Viernes, 22 de febrero de 2002. Hora: 14.35
Stephanie se despertó muy temprano y de inmediato comenzó a ocuparse de los detalles del proyecto Butler. Su intuición negativa respecto a tratar la enfermedad de Parkinson que padecía el senador no había cambiado, pero había demasiadas cosas que hacer como para obsesionarse con sus sentimientos. Incluso antes de ducharse había utilizado su ordenador portátil para enviar una serie de mensajes referentes a la biopsia al senador.
Primero, quería tener la biopsia lo antes posible; segundo, quería estar absolutamente segura de que fuese una muestra de todo el grosor de la piel, porque necesitaría las células más profundas de la dermis; y tercero, quería que la muestra se la enviaran sumergida en un caldo de cultivo de tejido y no congelada o enfriada. Estaba segura de que la muestra se conservaría sin problemas a temperatura ambiente hasta que llegara a su laboratorio en Cambridge, donde podría tratarla apropiadamente. El objetivo era crear un cultivo de los fibroblastos del senador, y a partir de sus núcleos crear las células para el tratamiento. Siempre había obtenido mejores resultados con las células frescas que con las congeladas cuando realizaba el RSHT seguido de la transferencia nuclear, o clonación terapéutica, como insistían algunas personas en llamar al proceso.
Para sorpresa de Stephanie y a pesar de lo temprano de la hora, el senador le respondió al mensaje sin tardanza, una prueba de que no solo era madrugador sino que estaba comprometido con el proyecto, había dicho la noche anterior. En su mensaje le aseguraba que ya había llamado a su médico y que en cuanto le respondiera, él le comunicaría sus recomendaciones e insistiría en que se siguieran al pie de la letra.
Daniel se mostró muy activo desde el momento en que apartó las mantas. Él también conectó su ordenador portátil, para enviar una serie de mensajes. Vestido solo con un albornoz del hotel, escribió un mensaje a un grupo de inversores de riesgo en la costa Oeste que había manifestado su interés en invertir en CURE, pero que no estaban dispuestos a hacer ninguna aportación hasta no saber qué pasaría con el proyecto de ley del senador Butler. Daniel quería hacerles saber que el proyecto estaba destinado a dormir el sueño de los justos en los archivos del subcomité y que ya no representaba una amenaza. También le hubiese gustado explicarles cómo se había enterado, pero no podía hacerlo. No esperaba que los posibles inversores le respondieran hasta al cabo de unas cuantas horas, dado que eran las cuatro de la mañana en la costa Oeste cuando envió su mensaje por la red. Sin embargo, tenía confianza en la respuesta.
Se permitieron el lujo de pedir que les sirvieran el desayuno en la habitación. A insistencia de Daniel, incluyó un ramo de mimosas. Con un tono divertido, le comentó a Stephanie que ya se podía ir acostumbrando a ese estilo de vida, porque sería el habitual en cuanto CURE se convirtiera en una empresa pública.
—Estoy un poco harto de la pobreza académica —declaró—. ¡Vamos a figurar en la lista de los mejores, y nos comportaremos como tales!
A las nueve y cuarto se llevaron una sorpresa cuando los llamaron de la recepción para comunicarles que un mensajero había traído un paquete con el sello de URGENTE enviado por la doctora Claire Schneider. El recepcionista preguntó si deseaban que se lo subieran a la habitación, y ambos respondieron afirmativamente. Tal como suponían, en el paquete estaba la biopsia de la piel de Butler, y ambos se sintieron impresionados por la eficacia del senador. Había llegado unas cuantas horas antes de lo esperado.
Con la biopsia en su poder, pudieron coger el vuelo de las diez y media a Boston, y llegaron al aeropuerto Logan unos minutos después de las doce. Después de un viaje en taxi todavía más espeluznante que los de Washington, al menos en opinión de Daniel, con un taxista paquistaní en un vehículo destartalado, llegaron al edificio de apartamentos Appleton Street donde vivía Daniel. Se cambiaron y después de un almuerzo rápido fueron en el Ford Focus de Daniel hasta el local de CURE en Athenaeum Street, East Cambridge. La compañía ocupaba un local en la planta baja a la derecha de la entrada.
Cuando Daniel había fundado CURE, la empresa ocupó casi toda la planta baja del renovado edificio de oficinas del siglo XIX, pero después, con la escasez de fondos, el primer recorte fue el de espacio. En la actualidad, solo conservaba una décima parte del original, con un único laboratorio, dos despachos pequeños y una recepción. Luego se marchó el personal no esencial. Ahora trabajaban Daniel y Stephanie, que no cobraban sus salarios desde hacía cuatro meses, un científico llamado Peter Conway, Vicky McGowan que oficiaba de telefonista, recepcionista y secretaria, y tres técnicos de laboratorio que muy pronto se reducirían a dos o quizá incluso uno, aunque Daniel no había tomado aún una decisión en firme. No había tocado para nada la junta de directores, el consejo asesor científico, y el comité de ética, y no pensaba comentarles absolutamente nada del caso Butler.
—Son solo las dos y treinta y cinco —comentó Stephanie, después de cerrar la puerta—. Diría que vamos muy bien de horario, si tenemos en cuenta que nos levantamos en Washington.
Daniel se limitó a un gruñido. Ahora mismo prestaba atención a Vicky, que le entregó un montón de mensajes telefónicos, algunos de los cuales necesitaban una explicación. Entre ellos estaba el del grupo de inversores de la costa Oeste que habían llamado en lugar de responder al e-mail de Daniel. Según Vicky, no estaban muy satisfechos con la información recibida y exigían más detalles.
