Viernes, 22 de febrero de 2002. Hora: 16.45
El dentado perfil de Manhattan se recortaba contra el cielo gris cuando el avión del puente aéreo Washington-Nueva York hacía su aproximación final al aeropuerto de La Guardia. Las luces de la gran ciudad resplandecían como piedras preciosas en la penumbra. Los puentes colgantes parecía collares de perlas tendidos entre los gigantescos pilares. Las sinuosas columnas de faros en la autovía FDR recordaban una sarta de diamantes, mientras que las luces traseras sugerían rubíes. Un barco con la cubierta engalanada con luces de colores parecía un broche, mientras se deslizaba silenciosamente hacia su amarre en el río Hudson.
Carol Manning dejó de mirar el precioso panorama y echó una ojeada a la cabina. Nadie hablaba. Sin hacer el menor caso de la majestuosa vista, los pasajeros estaban absortos en sus periódicos, documentos de trabajo, y pantallas de ordenador. Su mirada se centró en el senador que compartía su hilera con un asiento vacío de por medio. Leía como todos los demás pasajeros. Sus grandes manos sujetaban el montón de hojas relacionadas con su agenda para el día siguiente que había arrebatado de las manos de Dawn Shackelton cuando él y Carol habían salido corriendo del despacho con el deseo de coger el vuelo de las tres y media. Lo habían conseguido por los pelos.
Ante la insistencia de Ashley, Carol había telefoneado aquella mañana a uno de los secretarios privados del cardenal para concertar una cita aquella misma tarde. Tal como le había indicado el senador, se limitó a decir que era un asunto muy urgente pero que el encuentro no duraría más de quince minutos. El padre Maloney le había respondido que intentaría arreglarlo, a pesar de que la agenda del cardenal estaba completa. Afortunadamente, Maloney había llamado cuando aún no había pasado una hora para comunicar que el cardenal recibiría al senador en algún momento entre las cinco y media y las seis y media, después de una recepción oficial a un cardenal italiano y antes de la cena con el alcalde. Carol respondió que serían puntuales.
Dadas las circunstancias de haber tenido que correr para coger el avión y no saber qué podía depararles el tráfico de Nueva York, Carol no pudo menos que sentirse impresionada con la aparente tranquilidad de Ashley. Por supuesto, la tenía a ella para que se preocupara de los detalles, pero si se hubieran invertido los papeles y ella hubiese tenido que enfrentarse a lo que se enfrentaba el senador, sin duda ahora mismo sería un manojo de nervios y no hubiese podido concentrarse. ¡Desde luego no era ese el caso con Ashley! A pesar del leve temblor de la mano izquierda, leía las páginas de un vistazo y las pasaba rápidamente, una prueba de que su legendaria rapidez de lectura no se había resentido por la enfermedad ni los acontecimientos de las últimas veinticuatro horas. Carol carraspeó.
—Senador, cuanto más pienso en este asunto, más me sorprende que no me haya pedido mi opinión. Usted siempre me pide mi opinión sobre casi todo.
Ashley volvió la cabeza para mirar a Carol por encima de las gafas de montura gruesa que se habían deslizado casi hasta la punta de la nariz. Frunció el entrecejo con una expresión condescendiente.
—Carol, querida —respondió—. No es necesario que me des tu opinión. Como te dije anoche, sé muy bien cuál es.
—Entonces confío en que sea consciente de que a mi juicio está corriendo un gran riesgo ante este supuesto tratamiento.
—Aprecio tu interés, sea cual sea el motivo, pero estoy decidido.
—Está permitiendo que experimenten con usted. No tiene ni idea de cuál puede ser el resultado.
—Puede ser verdad que no sé exactamente cuál será el resultado, pero también es cierto que si no hiciera nada a la vista del avance de una enfermedad neurológica degenerativa incurable, sabría muy bien cuál sería el resultado. Mi padre predicaba que Dios Nuestro Señor ayuda a quienes se ayudan a sí mismos. He sido un luchador durante toda mi vida, y desde luego no pienso rendirme ahora. No me iré sin plantar cara. Me defenderé con uñas y dientes.
—¿Qué pasará si el cardenal le dice que su plan es inviable?
