en Roma. Junto con la multitud que llegaba al mismo tiempo de diversos destinos internacionales, pasaron por el control de pasaportes y luego consiguieron encontrar el vuelo que los llevaría a Turín. En uno de los muchos cafés Daniel pidió un espresso que se bebió de un trago como los clientes locales. No había clase Magnífica en este vuelo, y cuando subieron al avión se encontraron con una cabina llena de hombres de negocios. Stephanie se sentó en el asiento del medio y Daniel en el que daba al pasillo, más o menos en la mitad del avión.
—Esto es lo que yo llamo comodidad —comentó Daniel. Como medía un metro ochenta y cinco de estatura, tenía las rodillas apretadas contra el respaldo del asiento de delante.
—¿Cómo te encuentras ahora? ¿Estás cansado? —preguntó Stephanie.
—No, y menos ahora que me he tomado una bomba de cafeína.
—¡Entonces háblame del sudario! Quiero escuchar tu opinión. —Debido a la larga cola para usar el lavabo en el vuelo de Boston a Roma, no habían tenido tiempo para continuar con el tema antes del aterrizaje.
—En primer lugar, no tengo ninguna teoría referente a cómo se formó la imagen. Estoy de acuerdo en que es un gran misterio, y me gustó mucho la manera poética que Ian Wilson utiliza para describirlo como «un negativo fotográfico que espera como una cápsula del tiempo a la invención de la fotografía». Pero no me trago la idea que él propone y tú compartes de que la imagen es una prueba de la resurrección. Es un razonamiento científico falso. No puedes postular un proceso de desmaterialización desconocido y contraintuitivo para explicar un fenómeno desconocido.
—¿Qué me dices de los agujeros negros?
—¿De qué estás hablando?
—Los agujeros negros han sido postulados para explicar fenómenos desconocidos, y los agujeros negros son evidentemente contraintuitivos respecto a nuestra experiencia científica directa.
Hubo un período de silencio, donde solo se escuchaba el rumor de las turbinas mezclado con el roce de las hojas de los periódicos de la mañana, y el tecleo de los ordenadores portátiles.
—En eso tienes razón —admitió Daniel finalmente.
—¡Continuemos! ¿Qué más te llamó la atención?
—Unas cuantas cosas. Lo primero que me viene a la memoria es el resultado de las pruebas de la espectroscopia reflectante que muestran la presencia de tierra en las imágenes de los pies. A mí me pareció que no tenía nada fuera de lo normal, hasta que me enteré de que algunos de los gránulos fueron identificados por la cristalografía óptica como aragonita travertina que tiene un espectro idéntico a las muestras de piedra caliza recogidas en las tumbas del antiguo Jerusalén.
Stephanie se echó a reír.
—Es absolutamente típico de ti mostrarte impresionado por uno de los detalles científicos más oscuros. Ni siquiera recordaba esa información.
—Hay que ser muy crédulo para suponer que un falsificador francés del siglo XIV llegara al extremo de obtener y espolvorear con esa clase de piedra su supuesta creación.
—Estoy totalmente de acuerdo.
—Otro hecho que me llamó la atención fue que si miras la intersección de los tres hábitats de las tres plantas de Oriente Próximo cuyos pólenes son los más abundantes en el sudario, reduce el aparente origen de la tela a un sector de unos treinta y seis kilómetros entre Hebrón y Jerusalén.
—Curioso, ¿verdad?
—Es más que curioso —afirmó Daniel—. Si el sudario es o no la mortaja de Jesucristo es algo que no se ha probado, ni creo que pueda llegar a probarse, pero tengo la idea de que vino de Jerusalén y que amortajó a alguien que había sido flagelado a la manera que lo hacían los romanos, que tenía la nariz rota, heridas de espinas en la cabeza, que había sido crucificado, y que presentaba una herida de lanza en el pecho.
—¿Qué me dices del aspecto histórico?
—Está muy bien presentado y atrae —reconoció Daniel—. Después de leerlo, estoy dispuesto a aceptar que la Sábana Santa de Turín y la tela de Edesa son la misma. Me llamó mucho la atención que la marca de los dobleces del sudario se utilizaran para explicar que se exhibiera en Constantinopla como la representación de la cabeza de Jesús, que es como se describía generalmente la tela de Edesa, o como un Jesús de cuerpo entero, por delante y por detrás, como la describió el cruzado Robert de Clari, que fue quien la vio muy poco antes de su desaparición durante el saqueo de Constantinopla en el año 1204.
—Todo eso significa que los resultados de la datación del carbono son erróneos.
—Por problemático que me resulte como científico, esa parecer ser la verdad.
Hacía un minuto que les habían servido el zumo de naranja cuando se encendió la luz de abrocharse el cinturón, y se escuchó el anuncio de que los pilotos iniciaban la maniobra de aterrizaje en el aeropuerto Caselle de Turín. Quince minutos más tarde, aterrizaron. Lleno como estaba el avión, tardaron casi tanto como la duración del vuelo desde Roma en desembarcar, caminar hasta la terminal y encontrar la sala de recogida del equipaje.
Mientras Daniel esperaba a que aparecieran las maletas, Stephanie vio una tienda de telefonía móvil, y entró para alquilar un teléfono. Antes de salir de Boston, se había enterado de que su móvil no le serviría en Europa, aunque sí en Nassau, y para estar segura de que no se perdería ningún e-mail de Butler mientras estaba en Turín, necesitaba un teléfono móvil con un número europeo. En cuanto pudiera, programaría el teléfono para que los mensajes de Butler fueran a ambos números.
