Relato octavo

La contradicción

Tenía rojo lo blanco de los ojos y al abrirlos observó, abrumado, las paredes y los muebles. La blancura de la salita le deslumbraba. Sor Matilde se aproximó suavemente a su lecho:

—Hijo, ¿estás mejor?

Él hizo un esfuerzo desmedrado y de sus labios exangües surgió un gruñido. Se los humedeció con la punta de la lengua y gruñó de nuevo. Miraba a la monja con lo rojo de los ojos en lugar de con las pupilas, como los perros díscolos cuando comen. Dijo sor Matilde:

—Aguarda. Voy a avisar.

Él era todavía un muchachito que antes de ser arrollado se enternecía escuchando el pasodoble El valiente. Luego no, porque sentía el pecho como si tuviera descansando sobre él una apisonadora, y de cuando en cuando le asaltaba la impresión de que las costillas de delante se juntaban con las de atrás y le estrujaban los pulmones. A veces pensaba que en su pecho había una inscripción: «Carga, 3.000 kilogramos». El médico le previno una hora antes a sor Matilde: «Cuatro costillas fracturadas. Probable fractura de la base del cráneo. Conmoción visceral. Pronóstico muy grave». El muchachito no experimentaría ahora ninguna emoción alguna escuchando los compases de El valiente. Sólo apetecía que la apisonadora se apease de su pecho, poder respirar. Dijo:

—Un momento, madre.

Sor Matilde sonrió hacia arriba. Formaban sus labios un hociquillo extravagante al tratar de sonreír. Se acercó a él y le tocó la frente con extremada delicadeza:

—No soy madre, soy hermana.

—Hermana, bien.

—Sor Matilde.

—Bueno, sor Matilde… Yo tuve una hermana que quiso ser hermana como usted. Era Modes, la segunda. No tenía seis años y me dijo un día: «Yo quiero ser monja, ¿me comprendes o no?».

Sor Matilde sonrió alzando el labio superior. Tomó una mano del enfermo y le buscó el latido del pulso. No lo encontraba y cerró la boca con un gesto contrariado. Al hacerlo se dibujaba más relevante la curva de su mandíbula. No era duro su rostro, empero. Sus ojos desbordaban una alegría rutilante. La superiora le decía: «Esos ojos, sor Matilde, esos ojos. ¡Bendito sea el nombre del Señor!», pero ella sentía una curiosidad invencible por las cosas de fuera. No acertaba a remediarlo. «Mi curiosidad se la ofrendo a Dios», solía decirse en los momentos de recogimiento. Ahora miraba al muchacho compasivamente. Le imbuía una suerte de estupor constatar la debilidad, casi imperceptible, del pulso. El doctor le dijo una hora antes: «Avise si recobra el conocimiento. El juez espera. Aún no ha sido identificado». Ella pensó: «Se va a morir. ¡Oh Dios, va a morirse este crío!». Dijo el muchachito:

—¿Quiso usted ser hermana desde chiquitina, madre?

Pensó el muchachito que sor Matilde era como El valiente, una emoción circunstancial. Pero las costillas le oprimían; tosió levemente y parecía que los ojos fueran a estallarle. Ella le acomodó la cabeza sobre la almohada:

—Yo quise ser bailarina.

—¿Bailarina?

—Quise ser bailarina cuando tenía la edad de tu hermana, la que quería ser monja. Tu hermana, ¿fue monja luego?

—¡Oh, no! Ella reside aquí. Yo venía a buscarla porque necesitaba encontrar trabajo, madre. Dígame: ¿hay algún convento en la calle de la Pureza?

Sor Matilde se sonrojó levemente:

—¡Calla, criatura!

—Mi hermana vive en la calle de la Pureza, ¿comprende usted? Si está en un convento, yo sé que ese convento no es de clausura.

Sonreía el muchacho vagamente. La sonrisa quedó adherida a sus labios de manera inevitable.

—Agua, madre, por favor.

Sor Matilde le aproximó el vaso a los labios y él bebió sacando la lengua, salpicando como los perros. Al beber recordó el chirrido del frenazo y le recorrió los dedos un hormiguillo como cuando su hermano Félix, el camarero, le dejaba beber un chorro de seltz. Dijo:

—El del camión vino por mí, madre. Eso no hay quien me lo quite de la cabeza.

El peso del pecho se le hizo insoportable. Le recreaban los movimientos sigilosos y exactos de sor Matilde, su eficacia queda. Se le antojó que tenía un aplomo de esposa. Inmediatamente pensó que las monjitas son las esposas de Cristo. Evocó de nuevo a la Modes. Su cerebro daba muestras de una atropellada actividad. Dijo sor Matilde:

—Aguarda, hijo. Voy a avisar al doctor.

—¡No! —dijo él—. Él no va a mejorarme. Espere, hermana. Mi hermana es una perdida. No se lo dije antes, ¿verdad?… Tal vez fuese por orgullo…

Sor Matilde se detuvo en la puerta. Estaba habituada a velar a la muerte, y, sin embargo, ahora se le hacía todo aquello una contradicción. «Es un muchachito —pensó—. No tendrá arriba de los dieciocho». Regresó junto a la cabecera del lecho. Se dijo: «Debió vivir un ambiente pecaminoso». Él hacía un ruidito extraño con la lengua. Dijo:

—Siéntese aquí un ratito, madre. Junto a mí. Podemos charlar de muchas cosas.

—¡Alabado sea el Señor, hijo! El te quite de la cabeza esos malos pensamientos —dijo sor Matilde.