—Dicha respuesta es poco probable, dado que no tengo la intención de comunicarle al cardenal cuáles son mis propósitos.
—En ese caso, ¿para qué hemos venido aquí? —preguntó Carol, con un tono cercano al enfado—. Confiaba en que Su Eminencia podría apelar a su buen juicio durante la conversación.
—No estamos haciendo esta peregrinación a la sede del poder de la Iglesia católica norteamericana en busca de consejo sino sencillamente para conseguir una muestra de la Sábana Santa de Turín como una prometedora ayuda contra las incertidumbres de mi terapia.
—¿Cómo piensa tener acceso al sudario sin explicar los motivos?
Ashley levantó una mano como un orador que acalla a una multitud inquieta.
—Ya es suficiente, mi querida Carol, no conviertas tu presencia en una carga en lugar de una ayuda. —Volvió su atención a las páginas mientras el avión comenzaba las operaciones de aterrizaje.
El rubor cubrió las facciones de Carol al verse despachada de una manera tan sumaria. Este tratamiento degradante se estaba convirtiendo en algo frecuente, lo mismo que la consiguiente irritación. Preocupada por la posibilidad de que sus sentimientos se notaran, volvió a mirar a través de la ventanilla.
Mientras el avión rodaba hacia la puerta de desembarque, Carol mantuvo la atención puesta en el exterior. Vista de cerca, Nueva York ya no parecía una joya, debido a los montones de basura y nieve que bordeaban la pista. En consonancia con el oscuro y lúgubre panorama, le inquietaba el conflicto de emociones y el sentimiento de culpa en relación con el plan de Ashley para tratar su enfermedad. Por un lado, tenía un miedo legítimo ante el tratamiento experimental, mientras que por el otro, le preocupaba que la terapia pudiese salir bien. Aunque su reacción inicial al diagnóstico de Ashley había sido de una compasión sincera, a lo largo del año también lo había visto como una oportunidad. Ahora el miedo a un mal resultado competía en pie de igualdad con el miedo a uno bueno, si bien le costaba admitir esto último. En cierto sentido, se veía como Bruto ante César.
El paso del avión a la limusina, que había pedido Carol, se efectuó sin problemas. Sin embargo, cuarenta y cinco minutos más tarde, se encontraban atascados entre un mar de coches en la autovía FDR, donde el tráfico había empeorado sensiblemente desde que la habían sobrevolado.
Molesto con la demora, Ashley arrojó las páginas que había estado leyendo y apagó la lámpara de lectura. En el interior del vehículo volvió a reinar la oscuridad.
—Vamos a perder nuestra oportunidad —rezongó el senador, sin el menor deje sureño.
—Lo siento —dijo Carol, como si fuese culpa suya.
Milagrosamente, después de estar detenidos durante cinco minutos y amplia variedad de maldiciones por parte de Ashley, los coches volvieron a circular.
—Demos gracias al Señor por los pequeños favores —entonó Butler.
El chófer salió de la calle 96, tomó por un atajo para ir al centro y dejó al senador y su jefa de personal delante de la residencia arzobispal en la esquina de Madison y la calle 50, cuatro minutos antes de la hora fijada. Le dijeron al conductor que diera vueltas a la manzana, dado que pensaban emprender el camino de regreso al aeropuerto en menos de una hora.
Carol nunca había estado en la residencia. Observó el poco imponente edificio de tres plantas, color gris, y techo de pizarra que se acurrucaba a la sombra de los rascacielos. Se alzaba directamente sobre la acera, sin un solo toque de verde para suavizar su severidad. Unos pocos aparatos de aire acondicionado en algunas de las ventanas desfiguraban la fachada, como también lo hacían las recias rejas de hierro en la planta baja. Los barrotes daban al edificio más la apariencia de pequeña cárcel que de residencia. Un trozo de encaje belga detrás del cristal de una de las ventana era la única pincelada amable.
Ashley subió los escalones de piedra y tiró del cordón de la brillante campanilla de latón. No tuvieron que esperar mucho. La pesada puerta la abrió un sacerdote alto y delgado con una sorprendente nariz romana y la cabellera roja muy corta. Vestía un traje negro con el alzacuello blanco.
—Buenas tardes, senador.
