Miércoles, 20 de febrero de 2002. Hora: 18.30.
Un año más tarde.
A Daniel Lowell le pareció que el taxi se había detenido inútilmente en el mismo centro de la calle M en Georgetown, Washington, una arteria de cuatro carriles con un tráfico endemoniado. A Daniel nunca le había gustado viajar en taxi. Le parecía el colmo de la ridiculez confiarle la vida a un desconocido que casi siempre provenía de algún distante país del Tercer Mundo y que frecuentemente parecía más interesado en hablar por su teléfono móvil que en estar atento a la conducción. Estar sentado en medio de la calle M en hora punta, en la oscuridad y con los coches que pasaban a gran velocidad por ambos lados mientras el conductor hablaba desaforadamente en un idioma desconocido era la encarnación de sus pesadillas. Daniel miró a Stephanie. Parecía relajada y le sonrió en la penumbra. Ella le apretó la mano cariñosamente.
Solo cuando se inclinó hacia delante para mirar a través del parabrisas Daniel vio el semáforo que permitía un giro a la izquierda en mitad de la manzana. Al mirar al otro lado de la calle, vio una entrada de coches que conducía a un edificio que parecía una caja sin ninguna característica especial.
—¿Ese es el hotel? —preguntó Daniel—. Si lo es, no se parece mucho a un hotel.
—Esperemos a hacer nuestra evaluación hasta que dispongamos de más datos —respondió Stephanie, con un tono juguetón.
Cambió la luz y el taxi salió disparado como un caballo de carreras en la salida. El conductor sujetaba el volante con una sola mano mientras aceleraba en el giro. Daniel se sujetó para no verse lanzado contra la puerta del coche. Después de un gran salto al atravesar el desnivel entre la calle y el camino de entrada, y otro violento giro a la izquierda para situarse debajo de la marquesina, el conductor frenó con la brusquedad necesaria para tensar el cinturón de seguridad de Daniel. Un segundo más tarde, se abrió la puerta de Daniel.
—Bienvenidos al Four Seasons —les saludó alegremente un portero de librea—. ¿Se alojarán ustedes en el hotel?
Daniel y Stephanie dejaron el equipaje en manos del portero, entraron en el vestíbulo y se dirigieron a la recepción. Pasaron junto a una serie de esculturas dignas de un museo de arte moderno. La alfombra era gruesa y mullida. Casi todas las butacas de terciopelo estaban ocupadas por personas vestidas con mucha elegancia.
—¿Cómo me has convencido para que me aloje aquí? —preguntó Daniel—. El exterior puede ser feo, pero el interior sugiere que esto no tiene nada de barato.
Stephanie obligó a Daniel a detenerse.
—¿Pretendes sugerir que has olvidado nuestra conversación de ayer?
—Ayer hablamos de mil cosas —murmuró Daniel. Se fijó en una mujer que pasó a su lado con un caniche en brazos y que lucía una alianza con un diamante del tamaño de una pelota de ping-pong.
—¡Sabes perfectamente bien a qué me refiero! —proclamó Stephanie. Sujetó la barbilla de Daniel y le obligó a girar la cara—. Decidimos sacar el máximo provecho de este viaje. Nos quedaremos dos noches en este hotel. Vamos a disfrutarlo y espero que disfrutemos también el uno del otro.
Daniel no pudo evitar la sonrisa al captar la divertida lujuria de Stephanie.
—Mañana tendrás que responder a las preguntas del subcomité de política sanitaria del senador Butler, y no será precisamente una experiencia agradable —añadió Stephanie—. Eso está claro. Pero a pesar de lo que pase allí, al menos vamos a llevarnos de regreso a Cambridge el recuerdo de unos momentos gloriosos.
—¿No podríamos haber disfrutado de unos momentos gloriosos en algún hotel un poco menos extravagante?
—Ni hablar —declaró Stephanie—. Aquí hay gimnasio, masajistas y un servicio de habitaciones de primera. Nosotros lo aprovecharemos todo. Así que relájate y deja de sufrir. Además, yo pagaré la cuenta.