Stephanie dejó que Daniel se ocupara de los temas económicos y se fue a su laboratorio. Saludó a Peter, que estaba sentado delante de uno de los microscopios diseccionadores. Mientras Daniel y Stephanie viajaban a Washington, él se había quedado para mantener en marcha todos los experimentos de la compañía.
Dejó el ordenador portátil en la mesa de laboratorio que utilizaba como escritorio; su despacho privado había caído en el recorte de espacio. Con el frasco de la biopsia de Butler en la mano, fue a una zona de trabajo del laboratorio. Sacó el trozo de piel con unas pinzas, lo picó, y luego puso el material picado en un caldo de cultivo fresco, junto con varios antibióticos. Vació el preparado en un frasco, lo metió en la incubadora, y volvió a su mesa.
—¿Qué tal han ido las cosas por Washington? —le preguntó Peter. Era un hombre de constitución delgada que parecía un adolescente, a pesar de ser mayor que Stephanie. Sus características más notables eran sus prendas andrajosas y una larga cabellera rubia recogida en una coleta. Stephanie siempre había pensado que podría haber sido un modelo ideal de la época hippie.
—No ha estado mal —respondió Stephanie sin más detalles. Ella y Daniel habían decidido no hablar con los demás del senador Butler hasta después de aplicar el procedimiento.
—¿Así que seguimos funcionando? —quiso saber Peter.
—Eso parece. —Enchufó el ordenador y lo encendió. En cuestión de segundos, se conectó a la red.
—¿Llegará el dinero de San Francisco? —insistió Peter.
—Tendrás que preguntárselo a Daniel. Intento mantenerme apartada de los temas financieros.
Peter captó el mensaje implícito y volvió a su trabajo.
Stephanie había estado impaciente por averiguar más cosas de la Sábana Santa de Turín desde el momento en que Daniel le había propuesto que fuese su contribución inicial al proyecto Butler. Había pensado en hacerlo aquella mañana después de ducharse y antes de recibir la biopsia del senador, pero después decidió no hacerlo porque conectarse a la red a través del módem le parecía terriblemente lento, mal acostumbrada como estaba por la conexión de banda ancha de CURE. Además, le había parecido una tontería conectarse y tener que interrumpirse. Ahora disponía de toda la tarde.
Fue al buscador Google, escribió «Sábana Santa» y clicó BUSCAR. No tenía idea de lo que podía esperar. Aunque recordaba unas vagas referencias sobre el sudario de cuando ella era una niña y todavía católica practicante. Tras las noticias que había leído en su primer año de universidad de que la datación del carbono 14 había determinado que se trataba de una falsificación, no había vuelto a pensar en la reliquia en años y había supuesto que a los demás les había pasado lo mismo. Después de todo, ¿a quién podía interesar una falsificación del siglo XIII? Pero un par de segundos más tarde, cuando Google acabó la búsqueda, comprendió que estaba en un error. Sorprendida, miró el número de entradas: ¡más de 28 300!
Stephanie marcó el link de la primera página web, titulada «El Sudario de Turín», y durante la hora siguiente se encontró totalmente desbordada por la cantidad de información disponible. En la introducción de la página, leyó que el sudario era «el objeto más estudiado de toda la historia humana». Con su relativamente escaso conocimiento del tema, le pareció una declaración a todas luces extraordinaria, sobre todo si tenía en cuenta su interés por la historia en general; se había licenciado en química, pero también había hecho un curso intermedio de historia. Además leyó que muchos expertos no tenían nada claro que los resultados de las dataciones de carbono hubiesen demostrado que el sudario no era del siglo I. Como científica y conocedora de la fiabilidad de la datación del carbono 14, no conseguía entender cómo alguien podía defender esa opinión y estaba ansiosa por averiguarlo. Pero antes de hacerlo, buscó en la red las fotografías del sudario, que se ofrecían en formato positivo y negativo.
Stephanie se enteró de que la primera persona que había fotografiado el sudario en 1898 se había sorprendido al comprobar que las imágenes eran mucho más nítidas en el negativo, y a ella le pasó lo mismo. La imagen en positivo era débil, y sus intentos por ver la figura le recordó uno de sus pasatiempos juveniles veraniegos: intentar ver rostros, figuras, o animales en las infinitas variaciones de las nubes. Pero en negativo, ¡la imagen era sorprendente! Correspondía claramente a un hombre que había sido golpeado, torturado, y crucificado, y que planteaba la pregunta de cómo un falsificador medieval podía haberse anticipado al descubrimiento de la fotografía. Aquello que en positivo no era más que manchones ahora eran impresionantes churretes de sangre. Cuando miró de nuevo la imagen en positivo, le sorprendió que la sangre hubiese retenido el color rojo.
Stephanie volvió al menú principal de la página del sudario de Turín, y clicó en el botón marcado PREGUNTAS MÁS FRECUENTES. Una de las preguntas era si se habían hecho pruebas de ADN en el sudario. Dominada por la excitación, marcó la pregunta. La respuesta decía que investigadores tejanos habían encontrado rastros de ADN en las manchas de sangre, aunque había algunas dudas referentes a la procedencia de la muestra. También estaba el problema de la contaminación de ADN producida por la cantidad de personas que habían tocado el sudario a lo largo de los siglos.
La página también incluía una extensa bibliografía, y Stephanie la consultó. Una vez más, se sorprendió al ver la cantidad de títulos. Ahora que le había picado la curiosidad y como amante de los libros, leyó unos cuantos títulos. Salió de la página del sudario, y buscó la de una librería, donde aparecían unos cien libros, muchos de los cuales eran los mismos de la página del sudario. Después de leer unas cuantas reseñas, seleccionó unos cuantos que quería tener inmediatamente. Se sintió muy interesada por las obras de Ian Wilson, un erudito que había estudiado en Oxford, que al parecer presentaba los dos lados de la controversia referente a la autenticidad del sudario a pesar de estar convencido de que era auténtico, y con esto se refería no solo a que era del siglo I, sino que era la mortaja de Jesucristo.
