La conferencia
La ciudad había dado la mínima, y en las bufandas enroscadas hasta los ojos, y las solapas erguidas, y los tapabocas, y los bustos encogidos bajo los gabanes, se adivinaba ese puntito de orgullo y vanagloria de saberse los más extremosos en algo. Quince grados bajo cero eran muchos grados bajo cero y era la temperatura mínima registrada en la Península, y la gente decía: «El invierno viene con ganas este año».
Cuando José abandonó el trabajo era casi de noche y las luces urbanas empañaban su brillo de una friolenta opacidad. José sintió frío y apretó el paso y embutió sus manos sucias y amoratadas en los bolsillos del tabardo.
Pensó: «La Elvira cose hoy fuera; hasta las ocho no habrá lumbre en casa». Y la evocación de un hogar destemplado y vacío le produjo un estremecimiento. «No iré hasta luego. Esperaré», se dijo.
Y divisó a una muchacha de caderas redondas, con una carpeta bajo el brazo, que entraba en un edificio inmediato, y se aproximó y le dijo:
—¿Qué ocurre ahí que entra la gente?
La muchacha le analizó un momento de arriba abajo y respondió:
—Una conferencia.
—¿Una conferencia?
—Un discurso —aclaró ella.
—¡Ah! —dijo él.
Y la jovencita subió en dos saltos los cuatro escalones, y luego se volvió a él:
—Es una cosa técnica —dijo—; no creo que le interese.
Había en su voz un asomo de condescendiente intelectualismo que José no advirtió. José permaneció un instante indeciso. Luego chilló:
—¡Eh, eh, oiga! Hará calor ahí dentro, ¿no es así?
—¿Calor? —preguntó la muchacha.
—Sí, calor.
—Creo yo que sí que hará calor. Es decir, es posible que haya calor y es posible que no lo haya. Hoy no hace calor en ninguna parte, que yo sepa. Además, ¿le interesa a usted la Economía?
El rostro de José se ensombreció.
—¿Economía?
La muchacha frunció levemente el entrecejo. Dijo:
—¡Oh! ¿No sabe usted lo que es la Economía y quiere asistir a una conferencia sobre «La redistribución de la renta»?
—Oiga, oiga —atajó José—. Yo no he dicho tal. Yo sólo preguntaba si hará calor ahí dentro o no.
La muchacha de las caderas redondas dijo:
—¡Ah, bien!
José ascendió los escalones tras ella. Huía del frío de la calle como los gatos del agua. Divisó a un hombre uniformado y se dirigió a él, y el hombre uniformado dijo, antes de que él le preguntase nada:
—Es ahí.
Y José penetró en un salón alto de techo y se sintió un poco cohibido, y para aliviarse se soltó el tapabocas. Hacía buena temperatura allí; pero, a pesar de ello, José se sentó en una silla junto a un radiador y asió sus manos amoratadas a uno de los elementos. Abrasaba. La Elvira decía que salían frieras por agarrar así los radiadores; pero a José no le importaban ahora las frieras. Tenía frío, mucho frío, y deseaba calor a costa de lo que fuese.
Había poca gente allí y José descubrió al primer vistazo a la muchacha de las caderas redondas que escribía afanosamente en la primera fila. Sólo entonces reparó José en el conferenciante. Era un sujeto gordezuelo, de mirada clara y ademanes exagerados, y a José le pareció que se escuchaba. No le gustó por eso; por eso y porque dijo: «El beneficio del empresario tiene carácter residual». Ello le sonó a José a cosa desdeñosa, y él sabía que el beneficio del empresario no era como para desdeñarle. «¿Qué carácter tendrá mi beneficio entonces?», pensó. Y arrimó nuevamente las manos al radiador.
