Jueves, 21 de febrero de 2002. Hora: 20.15
A Carol le pareció que en la modesta casa del senador en Arlington, Virginia, estaban encendidas todas las luces cuando entró en el camino de coches. Miró su reloj. Con las extravagancias del tráfico de Washington, no sería lo más fácil del mundo llegar a la Union Station a las nueve en punto. Confiaba en haberlo calculado bien, aunque las cosas no habían comenzado auspiciosamente. Había tardado diez minutos más de lo planeado en venir desde su apartamento en Foggy Bottom a la casa de Ashley. Afortunadamente, había añadido en su plan un margen de error de quince minutos.
Puso el freno de mano, y sin apagar el motor, se dispuso a bajar del vehículo. Pero no fue necesario que se expusiera a la llovizna helada que caía en el exterior. Se abrió la puerta principal de la casa, y apareció el senador. Detrás de él, vio a su rubicunda esposa que parecía el epítome de una feliz vida doméstica, con un delantal blanco con volantes sobre el vestido de algodón a cuadros. Al reparo de la galería, y al parecer en obediencia a sus órdenes, el senador consiguió abrir su paraguas después de un par de intentos. Lo que al principio del día habían sido unos pocos copos de nieve se había convertido en lluvia mezclada con aguanieve.
Ashley comenzó a bajar la escalinata de su casa con el rostro oculto por la copa del paraguas. Se movía lenta y deliberadamente, y le dio tiempo a Carol para observar la figura fornida, ligeramente encorvada de un hombre que en otra vida hubiese podido ser un granjero o incluso un trabajador metalúrgico. Para Carol, no era una visión especialmente alegre ver acercarse a su jefe. Había algo claramente patético y deprimente en la escena. La cortina de lluvia y el color sepia contribuían a ello, lo mismo que el monótono vaivén de los limpiaparabrisas que trazaban implacables sus arcos sobre el cristal mojado. Sin embargo, para Carol era más lo que sabía que lo que veía. Aquí estaba un hombre al que había respetado casi hasta la reverencia, para quien había hecho innumerables sacrificios durante más de una década, pero que ahora era imprevisible y ocasionalmente incluso ruin. A pesar de todos los intentos que había hecho a lo largo del día, seguía sin saber por qué había insistido en el encuentro clandestino y políticamente arriesgado con el doctor Lowell, y debido a su insistencia en el más absoluto secreto, no había podido preguntarle a nadie más. Para empeorar todavía más las cosas, no podía evitar la sensación de que Ashley le había ocultado el motivo del encuentro exclusivamente por maldad, solo porque percibía instintivamente su desesperación por saberlo. Durante el último año, gracias a muchos inmerecidos comentarios sarcásticos, se había dado cuenta de que él envidiaba su relativa juventud y su buena salud.
Carol observó cómo Ashley se detenía al pie de la escalinata para acomodarse al terreno llano. Por un momento, pareció haberse convertido en una estatua, una metáfora de su prepotente tozudez, una cualidad que Carol había admirado cuando se trataba de sus creencias políticas populistas pero que ahora la irritaba. En el pasado, él había luchado por el poder que necesitaba para sacar adelante sus postulados conservadores. En cambio, ahora parecía luchar por el poder en sí mismo como si se hubiera hecho adicto a detentarlo. Siempre le había tenido por un gran hombre que sabía cuándo le había llegado el momento de apartarse, pero ahora ella no lo tenía muy claro.
Ashley comenzó a caminar lentamente; con el abrigo negro, los hombros caídos, y los pasos cortos arrastrando los pies, le recordó a un enorme pingüino. Ganó velocidad a medida que caminaba. Carol esperaba que diera la vuelta para sentarse en el asiento del acompañante, pero el senador abrió la puerta trasera izquierda. Notó el suave balanceo del vehículo cuando subió. Luego escuchó el golpe de la puerta al cerrarse y el ruido del paraguas cuando lo tiró al suelo.
Carol se volvió. Ashley estaba arrellanado en el asiento. En la débil luz grisácea del interior del coche, su rostro se veía pálido, casi fantasmagórico, y sus facciones vulgares se hundían en la carne como si las hubiesen marcado en una masa de pan cruda. Sus cabellos grises siempre bien peinados tenían el aspecto de un puñado de lana de acero. El reflejo de las luces de la casa en los cristales de sus gafas de montura ancha tenía algo de siniestro.
