Domingo, 24 de febrero de 2002. Hora: 11.45
Stephanie se sorprendió, pese a estar acostumbrada al caprichoso tiempo de Nueva Inglaterra, al comprobar que el domingo resultó ser un día de cielo azul y temperatura agradable. Aunque el sol invernal no tenía mucha fuerza, el aire era templado y los pájaros estaban omnipresentes, como si la primavera estuviese a la vuelta de la esquina. No se parecía en nada a la caminata del viernes por la noche desde Harvard Square a su casa, con las calles alfombradas de nieve.
Había aparcado el coche de Daniel en el garaje subterráneo de Government Center y de allí se había dirigido a pie en dirección este hacia el North End, uno de los barrios más pintorescos de Boston. Era un laberinto de callejuelas con casas pareadas de tres y cuatro pisos. Los inmigrantes del sur de Italia se habían hecho con el lugar en el siglo XIX para transformarlo en una Pequeña Italia, con todos los detalles, incluidas las habituales vistas y olores. Siempre había gente que charlaba animadamente en las calles y el aroma de la salsa boloñesa predominaba en el aire. Cuando se acababa el horario de clases, había niños por todas partes.
Todo le pareció entrañable mientras recorría Hanover Street, la avenida comercial que dividía el barrio. En general, la comunidad le había ofrecido mientras crecía un entorno agradable, abierto y protector. Los únicos problemas eran los asuntos familiares que había comentado con Daniel. Dicha conversación había reavivado sensaciones y pensamientos que había reprimido hacía mucho, de la misma manera que lo había hecho la acusación contra Anthony.
Stephanie se detuvo delante de la puerta abierta del café Cosenza. Era uno de los locales propiedad de su familia, y ofrecía pastas y helados italianos junto con los típicos espressos y capuchinos. El rumor de las conversaciones mezclado con las risas y acompañado por los silbidos y los golpes de la cafetera exprés se escuchaba desde la acera, al igual que se olía el aroma del café recién molido. Había pasado muchas horas muy agradables en compañía de sus amigos en este local con las paredes pintadas con las típicas vistas del Vesubio y la bahía de Nápoles. Sin embargo, desde su perspectiva actual, le parecía como si hubiese pasado un siglo desde entonces.
Al mirar al interior desde la acera, Stephanie comprendió lo muy distante que se sentía de su infancia y de su familia excepto, quizá, de su madre, a la que telefoneaba con frecuencia. Aparte de su hermano menor Carlo, que había ingresado en el sacerdocio, una decisión que no acababa de entender, ella era la única de toda la familia que había ido a un colegio universitario y tenía un doctorado. Casi todas sus compañeras de la escuela primaria e incluso las que habían hecho el bachillerato, vivían en la actualidad en North End o en los suburbios de Boston con sus maridos, hijos, en casas con jardín y monovolúmenes en los garajes. Ella, en cambio, cohabitaba con un hombre que le llevaba dieciséis años, con quien luchaba para sacar a flote una empresa de biotecnología a través de un tratamiento secreto a un senador norteamericano al que someterían a una terapia experimental, no aprobada pero prometedora.
Mientras caminaba por Hanover Street, Stephanie pensó en su desconexión con la vida que había llevado allí. Le pareció interesante que no le preocupara. Ahora se daba cuenta de que había sido una reacción natural a su disconformidad con las actividades de su padre y el papel de su familia en la comunidad. Se preguntó si su vida hubiese seguido por otros derroteros de haber estado su padre más disponible emocionalmente. En la adolescencia había intentado atravesar la barrera de su egocéntrico paternalismo y su preocupación por lo que fuese que estuviera haciendo, pero no había funcionado. El vano intento había acabado por alimentar una fuerte voluntad de independencia que la había llevado hasta su situación actual.
Stephanie se detuvo cuando se le ocurrió un pensamiento curioso. Su padre y Daniel tenían algunas cosas en común, a pesar de sus enormes y obvias diferencias. Ambos eran egocéntricos, en ocasiones podían ser ariscos hasta el punto de ser considerados antisociales, y los dos eran tremendamente competitivos en sus respectivos mundos. Además, Daniel también era machista, solo que en su caso lo era en un plano intelectual. Se rio para sus adentros. Se preguntó por qué no se le había ocurrido antes, dado que Daniel muchas veces no estaba emocionalmente disponible, y menos todavía desde que habían aparecido las dificultades financieras de CURE. Aunque la psicología no era su fuerte, se planteó vagamente si las similitudes entre su padre y Daniel podían tener algo que ver con la atracción que sentía por el científico.