Salieron de la terminal con las maletas y los abrigos puestos y se unieron a la cola en la parada de taxis. Mientras esperaban, tuvieron la oportunidad de echar su primera mirada al Piamonte. Al oeste y al norte estaban las montañas con las cumbres nevadas. Hacia el sur, una niebla malva formaba un manto en la zona industrial de la ciudad. La temperatura era baja y bastante parecida a la de Boston, cosa que tenía sentido, dado que ambas ciudades estaban aproximadamente en la misma latitud.
—Espero no tener que lamentar no haber alquilado un coche —comentó Daniel, al ver lo lejos que estaban del principio de la cola.
—La guía señalaba que aparcar en la ciudad es imposible —le recordó Stephanie—. La parte positiva es que al parecer los conductores italianos son buenos, aunque conduzcan deprisa.
Una vez en camino, Daniel se sujetó con todas sus fuerzas mientras el conductor respondía plenamente a la descripción de Stephanie. El taxi era un Fiat posmoderno, con una línea que le hacía parecer un monovolumen y un coche compacto. Desafortunadamente para Daniel, era muy sensible al acelerador.
Stephanie había estado varias veces en Italia y tenía una visión muy clara de cómo sería la ciudad. En un primer momento, se llevó una desilusión. Turín no tenía nada del encanto medieval o renacentista que asociaba a lugares como Florencia y Siena. En cambio, parecía otra de tantas ciudades modernas ahogadas por la expansión suburbana y que, en estos momentos, padecía los habituales atascos de primera hora de la mañana. El tráfico era intenso, y todos los conductores italianos parecían comportarse con idéntica agresividad: hacían sonar las bocinas continuamente, aceleraban a fondo y clavaban los frenos. El viaje fue terrible, sobre todo para Daniel. Stephanie intentó iniciar una conversación, pero a su compañero solo le preocupaba no salir disparado a través del parabrisas en la próxima frenada.
Daniel había reservado habitación para una noche en el que su guía mencionaba como mejor hotel de la ciudad: el Grand Belvedere. Estaba en el centro del casco antiguo, y cuando entraron en la zona, la impresión que se había hecho Stephanie de Turín comenzó a cambiar. Seguía sin ver el tipo de arquitectura que esperaba, pero la ciudad comenzaba a tener su encanto particular, con los amplios bulevares, las plazas porticadas, y los elegantes edificios barrocos. Cuando el taxi se detuvo delante del hotel, la desilusión de Stephanie se había transformado en un bien fundado aprecio.
El Grand Belvedere era la última palabra del lujo del siglo XIX. El vestíbulo era todo un despliegue de marcos dorados, angelotes y querubines. Las columnas de mármol se elevaban a gran altura para sostener las bóvedas, mientras que unas pilastras aflautadas decoraban las paredes. Dos porteros con libreas se apresuraron a cargar con su equipaje, que era considerable, dado que llevaban todo lo necesario para un mes de estancia en Nassau.
La habitación tenía un techo muy alto, un gran candelabro de cristal de Murano y una decoración que no llegaba a los extremos del vestíbulo, aunque era igual de resplandeciente. Había querubines dorados en cada una de las cuatro esquinas de la cornisa. Las ventanas se abrían a la Piazza Carlo Alberto, donde estaba situado el hotel. Las cortinas de brocado rojo y centenares de borlas doradas enmarcaban las ventanas. El mobiliario, incluida la cama, era de madera oscura tallada. El suelo estaba cubierto por una mullida alfombra oriental.
Después de darles las preceptivas propinas a los botones y al atildado recepcionista que les había acompañado hasta la habitación, Daniel echó una ojeada en derredor con expresión satisfecha.
—¡No está mal! ¡No está nada mal! —comentó. Abrió la puerta y miró el baño que era todo de mármol antes de volverse hacia Stephanie—. Por fin estoy viviendo como me corresponde.
—¡Lo que me faltaba por escuchar! —se burló Stephanie. Abrió el neceser.
—¡Es verdad! —replicó Daniel, entre risas—. No sé cómo he aguantado vivir como un pobre académico durante tanto tiempo.
—¡Es hora de trabajar, rey Midas! Tenemos que averiguar cómo se llama a la cancillería de la archidiócesis para encontrar a monseñor Mansoni —dijo Stephanie mientras entraba en el baño. Tenía prisa por lavarse los dientes.
Daniel se acercó a la mesa y comenzó a abrir los cajones, en busca de una guía de teléfonos. Como no tuvo éxito, miró en los armarios.
—Creo que deberíamos bajar y decirle al recepcionista que lo haga —gritó Stephanie desde el baño—. De paso podríamos pedirle que nos reserven una mesa para la cena.
—Buena idea.
Tal como había supuesto Stephanie, el recepcionista les ayudó con mucho gusto. Sacó una guía de un cajón, y en cuestión de segundos tenía a monseñor Mansoni al aparato, mientras Stephanie y Daniel aún discutían quién hablaría con el sacerdote. Después de unos momentos de confusión, Daniel se puso al teléfono. Tal como le había indicado Butler en su e-mail, Daniel se identificó como el representante de Ashley Butler y añadió que estaba en Turín para recoger la muestra. En un intento por ser lo más discreto posible, no dio más explicaciones.
—Estaba esperando su llamada —respondió Mansoni en inglés con un fuerte acento italiano—. Estoy preparado para reunirme con usted esta misma mañana, si lo considera adecuado.