—Lo mismo digo, padre Maloney —respondió Ashley mientras entraba—. Confío en haber llegado en el momento oportuno.
—No podía serlo más —afirmó el padre Maloney—. He de acompañarle a usted y a su ayudante al despacho privado de Su Eminencia. Se reunirá con usted en unos momentos.
El despacho era una habitación, espartana como una celda, en el primer piso. La decoración se reducía a un retrato del papa Juan Pablo II y una pequeña estatua de la Virgen de mármol de Carrara. No había ninguna alfombra en el suelo de madera, y los tacones de Carol sonaron como martillazos contra la superficie encerada. El padre Maloney se retiró sin decir palabra y cerró la puerta.
—Es un tanto austero —comentó Carol. El mobiliario consistía en un pequeño y viejo sofá de cuero, una butaca a juego, un reclinatorio, y una pequeña mesa escritorio con una silla de madera de respaldo recto.
—Al cardenal le gusta que sus visitantes crean que no le interesa el mundo material —le explicó Ashley, al tiempo que se sentaba en la butaca—. Pero yo le conozco bien.
Carol se sentó muy rígida en el borde del sofá con las piernas recogidas a un lado. Ashley se puso cómodo como si estuviese de visita en la casa de un familiar. Cruzó las piernas y dejó a la vista el calcetín negro y parte de su pantorrilla, de un blanco lechoso.
Al cabo de un momento, se abrió la puerta y entró su Eminencia el cardenal James O’Rourke escoltado por el padre Maloney, que se encargó de cerrar la puerta. El cardenal iba vestido con todas las galas. Sobre los pantalones negros y la camisa blanca llevaba una sotana con alamares rojos y botones. Sobre la sotana una capa roja. Una ancha faja roja le rodeaba la cintura. Se cubría la cabeza con un capelo rojo. Alrededor del cuello llevaba colgada una cruz de plata recamada con piedras preciosas.
Carol y Ashley se levantaron. Carol se sintió impresionada por el suntuoso atuendo del cardenal, acentuado por la austeridad del entorno. Pero una vez de pie, se dio cuenta de que el poderoso prelado era más bajo que ella, que medía un metro sesenta y dos de estatura, y que junto a Ashley, que no era nada alto, parecía bajo y regordete. A pesar de las galas, su rostro sonriente y expresión amable transmitía la sensación de que era un humilde sacerdote con una suave y turgente piel inmaculada, las mejillas sonrosadas, y las armoniosas facciones redondeadas. Sin embargo, la mirada aguda de sus ojos sugería otra característica, más coherente con lo que Carol sabía del poderoso personaje. Reflejaba una formidable y astuta inteligencia.
—Senador —dijo el cardenal, con una voz a juego con sus amables modales. Extendió la mano con la muñeca floja.
—Su Eminencia —respondió Ashley, con su más cordial acento sureño. Apretó más que estrechó la mano del cardenal y evitó besar el anillo del prelado—. Es un placer. Estoy enterado de lo apretado de su agenda, y le agradezco profundamente que haya encontrado un minuto para atender a este granjero con tan poca anticipación.
—Oh, por favor, senador —manifestó el cardenal lisonjeramente—. Es un placer, como siempre, recibir su visita. Por favor, siéntese.
Ashley se sentó y adoptó la misma postura de antes.
Carol volvió a ruborizarse. Que le hicieran el menor caso resultaba tan vergonzoso como ser despachada. Había esperado que la presentaran, sobre todo cuando el cardenal le dirigió una mirada acompañada por un muy leve arqueo interrogativo de las cejas. Se sentó en el filo del sofá mientras el cardenal acercaba la rústica silla que estaba junto a la mesa. El padre Maloney permaneció de pie y en silencio junto a la puerta.
—En deferencia a nuestros compromisos —comenzó Ashley—, creo que debo ir al grano.
