Jueves, 21 de febrero de 2002. Hora: 11.05
Stephanie vio un taxi desocupado en medio de la jauría de coches, y levantó la mano, expectante. Daniel y ella habían seguido el consejo de uno de los guardias de seguridad del edificio del Senado y habían ido hasta Constitution Avenue con la esperanza de coger un taxi, pero no habían tenido mucha suerte. Lo que por la mañana había comenzado como un día frío y soleado había ido a peor. Unos oscuros nubarrones habían aparecido por el este, y con la temperatura muy cerca a los cero grados centígrados, había una clara posibilidad de que nevara. Al parecer, en tales condiciones climáticas, la demanda de taxis superaba ampliamente la oferta.
—Aquí viene uno —exclamó Daniel con un tono brusco, como si Stephanie tuviese algo que ver con la falta de taxis—. ¡No lo dejes pasar!
—Lo veo —replicó Stephanie con idéntica brusquedad.
Después de salir de la sala de la audiencia, ninguno de los dos había dicho más de lo mínimo necesario para decidirse a aceptar el consejo de caminar hasta Constitution Avenue. De la misma manera que los nubarrones habían estropeado la mañana, sus ánimos habían ido cambiando con el desarrollo de la audiencia.
—¡Maldita sea! —refunfuñó Stephanie cuando el taxi pasó como una exhalación. Fue como si el conductor llevara anteojeras. La mujer había hecho todo lo posible por detenerlo, excepto lanzarse delante del vehículo.
—Lo has dejado escapar —le reprochó Daniel.
—¿Que lo he dejado escapar? —gritó Stephanie—. Le he hecho señas. He silbado. Incluso he saltado. No he visto que tú hicieras ningún esfuerzo.
—¿Qué diablos vamos a hacer? —preguntó Daniel—. Aquí hace más frío que en el polo.
—Pues si se te ocurre alguna idea brillante, Einstein, dímela.
—¿Qué? ¿Es culpa mía que no haya taxis?
—Tampoco es culpa mía —replicó Stephanie.
Se arrebujaron en sus abrigos en un inútil intento por mantenerse calientes, pero ninguno de los dos hizo nada para acercarse al otro. Ninguno había traído un buen abrigo de invierno. Habían creído que no los necesitarían dado que iban a una ciudad seiscientos kilómetros más al sur.
—Ahí viene otro —avisó Daniel.
—Es tu turno.
Daniel levantó una mano y se aventuró en la calzada hasta donde creyó que era seguro. Casi de inmediato tuvo que correr de vuelta a la acera al ver que una furgoneta de reparto se le echaba encima. Gritó e hizo señas, pero el taxi pasó de largo entre la marea de coches.
—Bien hecho —comentó Stephanie.
—¡Cállate!
En el momento en que estaban a punto de darse por vencidos y emprender a pie el camino de regreso a lo largo de la avenida en dirección oeste, un taxista tocó la bocina. Había estado detenido en el semáforo de First Street y Constitution, y había visto las piruetas de Daniel. Cuando cambió la señal, giró a la izquierda y se acercó al bordillo.
Stephanie y Daniel subieron deprisa y se abrocharon los cinturones.
—¿Adónde? —preguntó el taxista que los miraba por el espejo retrovisor. Llevaba un turbante y tenía la piel bronceada como si acabara de pasar una semana de vacaciones en el Sahara.
—Al Four Seasons —le indicó Stephanie.
La pareja permaneció en silencio, cada uno entretenido en mirar a través de su respectiva ventanilla. Daniel fue el primero en iniciar el diálogo.
—Diría que la audiencia ha ido todo lo mal que podía ir.
—Fue peor —opinó Stephanie.
—No hay ninguna duda de que el cabrón de Butler conseguirá que aprueben su proyecto de ley, y cuando eso ocurra, según me han dicho en la Organización de la Industria Biotecnológica, recibirá la aprobación de todo el comité y del Senado.
—Así que adiós a CURE, Inc.
—Es una vergüenza que en este país la investigación médica esté prisionera de los políticos demagogos —afirmó Daniel, enfadado—. No tendría que haberme molestado en venir a Washington.
—Quizá no tendrías que haber venido. Quizá hubiese sido mucho mejor que viniera sola. Desde luego no has ayudado mucho al decirle a Ashley que se estaba pavoneando y que no tenía una mentalidad abierta.