—En lo que respecta a nosotros, cuanto antes mejor —dijo Daniel.
—¿Nosotros? —preguntó el sacerdote.
—Estoy aquí con mi colega —explicó Daniel. Consideró que el término «colega» era suficientemente vago. Le molestaba un tanto hablar con un sacerdote católico que podía sentirse ofendido porque él y Stephanie fueran una pareja de hecho.
—¿Debo asumir que su colega es una mujer?
—Efectivamente —respondió Daniel. Miró a Stephanie para asegurarse de que había aceptado el término «colega». Nunca lo había empleado antes para describir su relación, a pesar de que era apropiado. Stephanie sonrió al ver su inquietud.
—¿Asistirá a nuestro encuentro?
—Por supuesto —afirmó Daniel—. ¿Dónde sería un lugar conveniente para usted?
—Quizá el Caffè Torino en Piazza San Carlo no estaría mal. ¿Usted y su colega están alojados en algún hotel de la ciudad?
—Creo que estamos en pleno centro.
—Excelente —comentó el monseñor—. El café estará cerca de su hotel. El recepcionista le dirá cómo llegar.
—Muy bien —dijo Daniel—. ¿A qué hora debemos estar allí?
—¿Digamos dentro de una hora?
—Allí estaremos. ¿Cómo le reconoceremos?
—No creo que vea a muchos otros sacerdotes, pero si los hay, yo seré seguramente el más corpulento. Me temo que he ganado demasiado peso debido a lo sedentario de mi actual cargo.
Daniel miró a Stephanie. Sabía que ella escuchaba al sacerdote.
—Supongo que no le costará mucho vernos a nosotros. Mucho me temo que nuestras prendas indicarán que somos norteamericanos. Además, mi colega es una hermosa morena.
—En ese caso, estoy seguro de que nos reconoceremos. Los espero alrededor de las once y cuarto.
—Será un placer —manifestó Daniel, antes de devolverle el teléfono al recepcionista.
—¿Una hermosa morena? —preguntó Stephanie con un susurro forzado después de que el conserje les indicara el camino para llegar al café, y se alejaban de la recepción. Parecía molesta—. Nunca me habías descrito de una manera tan absolutamente tópica. Peor aún, es del todo sexista.
—Lo siento —se disculpó Daniel—. No me ha resultado nada agradable tener que tratar con un sacerdote.
Luigi Mansoni abrió uno de los cajones de su mesa. Metió la mano, sacó una caja de plata alargada y se la guardó en un bolsillo. Luego se recogió los faldones de la sotana para no pisar el ruedo cuando se levantó y salió apresuradamente de su despacho. Al final del pasillo, llamó a la puerta de monseñor Valerio Garibaldi. Le faltaba el aliento, cosa que le avergonzaba, porque no había caminado más de treinta metros. Miró su reloj y se preguntó si no tendría que haberle dicho a Daniel una hora y media. El vozarrón de Valerio le gritó que entrara.
Luigi le relató a su superior y amigo la conversación telefónica que acababa de mantener.
—Oh, no —comentó Garibaldi—. Estoy seguro de que es mucho antes de lo que el padre Maloney esperaba. Confiemos en que esté en su habitación. —Valerio cogió el teléfono. Se tranquilizó al escuchar la voz de Maloney. Le explicó la situación al norteamericano, y añadió que él y monseñor Garibaldi le esperaban en su despacho.
—Todo esto es muy curioso —le dijo Valerio a Luigi mientras esperaban.
—Desde luego. Me pregunto si tendríamos que avisar a alguno de los secretarios del arzobispo. De esa manera, si al final surge algún problema, sería falta de usted que Su Reverencia no hubiese estado sobreaviso. Después de todo, Su Reverencia es el custodio oficial de la Sábana Santa.
—Una muy buena observación —manifestó Valerio—. Creo que seguiré su consejo.
Una llamada a la puerta precedió a la aparición del padre Maloney. Valerio le señaló una silla. Aunque Valerio y Luigi estaban por encima de Michael en la jerarquía eclesiástica, el hecho de que Maloney fuese el representante oficial del cardenal O’Rourke, el prelado más poderoso de la Iglesia católica de Estados Unidos y amigo personal de su propio arzobispo, el cardenal Manfredi, hacía que ambos le trataran con una deferencia especial.
Michael se sentó. A diferencia de los purpurados, vestía un traje de calle negro con el alzacuello blanco. También a diferencia de los otros, que eran muy corpulentos, Michael era extremadamente delgado, y con la nariz aguileña, sus facciones resultaban mucho más italianas que las de sus colegas. Por último, sus cabellos rojos contrastaban vivamente con los cabellos canosos de los purpurados.
Luigi volvió a relatar su conversación con Daniel. Recalcó que había dos personas en la misión y que una de ellas era una mujer.
—Eso es sorprendente —opinó Michael—, y no me agradan las sorpresas. Pero tendremos que tomar las cosas tal como vienen. Supongo que la muestra está preparada.
—Por supuesto —dijo Luigi. Para facilitarle las cosas a Michael hablaba en inglés, aunque Maloney hablaba un italiano pasable. Michael había estudiado en una de las escuelas vaticanas, donde aprender italiano era obligatorio.
Luigi metió la mano en el bolsillo y sacó la caja de plata que recordaba una pitillera de los años cincuenta.
—Aquí está. El profesor Ballasari se ocupó personalmente de la selección de las fibras para que sea representativa. Provienen de un trozo manchado de sangre.
—¿Puedo? —preguntó Michael, y tendió la mano.
