Jueves, 21 de febrero de 2002. Hora: 9.51
La puerta del despacho del senador Ashley Butler se abrió violentamente, y el senador salió como una tromba escoltado por su jefa de personal. Cogió al paso la hoja de papel que le ofreció su secretaria, Dawn, sin moverse de su mesa.
—Es su declaración de apertura de la audiencia del subcomité —le gritó la mujer al senador, que se alejaba por el pasillo en dirección a la puerta principal de la oficina. Dawn estaba acostumbrada a que no le prestara atención, y no se lo tomaba como algo personal. Dado que era ella quien mecanografiaba el programa del día del senador, sabía que Butler llegaba tarde. Ya tendría que haber estado en la sala donde se celebraría la audiencia para poder empezar a las diez en punto.
Butler se limitó a gruñir después de leer el primer párrafo del escrito y se lo pasó a Carol para que le echara una ojeada. Carol era algo más que la jefa de personal de Ashley, la que contrataba y despedía a sus empleados. Cuando llegaron a la sala de espera de la oficina, y el senador se detuvo para saludar y estrechar las manos de la media docena de personas que esperaban ser atendidas por sus ayudantes, Carol tuvo que intervenir para llevárselo hacia la puerta, si no querían llegar todavía más tarde.
Apuraron el paso en cuanto llegaron al vestíbulo de mármol del senador. A Butler le resultó un tanto difícil, porque notaba una cierta rigidez en las piernas a pesar de la medicación que le había recetado el doctor Whitman. Butler había descrito la rigidez como la sensación de alguien que intenta caminar con el fango hasta la cintura.
—¿Qué te parece la declaración de apertura? —preguntó Butler.
—No está nada mal hasta donde he leído —respondió Carol—. ¿Cree que Rob y Phil le han echado una ojeada?
—Eso espero —replicó el senador con un tono brusco. Caminaron unos metros en silencio antes de que Butler añadiera—: ¿Quién demonios es Rob?
—Es su relativamente nuevo asesor principal en el subcomité de política sanitaria —le explicó Carol—. Estoy segura de que lo recuerda. Destaca en medio de cualquier multitud. Es un pelirrojo muy alto que trabajaba en el equipo de Kennedy.
Butler se limitó a asentir. Aunque se vanagloriaba de su facilidad para recordar los nombres, ya le resultaba imposible retener los de todas las personas que trabajaban para él dado que había más de setenta en su equipo; sin contar con los inevitables cambios. Phil, en cambio, era alguien bien conocido, ya que llevaba con él casi tanto tiempo como Carol. Era su principal analista político y una figura muy importante, dado que todo lo que figuraba en las transcripciones de las audiencias y en las actas del congreso pasaba por sus manos.
—¿Se ha tomado la medicación? —le preguntó Carol. Los golpes de sus tacones contra el suelo de mármol sonaban como disparos.
—Ya la tomé —respondió el senador, irritado. Para estar absolutamente seguro, metió la mano disimuladamente en el bolsillo de la chaqueta. Tal como sospechaba, no encontró la píldora que se había metido en el bolsillo a primera hora de la mañana; por lo tanto, era obvio que se la había tomado antes de salir del despacho. Quería tener un buen nivel de la droga en la sangre durante la audiencia. Le espantaba la posibilidad de que alguien de los medios pudiera advertir cualquiera de los síntomas, como que le temblara la mano durante la sesión, sobre todo ahora que tenía un plan para solucionar el problema.
Al doblar en una esquina, se encontraron con varios senadores muy liberales que caminaban en dirección opuesta. Butler se detuvo y con toda naturalidad utilizó su típico y meloso deje sureño para alabar los peinados, los trajes de última moda, y las corbatas de colores chillones. Comparó con un tono divertido la elegancia de sus atuendos con su traje y corbata oscuros, y la vulgar camisa blanca. Vestía con el mismo estilo desde que había ingresado en la cámara en 1972. Butler era animal de costumbres. No solo vestía con el mismo estilo de prendas, sino que continuaba comprándolas en la misma tienda de su ciudad natal.
En cuanto se despidieron de los senadores, Carol comentó la amabilidad de su jefe.
—Solo les estaba dando coba —replicó Butler despectivamente—. Necesitaré sus votos cuando presente mi proyecto de ley la semana que viene. Ya sabes que no soporto todas esas ridiculeces, sobre todo los trasplantes capilares.
—Por eso mismo me sorprendió tanta amabilidad.
Cuando ya estaban muy cerca de la entrada lateral de la sala de audiencias, Butler acortó el paso.
