PRÓLOGO

—Aproximándonos a Arturo. Desconectando el núcleo de propulsión VSL.

El contralmirante de la Alianza John Grissom, el hombre más célebre de la Tierra y de las tres jóvenes colonias interestelares, echó un vistazo hacia arriba al oír la voz del timonel de la SSV (vehículo espacial de la Alianza de Sistemas) Nueva Delhi que llegaba a través del intercomunicador de a bordo. Un segundo después sintió la inconfundible fuerza de desaceleración mientras los generadores de campo del efecto de masa de la nave aminoraban la marcha paulatinamente y la Nueva Delhi pasó de motor MRL (más rápido que la luz) a velocidades más adecuadas a un universo einsteiniano.

A medida que deceleraban, la iluminación espectral del conocido universo corrido al rojo se desparramaba por la diminuta escotilla de la cabina, enfriándose gradualmente hasta alcanzar tonos más normales. Grissom detestaba las portillas; el control de navegación de las embarcaciones de la Alianza era meramente instrumental, por lo que no necesitaban referencias visuales de ningún tipo. Todas las naves se habían diseñado con varias portillas diminutas y al menos una escotilla principal, generalmente situada en el puente de mando, como una concesión a los anticuados ideales románticos de los viajes espaciales.

La Alianza trabajaba duramente para mantener dichos ideales: eran útiles para el reclutamiento. Para los habitantes de la Tierra, la inexplorada inmensidad del espacio seguía siendo aún asombrosa. La expansión del género humano por las estrellas constituía una maravillosa aventura de descubrimiento; los misterios de la galaxia a la espera de ser revelados.

Grissom sabía que la verdad era mucho más compleja. Sabía de primera mano lo fría que podía llegar a ser la galaxia, admirable a la vez que terrorífica. Sabía que había ciertas cosas para las que la Humanidad todavía no estaba preparada. La transmisión confidencial que había recibido aquella misma mañana desde la base de Shanxi era buena prueba de ello.

En muchos aspectos la Humanidad era igual que un niño: protegida e ingenua. No es que eso fuera una sorpresa. En la larga historia de la Humanidad, apenas hacía dos siglos que ésta había roto los vínculos con la Tierra para aventurarse hacia el frío vacío del espacio. Y los auténticos viajes interestelares, la capacidad de viajar a destinos más allá del Sistema Solar, sólo empezaron a ser posibles durante la última década. En realidad, menos de una década.

Tan sólo nueve años antes, en 2148, el equipo de mineros de Marte descubrió, bajo las profundidades del planeta, los restos de una base de investigación extraterrestre abandonada hacía mucho tiempo. El descubrimiento se anunció como el más importante en la historia de la Humanidad, un extraordinario acontecimiento que lo cambió todo para siempre.

Por primera vez, la raza humana se enfrentaba a la incontestable e incontrovertible prueba de que no estaba sola en el universo. A lo largo y ancho del planeta, todos los medios de comunicación se volcaron en la noticia. ¿Quiénes eran aquellos misteriosos extraterrestres? ¿Dónde estaban ahora? ¿Se habían extinguido? ¿Regresarían? ¿Qué efecto habían tenido sobre la evolución pasada del hombre hasta nuestros días? ¿Y qué consecuencias tendrían en el futuro de la Humanidad? Durante los primeros meses, autoproclamados filósofos, científicos y expertos discutieron interminablemente acerca de la trascendencia del descubrimiento en los vídeo-diarios y a través de las redes informativas, vehementemente y en ocasiones incluso con violencia.

Todas las grandes religiones de la Tierra temblaron hasta los cimientos. De la noche a la mañana, surgieron decenas de nuevos sistemas de creencias, la mayor parte de ellos basados en los dogmas de los Evolucionistas Intervencionistas, que anunciaron fervorosamente el hallazgo como la prueba de que fuerzas extraterrestres habían dirigido y controlado toda la historia humana. Muchas de las fes existentes intentaron incorporar la realidad de una especie extraterrestre dentro de sus propias mitologías, otras lucharon por reescribir su historia, credos y creencias a la luz del nuevo descubrimiento. Y unas pocas, obstinadas, se negaron a reconocer la verdad y consideraron el búnker marciano un bulo secular destinado a engañar y a extraviar a los creyentes del verdadero camino. Incluso ahora, casi una década después, la mayoría de las religiones siguen intentando encajar las piezas.