Daniel se volvió para mirar fijamente la nuca de Stephanie.
—¿Cómo has dicho? —tartamudeó, rabioso.
—No tendrías que haber perdido el control.
—No me lo creo —exclamó Daniel—. ¿Estás sugiriendo que este resultado nefasto es culpa mía?
Esta vez Stephanie se volvió para responderle.
—Ser sensible a los sentimientos de las demás personas no es uno de tus puntos fuertes, y lo ocurrido en la audiencia es un ejemplo. ¿Quién sabe lo que hubiera ocurrido si no hubieses perdido la calma? Atacarlo de aquella manera fue poco acertado porque impidió cualquier clase de diálogo que hubieses podido mantener. Eso es lo único que digo.
El rostro pálido de Daniel se puso rojo.
—¡La audiencia fue una maldita farsa!
—Puede que sí, pero eso no justifica que se lo dijeras a Butler en la cara. Cortó de raíz cualquier posibilidad de éxito que pudiéramos tener, por pequeña que fuese. Creo que su objetivo era que te enfadaras para que quedaras mal, y lo consiguió. Fue su manera de desacreditarte como testigo.
—Me estás cabreando.
—Daniel, estoy tan enfadada con el resultado como lo estás tú.
—Sí, pero dices que es culpa mía.
—No, digo que tu comportamiento no ayudó en nada. Hay una diferencia.
—Pues tu comportamiento tampoco ayudó mucho. ¿Cómo es que nunca me dijiste que a tu hermano le acusan de actividades mafiosas? Lo único que me dijiste fue que era un inversor calificado. ¡Vaya calificaciones! Fue el momento perfecto para enterarme de algo absolutamente sórdido.
—Ocurrió después de que invirtiera en la compañía, y se publicó en los periódicos de Boston. Así que no es ningún secreto, aunque preferí no hablar del tema, al menos en el momento. Creí que la razón por la que no lo habías sacado a relucir era una muestra de consideración. Veo que estaba en un error.
—¿Preferiste no hablar del tema? —preguntó Daniel con un asombro exagerado—. Sabes que no pierdo el tiempo leyendo los periodicuchos de Boston. Por lo tanto, ¿de qué otra manera podía enterarme? Hubiera acabado enterándome de todas maneras porque Butler tenía razón. Si hubiésemos ido a buscar una segunda línea de financiación, hubiese salido que tenemos a un delincuente como inversor, y eso hubiese acabado con todo.
—Lo han acusado —replicó Stephanie—. No lo han condenado. Te recuerdo que en nuestro sistema de justicia eres inocente hasta que se demuestre que eres culpable.
—Esa es una mala excusa para no decírmelo —dijo Daniel, airado—. ¿Lo condenarán?
—No lo sé. —La voz de Stephanie perdió su tono cortante mientras se enfrentaba al sentimiento de culpa por no haber hablado a Daniel de su hermano. Había pensado en hablarle de la acusación pero siempre lo había dejado para el día siguiente.
—¿No tienes ni la más mínima idea? Resulta un tanto difícil de creer.
—Tenía algunas vagas sospechas —admitió Stephanie—. También las tuve respecto a mi padre, y Tony es quien se hizo cargo de los negocios de papá.
—¿De qué negocios estamos hablando?
—Negocios inmobiliarios y unos cuantos restaurantes, además de un restaurante y un café en la calle Hanover.
—¿Eso es todo?
—Eso es lo que no sé. Siempre me provocaron sospechas ver las idas y venidas a mi casa de toda clase de personas a cualquier hora del día y la noche, y que a las mujeres y a los niños nos mandaran salir del comedor después de las largas comidas familiares para que los hombres pudiesen hablar. En muchos sentidos, al verlo en retrospectiva, me parece que éramos la típica familia de pandilleros italoamericana. Desde luego no era en la escala que ves en las películas de gánsteres, pero muy parecido en un plan más humilde. Se esperaba que las mujeres nos dedicáramos a la cocina, el hogar y la iglesia sin interesarnos o meternos en cualquier tipo de negocio. Si quieres saber la verdad, todo aquello me resultaba muy molesto, porque los chicos del barrio nos trataban de otra manera. No veía la hora de marcharme, y fui lo bastante lista como para comprender que la mejor manera de lograrlo era ser una buena estudiante.