—¿Lo harás?
—¡Claro que sí! Con el sueldo que estoy cobrando, me parece justo devolverle una parte a la compañía.
—¡Ese ha sido un golpe bajo! —exclamó Daniel con un tono divertido, al tiempo que fingía apartarse de una bofetada imaginaria.
—Escucha —dijo Stephanie—. Sé que la compañía no ha podido pagarnos nuestros sueldos durante un tiempo, pero me ocuparé de que este viaje lo carguen a la cuenta de gastos de la compañía. Si mañana las cosas salen mal, algo que es muy posible, dejaremos que cuando nos declaremos en quiebra el juzgado decida cuánto cobrará el Four Seasons por nuestra indulgencia.
La sonrisa de Daniel dio paso a una franca carcajada.
—¡Stephanie, nunca dejas de sorprenderme!
—Todavía no has visto nada —replicó Stephanie con una sonrisa—. La pregunta es: ¿Vas a desmelenarte o qué? Incluso en el taxi, vi que estabas tenso como la cuerda de una guitarra.
—Eso fue porque me preocupaba saber si llegaríamos aquí sanos y salvos, y no cómo íbamos a pagar todo esto.
—Vamos, manirroto —dijo Stephanie, y empujó suavemente a Daniel hacia la recepción—. Subamos a nuestra suite.
—¿Suite? —exclamó Daniel, mientras se dejaba arrastrar hacia la recepción.
Stephanie no había exagerado. La habitación daba a una parte del Chesapeake y al canal de Ohio, con el río Potomac al fondo. En la mesa de centro de la sala había un cubo de hielo con una botella de champán. En la cómoda del dormitorio y en la repisa del enorme cuarto de baño de mármol había jarrones con flores frescas.
En cuanto salió el botones, Stephanie abrazó a Daniel. Sus ojos oscuros miraron los ojos azules del hombre. Una leve sonrisa apareció en sus labios carnosos.
—Sé que te preocupa mucho lo de mañana —comenzó—, así que te propongo una cosa. ¿Qué te parece si me dejas a mí a cargo de todo? Ambos sabemos que de aprobarse el proyecto de ley del senador Butler tu brillante procedimiento se convertirá en ilegal, tras lo cual cancelarán el segundo tramo de la financiación de la compañía, con las lógicas y desastrosas consecuencias. Dicho esto, y ahora que lo tenemos claro, vamos a olvidarnos de todo por esta noche. ¿Puedes hacerlo?
—Puedo intentarlo —manifestó Daniel, aun a sabiendas de que sería imposible. El fracaso era algo que le aterrorizaba.
—Eso es todo lo que te pido —insistió Stephanie. Le dio un beso antes de ocuparse de abrir el champán—. ¡Este es el programa! Nos tomaremos una copa, y luego a la ducha. Luego, iremos a un restaurante que se llama Critonelle que según me han dicho es fantástico, y donde ya tenemos reservada una mesa. Después de una maravillosa cena, volveremos aquí y haremos el amor hasta el agotamiento. ¿Qué dices?
—Que estaría loco si pusiera pegas —replicó Daniel, y levantó las manos como si se rindiera.
Stephanie y Daniel vivían juntos desde hacía algo más de dos años. Se habían fijado el uno en el otro a mediados de los ochenta, cuando Daniel había vuelto a la vida académica y Stephanie estudiaba biología en Harvard. Ninguno de los dos había hecho nada para satisfacer su mutua atracción porque las relaciones entre profesores y alumnos estaban en contra de la política universitaria. Además, ninguno de los dos tenía la menor idea de que sus sentimientos eran recíprocos, al menos hasta que Stephanie había completado su doctorado y había entrado a formar parte del profesorado, cosa que les había dado la oportunidad de tratarse en un nivel más igualado. Incluso sus respectivas áreas científicas se complementaban. Cuando Daniel abandonó la universidad para fundar su compañía, fue algo absolutamente natural que Stephanie lo acompañara.
