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A Marita le decía diez días antes, sentados en un banco de los jardincillos del Poniente: «El capitán en un barco es como Dios, ¿sabes?». «¿Sí?», inquirió ella. «Sí», respondió él con firme acento de convicción: «Puede incluso casarte si así lo deseas», agregó. «¡Oh!, ¿por qué no nos casamos en un barco?», dijo ella, repentinamente iluminada. «Puedes hasta hacer testamento delante del capitán», continuó impávido Valladolid, que aún no lo era, ni conocía a Elizabeth Taylor. «¿Es cierto que un capitán de barco puede echarte la bendición?». «Bueno —confesó, al fin, Valladolid—, no sé exactamente si el matrimonio que hace un capitán vale para la Iglesia o sólo para lo civil». Repentinamente Miguel Páez experimentó deseos de besar a Marita porque era hermosa, y anochecía, y los jardines del Poniente estaban desiertos, y cuatro soldados hacían coro desde una ventana del cuartel de San Quintín. Estudió, incluso, el procedimiento para no lastimarle la nariz como el primer día. Finalmente desistió porque Marita estaba ajena a su persona y pensaba en las atribuciones del capitán de barco.

Él dijo:

—Un capitán es casi como un Dios. Yo te contaré de mi primer viaje.

El capitán del Cantabria bebió otro vaso y fichó. El maquinista descubría las cartas con parsimonia y desconfianza. Prefería los tréboles y los pics porque eran de color negro. El rojo le lastimaba.

—Hablas, Beardo —dijo el capitán.

—Ficho.

—Y yo —dijo Benito.

—Yo también —dijo Valladolid, a quien le iba creciendo en el pecho un sentimiento de decepción.

—Dos parejas —dijo el maquinista, adelantando sobre la mesa su rostro funerario.

Benito, el contramaestre del Cantabria, tomó las cartas y barajó. El contramaestre del Cantabria desconocía la envidia porque era el sexto de catorce hermanos, y Nicanor, el primogénito, se quedó con la taberna de su padre sin compensarles. No sentía envidia porque para él pensar en Ava Gardner era como tener a Ava Gardner y pensar en la tasca de su hermano Nicanor era como tener la tasca de su hermano Nicanor. Y cuando cumplió catorce años, su madre le llamó aparte y le dijo: «Nito, habrás de ir pensando en labrarte un porvenir». Él siempre ambicionó viajar, pero no tenía dinero. «Está claro», dijo. Y antes de cumplir los quince se fue al mar. Desde entonces no volvió por su pueblo. Ahora no importaba su pueblo, sino ligar un hermoso poker de ases.

A Valladolid, el muchacho, le pesaba la cabeza y notaba una sensación amarga en la boca del estómago. Una vez le dolió el estómago y su padre, el que no era su padre, le llevó al especialista y Valladolid hubo de orinar en una copa y beberse el contenido de otra copa y la sensación que notó más tarde era análoga a la que sentía ahora. Sin él darse cuenta, se le iba haciendo trizas dentro, tal vez en el estómago, la ilusión de su primer viaje: «El mar, el poder, la tempestad». No era eso el primer viaje, sino vino, naipes, ambiente enrarecido y un pesado movimiento de vaivén. Su padre, el revisor de la Compañía de FF. CC. del Norte, le dijo cuando él le comunicó que deseaba ser marino: «Chico, eso no puede estudiarse aquí». Luego hizo números, estrujó su buena voluntad y pensó en Raulito: «Bien mirado, estudia lo que gustes, hijo», le invitó. Y, a continuación, le dijo: «¿Sabes qué edad tendría ahora Raulito?». «Tal vez ocho», respondió Valladolid. «Nueve y dos meses exactamente», dijo el revisor contrayendo amargamente su rostro azulado. Añadió Valladolid: «¡Qué barbaridad, padre, cómo pasa el tiempo!». El revisor se puso melancólico: «Te irás al mar, chico, y te olvidarás de mí y de nuestro pobre mundo».

Valladolid odiaba las expansiones sentimentales, excepto con la pequeña Marita. Oprimió, como suprema concesión, la mano grande del revisor, aquella mano que, sin darle importancia, había horadado más de un millón de billetes de ferrocarril, y dijo, solemnemente: «Padre, le dedicaré a usted todas las emociones de mi primer viaje. Se lo prometo».