—Hazme un rápido repaso de todo lo que vosotros averiguasteis del primer testigo de la mañana. Se me ha ocurrido un plan muy especial y quiero que funcione.
—Sus antecedentes profesionales son realmente fantásticos —dijo Carol. Cerró los ojos por un momento mientras hacía memoria—. Ha sido un prodigio científico desde el instituto. Fue el número uno de su promoción en la facultad de medicina, y su tesis doctoral obtuvo el cum laude. ¡Eso es algo impresionante! Además, se convirtió rápidamente en el más joven de los directores científicos de Merck antes de que lo contrataran para un puesto de prestigio en Harvard. El hombre debe tener un coeficiente de inteligencia estratosférico.
—Tengo presente su curriculum vitae. Pero no es eso lo que me interesa ahora. Háblame de la valoración que hizo Phil de la personalidad del hombre.
—Recuerdo que, según Phil, es egocéntrico y presuntuoso a la vista de cómo desprecia el trabajo de sus colegas científicos. Me refiero a que la mayoría, incluso si piensan de esa manera, se lo calla. Él no se corta ni un pelo.
—¿Qué más?
Llegaron a la puerta y vacilaron. Más allá, en la entrada principal de la sala, había un grupo de personas que esperaban, y el rumor de sus voces llegó hasta ellos. Carol se encogió de hombros.
—No recuerdo mucho más, pero tengo conmigo el informe que preparó el equipo donde están las opiniones de Phil. ¿Quiere repasarlo antes de que comience la audiencia?
—Esperaba que me hablases de su miedo al fracaso —replicó el senador—. ¿Lo tienes presente?
—Sí, ahora que lo menciona. Creo que fue uno de los puntos que recalcó Phil.
—¡Bien! —Butler miró en dirección al grupo—. Si lo sumamos a un ego desmesurado, me parece que podré apretarle a fondo. ¿Tú qué opinas?
—Lo supongo, aunque no lo tengo muy claro. Recuerdo que Dan comentó que su miedo al fracaso era desproporcionado en relación a sus logros y su extraordinaria inteligencia. Después de todo, probablemente tendría éxito en cualquier cosa que quisiera hacer, siempre y cuando se concentrara en ella. ¿Por qué su miedo al fracaso le parece una ventaja? ¿Para qué necesita esa ventaja?
—Quizá pueda hacer cualquier cosa que le interese, pero aparentemente ahora mismo quiere convertirse en un empresario de primera fila, algo que no ha tenido el menor reparo en manifestar descaradamente en una de sus entrevistas. Para conseguirlo, ha hecho una jugada profesional y financiera muy arriesgada. Necesita que la explotación comercial de sus descubrimientos científicos sea un éxito por razones muy personales.
—Entonces, ¿qué es lo que quiere hacer? —preguntó Carol—. Phil quiere que figure en actas su postura en contra de la aplicación de dichos descubrimientos. Así de sencillo.
—Las circunstancias han hecho que todo esto sea un poco más complicado de lo que parece. Quiero que el buen doctor haga algo que, sin la menor duda, no querría hacer.
La preocupación apareció instantáneamente en el rostro de Carol.
—¿Phil está enterado?
Butler sacudió la cabeza. Le hizo un gesto a Carol para que le diera el texto de la declaración de apertura.
—¿Qué quiere que haga el doctor?
—Tú y él lo sabréis esta noche —respondió el senador, mientras comenzaba a leer el texto—. Me llevaría demasiado tiempo explicártelo ahora mismo.
—Esto me asusta —admitió Carol en voz alta. Miró a un extremo y otro del pasillo mientras Butler leía el discurso. Cambió el peso de un pie a otro. La meta final de Carol y la razón por la que había sacrificado tanto de su propia vida a su actual posición era su propósito de presentarse como candidata a suceder a Ashley cuando él se retirara, algo que prometía ocurrir dentro de un futuro próximo a la vista de que le habían diagnosticado la enfermedad de Parkinson. Estaba más que calificada para el puesto, después de haber sido senadora del estado antes de venir a Washington para llevar los asuntos de Ashley, y a estas alturas, con la meta a la vista, no quería que él la hiciera víctima de alguna jugarreta como había hecho Bill Clinton con Al Gore. Desde aquella fatídica visita al doctor Whitman, Butler se había mostrado preocupado e imprevisible. Tosió discretamente para llamar la atención de su jefe—. ¿Cómo piensa conseguir que el doctor Lowell haga algo que él no quiere hacer?