El intercomunicador sonó de nuevo e interrumpió los pensamientos de Grissom y los alejó de la controvertida escotilla hacia el altavoz de a bordo, situado en el techo.

—Despejado para acoplamiento en Arturo. Tiempo previsto de llegada: aproximadamente doce minutos.

Viajar de la Tierra a Arturo, la mayor base de la Alianza fuera del Sistema Solar, les había llevado prácticamente seis horas. Grissom se pasó la mayor parte de ese tiempo recostado sobre una pantalla de datos, ojeando informes de situación y revisando fichas de personal.

El viaje se había planeado hacía meses como un acto de relaciones públicas. La Alianza quería que Grissom pronunciara un discurso frente a la primera promoción de reclutas en graduarse en la Academia de Arturo, un simbólico pasar el testigo de una leyenda del pasado a los líderes del futuro; sin embargo un mensaje recibido desde Shanxi, unas horas antes de partir, alteró radicalmente el propósito del viaje.

La última década, como en un sueño espléndido, había sido una época dorada para la Humanidad. Ahora, Grissom estaba a punto de hacer que se les viniera encima la cruda realidad.

La Nueva Delhi estaba aproximándose a su destino; había llegado la hora de abandonar la paz y la soledad de su camarote privado. Transfirió las fichas del personal de la terminal de datos a un minúsculo disco de almacenamiento óptico que deslizó al interior del bolsillo del pecho del uniforme de la Alianza. Cerró la sesión y se levantó con dificultad de la silla entumecido.

Su alojamiento era pequeño y estrecho y la estación de datos en la que había estado trabajando distaba de ser cómoda. El espacio en las naves de la Alianza era limitado; los camarotes privados solían estar reservados para el oficial al mando de la nave. En la mayoría de las misiones se contaba con que incluso los vips usaran el comedor común o los dormitorios comunales. Pero Grissom era una leyenda viva y con él podían hacerse excepciones. En esta ocasión, el capitán le había ofrecido generosamente su alojamiento para el viaje, relativamente corto, hasta Arturo.

Grissom se estiró, tratando de aliviar los nudos en el cuello y los hombros. El contralmirante movió la cabeza de un lado a otro hasta ser recompensado con un satisfactorio crujido de las vértebras. Echó un rápido repaso al uniforme frente al espejo —mantener las apariencias era una de las imposiciones de la fama— antes de salir por la puerta y dirigirse al puente de mando de la astronave, situado en la proa.

Varios miembros de la tripulación hicieron una pausa en sus obligaciones para cuadrarse y saludar a su paso, mientras él desfilaba frente a sus puestos. Respondió de igual modo, sin apenas reparar en ello. A lo largo de los ocho años que habían transcurrido desde que se convirtiera en héroe de la especie humana, había desarrollado una habilidad extraordinaria para saludar los gestos de respeto y admiración sin que mediara ningún tipo de percepción consciente.

La mente de Grissom seguía distraída en pensamientos acerca de cómo todo había cambiado con el descubrimiento del búnker en Marte…, una línea de pensamiento que, dados los inquietantes informes que llegaban de Shanxi, no resultaba sorprendente.

La revelación de que la Humanidad no estaba sola en el universo no conmocionó únicamente a las religiones de la Tierra, sino que tuvo también efectos de largo alcance en todo el espectro político. Pero ahí donde la religión había caído en el caos de los cismas y el radicalismo de los grupos disidentes, políticamente, el descubrimiento logró estrechar las relaciones entre todos los seres humanos. Básicamente unió a los habitantes de la tierra. Fue la rápida y repentina culminación de la identidad cultural planetaria que, lenta pero ininterrumpidamente, se había desarrollado a lo largo del siglo anterior.

En el plazo de un año, los dieciocho mayores estados-nación de la Tierra escribieron y ratificaron la carta de constitución de la Alianza de Sistemas. Por primera vez en la Historia, los habitantes de la Tierra comenzaron a verse a sí mismos como un único grupo colectivo: humanos frente a alienígenas.

El Ejército de la Alianza de Sistemas, un cuerpo dedicado a la protección y defensa de la Tierra y sus ciudadanos frente a amenazas no terranas se constituyó poco después, y obtuvo recursos, soldados y oficiales de prácticamente todas las organizaciones militares del planeta.