Stephanie cogió el teléfono y llamó a la librería local. Se alegró cuando le informaron de que tenían uno de los títulos que le interesaban. Era The Turin Shroud: The Illustrated Evidence de Ian Wilson y Barrie Schortz, un fotógrafo profesional que había sido miembro de un equipo norteamericano que había analizado a fondo el sudario en 1978. Stephanie pidió que se lo reservaran.
Volvió a la página de la librería, y pidió que le enviaran otros cuantos libros. Hecho esto, se levantó y cogió el abrigo colgado del respaldo de la silla.
—Voy a la librería —le gritó a Peter—. Voy a recoger un libro sobre el sudario de Turín. Por pura curiosidad, ¿qué sabes de él?
—Hummm —dijo Peter, al tiempo que hacía una mueca como si le costara mucho pensar—. Sé el nombre de la ciudad donde lo tienen.
—Hablo en serio —le advirtió Stephanie.
—Bueno, te lo diré de otra manera. He escuchado mencionarlo, pero no es algo que aparezca con frecuencia en las conversaciones que tengo con mis amigos. Si me presionaran, diría que es una de esas cosas que la iglesia medieval utilizaba para avivar el fuego religioso que mantenía los cepillos llenos, como las astillas de la cruz y las uñas de los santos.
—¿Crees que es auténtico?
—¿Te refieres a si es la mortaja de Jesucristo?
—Sí.
—¡Diablos, no! Demostraron que era una falsificación hace diez años.
—¿Qué pasaría si te dijera que es el objeto más investigado en la historia de la humanidad?
—Te preguntaría qué has estado fumando.
Stephanie se echó a reír.
—Gracias, Peter.
—¿Por qué me das las gracias? —replicó Peter, obviamente confuso.
—Me preocupaba que mi falta de conocimientos sobre el sudario de Turín fuera algo único. Me tranquiliza saber que no lo es. —Stephanie se puso el abrigo y se dirigió hacia la puerta.
—¿A qué viene este súbito interés en el sudario de Turín? —le gritó Peter.
—No tardarás en saberlo —le respondió Stephanie por encima del hombro. Cruzó la recepción en diagonal y asomó la cabeza en el despacho de Daniel. Se sorprendió al verlo inclinado sobre la mesa con la cabeza entre las manos.
—Eh —exclamó Stephanie—. ¿Estás bien?
Daniel levantó la cabeza y parpadeó. Tenía los ojos enrojecidos, como si se los hubiera estado frotando, y su rostro estaba más pálido de lo habitual.
—Sí, estoy bien —contestó, con un tono de cansancio. No quedaba ni rastro del entusiasmo anterior.
—¿Qué pasa?
Daniel sacudió la cabeza mientras miraba la mesa cubierta de papeles. Exhaló un suspiro.
—Dirigir esta organización es como mantener a flote una barca que se hunde achicando el agua con un dedal. La gente de San Francisco se niega a seguir financiándonos hasta que no les diga por qué estoy tan seguro de que el proyecto de ley no saldrá del subcomité. No se lo puedo decir, porque si lo hago, acabará filtrándose, y entonces lo más probable es que Butler se eche atrás y dé curso al proyecto de ley. En ese caso, se habrá acabado todo.
—¿Cuánto dinero nos queda?
—Casi nada —se lamentó Daniel—. El mes que viene para estas fechas, tendremos que recurrir a nuestra línea de crédito solo para pagar las nóminas.
—Eso nos da el mes que necesitamos para tratar a Butler —señaló Stephanie.
—¡Vaya suerte! —exclamó Daniel con un tono sarcástico—. Me irrita profundamente que debamos detener nuestras investigaciones y tratar con tipos como Butler y posiblemente con aquellos payasos de Nassau. Es un verdadero crimen que la investigación médica se haya politizado en este país. Nuestros padres fundadores que insistieron en la separación entre la iglesia y el estado se estarán revolviendo en sus tumbas al ver que unos cuantos políticos utilizan sus supuestas creencias religiosas para impedir lo que indudablemente sería el mayor avance en el tratamiento médico.
—Todos sabemos lo que realmente está detrás de todo este jaleo en contra de la biotecnología.
—¿De qué estás hablando?
—En realidad es la política contra el aborto disfrazada —declaró Stephanie—. El tema es que estos demagogos quieren que el cigoto sea considerado como un ser humano con todos los derechos constitucionales, con independencia de cómo se formó y sin preocuparse del futuro del cigoto. Es una postura ridícula, pero con todo si se diera, habrá que olvidarse de Roe contra Wade.
—Probablemente tengas razón —admitió Daniel. Exhaló un suspiro que sonó como el aire que escapa de un neumático—. ¡Qué situación más absurda! La historia se preguntará qué clase de personas éramos para permitir que un tema absolutamente personal como el aborto fuese una rémora social a lo largo de los años. Nosotros tomamos muchas de nuestras ideas sobre los derechos del individuo, el gobierno, y desde luego nuestro derecho consuetudinario de Inglaterra. ¿Por qué no podemos seguir la orientación británica a la hora de tratar los temas éticos de la biociencia reproductiva?
—Esa es una muy buena pregunta, pero no nos servirá de nada preocuparnos por la respuesta en estos momentos. ¿Qué se ha hecho de tu entusiasmo por tratar a Butler? ¡Hagámoslo! En cuanto acabemos de tratarlo, ya no se podrá echar atrás en lo convenido, incluso si se produce una filtración a los medios, porque tendremos su firma en el documento de descargo. Me refiero a que una vez que esté curado, podrá enfrentarse a la prensa negando sin más cualquier acusación de una motivación política. Lo que no podrá hacer es negar un documento firmado.