—Le haré creer que ha conseguido sus propósitos y luego se lo echaré todo a rodar —respondió el senador. Miró a Carol y le dedicó una sonrisa de complicidad—. Estoy librando una batalla, y pretendo ganarla. Para conseguirlo, utilizaré un antiguo consejo de El arte de la guerra; buscaré los puntos más propicios para librar la batalla, y me presentaré allí con una fuerza abrumadora. Déjame ver los informes financieros de su compañía.
Carol buscó entre los muchos documentos que llevaba en el maletín y le entregó los informes. El senador les echó una rápida ojeada. Ella le observó, atenta a cualquier cambio en su expresión que le pudiera dar una pista. Se preguntó si debería llamar a Phil por el teléfono móvil a la primera oportunidad y avisarle de que se preparara para lo inesperado.
—Esto está bien —murmuró Butler—. Está muy bien. Es una suerte que tenga buenos contactos en el FBI. No podríamos haber conseguido todo esto por nuestra cuenta.
—Quizá tendría usted que discutir con Phil lo que piense hacer —sugirió Carol.
—No hay tiempo —contestó Butler—. Por cierto, ¿qué hora es?
Carol consultó su reloj.
—Son más de las diez.
Butler extendió la mano izquierda y la apoyó sobre la derecha para ver si le temblaba. Comprobó que el temblor casi no se notaba.
—No creo que pueda pedir más. ¡Venga, a trabajar!
El senador entró en la sala de audiencia por la puerta lateral que estaba a la derecha del estrado con forma de herradura. Una nutrida concurrencia llenaba la sala. Tuvo que abrirse camino entre los colegas y varios miembros de su equipo para llegar a su asiento. El pelirrojo Rob apareció en el acto con una segunda copia del discurso de Butler, y el senador levantó la copia que tenía en la mano para indicarle que no le hacía falta. Se sentó y acomodó el micrófono a una altura conveniente.
La mirada de Butler hizo un rápido recorrido por la sala decorada al estilo griego, y luego se fijó en las dos personas sentadas a la mesa de los testigos que tenía delante a un nivel más bajo. Su atención se vio atraída como por un imán por la hermosa joven con el rostro enmarcado por una cabellera que parecía sedosa y brillante como el armiño. El senador sentía una profunda admiración por las mujeres hermosas, y esta cumplía con todos los requisitos. Vestía un traje de chaqueta azul con cuello blanco que resaltaba el bronceado de su tez. A pesar de la sobriedad del vestido, transmitía una sana sensualidad. Sus ojos oscuros miraban fijamente al presidente del subcomité, y él tuvo la sensación de que estaba mirando los cañones de una escopeta. No tenía idea de quién era ni por qué estaba allí, pero consideró que su presencia haría un poco más agradable el trámite de la audiencia.
A regañadientes, Ashley desvió su atención de la hermosa mujer para mirar al doctor Daniel Lowell. Los ojos del doctor eran más claros que los de su acompañante, aunque reflejaban el mismo descaro en su mirada fija. El senador calculó que el científico era alto, a pesar de que estaba despatarrado en la silla. Era de constitución delgada, con el rostro anguloso, rematado por una cabellera rebelde salpicada de canas. Incluso su atuendo sugería un punto de insolencia comparable a la que reflejaban sus ojos y la postura. A diferencia de la muy correcta vestimenta de su compañera, vestía una americana de espiga con coderas, una camisa sin corbata, y por lo que se veía debajo de la mesa, vaqueros y zapatillas de deporte.
Ashley sonrió para sus adentros mientras empuñaba el mazo. Sabía que la actitud despreocupada y la vestimenta informal de Daniel era un débil intento por demostrar que no se sentía amenazado por haber sido citado a declarar ante un subcomité del senado. Quizá Daniel pensaba que podía valerse de su brillante carrera para intimidar a alguien como el senador que se había educado en un modesto colegio universitario baptista. Pero no le serviría de nada. El senador tenía a Daniel en su campo y jugaba con la ventaja del equipo local.
—El subcomité de Salud Pública del Comité de Salud Pública, Educación, Trabajo y Pensiones abre su sesión —anunció Butler con una pronunciada entonación sureña al tiempo que daba un golpe con el mazo. Esperó unos momentos para que los últimos espectadores ocuparan sus asientos. Escuchó a su espalda el ruido de los ayudantes que hacían lo mismo. Miró a Daniel Lowell, pero el doctor no se había movido. Luego miró a izquierda y derecha. Solo había cuatro de los miembros del subcomité, y los que no estaban leyendo el temario, hablaban en voz baja con sus colaboradores. No había quorum, pero no era necesario. No había nada que votar, y Ashley no tenía pensado pedir una votación.