—Eso lo puedo entender —dijo Daniel. También su voz se hizo más suave—. Mi padre estaba metido en toda clase de negocios, y algunos de ellos bordeaban la estafa. El problema era que fracasaba en todos, con la consecuencia de que él y por lo tanto mis hermanos y yo nos convertimos en el hazmerreír de Revere, sobre todo en la escuela, al menos aquellos de nosotros que no formábamos parte de ningún grupo. El apodo de mi padre era el Perdedor, y desafortunadamente el apodo tiene tendencia a transmitirse.
—En mi caso, fue todo lo contrario —manifestó Stephanie—. Nos trataban con una deferencia que no era nada agradable. Ya sabes que a los adolescentes les gusta integrarse. Pues no me dejaron, y ni siquiera sabía la razón.
—¿Cómo es que nunca me has hablado de todo esto?
—¿Cómo es que tú nunca me has hablado de tu familia más que para decirme que tienes ocho hermanos a ninguno de los cuales, si se me permite decirlo, conozco? Yo al menos te he preguntado por tu familia en varias ocasiones.
—Una muy buena pregunta —opinó Daniel, distraído. Volvió a contemplar el exterior donde se veían unos pocos copos de nieve arrastrados por las rachas de viento. Sabía que la verdadera respuesta a la pregunta de Stephanie era que a él nunca le había importado su familia más que la propia. Se aclaró la garganta y se volvió hacia su compañera.
—Quizá nunca hablamos de nuestras familias porque ambos estamos avergonzados de nuestra infancia. Claro que también podría ser una combinación de eso con nuestra preocupación por la ciencia y fundar la compañía.
—Quizá —admitió Stephanie sin mucha convicción. Miró a través del parabrisas—. Es verdad que la vida académica siempre ha sido mi vía de escape. Por supuesto, mi padre nunca lo aprobó, pero eso solo sirvió para reforzar mi decisión. Demonios, no quería que estudiara. Creía que era una pérdida de tiempo y dinero, y afirmaba que debía casarme y tener hijos como hace cincuenta años atrás.
—A mi padre le avergonzaba que destacara tanto en las ciencias. Decía a todos que debía ser algo heredado de mi madre, como si fuese una enfermedad genética.
—¿Qué hay de tus hermanos y hermanas? ¿También pasaron por lo mismo?
—Hasta cierto punto, porque mi padre era una persona lo bastante miserable como para culparnos de sus fracasos. Decía que nos comíamos el capital que necesitaba para tener éxito de verdad en la última idea brillante que había tenido. Sin embargo, mis hermanos, que destacaban en los deportes, lo tenían un poco mejor, al menos cuando estaban en el instituto, porque mi padre era un fanático de los deportes. Pero volvamos otra vez a tu hermano, Tony. ¿De quién fue la idea de que invirtiera en CURE, suya o tuya? —La voz de Daniel recuperó parte de la brusquedad anterior.
—¿Esto se convertirá de nuevo en una discusión?
—Tú responde a la pregunta.
—¿Qué más da de quién fue la idea?
—Fue un tremendo error de juicio permitir a un posible, o probable, ya se verá, gángster que invirtiera en nuestra compañía.
—Creo que fue una combinación de los dos —manifestó Stephanie—. A diferencia de mi padre, se mostró interesado en mis actividades, y le dije que la biotecnología era un buen campo para invertir parte de las ganancias de los restaurantes.
—¡Estupendo! —exclamó Daniel con un tono sarcástico—. Confío en que te darás cuenta de que a los inversores en general no les gusta perder dinero, aunque se les haya advertido adecuadamente de los riesgos de una empresa que comienza. Supongo que eso es algo que un gángster da por sobreentendido. ¿Has escuchado alguna vez algo absolutamente desagradable como que te rompan las piernas?
—¡Por amor de Dios, es mi hermano! Nadie le romperá las piernas a nadie.
—Sí, pero yo no soy su hermano.
—Sugerir algo así es un insulto —replicó Stephanie. Volvió a mirar a través de la ventanilla. Por lo general, tenía una reserva de paciencia para aguantar los sarcasmos, el ego, y la negatividad antisocial de Daniel, gracias al respeto que sentía por su extraordinaria capacidad científica, pero en este momento y después de los acontecimientos de la mañana, se le estaba agotando.
