Viernes, 22 de febrero de 2002. Hora: 19.25
—¡Jesús! —exclamó Stephanie después de mirar su reloj. ¡Eran casi las siete y media! Era sorprendente cómo se le pasaban las horas cuando estaba absorta, y había estado absorta toda la tarde. Primero, se había sentido cautivada en la librería con los libros sobre la Sábana Santa de Turín, y durante la última hora, se había quedado embobada con lo que estaba aprendiendo a través del ordenador.
Había regresado al local de la empresa muy poco antes de las seis, y lo había encontrado desierto. Supuso que Daniel se había ido a su casa, y se había instalado delante de su improvisada mesa en el laboratorio. Con la ayuda de la red y algunos archivos de periódicos, se había dedicado a investigar qué había pasado con la clínica Wingate poco más de un año atrás. Había sido una investigación absorbente a la par que inquietante.
Stephanie guardó el ordenador portátil en su mochila, cogió la bolsa de la librería, y se puso el abrigo. Al salir del laboratorio apagó las luces, cosa que le obligó a cruzar a ciegas la recepción que estaba a oscuras. En cuanto salió del edificio, se dirigió hacia Kendall Square. Caminaba con la cabeza agachada para protegerse del viento helado. Como era típico del clima de Nueva Inglaterra, se había producido un gran cambio respecto a las primeras horas de la tarde. Ahora que el viento soplaba del norte en lugar de hacerlo del oeste, la temperatura había bajado en picado de los relativamente suaves entre comillas cinco grados a los siete bajo cero. El viento del norte venía acompañado de copos de nieve que habían blanqueado la ciudad como si fuese una tarta espolvoreada con azúcar.
En Kendall Square, Stephanie cogió el metro de la línea roja hasta Harvard Square, un territorio conocido de sus años universitarios. Como siempre y a pesar del tiempo, la plaza estaba repleta de estudiantes y la chusma que gravita hacia ese entorno. Incluso unos pocos músicos callejeros hacían frente al mal tiempo. Con los dedos morados de frío, entretenían a los transeúntes. Stephanie se compadeció de ellos y dejó una ristra de dólares en los sombreros boca arriba mientras salía de Harvard Square y cruzaba Eliot Square.
Las luces y el bullicio se esfumaron rápidamente cuando Stephanie tomó por Brattle Street. Pasó por una sección del Radcliff College y por delante de la famosa casa Longfellow. Pero no prestó la menor atención al entorno. En cambio, pensaba en todo lo que había averiguado en las anteriores tres horas y media, y estaba ansiosa por compartirlo con Daniel. También le interesaba saber qué había averiguado su compañero.
Eran pasadas las ocho cuando subió las escalinatas del edificio donde vivía Daniel. Ocupaba el último piso de una casa de tres plantas de estilo Victoriano con todos los detalles de su época, incluida una carbonera. Había comprado el piso cuando acabaron las obras de reforma en 1985, año en que se había reincorporado a la vida académica en Harvard. Había sido un gran año para Daniel. No solo había dejado su empleo en la empresa farmacéutica Merck, sino que también se había divorciado de su esposa, después de cinco años de matrimonio. Le había explicado a Stephanie que se había sentido asfixiado por ambos. Su esposa había sido una enfermera a la que había conocido mientras era médico interno y hacía el doctorado en física, una proeza que Stephanie comparaba con correr dos maratones seguidas. Daniel le había dicho que su exesposa era muy trabajadora pero algo muy parecido a una rémora, y estar casado con ella le hacía sentirse como si fuese Sísifo, condenado a subir una enorme piedra cuesta arriba. Había añadido que ella era muy amable con todo el mundo y había esperado que él también lo fuese. Stephanie no había sabido cómo interpretar ninguna de las dos explicaciones, pero se había abstenido de ahondar en el tema. Agradecía que no hubiesen tenido hijos, cosa que al parecer la exesposa había deseado desesperadamente.
—¡Estoy en casa! —gritó Stephanie, después de cerrar la puerta con el trasero. Dejó el ordenador y la bolsa de libros sobre la pequeña mesa del recibidor, se quitó el abrigo y abrió la puerta del armario para colgarlo.
—¿Hay alguien? —gritó, aunque su voz sonó ahogada porque hablaba con la cabeza metida en el armario. Cuando acabó de colgarlo, se volvió. Comenzó a gritar de nuevo, pero la súbita aparición de Daniel en el umbral del vestíbulo la sorprendió. No estaba a más de tres pasos. El sonido que salió de sus labios casi no se escuchó.
