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Caía la noche y de la amura de babor soplaba una brisa muy fina. Los pesqueros se ponían en movimiento y se oía, a lo lejos, una sirena como el quejido de una mujer ebria. Olía a salitre y a algas y las gaviotas sobrevolaban el mar con una atención suspensa. De la parte de Pedreña la superficie se encrespaba y se poblaba de cabrillas blancas. En el muelle, el bolardo parecía un brazo en tensión, cargando con la responsabilidad del Cantabria. El bolardo era, ahora, el capitán, y el capitán, cuando Valladolid se presentó a él en la diminuta camareta, era, de pronto, un burócrata concienzudo y borracho. Bebió dos vasos de vino mientras anotó sus datos en el Diario de Navegación. El capitán, como los practicantes, olía intensamente a alcohol. En sus palabras y sus movimientos se descubría una premeditada represión. Valladolid observaba su cogote rapado y pensó que aquella cabeza, prematuramente blanca, estaba electrizada y que de tocarla le sacudiría un calambre. El capitán del Cantabria mordisqueaba la pluma antes de escribir. Sus dedos grandes y expeditivos tenían una extraña agilidad. Se volvió al muchacho de pronto:

—No le extrañe —dijo—. En la Escuela fui campeón de dedos.

—¿De dedos?

—¿No luchó nunca con los dedos?

—No.

—También se lucha con los dedos. Y yo era campeón.

Valladolid pensó que estaba borracho. Su sonrisa era juvenil, pero no franca; quedaba como sometida a una condición, como si el capitán del Cantabria pensase: «Si no tuviera eso encima de mí, sonreiría del todo». Luego enseñó el barco al alumno y le entregó dos faenas de dril y una gorra de plato. Valladolid se sentía orgulloso debajo de ella, pero Benito, el contramaestre del Cantabria, dijo, al verle: «Valladolid, criatura, pareces el botones de la Banca Arteche». Y Valladolid pensó en Marita y cuando, a su lado, parecía un hombre ciclópeo. Sonreía, sin embargo, con una limitación predispuesta. «Fuera de Benito, el contramaestre, nadie en este demonio de barco sonríe de verdad», pensaba.

El barco no le gustaba a pesar del concienzudo interés del capitán por enseñárselo. Era sucio y viejo y en las sentinas había ratas. La obra muerta, alterosa y renegrida, no guardaba equilibrio con el casco, y el capitán le dijo que «era un trasto reconstruido». En extraña contradicción con el resto, el puente de mando brillaba como una patena; la rueda del timón, pulcramente barnizada, parecía un objeto de adorno.

—Bueno —dijo Valladolid—. ¿Qué velocidad desarrolla?

—Doce millas sin forzar.

—¿Servicio?

—Habitualmente con Plymouth.

El muchacho asió el timón y, de súbito, se sintió un hombre importante.

—¿Yo podría llevarlo?

—Un niño puede llevarlo. Es un barco marinero éste y la pista más ancha que el Paseo del Campo Grande.

—¿Conoce Valladolid?

—¡Oh, Valladolid! ¿Qué razón existe para que venga al mar un castellano de tierra adentro?

—Eso; el mar.

—¡Vaya!

—Yo siempre deseé lo que no tenía —dijo Valladolid.