Reanudó la marcha al tiempo que se prometía volver a pensar en el tema cuando tuviese un momento libre. Ahora le era del todo imposible con todo lo que aún le quedaba por hacer antes de embarcar para Roma y Turín aquella noche. Se había levantado con el alba para acabar el equipaje. Luego había pasado gran parte de la mañana en el laboratorio con Peter, para explicarle exactamente qué quería que hiciera con el cultivo de Butler. Afortunadamente, las células progresaban a buen ritmo. Le había asignado al cultivo el nombre de John Smith, en consonancia con lo que había propuesto Daniel en su conversación con Spencer Wingate. Si Peter tenía alguna pregunta sobre por qué se iban a Nassau, y por qué debía enviar parte de las células de John Smith criopreservadas, no la mencionó.
Stephanie giró a la izquierda en Prince Street y apuró el paso. Esta zona la conocía todavía mejor, sobre todo cuando pasó por delante de su vieja escuela. La casa donde había nacido y donde aún vivían sus padres estaba media manzana más allá de la escuela a mano derecha.
El North End era una comunidad segura, gracias a una «guardia de vecinos» extraoficial. Siempre había a la vista por lo menos una media docena de personas interesadas en saber lo que hacían los demás. La parte mala radicaba en que cuando eras pequeño no podías ir con mentiras, pero ahora Stephanie disfrutó de la sensación de seguridad. A diferencia de Daniel, que aparentemente se había recuperado del incidente de la tarde anterior y lo había descartado como algo menor dentro del esquema general, ella no se había repuesto, al menos del todo, y estar de nuevo en el viejo barrio le resultaba reconfortante. Lo más desconcertante era que sin una explicación, el episodio tendía a aumentar su inquietud en todo lo relacionado con el caso Butler.
Se detuvo delante de su viejo hogar, y contempló la fachada de falsa piedra gris de la planta baja, la marquesina de aluminio rojo con los festones blancos en la puerta principal y la imagen de un santo de escayola pintada de colores chillones en su nicho. Sonrió al recordar cuánto tiempo le había llevado darse cuenta de lo vulgares que eran estos adornos. Antes de aquella revelación, ni siquiera se había fijado en ellos.
Aunque tenía llave, llamó a la puerta y esperó. Había telefoneado desde la oficina para avisar que pasaría, así no habría ninguna sorpresa. Un momento más tarde, su madre abrió la puerta. Thea la recibió con los brazos abiertos. El abuelo de Thea era griego y los nombres que puso a las mujeres de la rama materna de la familia, incluido el de Stephanie, habían sido griegos a lo largo de los años.
—Tienes que estar hambrienta —comentó Thea, al tiempo que se apartaba para mirar a su hija. Para su madre, la comida era algo importante.
—No me vendría mal un bocadillo —dijo Stephanie, consciente de que era inútil rehusar. Siguió a la delgada figura de su madre hasta la cocina donde reinaba un olor delicioso—. Huele muy bien.
—Estoy preparando ossobuco, el plato favorito de tu padre. ¿Por qué no te quedas a comer? Comeremos alrededor de las dos.
—No puedo, mamá.
—Ve a decirle hola a tu padre.
Stephanie, obediente, asomó la cabeza en la sala contigua a la cocina. La decoración no había cambiado ni un ápice desde que tenía memoria. Como siempre, antes de la comida dominical, su padre estaba oculto detrás del periódico que sostenía en sus manos carnosas. Un cenicero lleno de colillas se mantenía en precario equilibrio en uno de los brazos del sillón.
—Hola, papá —dijo Stephanie alegremente.
Anthony D’Agostino padre bajó el periódico unos centímetros. Miró a Stephanie por encima de las gafas de lectura con sus ojos ligeramente lagrimosos. Le rodeaba una aureola de humo de cigarrillo como una niebla espesa. A pesar de haber sido un hombre atlético en su juventud, ahora era la imagen de la inmovilidad corpulenta. Había engordado mucho durante la última década, en contra de las severas advertencias de sus médicos, incluso después del infarto que había sufrido tres años atrás. Mientras su esposa perdía peso, él lo ganaba en una muy poco saludable proporción inversa.
—No quiero que alteres a tu madre, ¿me oyes? Ha pasado bien los últimos días.