—Llegas tarde —protestó Ashley, sin el menor rastro de deje sureño en la voz.
—Lo siento —respondió Carol mecánicamente. Siempre se estaba disculpando—. Así y todo llegaremos a la hora. ¿Quiere que hablemos antes de ir a la ciudad?
—¡Conduce! —le ordenó Ashley.
Carol sintió cómo la dominaba la rabia. Pero se mordió la lengua, consciente de las consecuencias si manifestaba sus sentimientos. Ashley tenía una memoria de elefante para la más mínima afrenta y la malicia de sus venganzas era legendaria. La jefa de personal salió marcha atrás del camino de coches.
La ruta era sencilla con carreteras de acceso limitado durante la mayor parte del camino. Carol se dirigió hacia la autopista 395 sin ninguna dificultad al pillar todos los semáforos en verde. Cuando entró en la autopista, observó complacida que había muchos menos coches que quince minutos antes, y aceleró hasta la velocidad permitida. Segura de que cumpliría el horario previsto, se relajó un poco, pero cuando se acercaron al río Potomac, un reactor de pasajeros que despegaba del aeropuerto Reagan pasó con gran estruendo por encima de la autopista. Tensa como estaba, el súbito y terrible aullido de los motores la sorprendió hasta el punto que movió bruscamente el volante y el coche se desvió.
—Si no supiera que no puede ser —comentó Ashley, que rompió el silencio que había mantenido después de su brusca orden, y de nuevo con el deje sureño—, hubiera jurado por la memoria de mi madre que la turbulencia provocada por ese avión se extendió hasta la autopista. ¿Tienes el absoluto control de este vehículo, querida?
—Todo va bien —respondió Carol escuetamente. En este momento, le parecía insultante hasta el acento teatral del senador, porque sabía que lo manejaba a voluntad.
—He estado ojeando el informe que tú y el resto del equipo preparasteis sobre el buen doctor —prosiguió Ashley después de una breve pausa—. Casi me lo he aprendido de memoria. No puedo menos que felicitaros. Habéis hecho un gran trabajo. Creo que sé más de ese muchacho que él mismo.
Carol asintió con un gesto. Continuaron en silencio hasta que entraron en el túnel que pasaba por debajo del Washington Mall.
—Sé que estás enfadada conmigo —dijo Ashley sorpresivamente—, y sé la razón.
Carol miró al senador por el espejo retrovisor. Los destellos de luz de los azulejos del túnel le iluminaban el rostro de manera intermitente, cosa que le daba un aspecto más fantasmal que antes.
—Estás enfadada conmigo porque no he divulgado mis motivos para esta inminente reunión.
Carol lo miró de nuevo. Estaba sorprendida. La admisión era algo absolutamente fuera de contexto. Nunca había sugerido que conocía o que le importaban los sentimientos de Carol. Esta era una prueba más de su actual imprevisibilidad, y no sabía qué decir.
—Esto me recuerda una ocasión en que mi mamá se enfadó conmigo —añadió Ashley, que ahora añadió su tono anecdótico al deje. Carol gimió para sus adentros. Era un gesto que le resultaba insoportable—. Fue cuando yo levantaba un palmo del suelo. Quería ir a pescar yo solo en un río que estaba a un par de kilómetros de nuestra casa donde, según decía, los bagres tenían el tamaño de armadillos. Me marché antes del amanecer, cuando nadie más se había levantado, y le causé a mi madre una terrible preocupación. Cuando regresé a casa, estaba como loca. Me agarró del cuello y me preguntó por qué no le había pedido permiso para hacer semejante tontería a mi tierna edad. Le respondí que no le había pedido permiso porque sabía que me diría que no. Bien, Carol, querida, me encuentro en la misma situación ante este inminente encuentro con el doctor. Te conozco lo bastante bien como para saber que harías lo imposible para hacerme cambiar de opinión, y yo estoy decidido a hacerlo.
—Solo intentaría hacerlo si fuese en su mejor interés —replicó Carol.