—Esta audiencia tratará el proyecto de ley del Senado 1103 —continuó Ashley, mientras dejaba la hoja de su parlamento inicial sobre la mesa. Luego cruzó los brazos, y se sujetó los codos con las manos para evitar cualquier posibilidad de un temblor. Echó la cabeza un poco hacia atrás para ver mejor la letra a través de los bifocales—. Este proyecto de ley es complementario de la ley ya aprobada por la Cámara de Representantes para prohibir el procedimiento de clonación llamado…
Butler vaciló y se inclinó sobre la mesa para mirar atentamente la hoja.
—Tengan un poco de paciencia —rogó, al verse obligado a desviarse del texto preparado—. Este procedimiento no solo espanta, sino que es un trabalenguas, y quizá el buen doctor quiera ayudarme si me equivoco. Se llama Recombinación Segmental Homologa Transgénica, o RSHT. ¡Caray! ¿Lo he dicho bien, doctor?
Daniel se irguió en la silla y se inclinó para acercarse al micrófono.
—Sí —respondió sencillamente y volvió a reclinarse. Él también mantenía los brazos cruzados.
—¿Por qué los médicos no hablan inglés? —preguntó Ashley, mientras miraba a Daniel por encima de las gafas.
Algunos de los espectadores dejaron escapar unas risas, para el placer del senador. Le encantaba actuar para la galería.
Daniel se inclinó para responder, pero Ashley levantó una mano.
—La pregunta no constará en acta, no es necesario que la responda.
La estenógrafa borró la pregunta de la máquina. Butler miró a su izquierda.
—Esto tampoco constará en acta, pero me gustaría saber si el distinguido senador por Montana está de acuerdo conmigo en que los médicos han desarrollado con toda intención un lenguaje propio, de forma que los simples mortales no tengamos ni la más mínima idea de lo que están diciendo.
Se escucharon más risas de los espectadores, cuando el senador por Montana interrumpió la lectura para asentir con entusiasmo.
—Veamos, ¿por dónde iba? —preguntó Ashley, y volvió a centrarse en el texto—. La necesidad de esta legislación surge como respuesta al problema de que en este país la biotecnología en general y la ciencia médica en particular han perdido sus bases morales y éticas. Los miembros del subcomité de Salud Pública consideramos que es nuestra obligación como norteamericanos morales y responsables invertir esta tendencia al seguir el camino marcado por nuestros colegas de la Cámara de Representantes. El fin no justifica los medios, sobre todo en el campo de la investigación médica, como quedó claramente señalado desde los juicios de Nuremberg. El RSHT es un ejemplo. Este procedimiento amenaza una vez más con crear embriones indefensos y luego desmembrarlos con la dudosa justificación de que las células obtenidas de estos diminutos seres humanos se utilizarán para tratar a los pacientes que sufren de una amplia variedad de enfermedades.
Pero eso no es todo. Tal como escucharemos en el testimonio de su descubridor, a quien hoy nos vemos honrados de tener como testigo, este no es un procedimiento de clonación terapéutica normal, y yo, como principal redactor del proyecto de ley, estoy asombrado al ver que se pretende convertir este procedimiento en algo habitual. Pues bien, solo les diré una cosa, ¡antes tendrán que pasar sobre mi cadáver!
Esta vez se escucharon algunos aplausos dispersos entre el público. El senador los agradeció con un gesto y una breve pausa. Luego respiró profundamente.
—Podría seguir hablando de esta nueva técnica, pero no soy médico, y me inclino respetuosamente ante el experto, que ha accedido muy cortésmente a presentarse ante este subcomité. Quisiera ahora preguntar al testigo, a menos que mi eminente colega del otro partido quiera decir algunas palabras.
Butler miró al senador sentado a su derecha, que sacudió la cabeza, tapó su micrófono con la mano, y se inclinó hacia el presidente.
—Ashley —susurró—, espero que abrevies. Tengo que salir de aquí a las diez y media.
—No te preocupes —le susurró Ashley a su vez—. Ahora voy a por la yugular.
El senador bebió un trago de agua de la copa que tenía delante, y miró a Daniel.
