Sábado, 23 de febrero de 2002. Hora: 14.45
Daniel tuvo la sensación de que comenzaba a tener una vaga idea de lo que era sufrir un trastorno maníaco-depresivo cuando colgó el teléfono después de otra decepcionante conversación con el grupo de capitalistas de San Francisco. Momentos antes de la llamada, se sentía en la cima del mundo después de escribir un bosquejo de sus actividades para el mes siguiente. Ahora que contaba con el apoyo entusiasta de Stephanie en el plan de tratar a Butler, incluida la utilización de la sangre de la Sábana Santa, las cosas comenzaban a encajar. Aquella mañana, habían redactado entre los dos un documento de descargo para que lo firmara Butler y se lo habían enviado por correo electrónico. Según las instrucciones, el senador tendría que firmarlo con Carol Manning como testigo y luego enviarlo por fax.
Mientras Stephanie entraba en el laboratorio para ocuparse del cultivo de los fibroblastos de Butler, Daniel se había convencido a sí mismo de que las cosas iban tan bien que era razonable llamar a los hombres del dinero con la ilusión de hacerles cambiar de parecer respecto a autorizar la segunda línea de financiación. Sin embargo, la llamada no había ido bien. La persona clave había acabado la conversación con la advertencia de que Daniel no volviera a llamarlo hasta tener la prueba escrita de que no prohibirían el RSHT. El banquero le había explicado que a la vista de los recientes acontecimientos, la palabra, en particular en forma de comentarios generales, no era bastante. El banquero había añadido que si dicha documentación no llegaba en un futuro muy próximo, el dinero asignado a CURE sería transferido a otra muy prometedora firma biotecnológica cuya propiedad intelectual no estaba amenazada políticamente.
Daniel se dejó caer en la silla con las nalgas apoyadas precariamente en el borde y la cabeza apoyada en el respaldo. La idea de volver al seguro pero poco rentable trabajo académico, con sus infinitas trabas burocráticas, comenzaba a parecerle cada vez más atractiva. Ahora comenzaba a detestar los bruscos altibajos en sus intentos por conseguir la celebridad y el dinero que, a su juicio, se merecía. Le parecía insultante que a las estrellas de cine les bastara memorizar unas pocas frases y a los famosos atletas la destreza con un bate o una pelota para convertirse en millonarios colmados de honores. Con sus antecedentes y su brillante descubrimiento, resultaba ridículo que tuviese que pasar por tantas angustias y apuros económicos. Stephanie asomó la cabeza.
—¿Quieres saber algo? —dijo con un tono animado—. Las cosas van requetebién con el cultivo de los fibroblastos de Butler. Gracias a la atmósfera de un cinco por ciento de CO2 y aire, ya se ha comenzado a formar una monocapa. Las células estarán listas antes de lo que pensaba.
—Maravilloso —afirmó Daniel con un tono lúgubre.
—¿Ahora cuál es el problema? —preguntó Stephanie. Entró en el despacho y se sentó—. Tienes todo el aspecto de estar a punto de fundirte en el suelo. ¿A qué viene la cara larga?
—¡No preguntes! Es la misma historia de siempre: el dinero, o mejor dicho su falta.
—Supongo que eso significa que has vuelto a llamar a los financieros.
—¡Podrías trabajar de vidente! —replicó Daniel con tono sarcástico.
—¡Dios santo! ¿Por qué te torturas?
—Así que ahora crees que lo hago porque me gusta sufrir.
—Así es si continúas llamándoles. Por lo que dijiste ayer, sus intenciones eran muy claras.
—Pero el plan Butler sigue adelante. La situación evoluciona.
Stephanie cerró los ojos por un momento y realizó un par de inspiraciones profundas.
—Daniel —comenzó, mientras pensaba en las palabras más adecuadas para expresar lo que iba a decirle sin irritarlo—, no puedes esperar que los demás vean el mundo como tú. Eres un hombre brillante, quizá demasiado inteligente para tu propio bien. Hay otras personas que no ven el mundo de la misma manera. Me refiero a que no pueden pensar como tú lo haces.