—A la vista de las circunstancias, no tengo ningún interés en quedarme en Washington otra noche —manifestó Daniel—. Creo que deberíamos recoger nuestras cosas, y tomar el próximo avión del puente aéreo a Boston.
—Por mí, de acuerdo —dijo Stephanie bruscamente.
Se apeó del taxi por su lado mientras Daniel pagaba la carrera. Entró en el vestíbulo del hotel, casi sin darse cuenta de que él la seguía un par de pasos más atrás. Stephanie estaba lo bastante alterada como para plantearse qué haría cuando estuvieran en Boston. Dada su ofuscación mental en estos momentos, la idea de volver al apartamento de Daniel en Cambridge donde había estado viviendo no le resultaba en absoluto atractiva. La sugerencia de Daniel de que su familia era tan infame como para llegar a la violencia física era directamente un insulto. No tenía muy claro si alguien de su familia era un usurero o participaba en otras actividades dudosas, pero sí estaba absolutamente segura de que nunca habían atacado a nadie.
—¡Doctora D’Agostino, un momento por favor! —llamó uno de los recepcionistas.
Escuchar que alguien decía su nombre en voz alta en medio del vestíbulo sorprendió a Stephanie hasta el punto de que se detuvo bruscamente. Daniel chocó contra ella, con la consecuencia de que se le cayó la carpeta que llevaba.
—¡Maldita sea, ten un poco más de cuidado! —protestó Daniel, mientras se agachaba para recoger las hojas que se habían salido de la carpeta. Un botones acudió en su ayuda. Eran copias del procedimiento RSHT. Las había llevado a la audiencia por si se presentaba la oportunidad de distribuirlas y facilitar a los presentes la comprensión del procedimiento. Desafortunadamente, no había surgido la oportunidad.
Cuando Daniel acabó de recoger las hojas, Stephanie ya había vuelto de la recepción.
—Podrías haberme avisado de que ibas a parar —se quejó Daniel.
—¿Quién es Carol Manning? —replicó ella, sin hacerle caso.
—No tengo ni la más mínima idea. ¿Por qué lo preguntas?
—Tienes un mensaje urgente de su parte. —Stephanie le alcanzó una nota.
Daniel le echó un vistazo.
—Se supone que debo llamarla. Dice que es una emergencia. ¿Cómo puede ser una emergencia si ni siquiera sé quién es?
—¿Cuál es el código de área? —le preguntó Stephanie, mientras miraba por encima del hombro de su compañero.
—Dos, cero, dos. ¿Sabes tú a cuál corresponde?
—¡Por supuesto que sí! Es aquí mismo, en el distrito federal.
—¡Washington! —exclamó Daniel—. Bueno, solucionado el misterio. —Hizo una bola con el mensaje, se acercó al mostrador de la recepción, y le pidió a uno de los empleados que la tirara a la papelera.
Stephanie parecía haber echado raíces en el lugar donde le había entregado la nota a Daniel. Su mente funcionaba a toda velocidad mientras miraba a Daniel que iba hacia los ascensores. Llevada por una súbita decisión, se acercó rápidamente a la recepción, cogió la nota que el recepcionista todavía tenía en la mano mientras hablaba con uno de los huéspedes, y corrió detrás de su socio.
—Creo que deberías llamar —dijo, con voz entrecortada cuando lo alcanzó.
—¿Sí? —preguntó Daniel con un tono de arrogancia—. No lo creo.
Se abrió la puerta del ascensor. Daniel entró en la cabina. Stephanie lo siguió.
—No, creo deberías llamar. Después de todo, ¿qué puedes perder?
—Un poco más de mi autoestima —manifestó Daniel.
El ascensor comenzó a subir. La mirada de Daniel permaneció fija en la botonera. La de Stephanie permaneció fija en Daniel. Se abrió la puerta. Caminaron por el pasillo.
—Recuerdo el prefijo porque lo marqué la semana pasada cuando llamé al despacho del senador Ashley Butler. Si no recuerdo mal, el prefijo era dos, dos, cuatro, y si es así, entonces corresponde a la centralita del Senado.
—Razón de más para no llamar. —Daniel abrió la puerta de la habitación y entró. Stephanie lo siguió.
Mientras Daniel se quitaba el abrigo, Stephanie fue a sentarse a la mesa de la sala. Alisó la nota.
—Es dos, dos, cuatro —le gritó—. El urgente está subrayado. ¡Quizá el viejo carcamal haya cambiado de opinión!
