Era, ahora, su primer viaje y el mar era para Valladolid una circunstancia lejana. Pero tenía vino a mano y bebió para olvidar el rostro azulado de su padre, que, en puridad, no era su padre, que le perseguía en sus recuerdos como una sombra. Y para olvidar su primer viaje. Le temblaba levemente la mano al dejar el vaso. Recordó al profesor Pisa Teruel, con su gravedad aplomada: «El mar, chiquitos; esa escuela de duras costumbres». A su lado, don Jesús Beardo, el maquinista del Cantabria, descubría las cartas con un regodeo dilatorio, esquina por esquina.
—Una vez, en Montecarlo, gané diez mil francos en tan sólo media hora —dijo el contramaestre, eructando, sin que los demás lo advirtieran.
Dijo Valladolid, que había solicitado un nuevo resto y que pensaba en su padre y en los tres billetes que no le sobraban y que hasta unos minutos antes habían arropado su corazón:
—¿Cómo fue su primer viaje?
El maquinista dio cartas y pensó en su amiga Mari Luz, que no se parecía a ninguna de las muchachas que decoraban la camareta del contramaestre. Estaba contrariado, pero no sentía curiosidad por conocer los motivos. Dijo Benito, para quien la envidia no tenía sitio en el mundo:
—Nos sorprendió un temporal frente a las Azores y yo estaba en la cofa y dije: «Mi capitán, hay luces próximas a estribor». El capitán era un endiablado erudito y dijo: «En tal sitio como el que estamos se dio la batalla de San Miguel». Y se cuadró en la cubierta, mas un golpe de mar rompió de pronto contra la amura y le dejó hecho una sopa. ¡Ja, ja, ja…!
El capitán dijo:
—Mi primer barco fue el San Roque; era un barco carbonero. Cuando salí por primera vez ya estaba liada la guerra del catorce y los ingleses decían de los alemanes que eran unos hijos de perra. Los alemanes decían de los ingleses que eran unos zorros y cuando divisamos el hidro derribado y flotando sobre las aguas, yo pensé que el avión que ametrallaba a los náufragos era el de los hijos de perra.
—¿Era, por casualidad, inglés? —dijo Valladolid, a quien se le recrudecía la sensación de vacío y la pesadez de la cabeza.
—Yo no dije eso —dijo el capitán.
—Bien, la batalla de San Miguel… —dijo Valladolid.
El contramaestre y el capitán carraspearon banalmente. El maquinista dijo, irritado:
—Estamos jugando al poker, ¿no es eso?
Tan sólo seis o siete días antes, Valladolid le decía a Marita mientras recorrían el paseo alto de las Moreras con los dedos enlazados: «En mi opinión personal, el primer viaje es definitivo. Entonces puedes decir con conocimiento de causa si te gusta el mar o si te has equivocado». Ella le oprimió la mano y, con este apretón, él tuvo conciencia de su propio relieve: «No te preocupes, hijita, mi vocación es una cosa sólida». Ella dijo: «Me gustaría despedirme de ti bailando. En mis recuerdos te tendría más cerca». Por la tarde, cuando anochecía, Valladolid la llevó a bailar a las Piscinas Samoa y Marita tenía los ojos iluminados, transida la mirada de una blanda emoción marina. Recostaba la cabeza en su hombro y tarareaba suavemente El gato montes, que era el pasodoble que el altavoz desgranaba, con un punto de acritud, en ese instante. Él la acompañó, luego, a una mesa apartada, junto al agua. «¡Qué piscinita!», dijo él despectivamente. Marita se miró en sus ojos: «El mar, ¡oh, Dios!, el mar», dijo como arrobada.