—Hay ocasiones en que tus intenciones son absolutamente transparentes. La mayoría de las personas se negarían a creer tus verdaderos motivos, a la vista de tu aparentemente desinteresada devoción, pero yo te conozco mejor.
Carol tragó saliva. No sabía muy bien cómo interpretar el pomposo comentario de Ashley, pero sabía que no le interesaba ir por la dirección que sugería, porque era una indicación de que él sospechaba de sus secretas ambiciones.
—¿Al menos ha discutido este encuentro con Phil para estar seguro de sus potenciales implicaciones políticas?
—¡Santo cielo, no! No he hablado de este asunto con nadie, ni siquiera con mi esposa, bendita sea. Tú, los doctores, y yo somos los únicos que sabemos que tendrá lugar.
Carol salió de la autopista y se dirigió hacia Massachusetts Avenue. Se tranquilizó al ver que se acercaban a la estación, cosa que evitaría la posibilidad de que la conversación volviera al tema de sus metas no manifestadas. Miró su reloj. Las nueve menos cuarto.
—Llegaremos un poco antes de la hora —anunció.
—Entonces párate un poco —sugirió Ashley—. Preferiría llegar a la hora en punto. Ayudará a dar el tono correcto a la cita.
Carol giró a la derecha en North Capital y luego a la izquierda en la D. Era una zona conocida, dada su proximidad al edificio del Senado. Cuando se dirigió de nuevo a la estación, faltaban tres minutos para las nueve. Eran las nueve en punto cuando aparcó delante de la estación.
—Allí están —dijo Ashley, y señaló por encima del hombro de Carol. Daniel y Stephanie se protegían de la lluvia con un paraguas del Four Seasons. Destacaban entre la multitud por su inmovilidad. Todos los demás corrían a buscar refugio, ya fuera en el edificio de la estación o en los taxis que hacían cola.
Carol encendió por un momento las luces largas para llamar la atención de los doctores.
—No es necesario montar una escena —protestó Ashley—. Nos han visto.
Vieron cómo Daniel miraba su reloj antes de caminar hacia el vehículo. Stephanie le cogía el brazo izquierdo. La pareja se acercó a la ventanilla de Carol. Ella bajó el cristal.
—¿Señorita Manning? —preguntó Daniel despreocupadamente.
—¡Estoy en el asiento de atrás, doctor! —gritó Ashley antes de que Carol pudiese responder—. ¿Qué le parece si se sienta usted conmigo aquí atrás y su bella colaboradora se sienta delante con Carol?
Daniel se encogió de hombros antes de que él y Stephanie dieran la vuelta al coche. Cubrió a Stephanie con el paraguas mientras subía, y luego subió él a la parte de atrás.
—¡Bienvenido! —le saludó Ashley con un tono alegre, al tiempo que le extendía su mano de dedos gruesos—. Gracias por aceptar reunirse conmigo en una noche desagradablemente fría y lluviosa.
Daniel miró la mano del senador pero no hizo el menor gesto de estrechársela.
—¿Qué se le ha ocurrido, senador?
—Esto es lo que se llama un auténtico norteño —comentó Ashley con el mismo tono, mientras bajaba la mano sin parecer ofendido en lo más mínimo por el rechazo del científico—. Siempre dispuestos a ir por la vía rápida sin desperdiciar el tiempo en los refinamientos de la vida. Bien, que así sea. Ya habrá tiempo más tarde para los apretones de mano. Mientras tanto, mi propósito es que usted y yo nos conozcamos mejor. Verá, estoy profundamente interesado en sus conocimientos esculapianos.
—¿Dónde vamos, senador? —preguntó Carol, que miró a su jefe por el espejo retrovisor.
—¿Por qué no llevamos a estos buenos doctores a dar un paseo por nuestra bella ciudad? —sugirió Ashley—. Ve hacia el Tidal Basin para que puedan disfrutar del monumento más elegante de nuestra ciudad.
Carol puso el coche en marcha y fue hacia el sur. Carol y Stephanie se miraron la una a la otra en una rápida valoración.
—Aquí a la derecha tenemos el Capitolio —añadió Ashley, y lo señaló—. A nuestra izquierda está el Tribunal Supremo, un edificio cuya arquitectura me encanta, y la biblioteca del Congreso.