—Has dado en el clavo —señaló Daniel.
—¿Qué hay del dinero de Butler? —preguntó Stephanie—. A mí me parece que es la pregunta clave en estos momentos. ¿Hemos recibido alguna comunicación al respecto?
—Ni siquiera se me ha ocurrido comprobarlo. —Daniel abrió el correo para consultar su cuenta particular—. Aquí hay un mensaje que debe ser de Butler. Lleva un archivo adjunto cifrado. Esto promete.
Daniel abrió el archivo. Stephanie se acercó para mirar por encima de su hombro.
—Yo diría que es muy prometedor —comentó—. Nos facilita el número de una cuenta en un banco de las Bahamas, y por lo que se ve, ambos estamos autorizados a retirar fondos.
—Hay un link con la página del banco —dijo Daniel—. Veamos si podemos consultar cuánto dinero ha depositado en la cuenta. Eso nos dirá hasta qué punto se toma en serio todo este asunto.
Al cabo de un minuto, Daniel se echó hacia atrás en la silla. Miró a Stephanie, y ella le devolvió la mirada. Se habían quedado boquiabiertos.
—¡Yo diría que se lo toma muy en serio! —opinó Stephanie—. ¡Desesperado!
—Pues a mí me ha dejado de piedra. Esperaba un ingreso de diez o veinte mil dólares. Ni siquiera en un momento de locura hubiese pensado en cien mil. ¿Cómo se las habrá apañado para conseguir esa cantidad con tanta rapidez?
—Te dije que tenía una serie de comités de acción política que se dedican a recaudar fondos. Lo que me pregunto es si alguna de las personas que contribuyen han imaginado alguna vez en qué se gastaría el dinero. Resulta toda una ironía si son unos conservadores recalcitrantes como me imagino que son.
—Eso es algo que no nos concierne —declaró Daniel—. Además, nunca nos gastaremos cien mil dólares. Claro que es una tranquilidad saber que están disponibles. ¡Venga, a trabajar!
—Yo ya he comenzado el cultivo de fibroblastos con la biopsia de piel.
—Excelente. —Daniel comenzó a recuperar el entusiasmo de primera hora de la mañana. Hasta le volvieron los colores—. Me pondré ahora mismo a averiguar lo que pueda sobre la clínica Wingate.
—Me parece estupendo —dijo Stephanie mientras caminaba hacia la puerta—. Volveré dentro de una hora.
—¿Adónde vas?
—A una librería del centro —le respondió Stephanie por encima del hombro. Titubeó un momento al llegar al umbral—. Me tienen reservado un libro. Después de comenzar el cultivo, busqué información sobre el sudario de Turín. Debo decir que he tenido muy buena suerte en el reparto de trabajo. El sudario está resultando ser un tema muchísimo más interesante de lo que imaginaba.
—¿Qué has averiguado?
—Lo suficiente para engancharme, pero te daré un informe completo dentro de veinticuatro horas.
Daniel sonrió, saludó con el pulgar levantado y se volvió de nuevo hacia la pantalla del ordenador. Utilizó un buscador para consultar un listado de las clínicas de reproducción asistida. Encontró la página web de la clínica Wingate, y se conectó.
Echó un vistazo a las primeras páginas. Tal como esperaba, se referían al centro en los términos más encomiables para atraer a los clientes. En la sección titulada «conozca a nuestro equipo», leyó los antecedentes profesionales de los directivos, donde figuraban el fundador y director ejecutivo, doctor Spencer Wingate; el jefe de los servicios de investigación y laboratorio, doctor Paul Saunders y la directora de los servicios clínicos, doctora Sheila Donaldson. Las presentaciones eran tan brillantes como la descripción de la clínica, aunque Daniel opinaba que los tres individuos habían estudiado en escuelas de segundo y tercer orden, y lo mismo se podía decir de sus programas de formación.
Al final de la página, encontró lo que buscaba: un número de teléfono. También había una dirección de correo electrónico, pero Daniel quería hablar directamente con alguno de los directivos, ya fuese Wingate o Saunders. Cogió el teléfono y marcó el número. La llamada fue atendida de inmediato por una operadora muy amable que le ofreció un breve elogio de la clínica antes de preguntarle con quién quería hablar.
—Con el doctor Wingate —respondió Daniel. Decidió que lo mejor era comenzar por arriba.
Tuvo que esperar unos segundos antes de que le pasaran con otra mujer tan amable como la anterior. Le preguntó cortésmente cuál era su nombre antes de decirle si el doctor Wingate estaba disponible. Cuando Daniel se lo dijo, la respuesta fue inmediata.
—¿Es el doctor Daniel Lowell de la Universidad de Harvard?
Daniel hizo una pausa, mientras pensaba en cuál sería la mejor respuesta.
—He estado en Harvard, aunque ahora tengo mi propia compañía.
—Ahora mismo le paso con el doctor Wingate —dijo la secretaria—. Sé que estaba esperando hablar con usted.
Daniel puso cara de sorpresa y apartó el auricular de la oreja para mirarlo incrédulo, como si el teléfono pudiera explicarle la inesperada respuesta de la secretaria. ¿Cómo podía Spencer Wingate estar esperando hablar con él? Sacudió la cabeza.
—¡Buenas tardes, doctor Lowell! —dijo una voz con un marcado acento de Nueva Inglaterra, y una octava más alto de lo que Daniel hubiese esperado—. Soy Spencer Wingate, y me alegra mucho escucharlo. Esperábamos que nos llamara la semana pasada, pero no importa. ¿Le importaría aguardar un momento mientras llamo al doctor Saunders para que se ponga en la línea? Solo será un minuto, pero, ya que estamos, podríamos aprovechar para que sea una conferencia, porque el doctor Saunders está tan ansioso como yo de hablar con usted.