Algunos insistían en que la inesperada unificación de los diferentes gobiernos de la Tierra en una única entidad política había ocurrido de manera un tanto precipitada y convenientemente. Las redes informativas bullían con teorías que afirmaban que, en verdad, el búnker de Marte había sido descubierto mucho antes de que se anunciara públicamente: el reportaje sobre el equipo de mineros desenterrándolo no era más que una oportuna noticia de portada. Afirmaban que la creación de la Alianza era, de hecho, la fase final de una larga y complicada serie de tratados secretos internacionales y acuerdos internos clandestinos que había llevado años e incluso décadas negociar.

Por lo general, la opinión pública descartaba semejantes rumores como propios de la paranoia conspirativa. La mayoría prefería la noción idealista de que la revelación había sido el catalizador que activó a los gobiernos y ciudadanos del planeta y los condujo audazmente hacia una feliz era de cooperación y respeto mutuo.

Grissom estaba demasiado harto como para tragarse tales fantasías. En privado, no podía evitar preguntarse si los políticos sabían más de lo que admitían en público. Aún ahora se preguntaba si la nave dron de comunicaciones que traía la señal de socorro procedente de Shanxi les había pillado por sorpresa o si estaban esperando ya algo parecido antes incluso de que se creara la Alianza.

Mientras se acercaba al puente de mando, apartó de su mente todo pensamiento sobre estaciones de investigación extraterrestres y sombrías conspiraciones. Era un hombre práctico. En realidad, los detalles tras el descubrimiento del búnker y la creación de la Alianza no le importaban. Había prestado juramento a la Alianza para proteger y defender a la Humanidad a lo largo y ancho de las estrellas, y todos, incluido Grissom, tenían un papel que jugar.

El capitán Eisennhorn, oficial al mando de la Nueva Delhi, miró por la amplia escotilla construida en la cubierta de proa de la nave. Lo que allí vio le provocó un estremecimiento de admiración que le recorrió el espinazo.

Detrás de la ventana, la gigantesca estación espacial de Arturo crecía sin cesar a medida que la Nueva Delhi se aproximaba. La flota de la Alianza, unas doscientas naves desde los destructores tripulados por veinte hombres hasta los acorazados con tripulaciones de varios centenares, se extendía por ella en todas direcciones, rodeando a la estación como un océano de acero. Toda la escena estaba iluminada por el resplandor anaranjado que, lejos en la distancia, emanaba de la gigante roja de tipo K: Arturo, el sol del sistema del que la base tomaba su nombre. Las naves reflejaban el flamígero fulgor de la estrella, reluciendo como si ardieran en las llamas de la verdad y la victoria.

A pesar de que Eisennhorn había presenciado este impresionante espectáculo en decenas de ocasiones, nunca dejaba de sorprenderle: era un deslumbrante recordatorio de lo lejos que habían llegado en tan poco tiempo.

El descubrimiento de Marte había elevado a la Humanidad, uniéndola bajo un nuevo y singular propósito mientras los principales expertos de cada disciplina, en un esfuerzo por desentrañar los misterios tecnológicos guardados en el interior del búnker extraterrestre, unieron sus recursos en un magnífico proyecto.

Casi de inmediato se hizo evidente que los proteanos —el nombre que se dio a la desconocida especie alienígena— habían avanzado tecnológicamente mucho más que el género humano… y que habían desaparecido hace mucho, mucho tiempo. La mayoría de las estimaciones situaban la edad del hallazgo en casi cincuenta mil años, precediendo a la evolución del hombre moderno. Sin embargo, los proteanos habían construido la estación con materiales distintos a nada que pudiera encontrarse de manera natural en la Tierra, e incluso el transcurso de cincuenta milenios había hecho poca mella en los valiosos tesoros de su interior.

Más notables fueron los archivos de datos que los proteanos dejaron tras de sí: millones de tetrabytes dignos de conocimiento, aún útiles a pesar de estar recopilados en una lengua extraña y desconocida. Descifrar el contenido de esos archivos de datos se convirtió en el Santo Grial de prácticamente todo científico en la Tierra. Tras meses de continuo estudio, finalmente, el lenguaje de los proteanos se tradujo y las piezas comenzaron a encajar.

Esto no hizo más que avivar el fuego de los teóricos de la conspiración, que sostenían que para que algo útil saliera del búnker deberían de haber transcurrido años. La mayoría pasó por alto su pesimismo que, a raíz de los espectaculares avances científicos, quedó olvidado.

Fue como si hubiera reventado una presa y desencadenado una cascada de conocimientos y revelaciones que inundaran la psique humana. Investigaciones que antes tardaban décadas en obtener resultados parecían requerir ahora escasos meses.