Carol, con la extraña sensación de ser invisible, miró a los dos hombres sentados a su lado. Identificó inmediatamente las similitudes de carácter, a pesar de las diferencias de aspecto y más allá de sus exigentes y trabajadoras naturalezas. Ambos consideraban los difusos límites entre la Iglesia y el Estado como un terreno ventajoso; ambos eran adeptos a la adulación y a cultivar las relaciones personales con aquellos con los que podían intercambiar favores en sus respectivas parcelas; ambos ocultaban sus personalidades, que eran duras, calculadoras y de una voluntad de hierro detrás de sus fachadas (un sacerdote humilde el cardenal y un cordial e ingenuo granjero el senador); ambos eran celosos guardianes de su autoridad y les gratificaba el ejercicio del poder.
—Siempre es mejor ser directo —comentó O’Rourke. Estaba sentado muy erguido con el capelo en sus manos regordetas. Era casi calvo.
En la mente de Carol apareció la imagen de dos duelistas que se vigilaban.
—Me ha preocupado muchísimo ver a la Iglesia católica tan asediada —prosiguió el senador—. Los escándalos sexuales han hecho sentir sus efectos, sobre todo con la división entre sus propias filas y un dirigente viejo y enfermo en Roma. Me he pasado noches enteras despierto mientras buscaba la manera de prestar un servicio.
Carol tuvo que hacer un esfuerzo para no poner los ojos en blanco. Conocía sobradamente cuáles eran los verdaderos sentimientos del senador respecto a la Iglesia católica. Como congregacionalista fundamentalista, tenía en muy poca consideración cualquier religión jerarquizada, y para él la Iglesia católica era la más jerarquizada de todas.
—Aprecio su comprensión —respondió el cardenal—, y he sentido la misma preocupación por el Congreso norteamericano después de la tragedia del once de septiembre. Yo también he buscado la mejor manera de ayudar.
—Su liderazgo moral es una ayuda constante —dijo Ashley.
—Quisiera hacer más —señaló O’Rourke.
—Me preocupa el hecho de que un número relativamente pequeño de sacerdotes con un desarrollo psicosexual frustrado haya podido poner a una organización filantrópica como es la Iglesia en una situación financiera arriesgada. Lo que me gustaría proponer a cambio de un pequeño favor es una legislación que limite las indemnizaciones que deban pagar las instituciones benéficas reconocidas, de las cuales la Iglesia católica es el más brillante ejemplo.
Durante unos minutos, el silencio reinó en la habitación. Por primera vez, Carol escuchó el tictac del pequeño reloj que había en la mesa y los sonidos apagados del tráfico en Madison Avenue. Miró el rostro del cardenal. Su expresión no había cambiado.
—Dicha legislación sería de gran ayuda en la presente crisis —manifestó O’Rourke finalmente.
—Por grave que sea para la víctima cada episodio de abuso sexual, no debemos victimizar a todas aquellas almas que dependen de la Iglesia para satisfacer sus necesidades sanitarias, educacionales, y espirituales. Como mi madre solía decir: «No debemos arrojar al bebé con el agua del baño».
—¿Cuál es la probabilidad de que se apruebe dicha legislación?
—Con mi pleno respaldo, que ciertamente lo daría, diría que las probabilidades son considerables. En cuanto al presidente, creo que le complacería mucho convertirlo en ley. Es un hombre de mucha fe, firmemente convencido de lo necesaria que es la caridad religiosa.
—Estoy seguro de que el Santo Padre agradecerá su apoyo.
—Soy un servidor del pueblo —declaró Ashley—. Sin distinción de razas y religiones.
—Mencionó un pequeño favor —dijo el cardenal—. ¿Se trata de algo que yo deba saber?
—Oh, es algo muy pequeño. Algo relacionado con la memoria de mi madre. Mi madre era católica. ¿Se lo mencioné alguna vez?
—No creo que lo haya hecho.
Carol pensó de nuevo en dos esgrimistas que se tanteaban.
—Católica como la que más —afirmó el senador—. Era del viejo país, de las afueras de Dublín y, desde luego, una mujer profundamente religiosa.
—Asumo por su sintaxis que está en el seno de su Hacedor.
—Desafortunadamente, sí —admitió Butler. Vaciló por un momento, como si la emoción le impidiera hablar—. Hace ya unos cuantos años, Dios bendiga su alma, cuando yo apenas si levantaba un palmo del suelo.