—No está nada mal —opinó Stephanie cuando acabó la copa y la dejó en la mesa—. ¡Venga! Sorteemos a quién le toca primero la ducha.
—No hace falta sortearlo —dijo Daniel. Dejó su copa junto a la de Stephanie—. Te la cedo. Tú primero. Mientras te duchas, yo me afeitaré.
—Trato hecho.
Daniel no sabía si era el champán o el entusiasmo contagioso de Stephanie pero se sentía mucho menos tenso, aunque no menos preocupado, mientras se enjabonaba la cara y comenzaba a afeitarse. Como solo había tomado una copa, decidió que era Stephanie. Tal como ella había comentado, quizá mañana se produciría el desastre, un miedo que le recordaba inquietantemente la profecía de Heinrich Wortheim el día en que había descubierto que Daniel se reincorporaba a la industria privada. En cualquier caso, Daniel intentaría que dichos pensamientos no le estropearan la visita, al menos por esta noche. Intentaría dejarse llevar por Stephanie y divertirse.
Al mirar en el espejo más allá de su rostro enjabonado, vio la sombra de la silueta de Stephanie a través de la mampara de la bañera empañada de vapor. Escuchó la canción que cantaba por encima del estruendo del agua. Tenía treinta y seis años pero aparentaba diez años menos. Tal como él le había comentado en más de una ocasión, había sido afortunada en la lotería genética. Su alta y bien formada figura era delgada y firme como si hiciera gimnasia a diario, cosa que no hacía, y su piel morena no tenía casi ninguna imperfección. La abundante cabellera oscura a juego con los ojos negro azabache completaban la figura.
Stephanie abrió la puerta de la mampara y salió de la ducha. Se secó el cabello enérgicamente, sin preocuparse en absoluto de su desnudez. Durante un momento se dobló por la cintura para dejar que los cabellos colgaran libremente mientras se los secaba frenéticamente con la toalla. Luego se levantó bruscamente para que sus cabellos volaran hacia atrás como un caballo que sacude las crines. Cuando comenzó a secarse la espalda con un provocativo meneo de las caderas, vio que Daniel la miraba en el reflejo del espejo. Se detuvo.
—¡Eh! —exclamó—. ¿Qué miras? Se supone que te estás afeitando. —De pronto sintió vergüenza y se envolvió rápidamente con la toalla como si fuese un minivestido sin tirantes.
Daniel superó la vergüenza de haber sido sorprendido como un mirón; dejó la maquinilla de afeitar y se acercó a Stephanie. La sujetó por los hombros y miró sus ojos que parecían hechos de ónice líquido.
—No he podido evitarlo. Eres terriblemente sensual y absolutamente seductora.
Stephanie inclinó la cabeza hacia un lado para mirar a Daniel desde una nueva perspectiva.
—¿Estás bien? —le preguntó.
—Muy bien —respondió Daniel, y se echó a reír.
—¿No habrás vuelto al salón para pulirte la botella de champán tú solo?
—Lo digo en serio.
—No has dicho nada parecido desde hace meses.
—Decir que me carcomía la preocupación es poco. Cuando se me ocurrió fundar la compañía, nunca imaginé que conseguir fondos me ocuparía el ciento diez por ciento de mis esfuerzos. Ahora, como si aquello fuese poco, aparece esta amenaza política, que bien podría acabar destrozando toda la operación.
—Lo comprendo. De verdad que sí, y no me lo he tomado como algo personal.
—¿De verdad que han pasado meses?
—Confía en mí —dijo Stephanie, y asintió con la cabeza para recalcar las palabras.
—Me disculpo, y como muestra de mi arrepentimiento, me gustaría presentar una moción para cambiar el programa de la noche. Propongo que nos vayamos a la cama ahora mismo, y dejemos la cena para más tarde. ¿Alguien la secunda?