—Eso es tan improbable como que la luna se caiga de su órbita —respondió Daniel. Se acercó a la mesa y miró el mensaje—. Es curioso. ¿Qué demonios de emergencia podría ser? Por un momento creí que era de algún periodista, pero eso es imposible si el número corresponde a la centralita del Senado. Sabes, me da lo mismo. Mostrarme dispuesto a cooperar con cualquiera que tenga la más mínima relación con el Senado es algo que no me interesa en este momento.
—¡Llama! No vaya a ser que escupas al cielo y acabes escupiéndote a la cara. Si no lo haces, lo haré yo. Me haré pasar por tu secretaria.
—¿Tú, una secretaria? ¡Qué divertido! ¡De acuerdo, venga, llama!
—Utilizaré el altavoz para que escuches la conversación.
—¡Fantástico! —se burló Daniel. Se tumbó en el sofá con la cabeza apoyada en uno de los brazos y los pies en el otro.
Stephanie marcó el número. Se escuchó un único timbrazo antes de que se efectuara la conexión. Una voz femenina dijo «Hola» con un tono brusco como si la persona hubiese estado esperando la llamada impacientemente.
—Llamo de parte del doctor Daniel Lowell. —La joven sostuvo la mirada de Daniel—. ¿Hablo con Carol Manning?
—Soy yo. Gracias por llamar. Es extremadamente importante que hable con el doctor antes de que se marche del hotel. ¿Está disponible?
—¿Puedo preguntar cuál es el motivo de la llamada?
—Soy la jefa de personal del senador Ashley Butler —respondió Carol—. Quizá me viera usted esta mañana. Estaba sentada detrás del senador.
Daniel se pasó el dedo índice por la garganta para indicarle a Stephanie que colgara. Ella no le hizo caso.
—Necesito hablar con el doctor —prosiguió Carol—. Tal como le dije antes, es extremadamente importante.
Daniel repitió el gesto de antes al que añadió una expresión de enfado, y lo hizo una tercera vez al ver que ella titubeaba.
Stephanie le replicó con un ademán que dejara de hacer muecas. Tenía claro que él no quería hablar con Carol Manning, pero no estaba dispuesta a colgar.
—¿El doctor está allí? —preguntó Carol.
—Está, pero no se puede poner en este momento.
Daniel puso los ojos en blanco.
—¿Puedo preguntar con quién hablo?
Stephanie titubeó una vez más mientras pensaba en qué decir, después de haberle dicho a Daniel que se haría pasar por su secretaria. Sin embargo, ahora que estaba al teléfono le pareció ridículo, así que acabó dando su nombre.
—¡Oh, bien! —respondió Carol—. Por lo que dijo el doctor Lowell en sus declaraciones, deduzco que es usted una colaboradora. ¿Puedo preguntar si su colaboración es cercana y quizá incluso personal?
En el rostro de Stephanie apareció una sonrisa agria. Por un momento miró el teléfono como si el aparato pudiera decirle por qué Carol Manning se había saltado las reglas de cortesía para formularle la pregunta. En circunstancias normales, Stephanie se habría enfadado. Ahora solo sirvió para aumentar su curiosidad.
—No quiero parecer descortés —añadió la jefa de personal, como si quisiera anticiparse a una dura respuesta por parte de Stephanie—. Esta es una situación un tanto violenta, pero me informaron de que se alojaban ustedes en la misma habitación. Confío en que comprenda que no es mi propósito entrometerme en su vida privada sino mostrarme lo más discreta posible. Verá, el senador quiere mantener una reunión secreta con el doctor Lowell, y en esta ciudad eso no es nada fácil, si tenemos en cuenta la importancia y la notoriedad del senador.
Stephanie abrió cada vez más la boca mientras escuchaba esta sorprendente propuesta. Incluso Daniel apartó los pies del brazo del sofá y se sentó.
—Esperaba —continuó Carol—, poderle comunicar este mensaje directamente al doctor Lowell de forma que solo el senador, el doctor, y yo tuviésemos conocimiento del encuentro. Es obvio que eso ya no es posible. Espero poder contar con su discreción, doctora D’Agostino.