—Nuestro primer testigo es el brillante doctor Daniel Lowell, quien, como ya he mencionado, es el descubridor del RSHT. El doctor Lowell tiene unas credenciales impresionantes, incluidos los doctorados en medicina y química, que obtuvo en algunas de las más augustas instituciones de nuestro país. Por si fuese poco, encontró tiempo para ser médico residente. Ha recibido innumerables premios por sus trabajos y ha ostentado elevados cargos en la empresa farmacéutica Merck y la Universidad de Harvard. Bienvenido, doctor Lowell.
—Muchas gracias, senador —respondió Daniel. Se movió hacia adelante en la silla—. Agradezco sus amables comentarios sobre mi curriculum, pero, si me lo permite, quiero hacer una aclaración inmediata a un punto de su discurso de apertura.
—Por supuesto —manifestó Ashley.
—El RSHT y la clonación terapéutica no suponen, repito, no suponen el desmembramiento de embriones. —Daniel habló pausadamente, y recalcó cada palabra—. Las células terapéuticas son tomadas antes de que el embrión comience a formarse. Están tomadas de una estructura llamada blastocito.
—¿Niega que estos blastocitos son una vida humana incipiente?
—Son vida humana, pero cuando se los disgrega, sus células son similares a las células que pierde usted de las encías cuando se lava los dientes vigorosamente.
—No creo que me lave los dientes con tanto vigor —replicó Ashley con un tono risueño. Algunos espectadores se rieron.
—Todos desprendemos células epiteliales vivas.
—Quizá sea así, pero estas células epiteliales no forman embriones como un blastocito.
—Podrían —señaló Daniel—. Esa es la cuestión. Si las células epiteliales se fusionan con un óvulo al que se le ha extraído el núcleo, y después se activa la combinación, podrían formar un embrión.
—Que es lo que se hace en la clonación.
—Precisamente. Los blastocitos tienen potencial para formar un embrión viable, pero solo si se implanta en un útero. En la clonación terapéutica, nunca se les permite que formen embriones.
—Creo que nos estamos empantanando en cuestiones semánticas —manifestó Ashley, impaciente.
—Es una cuestión semántica —admitió Daniel—. Pero es una cuestión semántica muy importante. Las personas deben comprender que los embriones no tienen nada que ver con la clonación terapéutica o el RSHT.
—Su opinión respecto a mi discurso de apertura ha quedado registrada en actas —dijo Ashley—. Ahora quisiera pasar al procedimiento en sí. ¿Quiere usted describirlo para que nos enteremos y quede consignado en actas?
—Lo haré encantado. Recombinación Segmental Homologa Transgénica es el nombre que le hemos dado al procedimiento de reemplazar la parte del ADN de un individuo responsable de una determinada enfermedad con otra parte de ADN sana. Esto se hace en el núcleo de una de las células del paciente, que luego se utiliza para la clonación terapéutica.
—Un momento —le interrumpió Ashley—. Estoy cuando menos confuso, y estoy seguro que lo está la mayoría del público. A ver si lo he entendido bien. Habla usted de coger una célula de una persona enferma y cambiar su ADN antes de hacer la clonación terapéutica.
—Eso es correcto. Se reemplaza la pequeña porción del material genético de la célula que es el responsable de la enfermedad del individuo.
—Luego se hace la clonación terapéutica para producir una cantidad de estas células que curarán al paciente.
—¡Correcto una vez más! Las células son estimuladas con varias hormonas del crecimiento para que se conviertan en el tipo de células que necesita el paciente. Gracias al RSHT, estas células no tienen la predisposición genética para reproducir la enfermedad que se trata. Cuando estas células son introducidas en el cuerpo del paciente, no solo se curará, sino que no volverá a tener la tendencia genética que le indujo la enfermedad.
—Quizá podríamos hablar de una enfermedad determinada —sugirió Ashley—. Podría hacer que resultara más fácil de entender para todos aquellos que no somos científicos. Tengo entendido por algunos de los artículos que ha publicado que la enfermedad de Parkinson es una de las dolencias que usted cree que sería posible curar con este tratamiento.
—Eso es correcto. Como también muchas otras enfermedades, desde el Alzheimer y la diabetes a ciertas formas de artritis. Hay una lista impresionante de enfermedades, para muchas de las cuales no hay un tratamiento adecuado, y mucho menos una cura.
—Vamos a centrarnos por ahora en el Parkinson —manifestó Butler—. ¿Por qué cree que el RSHT funcionará con esta enfermedad?