Daniel se inclinó para darle a Stephanie un beso juguetón, pero ella le apartó el rostro enjabonado apoyando la punta de su dedo índice en la nariz. Su expresión sugería que tocaba algo en extremo repugnante, sobre todo mientras se limpiaba la espuma que le manchaba el dedo en el hombro de su compañero.
—Las reglas parlamentarias no conseguirán que esta dama se pierda una buena cena —afirmó—. Me costó lo mío conseguir la reserva, así que se mantienen los planes para la noche tal como se votaron y aprobaron en su momento. ¡Ahora acaba de afeitarte! —Le dio un vigoroso empujón hacia el lavabo, y ella ocupó el contiguo para secarse el cabello.
—Bromas aparte —gritó Daniel para hacerse escuchar por encima del aullido del secador cuando acabó de afeitarse—. Estás preciosa. Algunas veces me pregunto qué ves en un viejo como yo. —Se hizo un masaje con loción para después del afeitado.
—No se puede decir que nadie con cincuenta y dos años sea viejo —gritó Stephanie a su vez—. Sobre todo cuando se es tan activo como tú. En honor a la verdad, tú también eres muy sexy.
Daniel se miró en el espejo. No tenía mal aspecto, aunque no iba a engañarse a sí mismo con la idea de que era un tipo sexy. Muchos años atrás, se había reconciliado con el hecho de que estaba en el lado negativo de la ecuación de la vida, después de crecer como un prodigio científico desde sexto grado. Stephanie solo pretendía ser amable. Siempre había tenido el rostro delgado, así que al menos no tendría el problema de que le saliera papada o incluso arrugas, salvo algunas discretas patas de gallo en las comisuras de los ojos cuando sonreía. Se había mantenido activo físicamente, aunque no mucho durante los últimos meses, debido al poco tiempo que le dejaba buscar financiación para su compañía. Como miembro del profesorado de Harvard, había aprovechado al máximo las instalaciones deportivas y había frecuentado las canchas de squash y balonmano, además de practicar el remo en el río Charles. A su juicio, el único problema real en su apariencia eran las entradas cada vez más grandes y la calvicie en la coronilla, junto con las canas que salpicaban sus cabellos castaños, pero eso era algo que no podía solucionar.
Cuando terminaron de acicalarse, se pusieron los abrigos, y salieron del hotel guiados por las sencillas indicaciones que les había dado el conserje para ir al restaurante. Cogidos del brazo, caminaron varias manzanas en dirección oeste por la calle M, y pasaron por delante de una amplia variedad de galerías de arte, librerías y tiendas de antigüedades. La noche era fresca pero no demasiado fría y se veían las estrellas en el cielo despejado a pesar de las luces de la ciudad.
En el restaurante un camarero los acompañó hasta una mesa situada en un lateral que les permitía un cierto grado de intimidad en la sala llena a rebosar. Pidieron la comida y una botella de vino, y se dispusieron a disfrutar de una cena romántica. Después de que les hubiesen servido los entrantes y que ambos se divirtieran recordando su mutua atracción antes de que comenzaran a salir, disfrutaron de un cómodo silencio. Desafortunadamente, Daniel lo rompió.
—Quizá no sea el momento más oportuno para sacar a colación el tema… —comenzó.
—Pues entonces no lo hagas —le interrumpió Stephanie, que adivinó de inmediato cuál era el tema.
—Debo hacerlo —replicó Daniel—. De hecho, tengo que hacerlo, y ahora mejor que más tarde. Hace ya unos cuantos días, dijiste que investigarías a nuestro torturador, el senador Ashley Butler, con la intención de encontrar algo que pudiera ayudarme en la audiencia de mañana. Sé que lo hiciste, aunque no has dicho ni pío. ¿Cómo es eso?
—Si no recuerdo mal estuviste de acuerdo en olvidarte de la audiencia por esta noche.
—Acepté intentar olvidarme de la audiencia —le corrigió Daniel—. No le he conseguido. ¿No has sacado el tema porque no has encontrado nada que pueda ayudarme o qué? Ayúdame ahora y nos olvidaremos del asunto durante el resto de la noche.