El conferenciante hablaba, en realidad, como si se escuchase, pero no se escuchaba. Trataba, al parecer, de hallar para el mundo, y los hombres, y los pueblos un noble punto de equilibrio económico. Y decía cosas del empresario, y de los trabajadores, y de la empresa, y de los salarios, y de la renta, y del beneficio residual. Era un sujeto gordezuelo que trataba de arreglar el mundo hablando, y hablaba como si se escuchase, pero no se escuchaba. Y decía: «En la redistribución de la renta nacional-funcional…». Y pensaba simultáneamente: «¿Gente? ¡Pchs! En provincias no interesan estas cosas. Mil pesetas y gastos pagados. No es mucho, pero no está mal. Esta chiquitina de la primera fila lo ha tomado con calor. Es preciosa esta chiquitina de la primera fila. Me gustan su nariz y sus caderas y su afanosa manera de trabajar. Aquel ganapán del radiador ha venido a calentarse. Deberían reservar el derecho de admisión. Yo no vine aquí a hacer demagogia ni a halagar los oídos de los ganapanes, sino a exponer un nuevo punto de vista económico». Dijo: «El orden, la solidaridad, el bienestar, la justicia se esconden en una equitativa redistribución».
La muchacha de las caderas redondas levantó los ojos de las cuartillas y miró al conferenciante como hipnotizada. Pensaba: «¡Oh, qué maravillosamente confuso es este hombre!». Le interesaban a ella las cuestiones económicas. A veces se desesperaba de haber nacido mujer y de tener las caderas redondas y de que los hombres apreciasen en ella antes sus caderas redondas que su vehemente inquietud económico-social. Para la muchacha de las caderas redondas, la Humanidad era extremosa e injusta. Pensar en el equilibrio social era una utopía. En el mundo había intelectuales e ignorantes. Nada más. El claro era ignorante; el oscuro, intelectual. Ella era una intelectual; el tipo del tapabocas que venía allí a buscar calor era un ignorante. Tratar de reconciliar ambas posiciones eran una graciosísima, y mortificante, y descabellada insensatez. Ella escribía ahora frenéticamente, siguiendo el hilo del discurso. Escribía y, de cuando en cuando, levantaba la cabeza y miraba al orador como fascinada.
José, arrimado al radiador, se hallaba en el mejor de los mundos. Tenía que hacer esfuerzos para no dormirse. La voz del orador en la lejanía, era como un arrullo, como una invencible incitación al sueño. De cuando en cuando, las inflexiones de voz del conferenciante le sobresaltaban, y él, entonces, abría los ojos y le miraba, y con la mirada parecía indicarle: «Eh, estoy aquí; estoy despierto. Le escucho». Pero de nuevo le ganaba la grata sensación de calor y cobijo y, más que nada, la conciencia de que, por fuera de aquellos ventanales, la gente tiritaba y se moría de frío. En su duermevela, José pensaba: «Este hombre se está partiendo la cabeza en vano. El mundo es mucho más sencillo de lo que él piensa. La Humanidad se divide en dos: Los que tienen calor a toda hora y comida caliente tres veces al día y los que no lo tienen. Todo lo demás son ganas de hablar y de enredar las cosas».
El conferenciante dijo: «Apelando exclusivamente al aspecto funcional, la solución es arriesgada». Pensaba: «En el mundo hay tres clases sociales: La alta, que tiene para comer y para vicios; la media, que tiene para comer y no tiene para vicios, y la baja, que tiene para vicios y no tiene para comer. La vida ha sido así, es así y seguirá siendo así por los siglos de los siglos. De todas formas, a Carmen le compraré el sombrero. Se lo prometí si me encargaban la conferencia. Me he ido de la lengua, pero ahora no me queda otro remedio. Al fin y al cabo ellas tienen caprichos y nosotros vicios. Me gusta esa chiquitina de la primera fila. ¿Para qué tomará notas con ese ardor? ¡Oh, tiene unas caderas excepcionalmente bonitas!».
El conferenciante pensó decir: «Hay que tender al equilibrio entre los que tienen mucho y los que tienen poco», pero dijo: «Hemos de allegar un criterio de armonía entre los dos puntos más extremosos de la sociedad, económicamente hablando».