—De acuerdo —asintió Daniel amablemente, aunque su asombro iba en aumento. Echó la silla hacia atrás, puso los pies encima de la mesa, y se pasó el teléfono a la mano izquierda para poder tamborilear con un lápiz en la mesa. La respuesta de Wingate a su llamada lo había pillado totalmente por sorpresa y sintió una cierta ansiedad. Tenía muy presentes las advertencias de Stephanie respecto a cualquier relación con estos infames personajes.
El minuto se convirtió en cinco. Cuando Daniel comenzaba a preguntarse si se habría cortado la comunicación, Spencer reapareció en la línea. Jadeaba un poco.
—¡Muy bien, ya estoy aquí! ¿Tú qué dices, Paul? ¿Estás ahí?
—Aquí estoy —respondió Paul, al parecer desde una extensión en otra sala. A diferencia de la voz de Spencer, la suya era profunda, con un claro tono nasal del Medio Oeste—. Es un placer hablar con usted, Daniel, si me permite llamarlo por su nombre de pila.
—Como usted quiera.
—Muchas gracias, y por favor llámeme Paul. No es necesaria tanta formalidad entre amigos y colegas. Permítame decirle que me entusiasma la idea de trabajar con usted.
—Lo mismo digo —declaró Spencer—. ¡Diablos! Todo el personal de la clínica lo está. ¿Cuándo vendrá por aquí?
—Verán, esa es una de las razones por las que llamo —explicó Daniel que intentaba mostrarse diplomático, aunque le consumía la curiosidad—. Ante todo, me gustaría saber cómo es que esperaban mi llamada.
—Por el explorador o como quiera que se denomine su trabajo —respondió Spencer—. ¿Cómo dijo que se llamaba, Paul?
—Marlowe.
—¡Eso es! Bob Marlowe —dijo Spencer—. Después de visitar la clínica, nos informó de que usted nos llamaría la semana siguiente. No hace falta decir, que nos llevamos una desilusión cuando no recibimos su llamada. Pero ahora que nos ha llamado, aquello ya es agua pasada.
—Nos encanta que quiera utilizar nuestras instalaciones —manifestó Paul—. Será un honor trabajar con usted. Ahora espero que no le importe si reflexiono en voz alta sobre lo que tiene pensado, porque Bob Marlowe fue muy vago, pero supongo que desea ensayar su ingenioso procedimiento RSHT en un paciente. Me refiero a que si no es eso, ¿por qué otra razón estaría dispuesto a prescindir de su propio laboratorio y de todos los grandes hospitales de Boston? ¿Acierto en mi suposición?
—¿Cómo se ha enterado del RSHT? —preguntó Daniel. No estaba muy seguro de querer referirse a sus motivos cuando apenas si habían comenzado a hablar.
—Leímos su sobresaliente artículo en Nature —contestó Paul—. Era brillante, sencillamente brillante. Su importancia fundamental para la biociencia me recordó mi propio trabajo: «Maduración in vitro de los ovocitos humanos». ¿Lo ha leído?
—Todavía no —respondió Daniel, dispuesto a seguir actuando con tacto—. ¿En qué revista se publicó?
—En The Journal of Twentyfirst Century Reproductive Technology —le informó Spencer.
—No he tenido la ocasión de leer ningún número. ¿Quién la publica?
—Nosotros —manifestó Paul, orgulloso—. Aquí mismo, en la clínica Wingate. Estamos comprometidos con la investigación tanto como con los servicios clínicos.
Daniel puso los ojos en blanco. Sin la crítica de sus pares, las autopublicaciones científicas eran una tontería, y se sintió impresionado con la acertada descripción de los dos hombres que le había hecho Butler.
—El procedimiento RSHT nunca se ha utilizado en humanos —comentó Daniel, que eludió de nuevo responder a la pregunta de Paul.
—Lo sabemos —apuntó Spencer—, y esa es una de las muchas razones por las que nos entusiasmaría que se hiciera aquí por primera vez. Estar a la última es precisamente la reputación que la clínica Wingate intenta conseguir.
—La FDA no verá con buenos ojos que se realice un procedimiento experimental fuera de un protocolo aprobado —señaló Daniel—. Nunca darían su aprobación.
—Por supuesto que no lo aprobarían —admitió Spencer—. Nosotros lo sabemos muy bien. —Se echó a reír y Paul le hizo coro—. Pero aquí en las Bahamas no es necesario que la FDA se entere, dado que no tienen jurisdicción.
—Si yo fuera a practicar el RSHT en un humano, tendría que ser en el más absoluto secreto —dijo Daniel, en una admisión indirecta de sus planes—. No se podrá divulgar y obviamente no se podrá utilizar para la promoción de la clínica.
—Somos conscientes de ello —replicó Paul—. Spencer no pretendía decir que lo fuéramos a utilizar inmediatamente.
—¡Cielos, no! —exclamó Spencer—. Pensaba en utilizarlo solo después de que fuera del conocimiento público.
—Tendré que reservarme el derecho de decidir cuándo podría ser —dijo Daniel—. Ni siquiera me he planteado utilizar esto para promocionar el RSHT.
—¿No? —preguntó Paul—. Entonces, ¿por qué quiere hacerlo?
—Por razones estrictamente personales. Estoy seguro de que el RSHT funcionará en los humanos con la misma eficacia que en los ratones. Pero necesito demostrármelo a mí mismo con un paciente y así tener la fortaleza que necesito para enfrentarme a los ataques de la derecha política. No sé si estarán enterados, pero ahora mismo me enfrento a un posible veto del Congreso a mi procedimiento.