Stephanie desvió la mirada durante unos segundos mientras ordenaba sus pensamientos.
—¿Qué quieres saber?
Daniel soltó una breve carcajada.
—Me lo estás poniendo más difícil de lo necesario. A fuer de sincero, no sé qué quiero saber, porque no sé ni siquiera lo suficiente como para formular las preguntas.
—El hombre es un hueso.
—Ya teníamos esa impresión.
—Lleva en el Senado desde 1972, y su antigüedad hace que tenga mucha influencia.
—Eso ya me lo suponía, dado que es el presidente del subcomité. Lo que necesito saber es qué lo hace funcionar.
—En mi opinión se acerca mucho al típico demagogo sureño pasado de moda.
—Así que un demagogo —repitió Daniel. Se mordió el interior del carrillo por un momento—. Supongo que debo admitir mi desconocimiento en este punto. He escuchado antes la palabra «demagogo», pero si quieres saber la verdad, no sé exactamente lo que significa más allá de su sentido peyorativo.
—Se refiere a un político que se vale de los prejuicios y los miedos populares para conseguir y retener el poder.
—Te refieres, en este caso, a algo así como la preocupación pública en lo que respecta a la biotecnología en general.
—Así es —admitió Stephanie—. Sobre todo cuando la biotecnología involucra palabras como «embriones» y «clonación».
—Que la gente interpreta como fábricas de embriones y el monstruo de Frankenstein.
—Efectivamente. Se aprovecha de la ignorancia y los peores temores de la gente. En el Senado, es un obstruccionista. Siempre resulta más sencillo estar en contra de lo que sea que a favor. Lo ha convertido en su oficio, incluso no ha tenido inconveniente en echar por tierra proyectos de su propio partido en numerosas ocasiones.
—No parece una perspectiva que nos favorezca —se lamentó Daniel—. Descarta cualquier intento de convencerlo con argumentos racionales.
—Me duele decir que comparto tu impresión. Por eso mismo no te mencioné lo que había averiguado. Resulta deprimente que alguien como Butler pueda estar en el Senado, y más todavía que tenga tanto poder y peso. Se supone que los senadores deben ser líderes, no personas que están allí para beneficiarse del poder.
—Para mí lo que resulta deprimente es que este palurdo tenga el poder de frenar mis prometedores y creativos trabajos científicos.
—No creo que sea un palurdo —señaló Stephanie—. Todo lo contrario. Es un tipo muy creativo. Incluso diría que es maquiavélico.
—¿Cuáles son los otros temas que defiende?
—Todos los fundamentalistas y conservadores. Los derechos de los estados, por supuesto. Ese es su caballo de batalla. Pero también está en contra de la pornografía, la homosexualidad, el matrimonio entre personas del mismo sexo, y cosas por el estilo. Ah, sí, también está contra el aborto.
—¿El aborto? —repitió Daniel, sorprendido—. ¿Es un demócrata y no está a favor de la libertad de elección? A mí me parece un miembro de la extrema derecha republicana.
—Te dije que no le espanta ponerse en contra de su partido cuando le conviene. Está decididamente en contra del aborto, aunque en algunas ocasiones ha tenido que dar marcha atrás. De la misma manera, ha estado metiéndose con los derechos civiles. Es un tío listo, marrullero, y un populista conservador que, a diferencia de Strom Thurmond y Jesse Helms, no ha abandonado el Partido Demócrata.
—¡Sorprendente! —declaró Daniel—. Cualquiera creería que la gente acabaría por verle como es en realidad, un aprovechado a quien solo le interesa el poder, y dejaría de votarlo. ¿Por qué crees que el partido no se ha unido en su contra si ha cambiado de bando en temas esenciales?
—Es demasiado poderoso —manifestó Stephanie—. Es una máquina de recaudar dinero, con todo un entramado de comités de acción política, fundaciones, e incluso corporaciones que trabajan en beneficio de sus variados temas populistas. Los demás senadores le tienen verdadero miedo a la vista del dinero que puede disponer para las campañas de relaciones públicas. No le preocupa ni le asusta utilizar sus arcas contra cualquiera al que tenga entre ceja y ceja cuando se presenta a la reelección.