—Senador —manifestó Daniel—, con todo el debido respeto, que no es mucho, no me interesa que nos ofrezca un recorrido turístico por la ciudad, ni tampoco me interesa conocerle mejor, especialmente después de la parodia en la que nos hizo participar esta mañana.
—Mi querido, queridísimo amigo… —comenzó Ashley después de una breve pausa.
—¡Acabe de una vez con el rollo sureño! —le interrumpió Daniel despectivamente—. Además, que conste que no soy su queridísimo amigo. Ni siquiera soy su amigo.
—Doctor, con el debido respeto, que en mi caso es sincero, se hace usted un flaco favor con todas esas afrentas. Si me lo permite le daré un pequeño consejo: esta mañana perjudicó su propia causa cuando permitió que sus emociones dominaran su considerable intelecto. A pesar de su muy claramente manifestada animosidad hacia mí, deseo negociar con usted de hombre a hombre y mejor dicho de caballero a caballero un tema muy importante y delicado. Ambos tenemos algo que el otro desea, y si queremos conseguir nuestros deseos, ambos tendremos que hacer algo que preferiríamos no hacer.
—Habla usted con acertijos —protestó Daniel.
—Quizá sí —admitió Ashley—. ¿He captado su interés? No añadiré nada más a menos que esté convencido de ello.
Ashley escuchó el suspiro de impaciencia de Daniel. Por su lenguaje corporal imaginó que el doctor había puesto los ojos en blanco, aunque no podía estar seguro dada la oscuridad del interior del vehículo. El senador esperó mientras Daniel miraba fugazmente a través de la ventanilla los edificios del instituto Smithsoniano.
—El mero hecho de admitir su interés no le obliga ni lo amenaza en ningún sentido —añadió—. Nadie más excepto aquellos que estamos en este vehículo está enterado de esta reunión; siempre, claro está, que usted no se lo haya comunicado a alguien.
—Me hubiese sentido muy avergonzado.
—Prefiero hacer caso omiso de sus groserías, doctor, de la misma manera que esta mañana hice caso omiso de la falta de cortesía que me demostró con su atuendo, su desdeñoso lenguaje corporal y sus ataques verbales. Como corresponde a un caballero, podría haberme dado por ofendido, pero no lo hice. ¡Así que ahórrese la molestia! Lo que quiero saber es si está interesado en negociar.
—¿Se puede saber exactamente qué debo negociar?
—La viabilidad de su compañía, su actual carrera, sus oportunidades de convertirse en famoso, y quizá lo más importante de todo, la oportunidad de evitar el fracaso. Tengo razones para creer que el fracaso es su fobia particular.
Daniel miró a Butler en la penumbra del coche. El senador fue consciente de la fuerza de la mirada del científico, a pesar de que no podía verla. Se animó al comprobar que poco a poco iba consiguiendo captar su interés.
—¿Cree usted que soy una persona especialmente sensible al fracaso? —replicó Daniel, con una voz que había perdido parte de su tono sardónico.
—No me cabe la menor duda —afirmó Ashley—. Es usted una persona tremendamente competitiva, algo que, combinado con su capacidad intelectual, ha sido la fuerza impulsora de su éxito. Pero a las personas tremendamente competitivas no les gusta fracasar, sobre todo cuando parte de su motivación es escapar de su pasado. A usted le ha ido bien y ha progresado mucho desde sus años en Revere, Massachusetts, y, sin embargo, su peor pesadilla es un fracaso que lo llevara de nuevo a sus raíces infantiles. No es una preocupación racional, si tenemos en cuenta sus credenciales, pero de todas maneras le acosa.
Daniel soltó una carcajada desabrida.
—¿Cómo es que se le ha ocurrido esta teoría absolutamente ridícula y estrafalaria? —preguntó.
—Sé muchísimas cosas de usted, amigo mío. Mi padre siempre me decía que el conocimiento era el poder. Dado que nosotros dos tendremos que negociar, me aproveché de mis considerables recursos, incluidos mis contactos en el FBI, para averiguar todo lo posible sobre su compañía y su persona. A fuer de sincero, lo sé todo de usted y de su familia desde hace generaciones.
—¿Me ha hecho investigar por el FBI? —exclamó Daniel, atónito—. Me resulta difícil de creer.