—Porque en el caso de la enfermedad de Parkinson, tenemos la fortuna de haberlo ensayado en las ratas —declaró Daniel—. Estas ratas tienen la enfermedad de Parkinson, o sea que a sus cerebros les faltan las células nerviosas que producen un compuesto llamado dopamina que funciona como un neurotransmisor, y su enfermedad es una imagen calcada de la forma humana. Hemos cogido a estas ratas, las hemos sometido al proceso de RSHT, y se han curado de forma permanente.
—Eso es algo impresionante —comentó Butler.
—Es incluso más impresionante cuando ves cómo ocurre delante de tus ojos.
—Las células se inyectan.
—Sí.
—¿No hay ningún problema cuando se hace?
—No, ninguno en absoluto —contestó Daniel—. Ya tenemos una considerable experiencia en el uso de esta técnica en humanos para otras terapias. La inyección se debe hacer cuidadosamente, en condiciones controladas, pero por lo general no hay ningún tipo de problema. En nuestros experimentos, las ratas no han sufrido de ningún efecto secundario.
—¿Las ratas se curan después de la inyección?
—Por lo que hemos comprobado en nuestros experimentos, los síntomas de la enfermedad de Parkinson comienzan a remitir inmediatamente —afirmó Daniel—, y continúan haciéndolo a ritmo acelerado. En las ratas tratadas, es algo realmente asombroso. En menos de una semana, las ratas sometidas a tratamiento no se pueden distinguir de las demás.
—Supongo que estará ansioso por ensayar el procedimiento en humanos —sugirió el senador.
—Así es —admitió Daniel que movió la cabeza varias veces en señal de asentimiento para recalcar sus palabras—. En cuanto acabemos con los experimentos con los animales, que avanzan a un ritmo acelerado, confiamos en que la FDA nos autorice sin demora a comenzar con los ensayos en humanos en un entorno controlado.
Ashley vio cómo Daniel miraba a su acompañante e incluso le apretaba la mano por un instante. Sonrió para sus adentros, al darse cuenta de que Daniel creía que la audiencia se desarrollaba favorablemente para sus intereses. Había llegado el momento de sacarlo de su error.
—Dígame, doctor Lowell —preguntó Butler—. ¿Alguna vez ha escuchado el refrán que dice: «Si algo parece demasiado bueno como para ser verdad, es probable que no lo sea»?
—Por supuesto.
—Pues yo creo que el RSHT es un magnífico ejemplo. Opino que más allá de la discusión semántica sobre si los embriones son desmembrados o no, el RSHT presenta otro gran problema ético. —El senador hizo una pausa teatral. Todo el público estaba pendiente de sus palabras—. Doctor —añadió con un tono paternalista—, ¿ha leído alguna vez la novela de Mary Shelley titulada Frankenstein?
—El RSHT no tiene absolutamente nada que ver con el mito de Frankenstein —replicó Daniel con un tono de indignación, que indicaba claramente su conocimiento de las intenciones del senador—. Insinuar tal cosa es un intento irresponsable de aprovecharse de los miedos y el desconocimiento del público.
—Lamento no estar de acuerdo —señaló Ashley—. Creo que Mary Shelley debió olerse que el RSHT era algo que se cernía en el horizonte, y por esa razón escribió la novela.
Los espectadores volvieron a reír. Era obvio que estaban pendientes de todo lo que se decía y que estaban disfrutando.
—Admito no haber tenido los beneficios de una educación universitaria de primera fila, pero he leído Frankenstein, cuyo título incluye El moderno Prometeo, y creo que los paralelismos son notables. Tal como yo lo veo, la palabra «transgénico», que es una parte del confuso nombre de su procedimiento, significa tomar trozos y parte de los genomas de diversas personas y mezclarlos como quien prepara una tarta. Eso le suena a este pobre paleto muy parecido a lo que hizo Victor Frankenstein cuando creó al monstruo: cogió unas partes de este cadáver y partes de aquel otro, y las unió. Incluso utilizó algo de electricidad, de la misma manera que hacen ustedes con la clonación.
—En el RSHT, añadimos pequeños trozos de ADN, y no órganos enteros —replicó Daniel, enfadado.
—¡Tranquilícese, doctor! —le advirtió Ashley—. Esta es una audiencia que busca información, no una pelea. Lo que intento decir es que, con su procedimiento, usted toma partes de una persona y las pone en otra. ¿No es así?
—A nivel molecular.
—No me importa el nivel que sea —declaró el senador—. Solo quiero establecer los hechos.