—¿Piensas que soy un niño? —Daniel miró a su amante, colaboradora científica y socia. Últimamente, con la tensión de los acontecimientos, era cada vez más lo último que lo primero, y la empresa no iba nada bien.
—¡Cielos, no! —negó Stephanie rotundamente. Antes de que la joven pudiera continuar, sonó el teléfono. El estridente sonido los sobresaltó a los dos.
Daniel tendió la mano hacia el teléfono, pero no lo cogió. Miró a Stephanie.
—¿Esperas alguna llamada?
Stephanie sacudió la cabeza.
—¿Quién puede llamar a la oficina un sábado?
—Quizá sea para Peter —dijo Stephanie—. Está en el laboratorio.
Daniel cogió el teléfono y pronunció el nombre completo de la empresa en lugar del acrónimo.
—Soy el doctor Spencer Wingate de la clínica Wingate. Llamo desde Nassau y quiero hablar con el doctor Daniel Lowell.
Daniel le indicó a Stephanie con un gesto para que fuera a la recepción y cogiera la extensión de Vicky. Luego se dio a conocer a su interlocutor.
—Desde luego no esperaba que atendiera usted el teléfono, doctor —comentó Spencer.
—Nuestra recepcionista no trabaja los sábados.
—¡Vaya! —exclamó Spencer, y se echó a reír—. No me di cuenta de que era fin de semana. Desde que abrimos la clínica, hemos estado trabajando veinticuatro horas al día, los siete días de la semana para ir arreglando los fallos. Mil perdones si le causo una molestia.
—No nos molesta en lo más mínimo —le tranquilizó Daniel. Escuchó el débil clic cuando Stephanie cogió el teléfono de la recepción—. ¿Hay algún problema referente a nuestra conversación de ayer?
—Todo lo contrario —respondió Spencer—. Me preocupaba que hubiese habido algún cambio de su parte. Dijo que llamaría anoche o esta mañana a más tardar.
—Tiene razón, lo dije. Lo siento mucho. He estado esperando tener alguna noticia sobre la Sábana Santa antes de poner las cosas en marcha. Le pido disculpas por no haberlo llamado.
—No es necesario que se disculpe. Aunque no había tenido noticias suyas, lo llamo para informarle de que ya he hablado con un neurocirujano, el doctor Rashid Nawaz, que tiene su consulta en Nassau. Es un cirujano paquistaní que cursó sus estudios en Londres y que según me han dicho, tiene un gran talento. Incluso tiene algo de experiencia en los implantes de células fetales y le interesa mucho colaborar. También está de acuerdo en hacer los arreglos para que traigan el equipo estereotáxico del hospital Princess Margaret.
—¿Le mencionó que se le pide la máxima discreción?
—Por supuesto, y está de acuerdo.
—Perfecto —dijo Daniel—. ¿Hablaron de la tarifa?
—Sí. Quiere cobrar algo más de lo que yo había calculado, quizá debido a la discreción. Pide mil dólares.
Daniel debatió consigo mismo por un instante si debía hacer el esfuerzo de negociar. Mil dólares era un aumento considerable respecto a los doscientos o trescientos dólares del principio. Pero no era su dinero, y al final le dijo a Spencer que cerrara el trato.
—¿Alguna información nueva sobre cuándo debemos esperarlo? —preguntó Spencer.
—No por el momento. Se lo haré saber tan pronto como pueda.
—De acuerdo. Ya que lo tengo al teléfono, hay algunos detalles que quisiera discutir.
—Por supuesto.
—En primer lugar, quisiéramos que nos enviara la mitad de la tarifa convenida —dijo Spencer—. Le puedo enviar los datos bancarios por fax.
—¿Quieren el dinero inmediatamente?
—Quisiéramos recibirlo tan pronto como sepamos la fecha de su llegada. Eso nos permitiría buscar al personal más adecuado. ¿Le crea problema?
—Supongo que no —admitió Daniel.