Esta era una historia que Carol conocía. Una noche, después de una larga sesión en el Senado, había ido con su jefe a un bar de Capitol Hill. Después de unas cuantas copas, el senador se había mostrado especialmente locuaz y le había relatado la triste historia de su madre. Había fallecido cuando Ashley tenía nueve años como consecuencia de una hemorragia provocada por un aborto clandestino que había decidido hacerse en lugar de tener a su décimo hijo. La ironía era que tenía miedo a morir durante el parto a la vista de las complicaciones que tuvo cuando había parido al noveno. El severísimo padre de Ashley se había escandalizado hasta tal punto que le informó a su familia y a la congregación que la mujer había sido condenada a arder en el infierno por toda la eternidad.
—¿Quiere que oficie una misa por su alma? —preguntó el prelado.
—Eso sería muy generoso —declaró Ashley—, pero no es del todo lo que había pensado. A día de hoy, todavía recuerdo cuando me tenía sentado en sus rodillas y me hablaba de todas las cosas maravillosas de la Iglesia católica. Sobre todo recuerdo cuando me habló de la milagrosa Sábana Santa de Turín, su reliquia más querida.
Por primera vez, hubo un cambio en la expresión del cardenal. Fue un cambio muy sutil, pero Carol vio que era claramente de sorpresa.
—La Sábana Santa está considerada como una reliquia muy sagrada —recalcó O’Rourke.
—No esperaba menos —respondió Ashley.
—El Santo Padre en persona manifestó extraoficialmente su convicción de que es la mortaja de Jesucristo.
—Me alegra saber que la creencia de mi madre está confirmada —comentó Ashley—. Como un reconocimiento a las palabras de mi madre, durante todos estos años me he interesado en el sudario. Sé que se sacaron muestras del mismo, algunas para realizar pruebas y otras no. También sé que las muestras que no se utilizaron, las reclamó la Iglesia después de los resultados de la datación del carbono 14. Lo que desearía obtener es una pequeña —Ashley unió el pulgar y el índice para recalcar sus palabras— muestra de la tela manchada de sangre que fue devuelta.
El cardenal se reclinó en la silla. Intercambió una rápida mirada con el padre Maloney.
—Es una petición muy poco corriente —dijo—. Sin embargo, la Iglesia ha sido muy clara en este tema. No se harán más pruebas científicas de la Sábana Santa, excepto las necesarias para asegurar su conservación.
—No tengo el menor interés en someterla a ningún tipo de prueba —manifestó el senador categóricamente.
—En ese caso, ¿para qué quiere esta pequeña, muy pequeña, muestra?
—Para mi madre —respondió Ashley simplemente—. Deseo colocarla en la urna que guarda sus cenizas la próxima vez que vaya a mi casa, de forma que sus restos se mezclan con el Huésped Divino. Su urna está junto a la de mi padre en la repisa de la chimenea del viejo hogar.
Carol tuvo que reprimir una carcajada de desprecio al ver con cuánta facilidad y convicción mentía el senador. La misma noche que su jefe le había contado la historia de su pobre madre, había añadido que su padre no había permitido que la enterraran en el cementerio de su iglesia, y habían tenido que sepultarla en el solar del alfarero del pueblo.
—Creo —añadió Ashley—, que si ella hubiese podido formular un deseo, hubiese sido este, para ayudar a su alma inmortal a entrar en el paraíso eterno.
O’Rourke miró de nuevo al padre Maloney.
—No sé nada de las muestras recuperadas. ¿Lo sabe usted?
—No, Su Eminencia —respondió el sacerdote—. Pero podría averiguarlo. El arzobispo Manfredi, a quien usted conoce bien, está en Turín, y monseñor Garibaldi, a quien conozco bien, también está allí.
El cardenal se dirigió una vez más al senador.
—¿Se contentaría con unas pocas fibras?
—Eso es todo lo que pido —contestó Ashley—, aunque debo añadir que quisiera tenerlas lo antes posible, dado que pienso ir a mi casa en un futuro muy próximo.
—Si esta pequeña muestra del tejido estuviese disponible, ¿cómo se la haríamos llegar?
—Enviaría inmediatamente a un agente a Turín —manifestó Ashley—. No es algo que confiaría por las buenas al correo o ninguna mensajería comercial.