—La ciencia médica lleva trasplantando órganos desde hace tiempo —dijo Daniel vivamente—. El público no ve ningún problema moral al respecto, todo lo contrario, y el trasplante de órganos es desde luego un paralelo conceptual mucho más cercano al RSHT que la novela de Mary Shelley, que es del siglo XIX.
—En el ejemplo que nos ha dado referente a la enfermedad de Parkinson, admitió que planea inyectar estos pequeños Frankenstein moleculares que está preparando para que acaben en el cerebro de otra persona. Lo lamento, doctor, pero que yo sepa no se han realizado muchos trasplantes de cerebros dentro de nuestro actual programa de trasplantes de órganos, así que no considero válida la comparación. Tomar partes de una persona e inyectarlas en el cerebro de otra es algo que va más allá de lo tolerable, y yo creo en el libro sagrado.
—Las células terapéuticas que creamos no son Frankenstein moleculares —afirmó Daniel cada vez más enfadado.
—Su opinión ha quedado debidamente registrada —dijo el senador—. Continuemos.
—¡Esto es una farsa! —opinó Daniel. Levantó los brazos en un gesto de indefensión.
—Doctor, debo recordarle que esta es una audiencia de un subcomité del Congreso, y que se espera que se comporte con el debido decoro. Todos los aquí presentes somos personas razonables, de las que se espera que se respeten las unas a las otras mientras hacemos todo lo posible por recoger información.
—Cada vez resulta más evidente que esta audiencia se ha montado con falsas pretensiones. Usted no ha venido aquí para recoger información con una actitud abierta ante el RSHT, como ha sugerido con tanta magnanimidad. Solo está utilizando esta audiencia para lucirse con una retórica sensiblera.
—Si me permite que se lo diga —manifestó Butler con un tono condescendiente—, ese tipo de declaraciones antagónicas y acusaciones sin fundamento son muy mal vistas en el Congreso. Esto no es Crossfire ni ningún otro circo mediático. Sin embargo, me niego a sentirme ofendido. En cambio, le aseguro una vez más que su opinión consta en actas, y que, como dije antes, quisiera seguir con el tema. Como descubridor del RSHT, no se puede esperar que sea del todo objetivo en lo referente a los méritos morales del procedimiento, pero me gustaría hacerle algunas preguntas al respecto. Antes quiero decir que resulta muy difícil no tomar en cuenta la presencia de la muy bella mujer que le acompaña en esta comparecencia. ¿Está aquí para ayudarle en sus manifestaciones? Si es así, quizá quiera identificarla para que conste en actas.
—Es la doctora Stephanie D’Agostino —contestó Daniel con el mismo tono brusco—. Es mi colaboradora científica.
—¿Otra doctora en medicina y biología? —preguntó Ashley.
—Soy bióloga —respondió Stephanie—. Señor presidente, quiero hacerme eco de la opinión del doctor Lowell sobre la manera tendenciosa en que se está desarrollando esta audiencia, aunque sin sus apasionadas palabras. Creo firmemente en que las alusiones al mito de Frankenstein en relación al RSHT son inapropiadas, dado que juegan con los temores fundamentales de las personas.
—Me siento mortificado —replicó el senador—. Siempre he creído que a personas tan cultas como ustedes les encantaba citar las obras maestras de la literatura, pero aquí, la única vez que se me ocurre hacerlo, me dicen que es inapropiado. Me pregunto si eso es justo, sobre todo cuando recuerdo claramente que me enseñaron en mi modesto colegio universitario baptista que Frankenstein era, entre otras cosas, una advertencia en contra de las consecuencias morales del materialismo científico descontrolado. En mi opinión, la obra viene muy a cuento. ¡Pero ya está bien de hablar de la novela! Esta es una audiencia, no un debate literario.
Antes de que Butler pudiese continuar, se acercó Rob y le tocó en el hombro. Ashley tapó el micrófono con una mano para impedir que se escucharan los comentarios de su colaborador.
—Senador —susurró Rob al oído de Butler—. Esta mañana, en cuanto llegó la solicitud para que la doctora D’Agostino acompañara al doctor Lowell en la mesa de los testigos, hicimos una rápida investigación de sus antecedentes. Es licenciada por Harvard. Se crio en el North End de Boston.
—¿Eso tiene alguna relevancia?
El colaborador se encogió de hombros.
—Podría tratarse de una coincidencia, aunque lo dudo. El inversor acusado en la compañía del doctor Lowell del que nos informó el FBI también es un D’Agostino que se crio en el North End. Probablemente estén emparentados.