—¡Pues créalo! Le indicaré algunos de los puntos destacados de lo que ha resultado ser una historia muy interesante. En primer término, está directamente emparentado con la familia Lowell de Nueva Inglaterra, que se menciona en la famosa descripción de la sociedad de Boston donde los Lowell solo hablaban con los Cabot y los Cabot solo hablaban con Dios. ¿O era al revés? Carol, ¿me puedes ayudar?
—Lo ha dicho bien, senador —respondió Carol.
—Me tranquiliza. No quiero perjudicar mi credibilidad apenas iniciado el discurso. Desafortunadamente, doctor, su parentesco con los famosos Lowell no le ha sido de ninguna ayuda. Al parecer, el borracho de su abuelo fue expulsado de la familia y, lo que es más importante, desheredado después de oponerse a los deseos familiares, primero al abandonar los estudios para alistarse como soldado de infantería en la Primera Guerra Mundial, y luego, cuando lo licenciaron, casándose con una chica de clase media baja de Medford. Por lo que se sabe fue tan terrible la experiencia que vivió en Europa durante la guerra que estaba psicológicamente incapacitado para reintegrarse a una sociedad privilegiada. Esto, desde luego, era muy distinto a la situación de sus hermanos y hermanas, que no habían ido a la guerra y que disfrutaban al máximo de los excesos de los locos años veinte y quienes, incluso a pesar del riesgo de convertirse en alcohólicos, estaban acabando sus carreras y se casaban con personas de su mismo nivel social.
—Senador, esto no me resulta nada divertido. ¿Podemos ir al grano?
—Paciencia, amigo mío. Permítame que continúe con mi historia. Al parecer el beodo de su abuelo paterno tampoco fue un buen padre ni un modelo para sus diez hijos, uno de los cuales fue su padre. El refrán «De tal palo tal astilla» es ciertamente aplicable a su padre, que prestó servicio en la Segunda Guerra Mundial. Aunque consiguió no acabar alcohólico perdido, tampoco fue un buen padre ni un modelo para sus nueve hijos, y creo que está de acuerdo conmigo. Afortunadamente, con su competitividad, su capacidad intelectual, y por no haber tenido que vivir la experiencia de la guerra en Vietnam, ha conseguido romper la espiral descendente, pero no sin algunas heridas.
—Senador, por última vez, a menos que me diga en qué está pensando con palabras, insistiré en que nos lleven de regreso a nuestro hotel.
—Ya se lo he dicho —contestó Ashley—. En cuanto subió al coche.
—Será mejor que me lo repita —se mofó Daniel—. Al parecer, fue algo tan sutil que lo pasé por alto.
—Le dije que estaba interesado en sus conocimientos esculapianos.
—Citar al dios de la medicina convierte todavía más todo esto en una adivinanza que no tengo paciencia para resolver. Seamos específicos, sobre todo dado que mencionó que esto era una negociación.
—De acuerdo. Específicamente, le ofrezco un trueque entre sus poderes como médico y mis poderes como político.
—Soy un investigador, no un médico con ejercicio.
—Así y todo es un médico, y las investigaciones que realiza son para curar a las personas.
—Siga.
—Lo que voy a decirle es la razón por la que estamos ahora manteniendo esta conversación. Pero necesito su palabra de caballero de que lo que voy a decirle será absolutamente confidencial, sea cual sea el resultado de esta reunión.
—Si es algo de verdad personal, no tengo ningún inconveniente en mantener el secreto.
—¡Excelente! ¿Y usted, doctora D’Agostino? ¿También tengo su palabra?
—Por supuesto —tartamudeó Stephanie, sorprendida por lo inesperado de la pregunta. Estaba sentada de lado, para mirar a los dos hombres. Llevaba en esa posición desde que el senador había comenzado a hablar sobre el miedo al fracaso de Daniel.
Carol tenía dificultades para seguir conduciendo y había disminuido la velocidad considerablemente. Fascinada por la conversación que tenía lugar en el asiento trasero, su mirada estaba más pendiente del reflejo de Ashley en el espejo retrovisor que de la carretera. Estaba segura de saber lo que Ashley se disponía a decir y ahora sospechaba cuál era el plan del senador. Estaba asombrada. El senador se aclaró la garganta.