Mediante la adaptación de la tecnología proteánica, el ser humano fue capaz de desarrollar campos de efecto de masa, que le permitían viajar más rápido que la luz. Las naves dejaron de estar atadas a los rigurosos e inclementes límites del continuo espacio-tiempo. En otros ámbitos se dieron saltos similares: nuevas energías limpias y eficientes, avances ecológicos y medioambientales, terraformación.

En el plazo de un año, los habitantes de la Tierra comenzaron a extenderse rápidamente por todo el Sistema Solar. El fácil acceso a los recursos de los demás planetas, lunas y asteroides permitió establecer colonias en estaciones espaciales en órbita. Gigantescos proyectos de terraformación comenzaron a transformar la superficie inerte de la Luna en un entorno habitable. Y Eisennhorn, como la mayoría, no se molestó en escuchar a aquellos que afirmaban tercamente que la nueva época dorada de la Humanidad era una farsa cuidadosamente orquestada que había comenzado en realidad décadas antes.

—¡Oficial en cubierta! —gritó uno de los tripulantes.

El capitán Eisennhorn supo de quién se trataba, incluso antes de darse la vuelta, por el sonido de todo el personal del puente de mando puesto en pie para saludar al recién llegado. El contralmirante John Grissom era un hombre que infundía respeto. Grave y severo, su mera presencia impregnaba el lugar de seriedad y de una innegable trascendencia.

—Me sorprende que estés aquí —dijo Eisennhorn en voz baja, volviéndose para observar una vez más la vista por la ventana mientras Grissom cruzaba el puente de mando y se situaba junto a él. Se conocían desde hacía casi veinte años, cuando coincidieron como reclutas rasos durante el adiestramiento básico en el Cuerpo de Marines de los EE.UU., antes incluso de que existiera la Alianza—. ¿Acaso no andas siempre diciendo que las portillas son una debilidad táctica de las naves de la Alianza? —añadió Eisennhorn.

—Debo cumplir con mi rol para mantener la moral de la tripulación —susurró Grissom—. Supuse que, si me acercaba hasta aquí para amedrentar a la flota, todos tristes y lloricas como tú, podría contribuir a reforzar el esplendor de la Alianza.

«Tener tacto es el arte de hacer una observación sin ganarse un enemigo» —le amonestó Eisennhorn—. Sir Isaac Newton.

—Carezco de enemigos —masculló Grissom—. Soy un maldito héroe, ¿recuerdas?

Eisennhorn consideraba a Grissom un amigo pero eso no quitaba el hecho de que fuera un hombre con el que era difícil congeniar. Profesionalmente, el contralmirante proyectaba la imagen perfecta de un oficial de la Alianza: despierto, duro y exigente. Estando de servicio, se conducía con un aire de feroz determinación, confianza inquebrantable y control absoluto que inspiraban lealtad y entrega entre sus tropas. Sin embargo, en el plano personal, podía ser temperamental y arisco. Las cosas no habían hecho más que empeorar desde que lo empujaran de manera tan visible al ojo público como un icono que representaba a toda la Alianza. Al parecer, tantos años siendo el blanco de las miradas habían transformado su áspero pragmatismo en un pesimismo cínico.

Eisennhorn esperaba que fuera a comportarse agriamente durante el viaje —el contralmirante nunca se había mostrado partidario de esta clase de representaciones públicas—. Pero el humor de Grissom estaba siendo especialmente sombrío, incluso para él, y el capitán comenzó a preguntarse si no estaría ocurriendo algo más.

—¿No has venido hasta aquí sólo para pronunciar un discurso ante la clase de graduación, verdad? —preguntó Eisennhorn, manteniendo la voz baja.

—Sólo necesitas conocer lo esencial —respondió Grisson, en tono brusco, suficientemente alto como para que el capitán pudiera oírlo—. No necesitas saber más. —Y unos segundos después añadió—: No quieras saber más.

Los dos oficiales compartieron un minuto de silencio, simplemente observando la estación que se aproximaba por la portilla.

—Admítelo —dijo Eisennhorn, confiando en disipar así el desolado humor del otro—. Ver Arturo rodeado por toda la flota de la Alianza es un espectáculo impresionante.

—La flota no parecerá tan impresionante una vez esté dispersa a lo largo de unas cuantas docenas de sistemas solares —replicó Grissom—. Somos muy pocos y la galaxia es condenadamente grande.