Volvió a levantar el periódico. Bueno, ya hemos tenido nuestra conversación, pensó Stephanie mientras se encogía de hombros y ponía los ojos en blanco. Volvió a la cocina. Thea había puesto en la mesa queso, pan, jamón de Parma y fruta. Stephanie la observó mientras trabajaba. Su madre había vuelto a perder peso desde la última vez que la había visto, cosa que no era buena señal. Los huesos de las manos y la cara tenían una mínima capa de carne. Dos años antes, le habían diagnosticado un cáncer de mama. Después de la intervención quirúrgica y la quimioterapia había mejorado sensiblemente hasta hacía poco más de tres meses, cuando había tenido una recaída. Le habían encontrado un tumor en uno de los pulmones. Las perspectivas eran graves.
Stephanie se sentó a la mesa y se preparó el bocadillo. Su madre se sirvió una taza de té y se sentó.
—¿Por qué no puedes quedarte a comer? —preguntó Thea—. Viene tu hermano mayor.
—¿Con o sin la esposa y los hijos?
—Sin —contestó Thea—. Él y tu padre tienen que ocuparse de unos asuntos.
—Eso me suena conocido.
—¿Por qué no te quedas? Apenas si te vemos.
—Me gustaría, pero no puedo. Esta noche me marcho por un mes, por eso quería verte. Todavía tengo que preparar un montón de cosas.
—¿Vas con ese hombre?
—Se llama Daniel y sí, nos vamos juntos.
—No tendrías que vivir con él. No está bien. Además, es demasiado viejo. Tendrías que estar casada con un hombre joven y agradable. Ya no eres una jovencita.
—Mamá, ya hemos hablado de todo esto.
—Escucha a tu madre —gritó Anthony padre desde la sala—. Sabe de lo que habla.
Stephanie se mordió la lengua.
—¿Adónde irás?
—Casi siempre estaré en Nassau, en las Bahamas. Iremos primero a otro lugar, pero solo un par de días.
—¿Te tomas vacaciones?
—No —exclamó Stephanie. Le explicó a su madre que se trataba de un viaje relacionado con el trabajo. No le dio detalles ni su madre se los pidió, sobre todo cuando Stephanie cambió de tema y comenzó a hablar de sus sobrinas y sobrinos. Los nietos era el tema favorito de Thea. Una hora más tarde, cuando Stephanie estaba a punto de marcharse, se abrió la puerta y entró Anthony hijo.
—¿Es que no se acabarán nunca los milagros? —preguntó Tony con un tono de fingida sorpresa cuando vio a Stephanie. Hablaba con un acento muy fuerte como si fuese un trabajador—. La muy importante y poderosa doctora de Harvard ha decidido hacer una visita a los pobres tontos trabajadores.
Stephanie le dedicó una sonrisa a su hermano mayor. Se mordió la lengua como había hecho antes con su padre. Había aprendido hacía mucho a no dejarse provocar. Tony siempre había despreciado los estudios de Stephanie, como su padre, pero no por la misma razón. Sospechaba que en el caso de Tony era más una cuestión de celos, porque apenas si había conseguido acabar el graduado escolar. El problema de Tony no era falta de inteligencia, sino la falta de motivación en la adolescencia. Ya adulto, prefería fingir que no le importaba no haber ido la universidad, pero Stephanie no se engañaba.
—Mamá dice que tu hijo se está convirtiendo en todo un jugador de hockey —comentó Stephanie, para llevar la conversación lejos del espinoso tema de los estudios. Tony tenía un hijo de doce años y una hija de diez.
—Sí, de tal palo tal astilla —respondió Tony. Compartía el mismo color de piel y aproximadamente la misma estatura de su hermana, pero era más fornido, con el cuello grueso y las manos grandes del padre. También como él, Tony le parecía a Stephanie de una desagradable agresividad machista, que le hacía sentir pena por su cuñada y preocupación por el futuro de su sobrina.
Tony besó a su madre en las mejillas antes de entrar en la sala.
Stephanie escuchó el ruido del periódico cuando cayó al suelo, una palmada que interpretó como un apretón de manos, y un intercambio de «¿Cómo estás? ¡Bien! ¿Cómo estás tú? ¡Bien!». Cuando la conversación pasó a los deportes y la actuación de los diversos equipos de Boston, desconectó.
—Tengo que irme, mamá.
—¿Por qué no te quedas? Serviré la comida en unos minutos.
—No puedo, mamá.
—¡Papá y Tony te echarán de menos!
—Oh, sí, claro.
—Te quieren a su manera.