—Desafortunadamente, me han diagnosticado la enfermedad de Parkinson. Para empeorar las cosas, mi neurólogo cree que tengo una variante de la dolencia que se desarrolla rápidamente. En la última visita incluso comentó que quizá pronto la enfermedad comience a afectar a mi capacidad cognitiva.
Durante unos instantes reinó en el coche el más absoluto silencio.
—¿Cuánto tiempo hace que lo sabe? —preguntó Daniel—. No he observado ningún temblor.
—Alrededor de un año. La medicación ha ayudado pero, como dijo mi neurólogo, cada vez hace menos efecto. Por lo tanto, mi enfermedad no tardará en ser del conocimiento público a menos que se haga algo y pronto. Mucho me temo que mi carrera política está en juego.
—Espero que toda esta pantomima no acabe en lo que estoy pensando —manifestó Daniel.
—Supongo que así es —admitió Ashley—. Doctor, quiero ser su cobaya o, más exactamente, uno de sus ratones. Según anunció con tanto orgullo esta mañana, ha tenido mucha suerte con sus ratones.
Daniel sacudió la cabeza.
—¡Esto es absurdo! ¿Quiere que lo trate como he tratado a nuestras ratas?
—Efectivamente, doctor. Ahora bien, sabía que no querría hacerlo por una multitud de razones, y por eso esta charla es una negociación.
—Iría contra la ley —intervino Stephanie—. La FDA nunca lo permitiría.
—No tenía la intención de informar a la FDA —respondió Ashley tranquilamente—. Sé lo entrometidos que llegan a ser en ocasiones.
—Tendría que hacerse en un hospital —señaló Stephanie—. Sin la aprobación de la FDA, ninguno lo permitiría.
—Ninguno en este país —le corrigió Ashley—. La verdad es que pensaba en las Bahamas. Es una buena época del año para ir a las Bahamas. Además, allí hay una clínica que satisfaría nuestras necesidades a la perfección. Hace seis meses, mi subcomité realizó una serie de audiencias sobre la falta de una regulación adecuada de las clínicas de esterilidad en este país. Una clínica llamada Wingate apareció durante las audiencias como ejemplo de cómo algunas de estas clínicas no hacen caso de las normas más básicas para de esa manera obtener unos cuantiosos beneficios. La clínica Wingate se trasladó no hace mucho a la isla de New Providence para eludir las pocas leyes aplicables a sus operaciones, que incluye algunos tratamientos muy dudosos. Pero lo que más me llamó la atención fue que estaban a punto de construir un centro de investigación y un hospital con los adelantos más modernos.
—Senador, hay unas razones muy claras por las que las investigaciones se hacen primero con los animales antes de pasar a los seres humanos. Hacer otra cosa es contrario a la ética en el mejor de los casos y una verdadera locura en todos los demás. No puede ser parte de algo semejante.
—Sabía que de entrada no le entusiasmaría la idea —señaló Ashley—. Por eso hablo de una negociación. Verá, estoy dispuesto a darle mi palabra de caballero de que mi proyecto de ley, el S. 1103, nunca saldrá de mi subcomité si usted acepta tratarme con su RSHT en el más absoluto secreto. Eso significa que podrá seguir adelante con su segunda línea de financiación, salvar a su compañía, y convertirse en el millonario empresario biotecnológico que aspira a ser. En cuanto a mí mismo, mi poder político todavía está en ascenso, y seguirá así, siempre y cuando desaparezca la amenaza del Parkinson. De esta manera, como una consecuencia de que cada uno de nosotros hará algo que preferiría no hacer, ambos saldríamos ganando.
—¿Qué está haciendo que no querría hacer? —preguntó Daniel.
—Acepto el riesgo de convertirme en una cobaya —declaró Ashley—. Soy el primero en admitir que preferiría que nuestros papeles estuvieran invertidos, pero así es la vida. También me arriesgo al castigo político de mis votantes conservadores que esperan que el subcomité dé el visto bueno al proyecto de ley S. 1103.
Daniel sacudió la cabeza con una expresión de asombro.
—Esto es un disparate.
—Hay algo más —dijo Ashley—. Consciente del riesgo que asumo al someterme a esta nueva terapia, no creo que nuestro intercambio de servicios esté igualado. Para rectificar ese desequilibrio y disminuir el riesgo, reclamo una intervención divina.