—¿Dónde demonios estabas? —le preguntó Daniel, con un tono áspero—. ¿Tienes idea de la hora que es?
—Son alrededor de las ocho —respondió Stephanie. Se llevó una mano al pecho—. ¡No se te ocurra pegarme otro de estos sustos nunca más!
—¿Por qué no llamaste por teléfono? Iba a llamar a la policía.
—¡Venga, vamos! Ya sabes lo que me pasa cuando entro en una librería. Fui a dos y me enganché. En las dos, acabé sentada en el pasillo, para echar un vistazo a los libros sobre el tema y decidir cuáles comprar. Luego, cuando volví al despacho, quise aprovecharme de la banda ancha.
—¿Cómo es que no llevabas encendido el móvil? Intenté llamarte una docena de veces.
—Porque estaba en una librería y cuando fui al despacho, se me olvidó encenderlo. ¡Eh! Lamento mucho haberte causado tanta preocupación, ¿vale? Pero ahora ya estoy en casa, sana y salva. ¿Qué has preparado para cenar?
—Muy graciosa —masculló Daniel.
—¡Cálmate! —dijo Stephanie, y le tiró de la manga juguetonamente—. Te agradezco tu preocupación, de verdad que sí, pero estoy muerta de hambre y supongo que tú también. ¿Qué te parece si vamos a la plaza y cenamos? ¿Podrías llamar al Rialto mientras me doy una ducha? Es viernes por la noche, pero a la hora que llegaremos no creo que tengamos problemas.
—De acuerdo —aceptó Daniel con desgana, como si estuviese aceptando algo muy importante.
Eran las nueve y veinte cuando entraron en el restaurante, y tal como había pronosticado Stephanie, había una mesa vacía y preparada. Dado que ambos estaban hambrientos, echaron una ojeada al menú y pidieron sin más demora. A petición de ellos, el camarero se dio prisa en traerles el vino y el agua con gas para saciar la sed y el pan para calmar un poco el hambre.
—Muy bien, ¿quién quiere hablar primero? —preguntó Stephanie.
—Empezaré yo —respondió Daniel—, porque no tengo mucho de que informar, pero lo que tengo es alentador. Llamé a la clínica Wingate, que parece estar bien equipada para nuestras necesidades, y nos dejarán utilizar sus instalaciones. Ya tengo acordado el precio: cuarenta mil.
—¡No se han quedado cortos a la hora de pedir! —opinó Stephanie.
—Sí, lo sé, es un poco alto, pero no me pareció prudente regatear. En un primer momento, después de informarle de que no podrían aprovecharse de que usemos sus instalaciones para promoción, tuve miedo de que se echaran atrás. Afortunadamente, conseguí que aceptaran.
—En cualquier caso no es nuestro dinero, y desde luego disponemos de fondos. ¿Qué hay del tema de los ovocitos?
—Esa es la mejor parte. Me dijeron que pueden suministrarnos ovocitos humanos sin ningún problema.
—¿Cuándo?
—Dicen que cuando queramos.
—Dios mío, eso incita a la curiosidad.
—A caballo regalado no le mires el diente.
—¿Qué pasa con el neurocirujano?
—Tampoco hay problemas por ese lado. Hay varios en la isla que buscan trabajo. El hospital local incluso tiene equipo estereotáxico.
—Eso sí que es alentador.
—Te lo dije.
—Pues mis noticias son buenas y malas. ¿Cuáles quieres escuchar primero?
—¿Las malas son muy malas?
—Todo es relativo. No son tan malas como para poner en peligro nuestros planes, pero sí lo suficiente para que desconfiemos.
—Entonces escuchemos las malas y así acabamos antes.
—Los directivos de la clínica Wingate son peores de lo que recordaba. Por cierto, ¿con quién hablaste en la clínica?
—Hablé con los dos principales: con Spencer Wingate en persona y su mayordomo, Paul Saunders. Te diré una cosa: son una pareja de payasos. No te lo vas a creer: publican su propia revista científica, y ellos son los que escriben y editan los artículos.
—¿Quieres decir que no tienen una junta editorial?
—Eso es lo que parece.
—Pues eso es ridículo, a menos que alguien se suscriba a la revista y acepte lo que publican como si fuese el Evangelio.