Se produjo una pausa un tanto violenta en la conversación. Al exigir el secreto y negarles cualquier posible campaña publicitaria en un futuro próximo, Daniel le estaba negando a la clínica Wingate algunas de las razones para su cooperación. Intentó pensar a la desesperada en algo que le permitiera amortiguar la desilusión, y cuando ya se disponía a hablar y posiblemente empeorar las cosas, Spencer rompió el silencio:
—Supongo que podemos respetar su deseo de mantener el secreto. Pero si no vamos a conseguir ningún beneficio publicitario por su colaboración con nosotros en un plazo relativamente corto, ¿en qué clase de compensación ha pensado por el uso de nuestras instalaciones y servicios?
—Estamos dispuestos a pagar —respondió Daniel.
Siguió otro silencio. Daniel intuyó que la negociación no iba por buen camino, y le asustó la posibilidad de desaprovechar la ocasión de utilizar la clínica Wingate para el tratamiento de Butler. Si tenía en cuenta las limitaciones de tiempo, dicha pérdida sería el final del proyecto. Comprendió que debía ofrecer algo más. Entonces recordó las palabras del senador sobre la vanidad de los dos médicos. Hizo de tripas corazón y añadió:
—Más adelante, después de que la FD A apruebe el RSHT para uso general, podríamos publicar un artículo conjunto sobre el caso.
Daniel hizo una mueca. La idea de aparecer como coautor de un artículo con aquellos tipejos era algo doloroso, aunque se dijo que podría retrasarlo indefinidamente. Sin embargo, a pesar de la oferta, el silencio continuó, y el miedo de Daniel fue creciendo. En aquel momento recordó su propia respuesta a la exigencia de Butler de utilizar la sangre de la Sábana Santa de Turín para el RSHT, así que lo mencionó con la explicación de que el paciente había insistido en ello. Incluso propuso el mismo título para el artículo que le había sugerido a Stephanie en tono de guasa.
—¡Ese sería un artículo bomba! —opinó Paul sorpresivamente—. ¡Me encanta! ¿Dónde lo podríamos publicar?
—En cualquier revista —dijo Daniel sin comprometerse—. Science o Nature. La que ustedes prefieran. No creo que pusieran ninguna pega.
—¿Se puede hacer el RSHT con la sangre de la Sábana Santa de Turín? —preguntó Spencer—. Si no recuerdo mal, esa cosa tiene una antigüedad de quinientos años.
—Di mejor unos dos mil —intercaló Paul.
—¿No se demostró que era una falsificación medieval? —replicó Spencer.
—No vamos a entrar ahora en una discusión sobre su autenticidad —dijo Daniel—. No tiene importancia para nuestros propósitos. Si el paciente quiere creer que es auténtico, nosotros de acuerdo.
—Sí, pero ¿funcionará en la práctica? —insistió Spencer.
—El ADN estará fragmentado, tenga quinientos o dos mil años —le recordó Daniel—. En cualquier caso, ese no es un problema. Solo necesitamos unos fragmentos, que buscarán nuestras sondas RSHT después de la amplificación PCR. Uniremos enzimáticamente todo lo que necesitemos para los genes completos. Funcionará.
—¿Por qué no el The New England Journal of Medicine? —sugirió Paul—. ¡Sería el no va más para la clínica! Me encantaría colar algo en esa publicación tan repipi.
—Pues claro —dijo Daniel, aterrorizado ante la idea—. ¿Por qué no?
—A mí también comienza a gustarme —declaró Spencer—. ¡Esa es la clase de artículo que sería recogido por la prensa como si fuese oro puro! Aparecería en todos los periódicos. Diablos, ya veo a todos los presentadores de los informativos de televisión hablando del tema.
—No me cabe la menor duda de que tiene razón —afirmó Daniel—. Pero no lo olviden, hasta que el artículo no se publique, hay que mantener todo este asunto en el más absoluto secreto.
—Lo comprendemos —dijo Spencer.
—¿Cómo hará para conseguir una muestra de la Sábana Santa? —preguntó Paul—. Tengo entendido que la Iglesia católica la tiene guardada en una especie de cápsula espacial.
—Se están ocupando del tema mientras mantenemos esta conversación —respondió Daniel—. Nos han prometido la asistencia de las más altas jerarquías eclesiásticas.
—¡No sé cómo lo conseguirá si no conoce al Papa! —comentó Paul.
—Quizá tendríamos que hablar del coste —sugirió Daniel, ansioso por cambiar de tema ahora que se había superado la crisis—. No queremos que haya ningún malentendido.
—¿De qué tipo de servicios estamos hablando? —quiso saber Paul.
—El paciente que trataremos sufre de la enfermedad de Parkinson —explicó Daniel—. Necesitaremos personal de quirófano y un equipo estereotáxico para la implantación.
—Disponemos del quirófano —dijo Paul—, pero no tenemos un equipo estereotáxico.
—Eso no es problema —apuntó Spencer—. Podemos pedirlo prestado al hospital Princess Margaret. El gobierno de las Bahamas y la comunidad médica de la isla han apoyado decididamente la instalación de la clínica. Estoy seguro de que les encantará ayudar. Sencillamente no les diremos para qué lo vamos a utilizar.
—Necesitaremos los servicios de un neurocirujano —añadió Daniel—. Alguno que sea discreto.
—No creo que tampoco tengamos problemas por ese lado —afirmó Spencer—. Hay varios en la isla que, en mi opinión, están infrautilizados. Estoy seguro de que podremos llegar a un acuerdo con alguno de ellos. No sé exactamente cuánto querrá cobrar, pero sí le garantizo que le costará mucho menos que en Estados Unidos. Calculo que le pedirá doscientos o trescientos dólares.
—¿No cree que pueda haber problemas con la confidencialidad?