—Esto pinta cada vez peor —murmuró Daniel.
—Me enteré de algo curioso —añadió Stephanie—. Se podría decir que es una coincidencia, pero tú y él tenéis algunas cosas en común.
—¡Oh no, por favor! —protestó Daniel.
—Para empezar, ambos sois hijos de familias numerosas. Es más, ambos sois de familias con nueve hijos, y ambos sois los terceros con dos hermanos mayores.
—¡Eso es una coincidencia! ¿Cuáles son las probabilidades de que ocurra algo así?
—Muy pocas. Sería lógico asumir que sois más parecidos de lo que crees.
La expresión de Daniel se ensombreció.
—¿Hablas en serio?
—¡No, por supuesto que no! —Stephanie se echó a reír—. ¡Bromeaba! ¡Relájate! —Tendió la mano, cogió la copa de vino de Daniel, y se la ofreció. Luego cogió su copa—. ¡Se acabó hablar del senador Butler! Brindemos a nuestra salud y por nuestra relación, porque suceda lo que suceda mañana, al menos tenemos eso, y ¿qué es más importante?
—Tienes razón. ¡Por nosotros! —Sonrió, pero en su interior notaba un nudo en la boca del estómago. Por mucho que lo intentara, no podía disipar el espectro del fracaso que se cernía como una nube negra.
Chocaron las copas y bebieron, mientras se miraban a los ojos.
—Eres realmente preciosa —afirmó Daniel, en un intento por recuperar el momento en el baño del hotel cuando Stephanie había salido de la ducha—. Hermosa, inteligente, y absolutamente sensual.
—Eso está mucho mejor —dijo Stephanie—. Tú también.
—Además de ser una provocadora —añadió Daniel—. Así y todo, te quiero.
—Yo también te quiero.
En cuanto acabaron de cenar, Stephanie se mostró ansiosa por volver al hotel. Caminaron deprisa. Después del calor en el restaurante, el frío de la noche atravesó sus abrigos. Solos en el ascensor del hotel, Stephanie besó a Daniel apasionadamente, lo empujó contra un rincón, y se apretó contra su cuerpo.
—¡Para! —exclamó Daniel con una risa nerviosa—. Probablemente haya una cámara de vigilancia aquí dentro.
—¡Vaya! —murmuró Stephanie, mientras se apartaba rápidamente y se arreglaba el abrigo. Observó el techo del ascensor—. No se me había ocurrido.
El ascensor se detuvo en su piso. Stephanie cogió la mano de Daniel y le animó a caminar velozmente por el pasillo hasta la puerta de la habitación. Sonrió mientras introducía la tarjeta magnética en la cerradura. Una vez en el interior, buscó con muchos aspavientos el cartel de NO MOLESTAR y lo colgó en el pomo. Hecho esto, volvió a coger la mano de Daniel y lo llevó al dormitorio.
—¡Abrigos fuera! —ordenó, al tiempo que arrojaba el suyo sobre la silla que tenía más cerca. Luego empujó a Daniel y lo hizo caer sobre la cama. Se montó sobre su compañero con las rodillas a cada lado del pecho y comenzó a aflojarle la corbata. De pronto, se detuvo. Vio las gotas de sudor que perlaban su frente.
—¿Estás bien? —le preguntó, preocupada.
—Estoy teniendo un sofoco —confesó Daniel.
Stephanie se apartó y tiró de Daniel para sentarlo en la cama. Él se enjugó la frente y miró el sudor en su mano.
—También estás pálido.
—Me lo imagino. Creo que estoy teniendo una minicrisis del sistema nervioso autónomo.
—Eso suena a jerigonza médica. ¿Podrías explicarlo en inglés normal?
—Estoy demasiado nervioso. Me temo que acabo de tener una descarga de adrenalina simpática. Lo siento, pero creo que han quitado el sexo del programa.