El muchachito entornó los ojos. Sin saber por qué experimentaba unos atroces deseos de El valiente y la hermana era para él exactamente como El valiente. Por primera vez, desde el atropello, necesitaba música cerca. Gimió:

—Madre, ¿es que no hay un gramófono en toda la ciudad? ¿En el mundo entero?

—¿Un gramófono?

De nuevo pensó el muchacho en su hermana, cuando vivían juntos a la orilla del lago y la madre les obligaba a acarrear agua para los veraneantes.

—Si ella hizo eso fue por necesidad, madre.

—¿Qué quieres decir?

—Otras van al vicio por el vicio, madre. Ella no. Era débil y no tenía fuerzas para pasar el día acarreando cántaros de agua. No sé si se lo dije, hermana, que ella quiso ser monja.

El agobio del pecho le hizo detenerse.

—Bien —dijo sor Matilde—, no debes pensar en ello ahora. ¿Cómo van tus cuentas con el Señor?

—¡Hum…! —dijo el muchachito.

Ella presentía la muerte. No se equivocaba cuando captaba su breve temblor en las albas antenas de su toca. Ahora ya no quería marcharse, porque en el breve trayecto el muchachito podría escapar.

—¡Hijo, hijo…! —insistió con un impaciente apremio en la voz—. Di para ti, con toda tu alma: «Señor de los Cielos; de todo corazón me pesa haberos ofendido».

Él pensó: «Con música cerca me sería más fácil». Él sabía que la música despertaba en su pecho una remoción de sentimientos. Sintió de nuevo el frenazo como un chorro de seltz. Se estremeció. Le escocían los ojos de tenerlos abiertos, y de pronto, impensadamente, le dolía la rodilla derecha. Pero no imaginó que estuviera acabado, sino que pensó en vivir y en redimir a la Modes, y así lo dijo.

—Ése es un hermoso propósito, hijo —dijo sor Matilde—. ¿Pediste perdón a Dios?

—Bueno —añadió él, ahora penosamente—. Si he de llamar «hermano mío» al conductor, me temo que ello no va a ser posible, madre.

—¿Tanto le odias?

—Compréndame. Él me la jugó, madre. Se metió en la acera mientras yo preguntaba a un transeúnte por la calle de la Pureza. No hay ningún convento de clausura en la calle de la Pureza, ¿no es cierto, madre?

—¡Calla, criatura!

—Bien.

—Recógete en ti y eleva tu alma al Señor.

La boca del muchachito maduró súbitamente en un rapto de rebeldía:

—¿Es que voy a morirme, madre? ¿Dijo eso el doctor?

Sor Matilde le buscó el pulso y contaba mientras rezaba. Luego aguzó el oído por si se oyeran pasos en el corredor. Había decidido no separarse de él. Reparó, de pronto, en sus oscuras manos, demasiado grandes, de yemas achatadas por el trabajo. La uña del pulgar derecho estaba partida en dos.

—No es eso, hijo. Pero nunca está de más ponerse a bien con el Señor.

El muchachito pensó: «No debo llorar». En el café Lion, de Salamanca, no lloraba aun cuando los veteranos sin ningún derecho, se le anticipasen. Él decía: «¡Limpiaaaaa!» con exacta precisión, con fe y coraje, pero a la seña del cliente acudía siempre otro de más edad. Los colegas formaban en su torno una competencia asfixiante. Él era nuevo y el gremio se cerraba a cualquier intromisión. Bueno, él no lloraba entonces, ni lloraba ahora, ni lloró siquiera cuando se deshizo de la caja y los utensilios. Tampoco lloró cuando se puso en camino —a pie, que es más seguro— para buscar a la Modes. Allá en el Lion un viejo catedrático de la Escuela de Comercio le dijo una tarde: «¿Quieres trabajar?». Él respondió: «De eso se trata. De querer y no poder». Agregó el otro: «En Valladolid hay más campo». El muchachito, sentado en la diminuta banqueta, había pensado: «La Modes anda por Valladolid». Notaba ahora la apisonadora más incrustada en el pecho. Dijo:

—Madre, de Simancas acá me trajo un motorista en la trasera… Correr en moto es como dominar el mundo, madre.

Hablaba a trompicones y cada palabra le suponía un intenso dolor. Pero el muchachito ya no localizaba las punzadas. Tanto podían ser en su cuerpo como en el jergón. Sus fauces ardían con un fuego de rescoldo, sin llama. Quiso mover la mano de la uña rota y no le obedeció. Se había convertido de súbito en un miembro independiente. Casi le hizo reír aquella rebeldía de lo único que hasta entonces fuese enteramente suyo. Oyó la voz tenue de sor Matilde como si descendiese del techo:

—Repite conmigo, hijo: «Señor, me pesa el haberos ofendido de pensamiento, palabra y obra. Deseo de todo corazón presentarme ante Vos con el alma limpia de toda culpa».

Él lo repitió lentamente, dolorosamente, y al concluir experimentó un grato relajamiento.

Sor Matilde pensó: «No puede morir. Es una contradicción. ¡Señor, hágase tu voluntad!». Observaba las manos inmóviles del muchachito, angustiosamente vivaces aún en su postración. Sintió unos pasos próximos.

—¡Doctor! —chilló crispada—. ¡Doctor! —corrió hacia la puerta.

El doctor, que era un hombre de edad y, sin embargo, vivía, se aproximó a ella.

—Bueno —dijo.

Ella le hizo paso y él penetró bruscamente en la salita. Se inclinó un momento sobre la cama y volvió luego su pesada cabeza:

—Bien —añadió—. Ha muerto. ¿Es eso lo que quería decirme, hermana?