—Bien. Por otro lado, nos gustaría llegar a un acuerdo para que nuestro personal, y en particular el doctor Paul Saunders, participara en un cursillo sobre el procedimiento RSHT, además de la oportunidad de tratar con ustedes en su momento una licencia para el uso del RSHT y los precios de los materiales requeridos.
Daniel vaciló. La intuición le decía que le estaba presionando como consecuencia de haber accedido sin discusión a la tarifa acordada el día anterior. Carraspeó.
—No tengo ningún inconveniente a que el doctor Saunders presencie el procedimiento. Sin embargo, en el tema de la licencia, me temo que no estoy autorizado a conceder dicha solicitud. CURE es una corporación con una junta de directores que debe autorizar cualquier acuerdo, con la debida consideración a sus accionistas. Pero como actual director ejecutivo, le doy mi palabra de que cuando tratemos el tema, la ayuda que nos presta ahora será tenida en consideración.
—Quizá estaba pidiendo más de la cuenta —comentó Spencer amigablemente. Se rio—. Pero como dicen, no se pierde nada por intentarlo.
Daniel puso los ojos en blanco, dolido por las indignidades que debía soportar.
—Una última cosa —dijo Wingate—. Nos gustaría saber el nombre del paciente, y así poder iniciar el trámite de ingreso y su historial. Quisiéramos tenerlo todo preparado para cuando llegue.
—No habrá ningún historial —respondió Daniel con un tono seco—. Ayer dejé bien claro que el tratamiento será realizado en el más absoluto secreto.
—Necesitamos identificar al paciente para las pruebas de laboratorio y demás —insistió Spencer.
—Llámelo paciente X o John Smith. No tiene ninguna importancia. Le adelanto que el paciente estará en la clínica como máximo un día. Nosotros estaremos con él todo el tiempo, y nos encargaremos de todas las pruebas de laboratorio.
—¿Qué pasa si las autoridades locales plantean algún problema a la admisión?
—¿Es eso probable?
—No, supongo que no. Pero si lo hacen, no tengo muy claro qué debo responderles.
—Confío en que, con su experiencia en el trato con las autoridades durante la construcción de la clínica, será capaz de improvisar. Esa es parte de la razón por la que les vamos a pagar cuarenta mil dólares. Asegúrese de que no harán preguntas.
—Para eso tendríamos que pagar un par de sobornos. Quizá si usted estuviese dispuesto a subir el precio otros cinco mil, podríamos garantizarle que no habrá ningún problema con las autoridades.
Daniel no respondió inmediatamente porque primero tuvo que controlar su furia. Detestaba que lo manipularan, sobre todo cuando lo hacía un payaso del calibre de Wingate.
—De acuerdo —aceptó finalmente, sin disimular la irritación—. Les enviaremos veintidós mil quinientos dólares. Sin embargo, quiero su garantía personal que todo irá como una seda a partir de ahora, y que no habrá más exigencias.
—Tiene usted mi garantía como fundador de la clínica Wingate de que haremos todos los esfuerzos para que su trato con nosotros responda a todas sus expectativas y más completa satisfacción.
—Recibirá noticias nuestras dentro de muy poco.
—¡Aquí estaremos!
El tremendo estrépito de las turbinas hizo vibrar las paredes de la oficina de Spencer cuando un Boeing 767 intercontinental sobrevoló la clínica Wingate a una altitud inferior a los doscientos metros en su trayectoria de aterrizaje. Gracias al aislamiento acústico del edificio, la vibración era más táctil que audible y lo bastante fuerte como para mover la colección de diplomas enmarcados. Spencer ya estaba habituado al paso de los aviones y no les prestaba ninguna atención más allá de enderezar los cuadros de vez en cuando.
—¿Qué te ha parecido? —gritó Spencer a través de la puerta abierta.
Paul Saunders apareció en el umbral después de haber escuchado la conversación con Daniel desde su despacho.
—Vamos a mirarlo por el lado positivo. No has averiguado el nombre del paciente, pero sí has conseguido eliminar casi a la mitad de las personas ricas y famosas de este mundo. Ahora sabemos que es un hombre.