—No tienes que disculparte.
—Creo que sí. Sé que lo estabas esperando, pero mientras veníamos hacia aquí, tuve la sensación de que quedaba descartado.
—No pasa nada —insistió Stephanie—. No nos estropeará la velada. Me interesa mucho más asegurarme de que estarás bien.
Daniel exhaló un suspiro.
—Estaré perfectamente después de mañana, cuando sepa lo que va a suceder. La incertidumbre y yo nunca nos hemos llevado muy bien, especialmente cuando está de por medio algo malo.
Stephanie lo acunó entre sus brazos. Notaba con toda claridad la fuerza y la velocidad de los latidos de su corazón.
Más tarde, después de que Stephanie permaneciera inmóvil el tiempo suficiente para confirmar que se había dormido, Daniel apartó las mantas y se levantó de la cama. No había podido conciliar el sueño con la mente intranquila y el pulso acelerado. Se puso una bata del hotel y fue a la salita. Se acercó a la ventana para contemplar la vista.
Le acuciaba el recuerdo de la condena de Heinrich Wortheim y el hecho de que el desastre que le había profetizado pudiera convertirse en realidad. El problema radicaba en que Daniel había quemado los puentes cuando se había marchado de Harvard. Wortheim no volvería a admitirle en la universidad y quizá incluso podía poner trabas a su ingreso en otras instituciones. Para colmo, también se había cerrado otras puertas cuando se había marchado de Merck en 1985 para reincorporarse a la vida académica a raíz de aceptar el puesto en Harvard.
Vio la botella de champán en el cubo de hielo. La sacó del agua; el hielo se había fundido hacía tiempo. La sostuvo a la luz que entraba por la ventana. Todavía quedaba media botella. Se sirvió una copa y bebió un sorbo. El champán había perdido las burbujas, pero estaba fresco. Bebió un poco más mientras volvía a mirar a través de la ventana.
Sabía que el miedo a regresar a Revere Beach, en Massachusetts, era irracional, pero eso no lo hacía menos real. Revere Beach era el lugar donde había crecido, en el seno de una familia encabezada por un empresario de poca monta que culpaba de sus fracasos a su esposa y su prole, en particular a aquellos que le avergonzaban. Desafortunadamente, casi siempre había sido Daniel, que había tenido la desgracia de tener a dos hermanos mayores que habían sido los mejores atletas del instituto, un hecho que había ofrecido un cierto solaz al frágil ego del padre. Por contra, Daniel había sido un chiquillo debilucho, más interesado en jugar al ajedrez y a producir hidrógeno a partir de agua, limpiatuberías y papel de aluminio en el laboratorio que había instalado en el sótano. El hecho de que Daniel hubiese sido admitido en el Boston Latin, donde sobresalió en los estudios, no había tenido el más mínimo efecto en su padre, que había continuado utilizándolo sin piedad como chivo expiatorio. Las becas que había ganado Daniel para cursar estudios en la Universidad Wesleyan y después en la facultad de medicina de Columbia habían servido para apartarlo de sus hermanos.
Daniel se acabó la copa y se sirvió otra. Mientras bebía el champán, pensó en el senador Ashley Butler, que era su nueva bête noire. Stephanie le había dicho que bromeaba cuando había sugerido que él y el senador tenían más cosas en común de lo que creía. Se preguntó si ella lo creía de verdad, dado que era mucha coincidencia que él y el senador tuvieran familias similares. En el fondo de la mente de Daniel, estaba el pensamiento de que quizá había algo de verdad en la idea. Después de todo, Daniel debía admitir que envidiaba el poder del hombre que podía poner en peligro su carrera.
Dejó la copa en la mesa de centro y se dirigió al dormitorio. Caminó con precaución en la oscuridad de un entorno desconocido. No creía que pudiese conciliar el sueño mientras su intuición le avisaba de la inminencia del desastre. Sin embargo, no quería pasar la noche en pie. Se metería en la cama y procuraría relajarse. Si no podía dormir, al menos descansaría.