—Estoy segura de que es así —respondió Stephanie y sonrió. La ironía era que su madre se lo creía. Apretó cariñosamente la muñeca de Thea. La notó frágil, y tuvo la sensación de que si apretaba un poco más, le rompería los huesos. Apartó la silla y se levantó. Thea la imitó, y se abrazaron.
—Te llamaré desde las Bahamas en cuanto esté instalada y te diré dónde nos alojamos y el número de teléfono —le prometió Stephanie. Le dio un beso en la mejilla antes de asomar la cabeza en la sala—. Adiós a los dos. Me marcho.
—¿Qué es esto? —dijo Tony—. ¿Ya te vas?
—Se va un mes de viaje —le informó Thea por encima del hombro de Stephanie—. Tiene que acabar de hacer las maletas.
—¡No! No te puedes ir. ¡Todavía no! —protestó Tony—. Tengo que hablar contigo. Iba a llamarte, pero ya que estás aquí, mejor hacerlo cara a cara.
—Pues entonces más te vale venir aquí ahora mismo. Tengo el tiempo justo.
—Te esperarás hasta que hayamos acabado —intervino Anthony—. Tony y yo estamos hablando de negocios.
—No pasa nada, papá —dijo Tony. Apretó la rodilla del padre al tiempo que se levantaba—. Lo que tengo que decirle a Steph solo me llevará un momento.
Anthony rezongó por lo bajo mientras recogía el periódico.
Tony entró en la cocina. Le dio la vuelta a la silla y se sentó con las manos apoyadas en el respaldo. Le indicó a Stephanie que se sentara en cualquiera de las otras. Stephanie vaciló por un momento. Tony se estaba volviendo más autoritario a medida que asumía más responsabilidades, y resultaba irritante. Para no montar una discusión, se sentó, pero como un compromiso consigo misma, le dijo a su hermano que se diera prisa. También le pidió que apagara el cigarrillo, cosa que él hizo de mala voluntad.
—La razón por la que iba a llamarte —comenzó Tony—, es que Mickey Gulario, mi contable, me dijo que CURE está a punto de quebrar. Le respondí que era imposible, porque mi hermanita me lo hubiera dicho. Pero él dice que lo leyó en el Globe. ¿Cuál es la verdad?
—Tenemos dificultades financieras —admitió Stephanie—. Hay un problema político que está retrasando nuestra segunda línea de financiación.
—¿Eso quiere decir que el Globe no mentía?
—No leí el artículo, pero como digo, estamos pasando por un apuro.
Tony hizo una mueca como si le costara pensar. Asintió varias veces.
—Pues no es precisamente una buena noticia. Supongo que comprenderás que me debo preocupar por el futuro de mi préstamo de doscientos mil dólares.
—¡Te equivocas! No fue un préstamo. Fue una inversión.
—¡Un momento! Viniste a mí llorando que necesitabas dinero.
—¡Otra equivocación! Te dije que necesitábamos reunir dinero, y desde luego no lloraba.
—Vale, sí, pero dijiste que era una cosa segura.
—Dije que me parecía una buena inversión, porque estaba basada en un brillante y nuevo procedimiento patentado que prometía ser un notable avance en la medicina. Pero también hablé de que existían riesgos, y te di un prospecto. ¿Lo leíste?
—No, no lo leí. No entiendo ni jota de todas esas palabrejas. Sin embargo, si la inversión era excelente, ¿cuál es el problema?
—El problema es que nadie pensó en la posibilidad de que el Congreso pudiera considerar la prohibición del procedimiento. Sin embargo, te aseguro que estamos ocupándonos del tema, y creemos que lo tenemos controlado. Todo el asunto ha sido como si nos hubiese caído un rayo, y la prueba es que Daniel y yo hemos invertido hasta el último centavo en la compañía; Daniel hasta hipotecó el piso. Lamento que en estos momentos la inversión no parezca segura. Si me lo permites, te diré que lamento haber aceptado tu dinero.
—¡Tú y yo!
—¿Qué pasará con la acusación en tu contra?
Tony agitó la mano como si estuviese espantando a una mosca.
—Nada. Son un montón de tonterías. El fiscal de distrito está buscando un poco de publicidad para que lo reelijan. Pero no cambiemos de tema. Dices que crees tener controlado el problema político.
—Eso creemos.
—¿Esto tiene algo que ver con el viaje de un mes?
—Tiene —respondió Stephanie—, aunque no puedo darte detalles.