—Muy gracioso. Tampoco esperábamos que nos sirviera el nombre en bandeja de plata. En cambio, conseguí que subiera a cuarenta y cinco mil y aceptara que tú puedas presenciar su trabajo celular. No está nada mal.
—Vale, pero no le presionaste en el asunto de las licencias. Eso es algo que podría ahorrarnos una considerable cantidad de dinero con nuestra floreciente terapia con células madre.
—Sí, lo sé, pero tiene un motivo. Preside una empresa.
—Puede que sea una empresa, pero es una compañía privada, y te apuesto lo que quieras a que él es el principal accionista.
—Todo es cuestión de dar y recibir. La cuestión es que no lo espanté. Recuerda que esa era una de nuestras principales preocupaciones: que si le presionábamos demasiado se fuera a alguna otra parte.
—He reconsiderado esa preocupación, siempre y cuando nos haya dicho la verdad sobre los plazos. Probablemente seamos los únicos que podemos proveerle de un día para otro un laboratorio de primera clase, instalaciones hospitalarias y ovocitos humanos sin hacer preguntas. Pero todo eso no tiene importancia. Nuestra mayor oportunidad para forrarnos está en averiguar el nombre del paciente. No me cabe ninguna duda, y cuanto antes lo averigüemos mejor para todos.
—Estoy de acuerdo; con ese fin averigüé que Lowell estaba hoy en su despacho, cosa que era el verdadero propósito de la llamada.
—¡Admito que en eso te has apuntado un tanto! En cuanto colgaste, llamé a Kurt Hermann para comunicárselo. Dijo que le transmitiría la información inmediatamente a su compatriota en Boston, que está a la espera de allanar el apartamento de Lowell.
—Confío en que este compatriota, como acabas de llamarlo, sea capaz de actuar con finura. Si Lowell se asusta, o, lo que es peor, resulta herido, todo este asunto podría irse al traste.
—Le transmití muy claramente a Kurt tu preocupación referente a cualquier maltrato.
—¿Qué te respondió?
—Ya sabes que Kurt no es muy hablador. Pero captó el mensaje.
—Espero que tengas razón, porque nos vendría muy bien una buena racha financiera. Con lo que hemos gastado para edificar la clínica y ponerla en marcha, las arcas están casi vacías, y más allá de nuestro trabajo con las células madre, no hay mucha actividad a la vista en lo que se refiere a la reproducción asistida.
—El doctor Spencer suena precisamente como el tipejo que me temía —comentó Stephanie. Acababa de entrar en el despacho de Daniel después de escuchar la conversación por el supletorio—. Habla del soborno como si fuese el pan nuestro de cada día.
—Quizá lo sea en las Bahamas.
—Espero que sea un tipo bajo, gordo y con una verruga en la nariz.
Daniel miró a Stephanie con una expresión confusa.
—Quizá también es un fumador empedernido y tiene mal aliento.
—¿Se puede saber de qué demonios hablas?
—Si Spencer Wingate tiene una pinta en consonancia con cómo suena, y quizá no pierda mi fe en la profesión médica. Sé que es irracional, pero no quiero que se parezca en lo más mínimo a la imagen mental que tengo de los médicos. Me aterra creer que sea un médico que ejerza, y eso también va por sus compañeros.
—¡Oh, vamos, Stephanie! No puedes ser así de ingenua. La profesión médica, como cualquier otra, dista mucho de ser perfecta. Los hay buenos y malos, con una amplia mayoría entre los dos extremos.
—Creía que la autorregulación formaba parte del concepto de la profesión. En cualquier caso, lo que me preocupa es que mis instintos no dejan de advertirme de que trabajar con estas personas no es una buena idea.
—Por última vez —dijo Daniel con tono de impaciencia—, no estamos trabajando con estos payasos. ¡Dios no lo quiera! Vamos a utilizar sus instalaciones y nada más. Fin de la historia.
—Confiemos en que todo sea así de sencillo —manifestó Stephanie.