—Desde luego. —Luigi le entregó la caja.
Michael la sujetó con las dos manos. Era toda una experiencia. Siempre había estado convencido de la autenticidad del sudario, y tener en sus manos una caja donde estaba la sangre de su Salvador en lugar del vino convertido en sangre era algo abrumador.
Luigi recuperó la caja, y la guardó de nuevo en el bolsillo.
—¿Hay alguna instrucción particular que deba saber? —preguntó.
—Desde luego que sí —respondió Michael—. Necesito saber todo lo que pueda averiguar sobre las personas a las que le entregará la muestra; nombres, direcciones, lo que sea. Pídale los pasaportes y tome nota de los números. Con esa información y sus contactos con las autoridades civiles, podremos enterarnos de muchas cosas referentes a sus identidades.
—¿Qué está buscando? —quiso saber Valerio.
—No estoy seguro —admitió Michael—. Su Eminencia el cardenal James O’Rourke quiere entregar esta pequeña muestra a cambio de un muy importante beneficio político para la Iglesia. Al mismo tiempo, quiere estar absolutamente seguro de que se respetan las órdenes del Santo Padre que prohíben cualquier nueva prueba científica del sudario.
Valerio asintió como si lo hubiese entendido, aunque en realidad no era así. Entregar un trozo de una reliquia a cambio de unos favores políticos era algo que estaba más allá de su experiencia, sobre todo cuando no había ninguna documentación oficial. Era preocupante. Al mismo tiempo, sabía que las pocas fibras guardadas en la caja de plata correspondían a una muestra del sudario tomada hacía muchos años, y que nadie había vuelto a tocar el sudario. La preocupación principal del Santo Padre era asegurar la conservación de la reliquia.
Luigi se levantó.
—Si quiero llegar puntual a la cita, tengo que marcharme ahora mismo.
—Si no le importa, le acompañaré —manifestó Michael, y se levantó—. Quiero presenciar la entrega desde lejos. Después de que usted les entregue la muestra, seguiré a esas personas. Me interesa saber dónde se alojan, por si sus identidades presentan algún problema.
Valerio también se levantó. Parecía un tanto desconcertado.
—¿Qué hará si, como usted dice, sus identidades presentan algún problema?
—Me veré obligado a improvisar —respondió Michael—. En ese punto, las instrucciones del cardenal fueron un tanto vagas.
—La ciudad no está nada mal —comentó Daniel, mientras él y Stephanie caminaban en dirección oeste por unas calles donde abundaban los palacios ducales—. Al principio no me impresionó, pero ahora sí.
—Tengo la misma impresión —manifestó Stephanie.
Al cabo de unas pocas calles, llegaron a la Piazza San Carlo, y se encontraron con una gran plaza del tamaño de un campo de fútbol rodeada por unos hermosos edificios barrocos color crema. Las fachadas estaban ornamentadas con una agradable profusión de detalles. En el centro se levantaba una imponente estatua ecuestre. El Caffè Torino se encontraba en el lado oeste de la plaza, más o menos en el medio. En el interior dominaba el aroma del café recién molido. Varios grandes candelabros de cristal colgaban del techo decorado con pinturas al fresco, y sus luces contribuían a crear un ambiente cálido y acogedor.
No tuvieron que esforzarse mucho para dar con monseñor Mansoni. El sacerdote se levantó en cuanto los vio entrar y les hizo un gesto para que se unieran a él en una mesa junto a la pared más alejada. Mientras cruzaban el local, Stephanie echó una ojeada a los clientes. El curioso comentario de monseñor Mansoni referente a que no habría muchos más sacerdotes en el café era correcto. Solo vio a uno más. Estaba solo y, por una fracción de segundo, Stephanie tuvo la inquietante sensación de que la mirada del cura se cruzaba con la de ella.
—Bienvenidos a Turín —dijo Luigi. Estrechó las manos de ambos y los invitó a sentarse. Su mirada se detuvo en Stephanie el tiempo suficiente para hacerla sentir un tanto incómoda, mientras recordaba la poco apropiada descripción de Daniel.
Apareció un camarero en respuesta a la llamada del sacerdote y tomó el pedido de la pareja. Daniel pidió otro espresso, mientras que Stephanie pidió agua con gas.
Daniel observó al sacerdote. La descripción que había hecho de sí mismo como corpulento no era errónea. La papada casi ocultaba el alzacuello. Como médico, se preguntó cuál sería su nivel de colesterol.
—Supongo que debemos comenzar con las presentaciones. Soy Luigi Mansoni. Vivía en Verona, hasta que me trasladaron a Turín.
Daniel y Stephanie le dieron sus nombres y añadieron que vivían en Cambridge, Massachusetts. En ese momento, apareció el camarero con el café y el agua.
Daniel bebió un sorbo y dejó la taza en el platillo.
—No pretendo ser descortés, pero vayamos a lo nuestro. Supongo que habrá traído la muestra.
—Por supuesto —replicó Luigi.
—Debemos asegurarnos de que la muestra procede de una parte del sudario con una mancha de sangre —añadió Daniel.
—Le aseguro que lo es. Fue seleccionada por el profesor encargado de la conservación del sudario por el arzobispo, cardenal Manfredi, que es el actual custodio.
—¿Nos la entrega?
—En un momento —dijo Luigi. Metió la mano en un bolsillo y sacó una libreta y un bolígrafo—. Antes de entregarles la muestra, se me ha dicho que debo tomar nota de sus señas de identidad. A la vista de las controversias y el permanente interés de los medios en todo lo referente al sudario, la Iglesia insiste en saber quiénes disponen de las muestras.