—¿Ah, no? —preguntó Tony sarcásticamente—. Tengo doscientos papeles metidos en esto y tú no puedes darme detalles. Aquí hay algo que no funciona.
—Si divulgara lo que estamos haciendo, pondría en jaque su eficacia.
—¡Divulgar, en jaque, eficacia! —repitió Tony con un tono de desprecio—. ¡Dame un respiro! Espero que no creas que me daré por satisfecho con un montón de palabras altisonantes. ¡Ni lo sueñes! ¿Adónde vas? ¿A Washington?
—Se va a Nassau —manifestó Thea intempestivamente desde donde estaba junto a los fogones—. No seas desagradable con tu hermana. ¿Me escuchas?
Tony se sentó muy erguido en la silla, con las manos inertes a los lados. Abrió la boca lentamente en una expresión del más completo asombro.
—¡Nassau! —chilló—. Esto es una locura. Si CURE está a punto de hundirse por razones políticas, ¿no crees que tendrías que quedarte por aquí y hacer algo?
—Por eso mismo voy a Nassau —replicó Stephanie.
—¡Ja! —gritó Tony—. A mí todo esto me suena como que tu amiguito tiene la intención de estafarnos a todos.
—No digas más tonterías, Tony. Desearía poder decirte algo más, pero no puedo. Si las cosas van bien, dentro de un mes todo volverá a su cauce, y para entonces nos sentiremos muy felices de considerar tu aportación como un préstamo y te lo devolveremos con intereses.
—Intentaré no olvidarme de respirar mientras llega ese momento —se burló Tony—. Afirmas que no puedes decirme nada más, pero yo sí te diré una cosa. Parte de esos doscientos mil dólares no eran míos.
—¿No? —preguntó Stephanie. Intuyó que la conversación iba a resultar todavía más desagradable.
—Me pintaste un negocio tan tentador, que me sentí obligado a compartirlo. La mitad del dinero lo aportaron los hermanos Castigliano.
—¡Eso no me lo dijiste!
—Te lo digo ahora.
—¿Quiénes son los hermanos Castigliano?
—Socios comerciales. Te diré algo más. No les va a gustar enterarse de que su inversión está a punto de perderse. No están acostumbrados a que pasen esas cosas. Como tu hermano, creo que es mi obligación decirte que no es una buena idea irte a las Bahamas.
—Tenemos que hacerlo.
—Eso es lo que dices, pero no me das ninguna explicación. Me obligas a repetirme: a ti y tu amiguito de Harvard más os vale quedaros por aquí y vigilar la tienda, porque todo parece indicar que tenéis la intención de retozar al sol con nuestro dinero mientras nosotros como unos imbéciles nos pelamos el culo de frío en Boston.
—Tony —declaró Stephanie con el tono más sereno y seguro de que fue capaz—, nos vamos a Nassau, y nos ocuparemos de resolver este desafortunado problema.
Tony levantó las manos en un gesto de impotencia.
—¡Lo intenté! ¡Dios sabe que lo intenté!
Tony solo necesitó el dedo índice de su mano derecha para girar el volante de su Cadillac DeVille negro, gracias a la dirección asistida. Con una temperatura casi primaveral en el exterior, condujo con la ventanilla abierta y la mano izquierda con la que sostenía el cigarrillo afuera. El ruido de los neumáticos al circular por la gravilla apagó el sonido de la radio cuando entró en el aparcamiento delante del local de la empresa de fontanería de los hermanos Castigliano. Era un edificio de una sola planta, construido con bloques de hormigón y el techo plano, cuya parte trasera daba a un albañal.
Tony aparcó junto a otros tres vehículos similares al suyo: todos eran Cadillac negros. Arrojó la colilla a una pila de fregaderos oxidados y apagó el motor. En el momento de salir del coche, frunció la nariz al oler el desagradable olor del albañal. No era nada agradable. Con la caída de la noche, el viento había girado al este.
La fachada del edificio necesitaba una urgente mano de pintura. Además del nombre de la empresa en letras de molde, todo lo demás lo ocupaban las pintadas. La puerta estaba sin llave, y Tony entró sin llamar, como era su costumbre. Un mostrador dividía el salón. Al otro lado del mostrador estaban las estanterías metálicas con toda clase de suministros de fontanería. No había nadie a la vista. La radio encendida en el mostrador estaba sintonizada en una emisora que transmitía música de los cincuenta.