—Comparto la opinión.
—Pues te diré que son mucho peor que unos payasos —afirmó Stephanie—, y también mucho peor que simples autores de experimentos antiéticos de clonación reproductiva. Consulté los archivos de los periódicos, en particular The Boston Globe, para saber qué había ocurrido en mayo pasado cuando la clínica se trasladó por sorpresa a las Bahamas. ¿Recuerdas que la última noche que estuvimos en Washington te mencioné que habían estado implicados en la desaparición de un par de alumnas de Harvard? Se trataba de mucho más que una mera implicación, de acuerdo con las manifestaciones de un par de personas muy fiables que estaban haciendo el doctorado de física en Harvard. Consiguieron sendos empleos en la clínica para averiguar el destino de los óvulos que habían donado. Durante sus investigaciones, encontraron mucho más de lo que esperaban. En una audiencia del gran jurado, afirmaron haber visto los ovarios de las dos alumnas desaparecidas en lo que llamaron la «sala de recuperación de óvulos» de la clínica.
—¡Dios bendito! —exclamó Daniel—. ¿Cómo es que no acusaron a esos tipos con semejante testimonio?
—¡Falta de pruebas y un carísimo equipo de abogados defensores! Al parecer, los directivos tenían un plan de evacuación que incluía la destrucción inmediata de la clínica y su contenido, en particular los laboratorios de investigación. Las llamas consumieron todo mientras los directivos escapaban en helicóptero. Por lo tanto, no los pudieron acusar. La ironía final es que sin la acusación, pudieron cobrar la póliza de seguro contra incendios.
—¿Cuál es tu opinión sobre todo esto?
—Sencillamente que no son buenas personas, y que debemos limitar nuestro trato con ellos. Después de lo que leí me gustaría conocer el origen de los óvulos que nos suministrarán, solo para estar segura de que no estamos financiando alguna cosa inconcebible.
—No creo que sea una buena idea. Ya hemos decidido que atenernos a la ética es un lujo que no nos podemos permitir si queremos salvar CURE y el RSHT. Ponernos a malas con ellos en estos momentos podría causarnos problemas, y no quiero poner en peligro el uso de sus instalaciones. Tal como mencioné, no se mostraron muy entusiasmados después de que veté claramente cualquier uso de nuestra participación con fines promocionales.
Stephanie jugó con la servilleta mientras pensaba en las palabras de Daniel. No le gustaba lo más mínimo tratar con la clínica Wingate, pero era cierto que ella y Daniel no tenían mucho donde elegir, sometidos como estaban a un plazo inamovible. También era cierto que ya habían violado las normas éticas cuando habían aceptado tratar a Butler.
—¿Cuál es tu respuesta? —preguntó Daniel—. ¿Podrás soportarlo?
—Supongo que sí —respondió Stephanie sin ningún entusiasmo—. Hacemos el procedimiento y nos largamos.
—Ese es el plan —señaló Daniel—. Bueno, continuemos. ¿Cuáles son las buenas noticias?
—Las buenas noticias se refieren a la Sábana Santa de Turín.
—Te escucho.
—Esta tarde, antes de ir a la librería, te comenté que la historia del sudario era más interesante de lo que me había imaginado. Pues ahora te digo que es apasionante.
—¿Cómo es eso?
—En estos momentos creo que después de todo Butler quizá no esté loco, porque es muy posible que el sudario sea auténtico. Este es un giro sorprendente, dado que tú sabes lo escéptica que soy.
—Casi tanto como yo —dijo Daniel.
Stephanie miró a su amante después de este comentario con la ilusión de ver algún rastro de humor como una sonrisa sardónica, pero no lo vio. Se sintió un tanto molesta al comprobar que Daniel siempre tenía que ser un poco más, con independencia del tema. Bebió un sorbo de vino mientras volvía a centrarse en el asunto.
—La cuestión es —añadió— que comencé a hojear unos cuantos libros y tuve problemas para dejarlos. Me refiero a que no veía la hora de empezar con el libro que había comprado. El autor es un erudito de Oxford llamado Ian Wilson. Con un poco de suerte, mañana recibiré los libros que conseguí a través de la red.
Stephanie se interrumpió al ver que llegaba la comida. Daniel y ella esperaron con impaciencia mientras les servían. Daniel esperó a que se retirara el camarero para reanudar la conversación.