El científico miró a su compañera. Llevaban juntos el tiempo suficiente como para saber que ella no se creía sus palabras, y le molestó que no le diera más apoyo. El problema radicaba en que al manifestar ella sus dudas, conseguía que prestara atención a las suyas, que intentaba dejar en un segundo plano. Quería creer que todo el asunto funcionaría sin problemas y que no tardaría en acabarse, pero el negativismo de Stephanie socavaba sus expectativas.
Se escuchó una llamada de teléfono en la recepción, y el fax se puso en marcha.
—Voy a ver qué nos mandan —dijo Stephanie. Se levantó y salió de la habitación.
Daniel la observó mientras salía. Era un alivio escapar de su mirada.
La gente le irritaba; incluso Stephanie en algunas ocasiones. Se preguntó si no estaría mejor solo.
—Es el documento de descargo de Butler —le gritó Stephanie—. Firmado por él y el testigo. Añade en una nota que envía el original por correo.
—¡Fantástico! —respondió Daniel a voz en cuello. Al menos la cooperación de Butler era alentadora.
—En la portada pregunta si hemos mirado nuestro e-mail esta tarde. —Stephanie apareció en el umbral con una expresión interrogativa—. Yo no lo he mirado. ¿Tú lo has hecho?
Daniel sacudió la cabeza, y luego se conectó a la red. En la nueva cuenta de correo abierta para el tratamiento de Butler, había un mensaje del senador.
Stephanie se acercó para mirar por encima del hombro de Daniel mientras lo abría.
Mis queridos doctores:
Confío en que este mensaje los encuentre ocupados con los preparativos de mi tratamiento. Yo también he estado productivamente ocupado y me alegra informarles de que los custodios de la Sábana Santa se han mostrado muy dispuestos, gracias a la intervención de un colega muy influyente. Tienen que viajar a Turín a la mayor brevedad posible. Cuando lleguen, tendrán que llamar a la cancillería de la archidiócesis de Turín y preguntar por monseñor Mansoni. Informarán a monseñor de que son ustedes mis representantes. Tengo entendido que monseñor arreglará un encuentro en un lugar apropiado para hacerles entrega de la muestra sagrada. Por favor, comprendan que esto debe hacerse con la mayor discreción y secreto, para no poner en un compromiso a mi estimado colega. Reciban los saludos de su más cordial amigo.
A. B.
Daniel se entretuvo un momento para borrar el mensaje. Stephanie y él habían decidido borrar todos los mensajes del senador para reducir al mínimo cualquier rastro de su actividad. Después de borrarlo, miró a su compañera.
—El senador está cumpliendo su parte a rajatabla.
—Estoy impresionada —admitió Stephanie—, y también nerviosa. El asunto está adquiriendo un muy claro toque de intriga internacional.
—¿Cuándo estarás preparada para marchar? Alitalia tiene vuelos a Roma todas las tardes con conexiones a Turín. Recuerda que tienes que llevar todo lo necesario para un mes.
—Hacer las maletas no es problema. Mis dos problemas son mi madre y el cultivo del tejido de Butler. Como te dije, tengo que pasar algún tiempo con mi madre. También quiero que el cultivo esté en un punto en el que Peter pueda continuar supervisándolo.
—¿Cuánto tiempo calculas para el cultivo?
—No mucho. Tal como lo vi cuando vine, me daré por satisfecha si está mañana por la mañana. Solo quiero asegurarme de que se está formando una monocapa auténtica. Entonces Peter podrá mantenerla y criopreservarla. Mi plan es que me envíe una parte a Nassau en un contenedor de nitrógeno líquido cuando estemos preparados para utilizarlo. Mantendremos aquí el resto por si lo necesitamos en el futuro.
—No seamos pesimistas. ¿Qué hay de tu madre?
—Mañana estaré con ella unas cuantas horas. Siempre está en casa los domingos. Cocina para toda la familia.
—Entonces, ¿es posible que estés preparada para partir mañana por la noche?