—Veremos qué se puede hacer —dijo el cardenal mientras se levantaba—. Supongo que no tardará en presentar la propuesta legislativa.
El senador también se levantó.
—El lunes por la mañana, Su Eminencia, si para entonces he tenido noticias suyas.
Las escaleras representaban un duro esfuerzo para el cardenal, y las subió lentamente, con varias pausas para recuperar el aliento. El problema principal a la hora de vestirse con las prendas de gala era que se sentía oprimido con tantas capas y con frecuencia le agobiaba el calor, sobre todo cuando subía las escaleras para ir a sus aposentos privados. El padre Maloney le seguía un escalón más abajo, y cuando el cardenal se detenía, él también.
Con una mano en la balaustrada, el cardenal apoyó la otra en la rodilla alzada. Respiraba con dificultad, y se pasó una mano por la frente sudorosa; estaba pálido. Había un ascensor, pero evitaba usarlo como si fuera una penitencia.
—¿Hay alguna cosa que pueda traerle, Su Eminencia? —preguntó el padre Maloney—. Se la podría traer, y de esa manera evitaría tener que subir estas escaleras tan empinadas. Ha sido una tarde agotadora.
—Muchas gracias, Michael —respondió el prelado—. Pero debo descansar si quiero aguantar la cena con el alcalde y el cardenal que nos visita.
—¿Cuándo quiere que llame a Turín? —preguntó el sacerdote, para aprovechar la pausa.
—Hoy mismo, pasada la medianoche —dijo O’Rourke, con voz entrecortada—. Serán las seis de la mañana en Italia, y podrá hablar con ellos antes de la misa.
—Es una petición sorprendente si se me permite decirlo, Su Eminencia.
—¡Desde luego! ¡Sorprendente y curiosa! Si la información del senador sobre las muestras es correcta, cosa que me sorprendería que no fuese conociendo como conozco al hombre, sería una petición fácil de complacer a la vista de que evita manipular el sudario. Sin embargo, en sus conversaciones con Turín, asegúrese de recalcar que el tema se debe mantener en absoluto secreto. Tiene que haber una confidencialidad total y ninguna documentación escrita. ¿Está claro?
—Perfectamente claro —respondió Michael—. ¿Tiene alguna duda sobre el uso que ha dicho el senador que dará a las muestras, Su Eminencia?
—Esa es mi única preocupación —declaró el prelado, mientras cogía fuerzas. Comenzó a subir el último tramo—. El senador es un genio de la negociación. Estoy seguro de que no quiere la muestra para realizar ninguna prueba no autorizada, pero quizá esté intercambiando favores con alguien que sí está interesado en hacerlas. El Santo Padre ha dispuesto ex cátedra que el sudario no debe ser sometido a nuevas indignidades científicas y estoy plenamente de acuerdo. Pero más allá de eso, creo que es una noble causa cambiar unas pocas fibras sagradas por la oportunidad de asegurar la viabilidad económica de la Iglesia. ¿Está de acuerdo conmigo, padre?
—Desde luego.
Llegaron al rellano, y el cardenal hizo otra pausa.
—¿Confía en que el senador hará lo que ha dicho referente a la legislación, Su Eminencia?
—Absolutamente —contestó el cardenal, sin la menor vacilación—. El senador siempre cumple con su parte del trato. Por ponerle un ejemplo, ha sido obra suya el programa de bonos escolares que salvará a nuestras escuelas parroquiales. A cambio, me ocupé de que tuviera el voto católico en su última reelección. Fue algo claramente ventajoso para ambas partes. Ahora, el intercambio propuesto no está tan claro. En consecuencia, si queremos arreglar este asunto, y como una medida de seguridad adicional, quiero que vaya a Turín para ver quién recoge la muestra y luego siga a la muestra para ver a quién se entrega. De esa manera, estaremos en condiciones de anticiparnos a cualquier resultado potencialmente negativo.
—¡Su Eminencia! No se me ocurre una misión más agradable.
—¡Padre Maloney! —replicó el cardenal vivamente—. Esta es una comisión muy seria y no algo pensado para su disfrute. Espero la más absoluta discreción y compromiso.
—¡Por supuesto, Su Eminencia! No pretendía insinuar nada menos.