—El senador Ashley Butler será el receptor —manifestó Daniel.
—Eso es lo que me han dicho. Sin embargo, necesitamos tener pruebas de sus identidades. Lo siento, pero esas son mis instrucciones.
Daniel miró a Stephanie que se encogió de hombros.
—¿Qué clase de pruebas necesita?
—Creo que será suficiente con sus pasaportes y el domicilio.
—No veo ningún inconveniente —señaló Stephanie—. El domicilio que figura en el pasaporte es el actual.
—Yo tampoco tengo nada que objetar —dijo Daniel.
Los norteamericanos sacaron sus pasaportes y los dejaron en la mesa. Luigi copió los nombres, las direcciones y los números. Luego se los devolvió. Después de guardar la libreta y el bolígrafo, sacó la caja de plata. La puso sobre la mesa y la empujó hacia el científico con mucha deferencia.
—¿Puedo? —preguntó Daniel.
—Por supuesto.
Daniel cogió la caja de plata. Tenía un cierre en un lado, y lo movió a la posición de abierto. Levantó la tapa con mucho cuidado. Stephanie se inclinó para mirar por encima de su hombro. En el interior, guardado en un sobre de celofán, había un pequeño trozo de tela de un color indeterminado.
—Parece adecuada —comentó Daniel. Cerró la tapa y aseguró el cierre. Le entregó la caja a Stephanie, que la guardó en su bolso junto con los pasaportes.
Quince minutos más tarde, Daniel y Stephanie salieron a la plaza iluminada por el débil sol de invierno. Cruzaron la plaza en diagonal camino de regreso al hotel. A pesar del jet lag, caminaban con paso atlético. Ambos se sentían un tanto eufóricos.
—No podría haber resultado más fácil —comentó Daniel.
—Estoy de acuerdo.
—Nunca se me pasaría por la cabeza recordarte tu pesimismo inicial —se burló Daniel—. Jamás de los jamases.
—Espera un momento. Hemos conseguido la muestra sin problemas, pero todavía nos queda por delante un largo camino para tratar a Butler. Mis preocupaciones abarcan todo el proceso.
—Creo que este pequeño episodio es el heraldo de las cosas que vendrán.
—Confío en que tengas toda la razón.
—¿Qué podríamos hacer para ocupar el resto del día? —preguntó Daniel—. Nuestro vuelo a Londres no sale hasta las siete y cinco de la mañana.
—Necesito dormir un rato —dijo Stephanie—, y tú también. ¿Qué te parece si volvemos al hotel, comemos alguna cosa, dormimos media horita, y después salimos? Hay unas cuantas cosas que me gustaría ver mientras estamos aquí. En particular la iglesia donde tienen la Sábana Santa.
—Me parece un plan excelente —opinó Daniel, complacido.
Michael Maloney se mantuvo todo lo lejos que pudo sin perder de vista a Daniel y Stephanie. Le sorprendió la rapidez de su marcha, y tuvo que apretar el paso. Cuando salió del café, tuvo suerte de verlos, porque estaban a punto de salir de la plaza.
En cuanto los dos norteamericanos dejaron el café, él había mantenido una breve conversación con Luigi para recordarle que hiciera investigar las identidades de ambos y que después lo llamara al móvil para comunicarle la información que hubiesen podido suministrarle las autoridades civiles. Añadió que su propósito era no perder de vista a la pareja o al menos saber dónde se encontraban, hasta recibir la información.
Daniel y Stephanie desaparecieron al dar la vuelta en una esquina, y Michael echó a correr hasta que los volvió a ver. Estaba dispuesto a no perderlos. Tal como le había dicho su superior, el cardenal O’Rourke, Michael se tomaba su actual cometido con una gran responsabilidad. Su aspiración era llegar a las más altas jerarquías eclesiásticas y hasta ahora, las cosas le iban saliendo de acuerdo con sus planes. Primero, tuvo la oportunidad de estudiar en Roma. Luego había seguido el reconocimiento de sus méritos por parte del entonces obispo O’Rourke, cuando lo invitó a unirse a su personal, y el posterior ascenso de O’Rourke a arzobispo. En este momento de su carrera, Michael sabía que su éxito dependía exclusivamente de complacer a su muy poderoso superior, y el instinto le decía que esta misión vinculada a la Sábana Santa era una oportunidad de oro. Gracias a su importancia para el cardenal, le ofrecía una ocasión única para demostrar su inquebrantable lealtad, dedicación, e incluso su capacidad de improvisación, a la vista de la carencia de unas guías específicas.
En el momento en que llegaron a la Piazza Carlo Alberto, Michael decidió que la pareja se encaminaba hacia el Grand Belvedere. Aceleró el paso hasta casi un trote para estar directamente detrás de los norteamericanos cuando entraron. En el interior, esperó hasta que entraron en el ascensor, y comprobó que se detenía en el cuarto piso. Satisfecho fue a sentarse en uno de los sofás tapizados en terciopelo del vestíbulo, cogió un ejemplar del Corriere della Sera, y comenzó a leer mientras echaba una ojeada de vez en cuando a los ascensores. Hasta ahora, todo en orden, pensó.
No tuvo que esperar mucho. La pareja reapareció en el vestíbulo, y esta vez se dirigieron al comedor. Michael fue a sentarse en otro sofá, desde donde podía ver mejor la entrada del comedor. Estaba seguro de que nadie le prestaba la menor atención. Sabía que en Italia, la vestimenta de sacerdote garantizaba el acceso a cualquier lugar además del anonimato.