—El doctor Lowell y yo trabajamos en estrecha colaboración —señaló Stephanie—. Puede usted contar con mi discreción. —Gesticuló frenéticamente para saber si Daniel quería intervenir en la conversación ahora que había tomado un giro del todo sorprendente. Daniel sacudió la cabeza y le indicó por señas que continuara.
—Nos gustaría poder concertar el encuentro para esta noche —dijo Carol.
—¿Puedo comunicarle al doctor Lowell el motivo de la reunión?
—No se lo puedo decir.
—Si no me lo dice, tendremos un problema. Sé que el doctor Lowell está muy disgustado con lo ocurrido en la audiencia de esta mañana. No tengo ninguna seguridad de que se muestre dispuesto a reunirse con el senador si no sabe que puede significarle algún beneficio. —Stephanie miró a Daniel, que cerró el puño y levantó el pulgar para comunicarle que aprobaba cómo estaba llevando el tema.
—Eso también es difícil para mí —comentó Carol—. Aunque soy la jefa de personal del senador y normalmente sé todo lo que pasa en este despacho, no tengo la más mínima idea de por qué el senador quiere reunirse con el doctor. El senador dijo que si bien el doctor Lowell podía estar molesto por las cosas dichas en la audiencia, debería evitar cualquier conclusión referente a la S. 1103 hasta después de la entrevista.
—Eso es un tanto vago.
—Es todo lo que puedo decir a tenor de la información de la que dispongo. En cualquier caso, insisto en la conveniencia de que el doctor acceda a la entrevista. Creo que le resultará beneficiosa. No se me ocurre ninguna otra razón para este encuentro. Se aparta de lo normal, y lo sé por experiencia personal. Llevo dieciséis años al servicio del senador.
—¿Dónde tendría lugar la reunión?
—El lugar más seguro sería un coche en marcha.
—Eso suena muy melodramático.
—El senador insiste en el máximo secreto, y como le dije antes, eso no es fácil en esta ciudad.
—¿Quién conduciría el coche?
—Yo.
—Si el doctor Lowell accede a la entrevista, insisto en estar presente.
Daniel volvió a poner los ojos en blanco.
—Dado que ya está enterada de la invitación, supongo que no habrá inconvenientes. En cualquier caso, para tener la certeza absoluta, tendré que consultar con el senador.
—¿Debo suponer que vendrá a recogernos al hotel?
—Mucho me temo que eso no podrá ser. El plan más seguro es que usted y el doctor Lowell vayan en taxi a la Union Station. A las nueve en punto, llegaré en un monovolumen Chevrolet negro con cristales tintados. El número de la matrícula es GDF471. Aparcaré delante mismo de la estación. Le daré el número de mi móvil por si surge algún problema.
Stephanie anotó el número que le dictó Carol.
—¿El senador puede confiar en que el doctor Lowell acudirá a la cita?
—Le transmitiré la información al doctor Lowell tal como me la ha comunicado.
—Eso es todo lo que pido. De todas maneras, quiero recalcar de nuevo lo extremadamente importante que es esta cita, tanto para el senador como para el doctor Lowell. El senador utilizó estas mismas palabras.
Stephanie le dio las gracias, dijo que la volvería a llamar en quince minutos y colgó. Miró a Daniel.
—Este es uno de los episodios más extravagantes en los que me he visto metido —comentó Stephanie—. ¿A ti qué te parece?
—¿Qué demonios se traerá entre manos el viejo carcamal?
—Mucho me temo que solo hay una manera de averiguarlo.
—¿De verdad crees que debo ir?
—Digámoslo de esta manera —respondió Stephanie—. Creo que sería una tontería de tu parte no ir. Dado que el encuentro es secreto, ni siquiera tendrás que preocuparte de perder un poco más de autoestima, a menos que te importe lo que Ashley Butler piense de ti, y sabiendo la opinión que te merece, no creo que sea el caso.
—¿Crees que Carol Manning no sabe nada de la razón para la cita?
—Sí, me lo creo. Capté un cierto resentimiento cuando lo dijo. Tengo la sensación de que el senador oculta algo en la manga que ni siquiera está dispuesto a compartir con su más íntima colaboradora.
—De acuerdo —aceptó Daniel con una cierta renuencia—. Llámala y dile que estaré en la estación a las nueve.
—Le diré que estaremos en la estación a las nueve. No mentí cuando le dije a la señorita Manning que quería estar presente. Insisto en ir.
—¿Por qué no? Podríamos celebrar una fiesta.