—Muy bien, has conseguido despertar mi curiosidad. Escuchemos la base de esta sorprendente epifanía.
—Comencé mi lectura con el conocimiento de que la Sábana Santa, según los tres laboratorios independientes que habían realizado la datación del carbono 14, era del siglo XIII, el mismo siglo en que apareció sin más históricamente. Dada la precisión de la tecnología de la datación del carbono, no suponía que pudiera haber ningún motivo para poner en duda que se trataba de una falsificación. Pero los había, y aparecieron de inmediato. La razón era sencilla. Si la Sábana Santa se hizo en el siglo indicado por la datación del carbono, el falsificador tendría que haber sido un genio muy por encima de Leonardo da Vinci.
—Tendrás que explicármelo más a fondo —comentó Daniel entre bocado y bocado. Stephanie había hecho una pausa para comenzar a comer.
—Comencemos con algunas sutiles razones por las que el falsificador tendría que haber sido un superhombre para su época, y después pasaremos a otras más intrigantes. En primer lugar, el falsificador tendría que haber tenido un conocimiento del escorzo, algo que aún no se había descubierto en el arte. La imagen del hombre en el sudario tiene las piernas recogidas y la cabeza inclinada hacia delante, probablemente en rigor mortis.
—Diría que eso no es terriblemente apasionante —señaló Daniel.
—Veamos qué te parece esto: el falsificador tuvo que conocer el verdadero método de la crucifixión utilizado por los romanos en su época. No era como aparecía en todas las representaciones de la crucifixión hechas en el siglo XIII, que eran centenares de miles. En realidad, al condenado le clavaban las muñecas a la cruz, no las palmas de las manos, que no hubieran podido soportar el peso. Además, la corona de espinas no era tal, sino que se parecía más a un capelo.
Daniel asintió con la cabeza varias veces mientras pensaba.
—Te diré más: las manchas de sangre tapan la imagen en la tela, y eso significa que nuestro inteligente artista comenzó por las manchas de sangre y luego pintó la imagen, que es exactamente al contrario del método de trabajo de todos los demás artistas. Primero pintarían la imagen, o al menos el contorno. Luego añadirían los detalles como la sangre para estar seguros de que aparecían en el lugar correcto.
—No niego que es interesante, pero tendré que ponerlo en el mismo grupo del escorzo.
—Pues entonces sigamos adelante —dijo Stephanie—. En 1979, cuando la Sábana fue sometida a cinco días de pruebas científicas por equipos de Estados Unidos, Italia y Suiza, se demostró inequívocamente que la imagen no estaba pintada. No había marca alguna de pincel, sino una infinita gradación de densidad, y la imagen solo era un fenómeno superficial sin ninguna impregnación, o sea que no había líquidos o pinturas de ningún tipo. La única explicación que se les ocurrió fue que la imagen era el resultado de algún proceso de oxidación en la superficie de las fibras de lino, como si hubiese sido expuesta en presencia de oxígeno a una muy fuerte descarga lumínica o alguna otra potente radiación electromagnética. Obviamente, esto era algo vago e hipotético.
—De acuerdo —dijo Daniel—. Debo admitir que cada vez resulta más interesante.
—Hay más —declaró Stephanie—. Algunos de los científicos norteamericanos que analizaron el sudario en 1979 pertenecían a la NASA y lo sometieron a una serie de pruebas con la tecnología más avanzada disponible en el momento, incluido un equipo conocido con el nombre de analizador de imágenes VP-8. Era un aparato análogo al que había desarrollado para convertir las imágenes digitales de la superficie lunar y de Marte en imágenes tridimensionales. Para gran sorpresa de todos, la imagen del sudario contenía esta clase de información, y eso significa que la densidad de imagen del sudario en cualquier punto es directamente proporcional a la distancia que estaba del individuo crucificado al que había envuelto. En líneas generales, quien lo hizo tuvo que haber sido un falsificador genial si fue capaz de hacer ese trabajo en el siglo XIII.
—¡Increíble! —exclamó Daniel mientras movía la cabeza para recalcar su asombro.
—Permíteme que añada otra cosa. Los biólogos especializados en el estudio del polen encontraron que el sudario contenía una variedad de polen que solo se encuentra en Israel y Turquía, y eso significa que el supuesto falsificador además de inteligencia disponía de recursos.