—Por supuesto, si hago las maletas esta noche.
—Pues volvamos al apartamento ahora mismo. Haré todas las llamadas desde casa.
Stephanie fue al laboratorio para recoger el ordenador portátil y el abrigo. Después de asegurarse de que Peter vendría a la mañana siguiente para hablar del cultivo del senador, volvió a la recepción. Se encontró con que Daniel la esperaba impaciente, con la puerta abierta.
—¡Vaya, sí que tienes prisa! —comentó Stephanie. Por lo general era ella quien tenía que esperar a Daniel. Cada vez que iban a alguna parte, él siempre encontraba alguna cosa más que hacer.
—Son casi las cuatro, y no quiero darte ninguna excusa para no estar lista para marcharte mañana por la noche. Recuerda lo que tardaste para hacer las maletas cuando fuimos a Washington solo por un par de noches, y ahora nos vamos un mes. Estoy seguro de que tardarás más de lo que crees.
Stephanie sonrió. No se equivocaba porque, entre otras cosas, tenía que planchar algunas prendas. Además, acababa de recordar que tendría que pasar por la perfumería. Sin embargo, lo que no se esperaba fue la conducción temeraria de Daniel en cuanto se pusieron en marcha. Se atrevió a mirar el velocímetro cuando pasaban como una exhalación por Memorial Drive. Iban casi a ochenta en una zona donde la velocidad máxima era de cincuenta.
—¡Eh, afloja un poco! —alcanzó a decir Stephanie—. Estás conduciendo como uno de esos taxistas de los que tanto te quejas.
—Lo siento —se disculpó Daniel. Aminoró un poco.
—Te prometo que estaré lista a tiempo, así que no es necesario que arriesguemos nuestras vidas. —Stephanie miró a Daniel para ver si se había dado cuenta de que ella intentaba ser graciosa, pero su expresión no cambió.
—Estoy ansioso por acabar con todo este desgraciado asunto ahora que tengo la sensación de que estamos en marcha —comentó sin apartar la mirada de la carretera.
—Se me acaba de ocurrir algo que debería hacer —dijo Stephanie—. Voy a programar el móvil para enviar un aviso cuando llegue un e-mail de Butler. De esa manera podemos conectarnos a la red inmediatamente.
—Buena idea —aprobó Daniel.
Aparcaron delante mismo de la casa. Daniel apagó el motor y se apeó a toda prisa. Ya estaba casi en la puerta en el momento en que Stephanie acababa de recoger el ordenador del asiento trasero. Ella se encogió de hombros.
Daniel se convertía en el típico profesor despistado cuando se centraba en una cosa. Podía olvidarse de ella totalmente, como ocurría ahora. Pero Stephanie no se lo tomaba como algo personal. Lo conocía muy bien.
Daniel subió las escaleras de dos en dos mientras decidía si primero llamaría a la línea aérea para reservar los billetes y luego se pondría en contacto con la gente de la clínica. Consideró que reservar hotel para una sola noche de estancia en Turín sería suficiente. Entonces recordó que debía pedirle a Spencer el número de la cuenta de su banco en Nassau y dejar resuelto el tema del dinero.
Llegó al rellano del tercer piso y se detuvo mientras sacaba las llaves. Fue en aquel momento cuando advirtió que la puerta del apartamento estaba entreabierta. Durante una fracción de segundo, intentó recordar quién había sido el último en salir aquella mañana: él o Stephanie. Entonces recordó que había sido él, porque había vuelto para recoger el billetero. Recordaba claramente haber cerrado la puerta con una doble vuelta de llave.
El ruido de la puerta principal al abrirse y cerrarse subió por la caja de la escalera seguido por las pisadas de Stephanie en los viejos escalones. No se escuchaban más ruidos en la casa. Los vecinos del primer piso se había marchado al Caribe de vacaciones y el del segundo nunca estaba en casa durante el día. Era un matemático que estaba siempre en el centro de informática del MIT y solo iba a casa a dormir.