Media hora más tarde, cuando la pareja salió del comedor, Michael no pudo contener la sonrisa. Destinar media hora a la comida era algo típicamente norteamericano. Sabía que los comensales italianos la dedicarían por lo menos dos horas. Les vio subir de nuevo en el ascensor hasta el cuarto piso.
Esta vez tuvo que esperar mucho más. Acabó de leer el periódico, y buscó más material de lectura. Cuando no encontró nada y poco dispuesto a correr el riesgo de levantarse para ir hasta el quiosco, comenzó a pensar en lo que haría si la información que le transmitiría Luigi no era la correcta. Ni siquiera sabía qué debía considerar como una información incorrecta. Esperaba enterarse de que al menos uno de los miembros de la pareja trabajaba para el senador o probablemente para alguna organización relacionada con Butler. Recordaba claramente que el senador había dicho que enviaría a un agente a recoger la muestra. Aún estaba por ver qué había querido decir con «agente».
Michael se desperezó; consultó su reloj. Eran casi las tres, y su estómago comenzaba a protestar. No había probado bocado, excepto la pasta con el café en el Caffè Torino. Mientras su mente lo atormentaba con las imágenes de sus platos favoritos, percibió el zumbido del móvil que llevaba en el bolsillo. Había quitado el timbre. Se apresuró a responder. Era Luigi.
—Acabo de recibir el informe de mis contactos en la oficina de inmigración —dijo Luigi—. No creo que le resulte agradable la información que me han dado.
—¡Oh! —exclamó Michael. Intentó mantener la calma. Para su mala fortuna, en aquel mismo momento los norteamericanos salieron del ascensor con los abrigos puestos y las guías turísticas en la mano, sin duda dispuestos a visitar los lugares de interés. Preocupado ante la posibilidad de que tomaran un taxi, cosa que representaría una dificultad añadida, Michael intentó ponerse el abrigo mientras mantenía el teléfono pegado al oído. La pareja caminaba con la misma rapidez de antes—. Espere un momento, Luigi, ahora mismo estoy caminando. —Con un brazo en una manga, y antes de que pudiera evitarlo la manga libre se enganchó en la puerta giratoria. Tuvo que retroceder para soltarla.
—Prego —dijo el portero, mientras le ayudaba.
—Mi scuso —respondió Michael. Salvado el obstáculo, corrió a la calle y se calmó en parte al ver a los norteamericanos que dejaban atrás la parada de los taxis y caminaban hacia la esquina noroeste de la plaza. Acortó un poco el paso.
—Lo siento, Luigi —dijo Michael—. La pareja salía del hotel en el momento que llamó. ¿Qué decía?
—Le decía que ambos son científicos —respondió Luigi.
Michael notó que se le aceleraba el pulso.
—No es una buena noticia.
—Comparto su opinión. Al parecer, sus nombres aparecieron inmediatamente en cuanto las autoridades italianas se pusieron en contacto con los colegas norteamericanos para pedirles información. Ambos son investigadores en el área biomolecular. Daniel Lowell es químico y Stephanie D’Agostino, bióloga. Son personas muy conocidas en sus especialidades, él más que su compañera. Dado que ambos viven en la misma dirección, supongo que cohabitan.
—¡Dios del cielo! —exclamó Michael.
—Desde luego no parecen ser unos correos normales.
—Esta es la peor de las situaciones.
—Estoy de acuerdo. A la vista de sus antecedentes, deben estar pensando en algún tipo de prueba. ¿Qué va usted a hacer?
—Todavía no lo sé. Tendré que pensarlo.
—Avíseme si necesita ayuda.
—Me mantendré en contacto —dijo Michael y se despidió.
Aunque Michael acababa de decirle a Luigi que no sabía qué haría, eso no era del todo verdad. Ya había decidido que recuperaría la muestra de la Sábana Santa; ahora solo tenía que descubrir cómo hacerlo. Sí tenía claro que quería hacerlo él solo, de forma que cuando informara al cardenal O’Rourke, se pudiera atribuir todo el mérito de haber evitado que la sangre del Salvador pasara por más indignidades científicas.
Los norteamericanos llegaron a la inmensa Piazza Castello pero continuaron caminando al mismo paso. Michael había supuesto que irían a visitar el Palazzo Reale, la antigua residencia de la Casa de Saboya. Sin embargo, comprobó que se había equivocado cuando la pareja dejó atrás la Piazzeta Reale para entrar en la Piazza Giovanni.
—¡Por supuesto! —exclamó en voz alta. En la plaza estaba el Duomo di San Giovanni, el templo que albergaba la Sábana Santa después del incendio que se había iniciado en su capilla en 1997. Michael avanzó un poco más para asegurarse del destino de los norteamericanos. En cuanto les vio subir las escalinatas de la catedral, dio media vuelta y volvió sobre sus pasos. Seguro de que la pareja estaría tiempo lejos del hotel, decidió aprovechar la oportunidad. Si quería recuperar la muestra del sudario, este podría ser el mejor momento, o quizá el único, si es que tenían proyectado marcharse a la mañana siguiente.
Si bien ya le faltaba un poco el aliento, se obligó a apurar el paso. Quería llegar al Grand Belvedere lo antes posible. A pesar de su inexperiencia en cuestiones de intrigas en general y el robo en particular, tenía que averiguar cuál era la habitación de Daniel y Stephanie, conseguir entrar y luego coger la caja de plata, todo en un plazo de un par de horas.
