Miguel Páez, que ya era Valladolid y cuando pensaba en Ava Gardner presentía un mundo más complicado y difícil que el suyo propio, colocó dos duros en el centro de la mesa. Había empezado por llevarle cinco a Benito, el contramaestre del Cantabria, con una escalera máxima.
El maquinista observaba a los contrincantes con el rabillo del ojo. Sus dedos afilados separaban una carta de otra mezquinamente. Ponía avaricia en el manoseo de los naipes; una avaricia puntillosa y sórdida.
—Los veo —dijo—. Y pongo tres más.
Valladolid vaciló. Sentía una advertencia en las entrañas; una rara advertencia que era como un vacío. Tal vez fuera el vacío del primer viaje. Este era para Valladolid como una recopilación de apostura, megáfono y autoridad. Y mar, el endiablado mar infinito absorbiendo la total intensidad de sus pupilas. Ahora, el primer viaje era una angosta cabina y tres hombres viciosos y el presentimiento de Ava Gardner, Elizabeth Taylor y Sonja Henie. Y sus efigies y las efigies de sus muslos. El Cantabria cabeceaba. El capitán dijo: «Hay mar de fondo». Y Valladolid no se explicaba por qué la mar de fondo se acusaba en la superficie. Entró con dos jotas y dos ases y en el descarte llegó una «Q». Vaciló, de nuevo.
—Van —dijo, al fin.
—Tres ochos.
—Valen.
—¿Qué tienes, Valladolid? —preguntó Benito, el contramaestre.
—Figuras, sólo.
Por encima del hombro del contramaestre veía la belleza obsesionante de Elizabeth Taylor. «Esa mujer debió besar mucho en la vida», pensó Valladolid. También él besó una vez a Marita en el cinema Roxy, viendo El bailarín pirata, en technicolor. Lo hizo torpemente, prematuramente, y lastimó la nariz a la muchacha, que se resistía; y ella le regañó. Le dejó un regusto desolado el primer beso. Era probable que el capitán del Cantabria hubiera besado más de una vez. Sus labios eran finos y elásticos y después de beber un vaso se estiraban con satisfacción. Valladolid llevaba la cuenta de los vasos que bebía el capitán. También le sorprendía su modo de manejar las cartas con una sola mano, mientras que la otra sostenía el vaso. Para el capitán del Cantabria pensar en Ava Gardner era exactamente acentuar la distancia que le separaba de Ava Gardner. Con suma facilidad abría las cartas en abanico, una en cada dedo, tal cual si los dedos fuesen las varillas del abanico:
—Voy —dijo.
—Paso —dijo el maquinista observándole torvamente.
—Voy —dijo Valladolid, y no tenía más que una pareja de nueves.
La suerte le volvía la espalda y pidió otro resto de diez duros. Bien pensado, no había prisas. Él dedicaba su atención preferentemente a estudiar a sus compañeros. Observó que si Benito sacaba el pañuelo del bolsillo y se secaba las manos, tenía de escalera para arriba. Al maquinista solía alargársele la cara cuando ligaba. Descubría los naipes con una lentitud agobiante. Por contra, el contramaestre del Cantabria jugaba alegremente, aun sin arriesgarse demasiado. Para Benito, el contramaestre, pensar en Ava Gardner era como tener a Ava Gardner, particularmente desde que la viera descender del 7532 de la U.S. Air Force.
—Cinco duros —dijo Benito, y se secó las manos con el pañuelo.
—Veo —dijo el capitán cerrando el abanico.