Con mucho cuidado, Daniel abrió la puerta para ver mejor el recibidor. Ahora veía todo el pasillo hasta la sala. Como el sol estaba a punto de ponerse, el apartamento estaba a oscuras. De pronto, vio el destello de una linterna cuando el rayo iluminó la pared de la sala. Al mismo tiempo, escuchó cerrarse uno de los cajones de su archivador.
—¿Quién demonios está aquí? —gritó a voz en cuello. Estaba indignado por el hecho de que un intruso se hubiera metido en su apartamento, pero no era tonto. Aunque era obvio que el intruso había entrado por la puerta principal, estaba seguro de que había recorrido todo el piso y había encontrado la salida de emergencia que daba a la escalera de incendios en el estudio. Mientras cogía el móvil para llamar a la policía, esperaba que el ladrón escapara por aquella ruta.
Para su gran sorpresa, el intruso apareció inmediatamente en la línea de visión de Daniel y lo cegó con la linterna. Intentó protegerse los ojos con una mano. No lo consiguió del todo, pero sí lo suficiente para ver cómo el hombre avanzaba hacia él a toda velocidad. Antes de que pudiera reaccionar fue apartado bruscamente por una mano enguantada, con tanta fuerza que rebotó en la pared. Le zumbaron los oídos mientras recuperaba el equilibrio.
Vio a un hombre alto y fornido vestido con prendas negras ajustadas y la cabeza cubierta con un pasamontañas del mismo color que bajaba las escaleras sin hacer ni un ruido. Al grito de sorpresa de Stephanie le siguió el ruido del portazo cuando el intruso escapó del edificio.
Daniel corrió a la balaustrada y dirigió su mirada hacia abajo. En el rellano del segundo piso, Stephanie estaba pegada a la puerta del apartamento del matemático con el ordenador portátil apretado contra el pecho. El rostro se le había quedado sin sangre del susto.
—¿Estás bien? —le preguntó.
—¿Quién demonios era ese? —replicó ella.
—Un maldito ladrón —respondió Daniel. Se volvió para mirar la puerta. Stephanie subió el último tramo y miró por encima de su hombro—. Al menos, no rompió la puerta —añadió el científico—. Sin duda tenía una llave.
—¿Estás seguro de que estaba cerrada?
—¡Absolutamente! Recuerdo muy bien que cerré con dos vueltas de llave.
—¿Quién más tiene llave?
—Nadie —respondió Daniel—. Solo hay dos. Fueron todas las que mandé hacer cuando compré el apartamento y cambié las cerraduras.
—Tuvo que abrirla con una ganzúa.
—Si lo hizo, entonces se trata de un profesional. Pero ¿por qué iba un profesional a entrar en mi apartamento? No poseo nada de valor.
—¡Oh, no! —exclamó Stephanie repentinamente—. Dejé todas las joyas que tengo encima del tocador, incluido el reloj de brillantes de mi abuela. —Apartó ligeramente a Daniel y se dirigió al dormitorio.
Daniel la siguió por el pasillo.
—Eso me recuerda que fui lo bastante idiota como para dejarme encima de la mesa todo el dinero que saqué anoche del cajero automático.
Daniel entró en el despacho. Para su estupor, el dinero estaba exactamente donde lo había dejado: exactamente en el centro de la carpeta. Lo cogió, y cuando lo hizo se dio cuenta de que habían movido todo lo que se encontraba encima de la mesa. Admitía que no era la persona más pulcra en el mundo, pero era extremadamente bien organizado. Podía haber montones de correspondencia, facturas y revistas científicas sobre la mesa, pero sabía su ubicación exacta, aunque no el orden dentro de cada montón.
Su mirada se fijó en el archivador de cuatro cajones. Hasta las fotocopias de los artículos científicos apiladas sobre el mueble a la espera de ser archivadas habían sido movidas. No las habían movido mucho, pero su posición era otra.
Stephanie apareció en el umbral. Parecía más tranquila.
—Debimos llegar a casa justo a tiempo. Al parecer, no tuvo la oportunidad de entrar en el dormitorio. Todas mis alhajas estaban donde las dejé anoche.