La muchacha de las caderas pensó: «¡Ah, es maravilloso! Un cerebro dedicado exclusivamente a la ciencia y a arreglar el mundo es algo hermoso que deberíamos agradecer con lágrimas. Este hombre es un genio, un soberbio intelectual. ¿Y qué? Ocho filas de butacas. ¿Quedarán hoy localidades libres en los cines? ¡Oh, oh, es una vergüenza, una deplorable vergüenza!». El orador hablaba de prisa y ahora ella escribía angustiosamente, podando las frases, abreviando las palabras, pero procurando dejar la idea intacta. Ella celebraba íntimamente la exposición compleja, cruelmente enrevesada, del conferenciante. Para la muchacha de las caderas redondas, lo confuso era profundo; lo claro, superficial. La ciencia verdad había de ser, pues, necesariamente confusa. Un libro que no hiciera trabajar a su cerebro no valía la pena. Una idea, aun pueril, solapadamente dispersa en un juego de vocablos innecesarios, la entusiasmaba. Ella gozaba entonces desentrañando el sentido de cada palabra y relacionándolo con el conjunto de la frase. Y pensaba: «Este hombre es un talento». A veces, el sentido de la frase se le cerraba con un hermetismo obstinado, y ella, lejos de desesperarse, se decía: «¡Oh, qué genio poderosísimo; no me es posible llegar a él!». Su padre la decía: «Todo lo que no sea cocinar y repasar es modernismo en una mujer, querida».
Su hermano Avicto decía: «Eres una angustiosa de cultura». Ella pensaba: «Mi padre y Avicto preferirán también unas caderas bonitas a una cabeza en su sitio». Y sentía asco de sus caderas.
José dio una cabezada y al abrir los ojos advirtió que llevaba unos segundos en la inopia. Pensó: «Acaso la Elvira esté ya en casa y haya puesto lumbre». Miró una vez más al hombre gordezuelo y se esforzó en aferrar alguna de sus palabras y desentrañar su significado. Su esfuerzo estéril le irritó. Casi sintió E deseos de gritar e interrumpirle y decir: «¡No se ande usted por las ramas! ¿A qué ese afán de no llamar al pan, pan, y al vino, vino?». Pero se reprimió y se dejó ganar de un apacible sopor, un sopor que le subía de los pies hasta los ojos y le cerraba dulcemente los párpados, como dedos de mujer.
Se despertó despavorido pensando que el edificio se derrumbaba, y al abrir los ojos vio que el auditorio aplaudía al hombre gordezuelo, y el hombre gordezuelo sonreía al auditorio y hacía inclinaciones al auditorio, y él, entonces, comenzó a aplaudir; mas en ese instante crítico el auditorio cesó de aplaudir y sus palmadas detonaron en el vacío, y el tipo gordezuelo le miró como con cierta irritación, y él se azoró y se incorporó e hizo dos reverencias, y como viera que la muchacha de las caderas redondas le miraba desde la primera fila, le sonrió, cogió el tapabocas y se dirigió a la puerta.
Al conferenciante le brillaba en la calva una gota de sudor. La muchacha de las caderas redondas pensó: «¡Qué esfuerzo!». Él la miró a ella y ella se ruborizó. Él se volvió entonces al presidente, que había dicho al comenzar: «Nadie con mayor competencia que el señor Meléndez, director del Grupo Económico, miembro activo del Instituto Financiero, orador y publicista, para desarrollar un tema tan sugestivo y candente como este de "La redistribución de la renta".» El conferenciante preguntó al presidente: «¿Quién es esa muchacha?». La muchacha recogía cuidadosamente sus apuntes. El presidente dijo: «Tiene un cuerpo interesante. ¿Es eso lo que quiere saber?». Prosiguió Meléndez: «¡Oh, ya lo creo! Más que la redistribución de la renta». Los dos rieron. La gente iba saliendo y la muchacha de las caderas redondas pensó: «Hablan de mí, ¡Dios mío! Están hablando de mí. Él ha debido notar que tengo inquietudes». Recogió la cartera y caminó despacio hacia la puerta. «¡Oh, oh! —dijo Meléndez—, mi querido presidente, observe usted, por favor. ¡Qué cosa maravillosa!». La muchacha pensaba: «Ha notado que tengo inquietudes. Ha notado que tengo inquietudes». Ella no sabía que sus redondas caderas ondulaban deliciosamente al andar. En la puerta tropezó con José. Le sonrió piadosamente. Dijo:
—¿Le gustó?
José sujetaba el tapabocas.
—Hace bueno ahí —dijo. Y antes de salir a la escarcha, y a la noche y a la intemperie, añadió—. ¿Tiene usted hora?
—Son las ocho —dijo la muchacha de las caderas redondas con cierta desolación.
José dijo: «Bien, gracias». Y pensó: «La Elvira estará al llegar». Y se lanzó a la calle.