—¿Esta es la Sábana Santa original? —susurró Daniel. Había más personas en la catedral, pero estaban de rodillas en los bancos entregados a sus oraciones, o encendían cirios en los altares de los santos. Los únicos sonidos eran los ecos de los tacos cuando entraba o salía alguien.
—No, no es el original —respondió Stephanie en voz baja—. Es una réplica fotográfica de tamaño natural. —Sostenía la guía abierta en la página correspondiente al sudario. Se encontraban delante de una alcoba con el frente de vidrio que abarcaba el primer piso del crucero norte del templo. Un piso por encima de la parte cerrada estaba el balcón con baldaquino desde donde los antiguos duques de Saboya asistían a la celebración de la misa.
La fotografía se exhibía como una panorámica. Las cabezas de las imágenes por delante y detrás del hombre crucificado casi se tocaban en el centro, algo que quedaba explicado porque al hombre lo habían colocado en posición supina sobre la tela y a continuación lo habían envuelto en la mortaja. La imagen frontal se encontraba a la izquierda. La fotografía estaba colocada en lo que parecía ser una mesa de casi cinco metros de largo por un metro veinte de ancho, cubierta por una tela azul que llegaba hasta el suelo.
—La fotografía está encima de la nueva caja que contiene el sudario original —le explicó Stephanie—. Está dotada con un sistema hidráulico, de forma que cuando se exhibe, la parte superior se coloca en posición vertical, y la reliquia se puede ver a través de un cristal blindado.
—Recuerdo haberlo leído —comentó Daniel—. Es un montaje realmente impresionante. Por primera vez en la larga historia del sudario, descansa completamente horizontal en una atmósfera controlada.
—La verdad es que resulta sorprendente que la imagen se haya conservado, si tenemos en cuenta lo que ha pasado.
—Ahora que miro la foto de tamaño natural, me resulta más difícil de lo que había imaginado discernir la imagen. Te diré que si es así el sudario, te puedes llevar una desilusión. Se ve y se aprecia mucho mejor en el libro que tú tienes.
—Donde se ve mejor es en el negativo —manifestó Stephanie.
—Aparentemente, la imagen no se ha desdibujado. Lo que pasa es que el fondo ha amarilleado, por lo que es menor el contraste.
—Confío en que el nuevo sistema de conservación impida que continúe el proceso —comentó Stephanie—. Bueno, ya lo hemos visto. —Se volvió para observar el interior de la catedral—. Esperaba recorrer la catedral, pero para ser una iglesia renacentista italiana, esta no da mucho de sí.
—Lo mismo pensaba yo —admitió Daniel—. Vayamos a otra parte. ¿Qué te parece una visita al palacio real? Se supone que el interior es la quintaesencia del rococó.
Stephanie miró a Daniel de reojo.
—¿Desde cuándo te has convertido en un experto en arquitectura y decoración interior?
—Lo leí en la guía antes de salir del hotel —respondió Daniel con un tono risueño.
—Me encantaría visitar el palacio, si no fuese por un problema.
—¿Qué clase de problema?
Stephanie se miró los pies.
—Me olvidé ponerme unos zapatos cómodos en lugar de estos que me puse para ir a comer. Mucho me temo que acabaré con los pies destrozados si nos pasamos toda la tarde caminando. Lo siento, pero ¿te molestaría mucho si pasamos un momento por el hotel y me cambio los zapatos?
—Por lo que a mí respecta, ahora que tenemos la muestra de la Sábana Santa, no tenemos nada más que hacer. Así que vamos si quieres.
—Gracias —dijo Stephanie, más tranquila. Daniel solía irritarse por esta clase de cosas—. Lo siento mucho. Tendría que haberlo pensado antes. Ya que estamos, me pondré otro suéter. Hace más frío de lo que imaginaba.
Salvo en las contadas ocasiones de alguna inocente travesura en su época de estudiante, el padre Michael Maloney nunca había violado a sabiendas ley alguna, y lo que se disponía a hacer le provocaba mucha más ansiedad de lo que había imaginado. No solo temblaba y sudaba, sino que notaba tantas molestias gástricas que deseó tener a mano un antiácido. Para colmo de males tenía la preocupación añadida del tiempo. Desde luego no quería que los norteamericanos lo sorprendieran in fraganti. Aunque estaba convencido de que tardarían dos horas o más en su recorrido turístico, decidió darse un máximo de una hora para la misión. Solo pensar en que le podrían sorprender hacía que le temblaran las rodillas.
Mientras se acercaba al Grand Belvedere, no tenía idea de cómo conseguiría su objetivo, pero todo cambió al pasar delante de una floristería en la misma plaza del hotel. Entró en el local, y preguntó si podían enviar inmediatamente alguno de los ramos preparados al hotel. Cuando le dijeron que sí, cogió el que tenía más a mano, escribió en el sobre el nombre de los norteamericanos, y en la tarjeta: «Bienvenidos al Grand Belvedere. La Dirección».
Cinco minutos más tarde, mientras Michael estaba sentado en el mismo sofá que anteriormente en el vestíbulo del hotel, vio entrar por la puerta giratoria las flores que había comprado. Levantó el periódico para ocultar su rostro, y espió a la misma mujer que le había vendido el ramo cuando lo entregó en la recepción. Uno de los botones firmó el recibo, y la mujer se marchó.