Valladolid, ahora, no tenía otra sensación del mar que el desasosegado y creciente movimiento de vaivén y la oscilación de la lámpara en el techo de la camareta. Le aumentaba en el estómago una indefinible sensación de malestar. Valladolid lo atribuía a la adversidad de la suerte. Había alcanzado ese nivel fatídico en que el jugador se desmoraliza. Perdió la fe en las cartas y las cartas se le negaban. Por un instante experimentó deseos de llorar al comprobar que una vez tras otra se rompían las posibilidades de ligar jugada. Odiaba de pronto el sistema mezquino de descubrir las cartas que empleaba el jefe de máquinas, el pañuelo de Benito, el contramaestre, y la ductilidad de dedos y el cogote blanco del capitán. Se le antojaba que el desinterés favorecía y él no se sentía capaz de desinteresarse de la partida. Administraba el último resto y, al final, tendría que retirarse. Le temblaban ligeramente los dedos, tenía los ojos turbios y las orejas encarnadas, cuando le correspondió barajar. Levantó sus cinco cartas y advirtió, en seguida, su buena disposición; no vio el full de «kas» en el primer momento, pero sí reparó en la buena disposición de los naipes.
—Paso —dijo el capitán.
—Voy a duro —dijo el contramaestre.
—Dos —dijo Valladolid.
También el capitán entró con dos duros.
—Tres cartas —dijo el maquinista.
—Una —dijo Benito, el contramaestre, y en ese instante extrajo el pañuelo del bolsillo y se limpió las palmas de las manos.
Valladolid se estremeció. «Tiene poker servido», pensó. De otro modo hubiera esperado el descarte para sacar el pañuelo. Levantó los ojos y miró fijamente, impúdicamente, a Benito, el contramaestre del Cantabria. Valladolid creyó intuir en sus pupilas la confusión que inspira una gran jugada. «Me quiere enredar con su poker. ¡Maldito!», se dijo.
—¡Quince duros! —dijo Benito, y volvió a limpiarse las manos en el pañuelo.
El corazón de Valladolid pulsaba más de prisa que las calderas del Cantabria. Unas gotas de sudor frío le resbalaron por los sobacos. Levantó sus cartas y se recreó una vez más en la jugada: tres «kas» y dos «nueves». Era una bella y laboriosa jugada. Seis horas ininterrumpidas le costó elaborarla. «El muy granuja me quiere enredar con su poker servido», pensó Valladolid. «Se ha limpiado las manos antes de mirar el descarte». Conservaba un resto de siete duros, pero era cuanto conservaba de lo que a su padre, que, bien mirado, no era su padre, no le sobraba. Vaciló. El silencio era tan hondo que el roce del costado contra las olas producía un rumor insoportable. Recordó la palabras de Martí en Barcelona; Martí era un buen jugador. «El secreto del poker no estriba tanto en ligar como en saber retirarse a tiempo». La evocación decidió la actitud de Valladolid. Arrojó sus cartas sobre la mesa y, al hacerlo, se sintió de descargado de una seria responsabilidad:
—Me voy —dijo, y respiró.
También respiró Benito, el contramaestre, quien sin nadie pedírselo exhibió un proyecto frustrado de escalera de color Dijo:
—Quiero enseñarlo. Es el primer farol de toda la noche. Pasé un mal rato, lo confieso.
Valladolid se puso en pie de golpe. Y experimentó una vaga reminiscencia de los tiempos en que él era un hombre fuerte y viril y Marita buscaba en su persona un punto de apoyo. Estaba tan pálido que parecía más niño, tal vez un poco delicado. Ahora el cabeceo del Cantabria se acusaba directamente sobre su estómago. Era como si tuviese dentro de él una horrible música de jazz.
—Me retiro, señores —dijo—. Estoy… bien… estoy un poco mareado.
Los tres hombres curtidos, que eran prácticamente tres semidioses para Valladolid, se miraron entre sí y comprendieron. El maquinista juntó las cartas y comenzó a barajar lentamente. Dijo el contramaestre:
—No te preocupes, Valladolid, muchacho. Es éste tu primer viaje.