«Mi primer viaje», pensó Valladolid mientras, en el angosto pasillo, daba bandazos angustiosos, perdido por entero el control. Notaba como una tenaza comprimiéndole las vísceras y como si el bum-bum de las máquinas se produjera exactamente dentro de su cerebro. «Tú sabes que esto no sobra…». «Nos sorprendió un temporal a la altura de las Azores…». «Me gustaría despedirme de ti bailando…». «Cuando salí por primera vez ya estaba liada la guerra del catorce…». Valladolid avanzaba a trompicones. A veces le parecía que sus piernas eran pequeñitas y, a veces, que sus piernas habían de alargarse inverosímilmente hasta encontrar un punto de apoyo. Era incapaz de acomodar sus movimientos a los movimientos del navío. Ahí radicaba su confusión. El suelo y los mamparos venían a su encuentro cuando menos lo esperaba. Intuyó tan próxima la muerte que pensó en su padre, en el que, en puridad, no era padre suyo, sino de Raulito, su mediohermano muerto, y tuvo conciencia nebulosa de su negra traición.
Cuando vomitó por tercera vez, inclinado sobre la borda, experimentó algo así como un modesto renacimiento. Amanecía por la amura y la mar se extendía gris ante él, abierta en grandes baches, pero sin espuma. Se constató tan absurdo y débil como absurda y débil se constataba Marita cuando recostaba su ligera cabeza sobre su hombro. Él, entonces, era un orgullo de hombre, poderoso y desafiante. El mar reducía la importancia de las cosas. Y cuando vio a Luis, el joven repostero del Cantabria, redondear los ojos a su lado, no experimentó vergüenza, sino una extraña ventura. Y cuando Luis, el repostero del Cantabria, le dijo: «¿No es hermoso el mar?», creyó en la posibilidad de que el mar pudiera resultar efectivamente hermoso aunque él, Valladolid, de momento le odiase. Y Valladolid pensó que si el mar era hermoso no lo era desde una cabina hedionda donde él desbarataba lo que no sobraba a su padre. Dijo Luis, acercándosele al corazón con su espontánea sonrisa infantil:
—Usted es de Valladolid, ¿no es cierto? Bueno, yo soy de Villamarciel.
—¡Oh! —exclamó Valladolid, quien volvía por instantes a sentirse entero y sólido—. Una vez en Villamarciel maté yo un pato. Era diciembre y la corriente lo arrastraba y yo me dije: «Si no me zambullo, lo pierdo». Y me zambullí y, contra lo que esperaba, el agua no estaba fría.
Luis, el joven repostero del Cantabria, le escuchaba con tanta atención que Valladolid iba reconstruyéndose espiritualmente a pasos acelerados.
Luis, el repostero, dijo:
—Yo cazaba los patos de madrugada, oculto entre los carrizos de la isla. Bajaban en grandes bandos a la confluencia y la Moña, una perrita que no abultaba lo que un pato, permanecía quieta mientras yo no la dijera: «¡Hala, perrina, a por él!».
—¿No abultaba lo que un pato y no se acobardaba?
—Una mañana me cobró catorce patos —dijo Luis.
—¿Ella sola?
—Yo no hacía más que animarla desde la orilla.
—Bien. ¿Tú puedes decirme, hijo, por qué un hombre a veces se siente empequeñecido?
Luis, el repostero del Cantabria, le miró un momento perplejo y, luego, rompió a reír. No le comprendía. Valladolid, ahora, deseaba vehementemente que Luis, el joven repostero del Cantabria, no le hubiera visto inclinarse sobre la borda y vomitar. En la proa, dos marineros comenzaban a baldear la cubierta. Agregó Luis:
—Hace una hora nos cruzamos con el Queen Mary. Aunque ya amanecía, llevaba dadas todas las luces y parecía un palacio flotante.
—¿Pasó el Queen Mary junto a nosotros?
—A menos de una milla de distancia, señor.
—¡Diablo!
—Me gusta estar sobre cubierta en la amanecida porque se ven los peces voladores con frecuencia.
—¿Viste también peces voladores, hijo?
—Dos rebaños tremendos.
—¡Diablo!
Valladolid pensó: «Mi primer viaje». Pensó: «Escribiré a Marita: "He visto el Queen Mary, que es un palacio flotante, con todas sus luces encendidas, y dos enormes rebaños de peces voladores." También lo escribiría a su padre, que, con mayor exactitud, no era su padre, sino el de Raulito, su mediohermano. En realidad, tendría que decirles: "En mi primer viaje no vi sino un ful de kas que me pisó el contramaestre con un cochino farol, y las piernas de Sonja Henie, esa patinadora rubia de Hollywood"». Luego pensó que lo que viera Luis, el joven repostero del Cantabria, bien pudo verlo él y que más ganaba diciéndole a su padre que vio al Queen Mary en su primer viaje que no que había perdido los tres billetes que a él no le sobraban. «Sí —decidió mentalmente—; escribiré: "En mi primer viaje me crucé con el Queen Mary. Amanecía, pero, no obstante, llevaba dadas todas las luces y parecía un palacio flotante. A popa vi la piscina y la pista de tenis y… y el campo de golf"».
Permaneció un momento caviloso Valladolid, cuyo estómago se iba serenando y que ya no se creía un pobre diablo, sino un hombre importante. La inmensidad del mar le emborrachaba. Se volvió a Luis, el repostero del Cantabria, que bien mirado no era más que un chiquillo:
—Dime, Villamarciel, muchacho, ¿lleva, por casualidad, el Queen Mary campo de golf?