—¿Cómo es posible que la datación del carbono 14 pudiera equivocarse hasta tal punto?
—Una pregunta muy interesante —afirmó Stephanie. Cogió un bocado y lo engulló deprisa—. Nadie tiene una respuesta clara. Se pensó que los antiguos tejidos de lino permiten el desarrollo continuado de unas bacterias que dejan una película transparente, como una especie de barniz biológico, que podría distorsionar los resultados. Al parecer, el mismo problema se presentó con la datación de las telas de lino de las momias egipcias, cuya antigüedad se conocía exactamente por otras fuentes. Un científico ruso propuso la idea de que el fuego que chamuscó el sudario en el siglo XVI pudo haber distorsionado la datación, aunque a mí me resulta difícil aceptar que lo haya variado en más de mil años.
—¿Qué me dices de los antecedentes históricos? Si el sudario es auténtico, ¿cómo es que su historia solo se remonta al siglo XIII, cuando apareció en Francia?
—Esa es otra muy buena pregunta. Cuando comencé a leer sobre la Sábana Santa, me centré más en los aspectos científicos, y solo acabo de empezar con la parte histórica. Ian Wilson relaciona muy hábilmente el sudario con otra muy conocida y reverenciada reliquia bizantina conocida como el Sudario de Edesa, que había estado en Constantinopla durante más de trescientos años. Es interesante el hecho de que dicho sudario desapareciera cuando la ciudad fue saqueada por los cruzados en el año 1204.
—¿Hay alguna prueba documental de que la Sábana Santa de Turín y la de Edesa sean la misma?
—En ese punto abandoné la lectura —respondió Stephanie—. Pero parece ser que existen tales pruebas. Wilson cita a un testigo francés que vio la reliquia bizantina antes de su desaparición, y que la describió en sus memorias como una mortaja con la doble figura completa de Jesús, que concuerda con la Sábana Santa de Turín. Si las dos reliquias son una sola, entonces la historia se remonta por lo menos hasta el siglo IX.
—Ahora comprendo que todo esto haya cautivado tu interés —manifestó Daniel—. Es fascinante. Volvamos al terreno científico. Si no pintaron la imagen, ¿cuáles son las teorías actuales sobre su origen?
—Esa es la pregunta más curiosa de todas. En realidad, no hay ninguna teoría.
—¿El sudario ha sido sometido a nuevos estudios científicos desde aquellos realizados en 1979?
—A muchos.
—Así y todo, ¿no se han formulado nuevas teorías?
—Ninguna que justificara la realización de más pruebas. Por supuesto, todavía ronda por ahí la idea de algún tipo de extraña radiación… —La voz de Stephanie se apagó como si quisiera dejar la idea flotando en el aire.
—¡Espera un momento! —exclamó Daniel—. No me saldrás ahora con alguna tontería divina o sobrenatural, ¿verdad?
Stephanie levantó las manos, se encogió de hombros, y sonrió todo al mismo tiempo.
—Ahora tengo la sensación de que estás jugando conmigo —comentó Daniel, y se echó a reír.
—Te estoy ofreciendo la oportunidad de que propongas alguna teoría.
—¿Yo? —preguntó Daniel.
Stephanie asintió.
—No puedo plantear una hipótesis sin tener acceso a toda la información. Supongo que los científicos utilizaron cosas como el microscopio electrónico, el espectrógrafo, la luz ultravioleta, además de los preceptivos análisis químicos.
—Todo eso y más. —Stephanie se reclinó en la silla con una sonrisa provocadora—. Así y todo, no hay ninguna teoría aceptada sobre cómo se produjo la imagen. Es un misterio, desde luego. Pero ¡venga! ¡Participa en el juego! ¿No se te ocurre nada con todos los detalles que te he dado?
—Tú eres quien ha leído los libros. Creo que te toca a ti plantear alguna hipótesis.
—Pues la tengo.
—No sé si debo atreverme a preguntar cuál es.
—Me inclino hacia lo divino. Este es mi razonamiento: si el sudario es la mortaja de Jesucristo, y si Jesús resucitó, y eso significa que pasó de lo material a lo inmaterial, presumiblemente en un instante, entonces el sudario recibió los efectos de la energía de la desmaterialización. Fue una descarga de energía lo que creó la imagen.
—¿Qué diantres es la energía de la desmaterialización? —preguntó Daniel, irritado.