—Vaya, vaya, es ciertamente curioso —comentó Ashley. Cogió la hoja que le ofrecía Rob y la dejó junto al informe financiero de la compañía de Daniel. Le costó reprimir la sonrisa ante este inesperado golpe de suerte.
—Doctora D’Agostino —dijo el senador, después de apartar la mano del micrófono—. ¿Por alguna casualidad está emparentada con Anthony D’Agostino que reside en el número 14 de Acorn Street en Medford, Massachusetts?
—Es mi hermano.
—¿Es el mismo Anthony D’Agostino que está acusado de actividades mafiosas?
—Desafortunadamente, sí —respondió Stephanie. Miró a Daniel, que la observaba con una expresión de absoluta incredulidad.
—Doctor Lowell —continuó Ashley—. ¿Sabía usted que uno de sus primeros y principales accionistas está acusado de actividades mafiosas?
—No, no lo sabía —declaró Daniel—, aunque dista mucho de ser uno de los principales accionistas.
—Puede que sí —replicó Ashley—. Sin embargo, para mí unos centenares de miles de dólares es mucho dinero. Pero no vamos a discutir por eso. Supongo que no es uno de los directivos, ¿verdad?
—No lo es.
—Es algo de agradecer. También supongo que podemos asumir que el acusado Anthony D’Agostino no figura en su comisión de ética, que, si no me equivoco, tiene su compañía.
Unas risas mal contenidas se escucharon en la sala.
—No forma parte de nuestra comisión de ética —afirmó Daniel.
—Algo más que debemos agradecer. Hablemos ahora por un momento de su compañía. Se llama CURE, que debo interpretar como un acrónimo.
—Así es —respondió Daniel y exhaló un suspiro, como si estuviese aburrido con los procedimientos—. El nombre completo es Cellular Replacement Enterprises.
—Le pido disculpas si le cansan los rigores de la audiencia, doctor. Intentaremos acabar con todo esto lo más rápido posible. Según tengo entendido su compañía intenta conseguir una segunda línea de financiación a través de capitalistas de riesgo, con el RSHT como su mayor propiedad intelectual. ¿Es su último intento para conseguir nuevos inversores para su compañía a través de una oferta pública?
—Sí —respondió Daniel escuetamente. Se reclinó en la silla.
—Bien, lo siguiente no constará en actas —anunció Ashley. Miró a su izquierda—. Quisiera preguntarle al distinguido senador por el gran estado de Montana si cree que a la Comisión de Valores le parecerá interesante que el inversor inicial de una compañía que tiene la intención de ser pública haya sido acusado de actividades mafiosas. Me refiero a que aquí se plantea una cuestión de tipo moral. Un dinero que bien podría derivar de la extorsión y quizá incluso de la prostitución, puede acabar blanqueado a través de una empresa de biotecnología.
—Creo que estarían muy interesados —manifestó el senador por Montana.
—Estoy de acuerdo —dijo Ashley. Consultó sus notas y luego miró a Daniel—. Tengo entendido que su segunda ronda de financiación está paralizada por la ley 1103 y el hecho que la Cámara ya aprobó su versión. ¿Es eso correcto?
Daniel asintió.
—Tiene que hablar para que conste en actas —le pidió Ashley.
—Es correcto.
—Tengo entendido que la cantidad de dinero que invierte en estos momentos para mantener su compañía a flote es muy grande, y que si no consigue una segunda línea de financiación, se enfrenta a la quiebra.
—Así es.
—Lo lamento —declaró Ashley, con un tono de aparente sinceridad—. Sin embargo, para nuestros propósitos en esta audiencia, debo asumir que su objetividad en relación a los aspectos morales del RSHT plantea serias dudas. Me refiero a que el futuro de su compañía depende de que no se apruebe la ley 1103. ¿No es esa la verdad, doctor?
—Mi opinión es y seguirá siendo que es moralmente incorrecto no continuar las investigaciones y luego utilizar el RSHT para curar a millones de seres humanos.
—Su opinión consta en acta. Para que quede constancia, quiero señalar que el doctor Daniel Lowell ha escogido no contestar a la pregunta planteada. —Ashley se echó hacia atrás, y miró a su derecha—. No tengo más preguntas para este testigo. ¿Alguno de mis estimados colegas tiene alguna pregunta?
Butler miró a cada uno de los senadores que lo acompañaban en el estrado.
—Muy bien. El subcomité de Salud Pública les da las gracias a los doctores Lowell y D’Agostino por su amable participación. Ahora llamamos a nuestro siguiente testigo: el señor Harold Mendes de la organización Derecho a la Vida.