—En absoluto —contestó Spencer—. Todos están buscando trabajo. Como cada vez son menos los turistas que alquilan monopatines, se han reducido notablemente los traumas craneales. Lo sé porque dos cirujanos han venido a la clínica para dejar sus tarjetas.
—Suena maravilloso —opinó Daniel—. Aparte de eso, solo necesitamos poder usar parte de su laboratorio. Supongo que disponen de un laboratorio donde hacen su trabajo reproductivo.
—Se sorprenderá cuando vea nuestro laboratorio —afirmó Paul con un tono de orgullo—. ¡Dispone de los equipos más modernos y es mucho más que un laboratorio de reproducción asistida! Además de mí, tenemos a varios técnicos de primera fila a su disposición que tienen experiencia en la transferencia de núcleos y que están ansiosos por aprender el procedimiento RSHT.
—No necesitaremos la asistencia de personal de laboratorio. Nosotros haremos nuestro propio trabajo celular. Lo que necesitamos son ovocitos humanos. ¿Hay alguna posibilidad de que nos los puedan suministrar?
—¡Por supuesto! —dijo Paul—. Los ovocitos son nuestra especialidad y muy pronto serán los que nos darán de comer. Es nuestra intención suministrarlos en un futuro a todo Estados Unidos. ¿Cuál es el tiempo del que dispone?
—Los necesitamos lo antes posible. Esto puede parecer un exceso de optimismo, pero quisiéramos estar preparados para un implante dentro de un mes. Nos vemos limitados en el tiempo, con un margen muy pequeño impuesto por el paciente voluntario.
—No hay ningún problema —le informó Paul—. ¡Podemos suministrarle los ovocitos mañana mismo!
—¿De verdad? —preguntó Daniel. Le pareció demasiado bueno para ser cierto.
—Podemos suministrarles los ovocitos cuando usted quiera —repitió Paul. Luego añadió con un tono divertido—: ¡Incluso en festivos!
—Estoy impresionado —dijo Daniel sinceramente—. Y mucho más tranquilo. Me preocupaba que pudiera retrasarnos conseguir los ovocitos. Sin embargo, eso nos lleva otra vez a los costes.
—Excepto por los ovocitos, no sabemos qué podemos cobrar —dijo Spencer—. En honor a la verdad, nunca se nos ocurrió que alguien quisiera utilizar nuestra clínica. Vamos a hacerlo lo más sencillo posible: ¿Qué le parecen veinte mil dólares por el quirófano, incluido el personal, y otros veinte mil por el laboratorio?
—Me parece bien. ¿Qué me dice de los ovocitos?
—Quinientos dólares por unidad —respondió Paul—. Le garantizamos un mínimo de cinco divisiones con cada uno o se los cambiamos.
—Me parece justo. ¡Pero tienen que ser frescos!
—Frescos del día —afirmó Paul—. ¿Cuándo vendrá?
—Los volveré a llamar dentro de unas horas o esta noche. En el peor de los casos, mañana. Tenemos que darnos prisa.
—Estaremos aquí —dijo Spencer, y colgó.
Daniel colgó el teléfono lentamente. En cuanto apartó la mano, soltó un grito de alegría. Tenía el fuerte presentimiento de que, a pesar de los últimos retrocesos, CURE, el RSHT, y su propio destino volvían al camino correcto.
El doctor Spencer Wingate mantuvo la mano bronceada sobre el teléfono después de colgar mientras reflexionaba sobre la conversación que acababa de mantener con el doctor Daniel Lowell. No había ido como había imaginado ni como esperaba y se sentía desilusionado. Cuando dos semanas antes había surgido inesperadamente el tema de que el famoso investigador quería utilizar la clínica Wingate, lo había tomado como algo providencial, dado que acababan de abrir las puertas después de ocho meses de construcción. En su mente, la asociación profesional con un hombre que según Paul podía ganar un premio Nobel hubiese sido una magnífica manera de anunciar al mundo que Wingate volvía a la actividad después del lamentable fracaso en Massachusetts el pasado mes de mayo. Pero tal como se habían planteado las cosas, no habría ningún anuncio. Los cuarenta mil dólares podían venir bien, pero era una miseria comparados con el dinero que habían gastado en la construcción y el equipamiento de la clínica.
La puerta del despacho, que había quedado entreabierta cuando Spencer volvió después de buscar a su segundo, se abrió del todo. En el umbral apareció la figura baja y fornida del doctor Paul Saunders. La amplia sonrisa que destacaba en su rostro dejaba a la vista los dientes cuadrados y muy separados. Era obvio que no compartía la desilusión de Spencer.
—¿Te lo imaginas? —le soltó Paul—. ¡Vamos a publicar un artículo en The New England Journal of Medicine! —Se dejó caer en una silla delante de la mesa de Spencer y comenzó a agitar los brazos en alto como si hubiese ganado una etapa del Tour de Francia—. Será sensacional. «La clínica Wingate, la Sábana Santa de Turín y el RSHT se combinan para la primera cura de la enfermedad de Parkinson». ¡Fabuloso! La gente hará cola en la puerta.
Spencer se reclinó en la silla y entrelazó las manos detrás de la cabeza. Miró al director de investigación, un título que Paul había insistido en tener, con cierta condescendencia. Paul era un trabajador animado por su proyecto, pero tendía a ser excesivamente entusiasta, y carecía del sentido práctico necesario para dirigir correctamente una empresa. En el tiempo en que la clínica estaba en Massachusetts, había conseguido casi hundirla financieramente. De no haber sido porque Spencer había hipotecado la clínica hasta la última piedra y había sacado del país la mayoría de los fondos, ahora estarían en la ruina.
—¿Por qué estás tan seguro de que habrá un artículo? —preguntó Spencer.