—Me da miedo preguntar a qué se refiere con una intervención divina.
—Si no lo he entendido mal, si acepta tratarme con su RSHT, necesitará un segmento de ADN de alguien que no tiene la enfermedad de Parkinson.
—Es correcto, pero no importa quién sea la persona. No es necesario que los tejidos sean compatibles, como en los trasplantes de órganos.
—A mí me importa quién sea la persona —replicó Ashley—. También tengo entendido que podría conseguir el pequeño segmento de ADN de la sangre.
—No podría obtenerlo de los glóbulos rojos, que no tienen núcleo —le explicó Daniel—. En cambio, podría sacarlo de los glóbulos blancos, que siempre encuentras en la sangre. Por lo tanto, sí, podría obtenerlo de la sangre.
—Agradezco al buen Dios que nos diera los glóbulos blancos —declaró Ashley—. Es la fuente de la sangre lo que ha captado mi interés. Mi padre era un ministro baptista, pero mi madre, Dios la tenga en su santa gloria, era una irlandesa católica. Ella me enseñó unas cuantas cosas que nunca he olvidado. Permítame que le haga una pregunta: ¿sabe algo sobre la Sábana Santa de Turín?
Daniel miró a Stephanie. Una desabrida sonrisa de incredulidad había aparecido en su rostro.
—Me criaron en la fe católica —manifestó Stephanie—. Sé lo que es la Sábana Santa.
—Eso lo sé yo también —intervino Daniel—. Es una reliquia religiosa que se decía que era la mortaja de Jesucristo, algo que se demostró como una falsedad hará unos cinco años.
—Es verdad —dijo Stephanie—. Pero fue hace más de diez años. Según la datación del carbono 14 es de mediados del siglo XIII.
—No me importa en lo más mínimo la datación del carbono 14 —proclamó el senador—. Sobre todo después de que fuera criticado por varios científicos de gran prestigio. Es más, incluso si el informe no hubiese sido puesto en duda, mi interés hubiera sido el mismo. El sudario tenía un lugar especial en el corazón de mamá, y se me pegó parte de su devoción cuando nos llevó a mí y a mis dos hermanos mayores a Turín para que lo viéramos cuando yo no era más que un chiquillo impresionable. Más allá de las dudas referentes a su autenticidad, el hecho innegable es que hay manchas de sangre en la tela. La mayoría está de acuerdo en ese punto. Quiero que el pequeño segmento de ADN que se necesita para el RSHT se obtenga de la Sábana Santa de Turín. Esa es mi exigencia y mi oferta.
Daniel no pudo contener una carcajada de desprecio.
—Esto es mucho más que ridículo. Es una locura. Además, ¿cómo podría conseguir una muestra de sangre de la Sábana Santa de Turín?
—Eso es cosa suya, doctor —señaló Ashley—. Pero estoy dispuesto y puedo ayudarle. Estoy seguro de que podré conseguir los detalles sobre cómo acceder a la mortaja a través de un arzobispo que conozco, y que siempre está dispuesto a intercambiar favores por una consideración política especial. Sé que han tomado muestras de las manchas de sangre de la mortaja para cederlas en préstamo, y que posteriormente fueron devueltas a la iglesia. Quizá se podría conseguir alguna, pero usted tendría que ir a recogerla.
—Me ha dejado sin respuestas —admitió Daniel, que hizo lo posible para evitar la burla.
—Eso es muy comprensible —manifestó Ashley—. Estoy seguro de que la oportunidad que le ofrezco lo ha pillado desprevenido. No espero que me responda inmediatamente. Como un hombre reflexivo, estoy seguro de que preferirá considerarlo a fondo. Mi propuesta es que me llame, y le daré un número especial para que lo haga. Pero me gustaría añadir que si no tengo noticias suyas mañana a las diez, aceptaré que ha decidido no aprovechar mi oferta. A las diez, le ordenaré a mi equipo que convoque al subcomité a la brevedad posible para que vote el proyecto de ley S. 1103, de forma tal que pase a consideración del pleno del comité y luego al Senado. Estoy seguro de que el grupo de presión del BIO ya le ha informado de que el S. 1103 será aprobado sin problemas.