Daniel le mostró el fajo de billetes.
—Ni siquiera se llevó el dinero, y no hay duda de que entró aquí. Stephanie se rio con una risa hueca.
—¿Qué clase de ladrón era este?
—No me parece en absoluto divertido —afirmó Daniel. Abrió uno tras otro los cajones del archivador y la mesa para verificar que los habían revisado.
—A mí tampoco me parece divertido —protestó Stephanie—. Solo intento usar el humor como una manera de calmar mis verdaderos sentimientos.
—¿De qué estás hablando?
Stephanie sacudió la cabeza. Le costaba respirar. Consiguió controlar las lágrimas, aunque temblaba visiblemente.
—Estoy muy alterada. Este tipo de acontecimientos inesperados me perturban. El hecho de que alguien entrara aquí, que invadiera nuestra intimidad, me provoca una sensación como si me hubiesen violado. Pone de manifiesto que estamos viviendo en medio del peligro, incluso cuando no lo percibimos.
—Yo también estoy afectado, aunque no filosóficamente. Me altera porque aquí hay algo que no comprendo. Tengo muy claro que el intruso no era un simple ladrón. Buscaba algo determinado, y no tengo idea de qué puede ser. Eso es preocupante.
—¿No crees sencillamente que llegamos antes de que pudiera llevarse alguna cosa?
—Llevaba aquí bastante tiempo, desde luego el suficiente para apropiarse de las cosas de valor, si eso era lo que buscaba. Tuvo tiempo para revisar la mesa y quizá incluso el archivador.
—¿Cómo lo sabes?
—Sencillamente lo sé debido a que soy compulsivo. Este hombre era un profesional, y buscaba algo en particular.
—¿Te refieres a algo así como la propiedad intelectual, quizá asociada al RSHT?
—Es posible, pero lo dudo. Todo eso está protegido por las patentes. Además, en ese caso, no hubiese venido aquí, sino a la oficina.
—¿Qué nos queda?
—No lo sé —admitió Daniel, y se encogió de hombros.
—¿Llamaste a la policía?
—Comencé a marcar el número, pero entonces fue cuando salió corriendo. Ahora no sé si llamar o no.
—¿Por qué no? —preguntó Stephanie, sorprendida.
—¿Qué podrían hacer? El hombre ya se ha marchado. No parece faltar nada, así que no hay nada que denunciar al seguro, y además no tengo muy claro de que quiera responder a un montón de preguntas referente a nuestras actividades en los últimos tiempos, si es que sale el tema. Además, nos vamos mañana por la noche, y no quiero que nada nos retrase.
—¡Espera un momento! —exclamó Stephanie—. ¿Qué pasa si este episodio tiene algo que ver con Butler?
Daniel miró a su amante con los ojos muy abiertos.
—¿Cómo y por qué podría involucrar a Butler?
Stephanie sostuvo la mirada de su compañero. El sonido del motor de la nevera al ponerse en marcha en la cocina rompió el silencio.
—No lo sé —respondió finalmente—. Solo estaba pensando en sus relaciones con el FBI y en que te hizo investigar. Quizá todavía no han acabado.
Daniel asintió mientras consideraba la idea de Stephanie; se dio cuenta de que no podía descartarla sin más, aunque parecía un tanto estrafalaria. Después de todo, el encuentro clandestino con el senador, dos noches atrás, también había sido estrafalario.
—Intentemos olvidar todo este incidente por el momento —propuso Daniel—. Tenemos mucho que preparar, así que manos a la obra.
—De acuerdo —dijo Stephanie, y se armó de valor—. Quizá ocuparme del equipaje me ayudará a relajarme. En cualquier caso, creo que deberíamos llamar a Peter, no vaya a ser que a este personaje se le ocurra asaltar la oficina.
—Buena idea. Pero no le diremos nada de Butler. Tú no le has dicho nada, ¿verdad?
—No, ni una palabra.
—¡Perfecto! —afirmó Daniel, y cogió el teléfono.