Tony pasó al otro lado del mostrador y caminó por el pasillo central. Cuando llegó al final, abrió otra puerta que daba a un despacho. Comparado con la habitación anterior, esta era relativamente más acogedora, con un sofá de cuero y dos mesas, y una raída alfombra oriental. Las pequeñas ventanas daban a un solar donde había pilas de chatarra y neumáticos viejos. Había tres hombres en el despacho, uno en cada mesa y otro en el sofá.
D’Agostino saludó a los presentes, y después de estrechar las manos de los que estaban sentados a las mesas, hizo lo mismo con el ocupante del sofá, antes de sentarse. Los dos primeros eran los hermanos Castigliano. Eran mellizos y respondían a los nombres de Sal y Louie. Tony los conocía desde la escuela pero solo de nombre, no como amigos. En el instituto habían sido unos chicos esqueléticos y granujientos que habían soportado toda clase de burlas por parte de sus compañeros. Ahora seguían siendo muy delgados, con las mejillas chupadas y los ojos hundidos en las órbitas.
El hombre sentado en el sofá junto a Tony era Gaetano Baresse, que se había criado en la ciudad de Nueva York. Era fornido como Tony, pero más alto y con unas facciones muy marcadas. Oficialmente, se encargaba de atender a los clientes de la empresa. Su segundo trabajo era de matón al servicio de los mellizos. La mayoría creía que los hermanos lo tenían contratado para cobrarse las burlas que habían soportado en la escuela, pero Tony sabía la verdad. Gaetano solo oficiaba de matón de vez en cuando como parte de las otras actividades comerciales de los gemelos: algunas legales, y otras no tanto. Era en estas actividades comerciales que se habían conocido Tony y los hermanos.
—En primer lugar —manifestó Tony—, quiero daros las gracias por haber venido aquí un domingo.
—Ningún problema —afirmó Sal. Estaba sentado a la izquierda de Tony—. Espero que no te importe que hayamos invitado a Gaetano.
—Cuando llamaste para decir que había un problema, consideramos que debía estar presente —añadió Louie.
—Ningún problema —respondió Tony—. Solo lamento no haber podido mantener esta reunión un poco antes, cosa que ahora os explicaré.
—Hicimos todo lo posible —señaló Sal.
—Mi móvil se quedó sin batería —dijo Gaetano—. Estaba jugando al billar en la casa de mi hermana. No fue fácil localizarme.
Tony encendió un cigarrillo y les ofreció el paquete. Todos cogieron uno y los encendieron.
Después de unas cuantas caladas, Tony dejó el cigarrillo. Necesitaba tener las manos libres para gesticular mientras hablaba. Le relató a los hermanos Castigliano palabra a palabra tal como la recordaba la conversación que había mantenido a mediodía con Stephanie. No omitió nada, ni se anduvo con rodeos. Manifestó que su opinión y la de su contable era que la compañía de Stephanie iba a la quiebra.
Mientras Tony hablaba, la agitación de los mellizos iba en aumento. Sal, que había estado jugando con un clip, acabó partiéndolo. Louie aplastó en el cenicero su cigarrillo a medio fumar, con un gesto furioso.
—¡No me lo creo! —afirmó Sal cuando Tony acabó.
—¿Tu hermana está casada con ese imbécil? —preguntó Louie.
—No, solo viven juntos.
—Pues te diré una cosa, no nos vamos a quedar aquí sentados mientras ese cabrón toma el sol —dijo Sal—. ¡De ninguna manera!
—Tenemos que hacerle saber que no estamos conformes —señaló Louie—. Si no mueve el culo y se ocupa de poner en orden las cosas, sabrá lo que es bueno. ¿Lo tienes claro, Gaetano?
—Sí. ¿Cuándo?
Louie miró a su hermano. Sal miró a Tony.
—Hoy ya es tarde —manifestó Tony—. Es por eso que quería verlos más temprano. Ahora mismo están de viaje a no sé dónde antes de ir a las Bahamas. Mi hermana llamará a mi madre cuando llegue a Nassau.
—¿Nos lo dirás? —preguntó Sal.
—Sí, por supuesto. El trato es este: dejad a mi hermana fuera de este asunto.
—No tenemos nada en su contra —comentó Sal—. Al menos, eso creo.
—No tiene nada que ver —dijo Tony—. ¡Confiad en mí! No quiero que haya mala sangre entre nosotros.
—Solo nos interesa el tipo —añadió Sal.
Louie miró a Gaetano.
—Me parece que tendrás que ir a Nassau.
Gaetano hizo sonar los nudillos de su mano derecha con la izquierda.
—Será un placer —afirmó.