—No estoy segura —contestó Stephanie, con una sonrisa—. Sin embargo tiene que haber una descarga de energía en una desmaterialización. Recuerda lo que pasa con una rápida decadencia de los elementos. Así funcionan las bombas atómicas.
—Supongo que no es necesario recordarte que estás empleando un razonamiento muy poco científico. Te vales de la imagen del sudario para justificar la desmaterialización y después usarás la desmaterialización para explicar el sudario.
—No tendrá nada de científico, pero para mí tiene sentido —declaró Stephanie, antes de echarse a reír—. También lo tiene para Ian Wilson, que describe la imagen del sudario como una instantánea de la resurrección.
—Bien, aunque solo sea por eso, desde luego me has convencido para que eche una ojeada a tu libro.
—¡No hasta que haya acabado! —bromeó Stephanie.
—¿Puedo preguntarte si toda esta información referente al sudario ha conseguido que cambie tu opinión sobre la utilización de la sangre de las manchas para tratar a Butler?
—Ha dado un giro de ciento ochenta grados —admitió Stephanie—. Ahora mismo estoy absolutamente a favor. Quiero decir, ¿por qué no utilizar algo potencialmente divino para beneficiarnos? Además, como tú dijiste en Washington, utilizar la sangre del sudario añadirá un toque de desafío y emoción a todo el asunto, al tiempo que nos facilita el placebo perfecto.
Daniel y Stephanie levantaron las manos y las chocaron por encima de la mesa.
—¿Qué quieres de postre? —preguntó Daniel.
—No quiero. Pero si tú tomas, pediré un café descafeinado.
Daniel sacudió la cabeza.
—No quiero postre. Volvamos a casa. Quiero ver si ha llegado algún e-mail del grupo financiero. —Hizo un gesto al camarero para que le trajera la cuenta.
—Pues yo quiero ver si hay algún mensaje de Butler —dijo Stephanie—. La otra cosa que averigüé del sudario es que necesitaremos su ayuda para conseguir una muestra. Sería imposible obtenerla por nuestra cuenta. La iglesia lo tiene guardado a cal y canto en una cápsula con una atmósfera de argón. También han comunicado categóricamente que no permitirán más pruebas. Después del fiasco de la datación de carbono, resulta comprensible.
—¿Se hicieron análisis de la sangre?
—Por supuesto. Resultó ser del tipo AB, que era mucho más común en el antiguo Oriente Próximo que ahora.
—¿Alguna prueba de ADN?
—Eso también —manifestó Stephanie—. Aislaron varios fragmentos específicos de genes, incluido un beta globulina del cromosoma once e incluso un amelogenin Y del cromosoma Y.
—Pues entonces ya lo tenemos —exclamó Daniel—. Si podemos hacernos con una muestra, será cosa de coser y cantar sacar los segmentos que necesitamos con nuestras sondas RSHT.
—Más vale que las cosas comiencen a pasar deprisa —le advirtió Stephanie—. De lo contrario, no dispondremos de las células a tiempo para las vacaciones del Senado.
—Soy muy consciente de ello. —Daniel cogió la tarjeta de crédito que le entregaba el camarero, y firmó el recibo—. Si el sudario acaba involucrado en esta historia, tendremos que viajar a Turín dentro de unos pocos días. Así que más vale que Butler espabile. En cuanto tengamos la muestra, volaremos directamente a Nassau desde Londres en British Airways. Lo averigüé esta tarde.
—¿No haremos el trabajo celular aquí, en nuestro laboratorio?
—Lamentablemente no podrá ser. Los óvulos están allí, no aquí, y no quiero correr el riesgo de que los envíen. Además los quiero frescos. Con un poco de suerte, quizá el laboratorio de la clínica esté tan bien equipado como han dicho, porque tendremos que hacerlo todo allí.
—Eso significa que nos marcharemos dentro de unos días y estaremos ausentes un mes o más.
—Así es. ¿Te supone algún problema?
—Supongo que no —dijo Stephanie—. No es mala época para pasar un mes en Nassau. Peter puede encargarse de mantener las cosas en marcha en el laboratorio. Pero tendré que ir a casa mañana o el domingo para ver a mi madre. Como ya sabes, no está muy bien de salud.
—Será mejor que vayas cuanto antes —opinó Daniel—. En cuanto Butler nos diga algo de la muestra del sudario, tendremos que salir pitando.