El rostro de Paul se ensombreció.
—¿De qué estás hablando? Acabamos de discutirlo ahora mismo con Daniel. Hasta tenemos el título. Él mismo lo propuso.
—Lo propuso, pero ¿cómo podemos estar seguros de que lo hará? Estoy de acuerdo en que sería fantástico si lo hiciera, pero también podría postergarlo indefinidamente.
—¿Por qué demonios haría algo así?
—No lo sé, pero por alguna razón el secreto parece estar por encima de todo, y un artículo destaparía el tema. No querrá escribir el artículo, al menos en el plazo que nos interesa, y si seguimos adelante y lo hacemos sin él, probablemente negará cualquier participación. Si eso sucede, nadie querrá publicarlo.
—En eso tienes toda la razón —admitió Paul.
Los dos hombres se miraron el uno al otro a través de la extensión de la mesa de Spencer. Un avión que se disponía a aterrizar en el aeropuerto internacional de Nassau atronó el espacio por encima de sus cabezas. La clínica estaba situada muy cerca del aeropuerto por el lado oeste, en un terreno árido donde solo crecían matojos. Había sido el único lugar donde habían podido comprar a precio razonable un solar amplio que se pudiera vallar adecuadamente.
—¿Crees que ha sido sincero cuando dijo que utilizaría la Sábana Santa? —preguntó Paul.
—Eso no lo sé. En cualquier caso, me ha parecido un tanto sospechoso. Tú ya me entiendes.
—Pues a mí me ha picado la curiosidad.
—No me malinterpretes —dijo Spencer—. La idea es interesante y, desde luego, es apropiada para un artículo científico rematadamente bueno y como noticia a nivel internacional, pero cuando lo unes todo, incluido el tema del secreto, hay algo decididamente sospechoso en este asunto. ¿Tú te has creído su explicación cuando le preguntaste por qué se tomaba todas estas molestias?
—¿Te refieres a que quería demostrarse a sí mismo que el RSHT funcionaba?
—Eso es.
—No del todo, aunque es verdad que el Senado norteamericano está considerando prohibir el RSHT. Ahora que lo dices, también me parece que aceptó el precio que le diste sin pensárselo ni un segundo, como si el precio no tuviese importancia.
—Estoy de acuerdo contigo. No tenía idea de cuánto podía pedir por el uso de nuestras instalaciones, y me inventé una cantidad a la espera de una contraoferta. Diablos, a la vista de la prisa que se dio, bien podría haberle pedido el doble.
—¿Tú cómo lo ves?
—Creo que el tema importante es la identidad del paciente —opinó Spencer—. Es la única cosa que parece tener sentido.
—¿Quién puede ser?
—No lo sé. Pero si tuviese que adivinar por obligación, diría primero que es un familiar, y si no es así, entonces creería que es alguien rico, alguien muy rico y posiblemente famoso. Me creo mucho más esto último.
—¡Rico! —repitió Paul. En su rostro apareció la sombra de una sonrisa—. Una cura que podría costar millones.
—Efectivamente, y por lo tanto, creo que deberíamos trabajar con la hipótesis de que es alguien rico y famoso. Después de todo, ¿por qué Daniel Lowell tiene que embolsarse millones mientras que a nosotros solo nos dan cuarenta mil?
—Eso significa que debemos averiguar la identidad del paciente.
—Confiaba en que vieras este asunto desde mi punto de vista. Me preocupaba que pudieras conformarte con el mero hecho de trabajar con un investigador de renombre.
—¡Diablos, no! —exclamó Paul—. De ninguna manera, cuando no podemos obtener los beneficios de la promoción que esperábamos. Incluso dio a entender que no recibiremos ningún conocimiento sobre el RSHT cuando dijo que se encargaría de su propio trabajo celular. Había creído que nos dejaría participar. Todavía quiero aprender el procedimiento, así que cuando vuelva a llamarle, dile que forma parte del paquete.
—Será un placer decírselo —manifestó Spencer—. También le diré que queremos la mitad del dinero por anticipado.
—Dile también que queremos una consideración especial cuando en el futuro otorguen licencias para explotar el RSHT.
—Esa es una muy buena idea —admitió Spencer—. Veré lo que puedo hacer a la hora de renegociar nuestro acuerdo sin modificar el precio fijado. No quiero asustarlo. Mientras tanto, ¿qué te parece si tú te encargas de averiguar la identidad del paciente? Eso es algo que tú puede hacer mucho mejor que yo.
—Lo tomaré como un cumplido.
—Es un cumplido.
—Buscaré a Kurt Hermann, nuestro jefe de seguridad, ahora mismo. —Paul se levantó—. Le encantan esta clase de encargos.
—Dile a nuestro deshonrosamente licenciado boina verde, o lo que demonios fuera, que procure matar al menor número de personas posible. Después de todas las inversiones y esfuerzos que hemos hecho, no quiero que nos vean con malos ojos en esta isla.
Paul se echó a reír.
—En realidad es un tipo muy cuidadoso y discreto.
—No es eso lo que tengo entendido —replicó Spencer. Levantó las manos para indicar que no quería discutir—. No creo que las putas de Okinawa a las que maltrató lo consideren precisamente cuidadoso, y se le fue un poco la mano cuando estábamos en Massachusetts, pero no hablemos más. Admito que es bueno en su trabajo; si no fuera así no lo tendríamos en nómina. Solo hazme el favor de decirle que sea discreto. Es todo lo que pido.
—Se lo diré. De todas maneras, recuerda que como ninguno de nosotros, incluido Kurt, puede regresar a Estados Unidos, probablemente no podrá conseguir gran cosa hasta que Daniel, su equipo, y el paciente lleguen aquí.
—No pido milagros —afirmó Spencer.