Desafortunadamente, durante los siguientes diez minutos no pasó nada. Las flores continuaban en el mostrador de la recepción mientras los botones mantenían una muy animada conversación entre ellos.
¡Venga!, pensó Michael con las mandíbulas apretadas. Pensó levantarse para ir a protestar al mostrador, pero no se atrevió. No quería llamar la atención. Su plan era aprovechar al máximo la ventaja de su vestimenta sacerdotal para parecer inofensivo, y relativamente invisible.
Por fin, uno de los botones echó una ojeada al sobre sujeto al ramo y pasó al otro lado del mostrador. Michael se dio cuenta de que estaba consultando el ordenador por el reflejo de la luz de la pantalla en el rostro del hombre. Un momento más tarde, se apartó del mostrador, recogió el ramo, y se dirigió a los ascensores. Michael dejó el periódico y caminó hasta colocarse detrás del botones.
El empleado lo saludó con un gesto cuando las puertas se cerraron. Michael le respondió con una sonrisa. El ascensor llegó a la cuarta planta. El botones salió primero y Michael lo siguió a una distancia prudencial. Cuando el botones se detuvo delante de la puerta de la habitación 408 y llamó, Michael siguió caminando. El empleado repitió el gesto de saludo acompañado de una sonrisa. Michael hizo lo mismo.
Se detuvo en cuanto dio la vuelta a una esquina. Con mucho cuidado espió a lo largo del pasillo. Vio que el botones repetía la llamada antes de coger un manojo de llaves. Abrió la puerta y desapareció por un momento. Cuando reapareció sin las flores, silbaba suavemente. Cerró la puerta y se alejó en dirección a los ascensores.
Michael caminó hasta la habitación 408 en el mismo momento en que el ascensor bajaba. No esperaba que la puerta estuviese abierta, y no lo estaba. Miró a un lado y otro del pasillo; vio un carrito de la limpieza. Inspiró a fondo e hinchó los carrillos por un instante para infundirse coraje, y luego caminó hacia el carrito. Estaba junto a una puerta abierta. Golpeó discretamente.
—Scusi! —llamó. Escuchó las voces procedentes de un televisor. Entró en la habitación. Dos mujeres de mediana edad, vestidas con uniformes marrones estaban haciendo la cama—. Scusi! —repitió con un tono mucho más alto.
Las mujeres se detuvieron, sorprendidas. Ambas palidecieron. Al cabo de un par de segundos, una se recuperó lo suficiente como para correr a apagar el televisor.
Michael apeló a su mejor italiano para preguntar a las sirvientas si podían ayudarle. Les explicó que se había dejado la llave en la habitación 408, y necesitaba hacer una llamada telefónica urgente. Quería saber si ellas tendrían la amabilidad de abrirle la puerta para no tener que bajar a la recepción.
Las mujeres se miraron la una a la otra, desconcertadas. Michael tardó un momento en comprender que ambas hablaban muy poco italiano. Volvió a explicarles la excusa, con voz muy lenta y clara. En esta ocasión, una de las mujeres captó el mensaje y, para alivio de Michael, le enseñó su llave maestra. El sacerdote asintió.
Como si quisiera compensarlo por las dificultades en la comunicación, la mujer pasó junto a Michael y casi corrió por el pasillo. Michael no pudo hacer otra cosa que seguirla al mismo paso. La empleada abrió la cerradura y mantuvo la puerta abierta de la habitación 408. Michael le dio las gracias mientras entraba. La puerta se cerró a sus espaldas.
Michael exhaló con fuerza. Había retenido el aliento sin darse cuenta. Se apoyó en la puerta mientras echaba una ojeada. Las cortinas estaban descorridas y había mucha luz. Había más maletas de las que esperaba, aunque un par de ellas no estaban abiertas. Lamentablemente, no había ninguna caja de plata a la vista en la cómoda, la mesa, o en los veladores.
Notó que se le aceleraba el pulso. También sudaba copiosamente. «No sirvo para estas cosas», susurró. Deseaba con auténtica desesperación encontrar la caja de plata y marcharse. Tuvo que apelar a toda su fuerza de voluntad para permanecer en la habitación.
Se apartó de la puerta, y se acercó primero a la mesa. Sobre el escritorio, entre dos bolsas de ordenador estaba la llave de la habitación. Michael vaciló por un instante, y luego se guardó la llave en un bolsillo. A toda prisa, buscó en las bolsas: la caja no estaba. Solo tardó unos segundos en mirar en los cajones de la mesa. No había nada más que papel y sobres con el membrete del hotel. Luego la cómoda. También estaba vacía, excepto por las notas para la lavandería y las bolsas de plástico para la ropa sucia. Tampoco tuvo suerte con los cajones de los veladores. Buscó en el baño, sin encontrar nada. Cuando abrió el armario y vio la caja de seguridad, pensó que había acabado la búsqueda, pero también estaba vacía. Metió la mano en los bolsillos de una americana colgada de una percha: nada.
Volvió a mirar en derredor, y esta vez se fijó en las maletas abiertas. Estaban en un soporte a los pies de la cama. Levantó la tapa de una, metió la mano y la deslizó por los lados. Encontró diversos artículos pero ni rastro de la caja. Repitió la operación con la otra con idéntico resultado. Luego comenzó a levantar las prendas para profundizar la búsqueda. De pronto, escuchó unas voces que, para su espanto, le sonaron a inglés norteamericano. Se irguió como impulsado por un resorte. Un instante después, se quedó de piedra al escuchar el más terrible de los ruidos. ¡El sonido de una llave introduciéndose en la cerradura!