Eisennhorn tuvo que admitir que probablemente nadie fuera más consciente de ello que Grissom.

La tecnología de los proteanos hizo que la sociedad humana avanzara cientos de años, lo que le permitió conquistar el Sistema Solar. Pero hizo falta un descubrimiento aún más sorprendente para abrirse a la inmensidad del espacio más allá del Sol.

En el 2149, un equipo de investigación que exploraba los márgenes más alejados de la expansión humana cayó en la cuenta de que Caronte, un pequeño satélite en la órbita de Plutón, no era en realidad una luna. Era, de hecho, una inmensa pieza de tecnología proteana inactiva. Un relé de masa.

Flotando durante decenas de miles de años en las frías profundidades del espacio, había acabado recubierta de un caparazón de hielo y restos helados con un grosor de varios cientos de kilómetros.

Esta revelación en particular no cogió completamente por sorpresa a los expertos de la Tierra; los archivos de datos recuperados en el búnker de Marte mencionaban la existencia y el propósito de los repetidores de masa. En otras palabras, los repetidores de masa eran una red de puertas interconectadas que podían transportar una nave de un repetidor al siguiente recorriendo en un instante miles de años luz. La teoría científica subyacente a la creación de los relés de masa quedaba aún fuera del alcance de los principales expertos de la Humanidad. Pero a pesar de no ser capaces de construir uno ellos mismos, los científicos lograron reactivar el repetidor durmiente que habían encontrado.

El relé de masa era una puerta que podía hacer accesible toda la galaxia… o conducir directamente al corazón de una estrella abrasadora o de un agujero negro. No sorprendió a nadie que se perdiera el contacto con las sondas de exploración que se enviaron a través de él, teniendo en cuenta la idea de que eran transportadas instantáneamente a miles de años luz de distancia. Al final, el único modo de conocer realmente qué había en el otro lado era enviar a alguien; alguien dispuesto a desafiar a lo desconocido y enfrentarse a los peligros y retos que aguardaban ahí, cualesquiera que fueran.

La Alianza escogió cuidadosamente a una tripulación de hombres y mujeres valientes: soldados dispuestos a arriesgar sus propias vidas, individuos preparados para afrontar el último sacrificio en nombre del descubrimiento y el progreso. Y para dirigir a este equipo eligió a un hombre de reputación excepcional y entereza incuestionable, alguien de quien sabían que no vacilaría frente a la incalculable adversidad: un hombre llamado John Grissom.

A su afortunado regreso a través del relé de masa, todos los miembros de la tripulación fueron saludados como héroes, pero los medios de comunicación eligieron a Grissom —el imponente y solemne comandante de la misión— para convertirlo en el abanderado de la Alianza mientras la Humanidad avanzaba con rapidez hacia una nueva era de descubrimientos y expansión sin precedentes.

—Independientemente de lo que haya ocurrido —dijo Eisennhorn, esperando todavía poder arrancar a Grissom de su sombrío estado de ánimo—, debes creer que podemos lidiar con ello. ¡Ninguno de los dos hubiera podido imaginar jamás que fuéramos a conseguir todo esto en tan poco tiempo!

Grissom resopló con sorna.

—De no ser por los proteanos no habríamos hecho una mierda.

Eisennhorn meneó la cabeza. Aunque el descubrimiento y la adaptación de la tecnología proteana habían hecho accesibles todas estas grandes posibilidades, fueron las acciones de gente como Grissom las que transformaron la posibilidad en realidad.

—Si he logrado ver más lejos, ha sido porque he subido a hombros de gigantes —replicó Eisennhorn—. Sir Isaac Newton también dijo eso.

—¿A qué viene esa obsesión con Newton? ¿Acaso es un pariente tuyo, o qué?

—De hecho, mi abuelo rastreó la genealogía de nuestra familia y…

—En realidad no quería saberlo —refunfuñó Grissom, cortándole.

Casi habían llegado a su destino. La estación espacial de Arturo dominaba ahora toda la ventana, tapando el resto. La plataforma de acoplamiento se oscureció ante ellos, un enorme boquete en el reluciente casco del exterior de la estación.

—Debería marcharme —dijo Grissom, con un suspiro de cansancio—. Querrán verme bajar por la pasarela tan pronto como aterricemos.

—Ten paciencia con esos reclutas —sugirió Eisennhorn medio en broma—. Recuerda que apenas son unos chavales.

—No he venido hasta aquí para encontrarme con una pandilla de chavales —respondió Grissom—. He venido a buscar soldados.