Valladolid se dijo: «Estoy en un barco de verdad. Es éste mi primer viaje». El capitán del Cantabria pensó: «Definitivamente solo». Y recordó a Julia, aquella morenita del cuerpo obsesionante. Julia, la chiquilla, fue su mujer. Ella le decía: «Quiero viajar, cariño». Él dijo: «Si me caso contigo te llevaré a América». Julia añadió: «Cásate conmigo». Él la llevó a Buenos Aires cuando se casaron. En la camareta que era mezquina como todas las camaretas, ella le dijo diabluras. Pero luego, en Buenos Aires, desapareció. Hacía diez años que Julia desapareció y aún ignoraba el capitán del Cantabria por qué clase de hombre le había cambiado. Su mano se crispó imperceptiblemente sobre la mesa, sujetando los naipes, y con la otra se llevó el vaso a los labios y bebió. El maquinista observó la fotografía de Ava Gardner e imaginó una lápida rodeada de flores en los hermosos jardines de Hyde Park: «Aquí yace Ava Gardner, la actriz más hermosa de su época». Tal vez algún insensato, como su padre, la apremiase a esperar. Pero ya no sería Ava Gardner, sino los huesecitos de Ava Gardner, bonitos, blancos y proporcionados, los que esperasen. Acababa de decidir que su amiga Mari Luz se había vuelto respetable y fondona. Ahora, mientras Valladolid barajaba torpemente, el mar azotaba los costados del Cantabria y el rumor se hacía claramente perceptible.
En el puente también era perceptible, minutos antes, el rumor del mar mientras el capitán le mostraba la bitácora. La proa del Cantabria se hundía intermitentemente en las aguas grises con cierta majestad. Valladolid había pensado entonces en su infancia cuando incendiaba barquitos de papel en un balde de agua. Y luego, en sus devaneos por el Pisuerga pilotando una barca de dos remos. El Catarro le fiaba los viajes y, a veces, ni siquiera le recordaba su deuda. «Hoy no tengo cuartos, Catarro». «¿Cuándo sí?», decía el Catarro y rompía a reír. El Catarro conocía el lecho del Pisuerga como su propio lecho. Ningún ahogado se le resistía.
Rastreaba con inteligencia y sin precipitaciones. Él sabía como nadie la querencia de las aguas para arrastrar a sus muertos y dependía del caudal, de la estación y de la fuerza de la corriente el rastrear el Vivero antes que la Pesquera o a la inversa. Valladolid pasaba tardes enteras junto al Catarro en el Sobaco, ante un porrón de vino tinto.
—Catarro —le decía—. ¿Es cierto que un barco al hundirse forma un remolino que arrastra cuanto le rodea?
Los dientes del Catarro estaban careados, lo que no impedía que en la ciudad fuese una institución benéfica.
—Según —decía.
Los chopos se erguían en las márgenes y delimitaban orgullosamente el cauce del río. Entonces Valladolid no era aún Valladolid y contaba solamente catorce años.
—Catarro —inquiría—. ¿Es cierto que hueles los ahogados?
—No es cierto. ¿Quién dijo tal?
—¿Por qué los encuentras todos?
—Conozco mi oficio.
—Dime, Catarro, ¿por qué si uno sabe nadar flota sin moverse y cuando no sabe se hunde?
—El miedo pesa, hijo.
Una tarde, Valladolid le confesó:
—¿Sabes que voy a ser marino, Catarro?.
Entonces él, Valladolid, intuyó su primer viaje y notó una emoción de virginidad. El Catarro le acarició el cogote, orgulloso de su magisterio.
Benito, el contramaestre del Cantabria, se secó las manos obstinadamente. Valladolid se sobrecogió. Acababa de ligar un ful de jotas-nueves. Miró las manos del capitán y el capitán bebió otro vaso de vino. Valladolid reparó que había perdido la cuenta.
—Ficho —dijo tímidamente.
—Diez duros para verlo —dijo el contramaestre.
Apuñaba el pañuelo mientras Valladolid pensaba: «Tú sabes que esto no sobra». Su padre, el que no era su padre, el revisor de la Compañía de FE CC. del Norte, tenía el rostro azulado y la boca entre paréntesis. Según decía él, aquello era por haber reído mucho. «Todo lo que reí de niño me tocó llorar luego», afirmaba después del entierro de Raulito, su mediohermano.
La gorra de plato de su padre le imprimía un aire marcial. ¡Lástima del tono azulado de su piel! Valladolid cerró los ojos:
—Veo —musitó.
—Color —dijo triunfalmente Benito, el contramaestre del Cantabria.
Valladolid sintió que las orejas le abrasaban. Dijo:
—Otro resto.