Lo primero que hizo Grissom al llegar fue exigir una habitación privada. Tenía previsto dirigirse a la clase de graduación a las 14:00. Durante las cuatro horas que restaban hasta entonces, había planeado realizar entrevistas personales a un puñado de reclutas.

Los peces gordos de Arturo no se esperaban su petición pero hicieron lo posible por satisfacerla. Le prepararon una pequeña habitación amueblada con un escritorio, una estación de trabajo y una sola silla. Grissom se sentó tras el escritorio y revisó las fichas del personal por última vez en el monitor. La competencia para ser admitido en el programa de entrenamiento para especialistas N7 de Arturo era feroz. Cada recluta de la estación había sido escogido cuidadosamente de entre los mejores chicos y chicas que la Alianza podía ofrecer. Pero el puñado de nombres que aparecían en su lista destacaba del resto de la élite. Incluso aquí, sobresalían por encima de la multitud.

Llamaron a la puerta. Dos golpes firmes y rápidos.

—Adelante —gritó el contralmirante.

La puerta se abrió deslizándose y el teniente segundo David Edward Anderson, el primero en la lista de Grissom, entró. Recién salido del adiestramiento, ya había sido ascendido al rango de oficial subalterno; echando un vistazo a su ficha era fácil entender el porqué. La lista de Grissom estaba ordenada alfabéticamente, pero de acuerdo con sus calificaciones en la Academia y las evaluaciones de sus oficiales de adiestramiento, probablemente su nombre habría figurado al principio de la lista de todos modos.

El teniente era un hombre alto, de metro noventa y dos, según su ficha. Con veinte años y de complexión fuerte —su amplio pecho y los hombros anchos y cuadrados aún estaban acabando de formarse—, tenía la piel de un color marrón oscuro y el pelo negro al rape conforme a los reglamentos de la Alianza. Sus facciones, como las de la mayoría de los ciudadanos de la sociedad multicultural de finales del siglo XXII, eran una mezcla de diversos rasgos raciales, predominantemente africanos, aunque Grissom creyó poder percibir también persistentes indicios de ascendencia centroeuropea y amerindia.

Anderson atravesó la habitación con paso elegante, se detuvo justo frente al escritorio y permaneció en posición de firmes mientras saludaba rápida y formalmente.

—Descanse, teniente —ordenó Grissom, devolviéndole instintivamente el saludo.

El joven hizo lo que se le ordenaba, relajando la postura para permanecer con las piernas separadas y los brazos cruzados por detrás de la espalda.

—¿Señor…? —preguntó—. ¿Puedo…? —A pesar de ser un oficial subalterno haciéndole una petición a un contralmirante, hablaba con confianza; no había indecisión en su voz.

Grissom frunció el ceño antes de asentir con la cabeza para indicarle que continuara.

Aunque apenas se podía discernir el acento regional, la ficha indicaba que Anderson había nacido y crecido en Londres.

Su acento neutro se debía probablemente al resultado de la exposición intercultural a través de la educación electrónica y las redes de información combinadas con una constante avalancha de vídeos y música: entretenimiento planetario.

—Contralmirante, sólo querría expresarle el gran honor que supone conocerle en persona —informó el joven. No estaba siendo ni adulador ni efusivo, cosa que Grissom agradecía; en realidad, simplemente estaba afirmándolo—. Recuerdo haberle visto cuando tenía doce años en las noticias tras la expedición a Caronte. Fue entonces cuando decidí que quería alistarme en la Alianza.

—¿Joven, pretende usted hacerme sentir viejo?

Anderson, creyendo que se trataba de una broma, esbozó una sonrisa, pero la mirada furiosa que Grissom le lanzó hizo que ésta se desvaneciera.

—No, señor —respondió, con la voz aún firme y segura—. Tan sólo quise decir que usted es una inspiración para todos nosotros.

Supuso que el teniente tartamudearía, balbuceando alguna clase de disculpa, pero Anderson no se ponía nervioso tan fácilmente. Grissom tomó un rápido apunte en la ficha.

—Teniente, veo que aquí dice que está usted casado.

—Sí, señor. Con una civil. Vive en la Tierra.

—Yo estuve casado con una —le explicó Grissom—. Tuvimos una hija. Hace doce años que no la veo.

La inesperada revelación personal hizo que Anderson se quedara momentáneamente perplejo.

—Yo… Lo siento, señor.

—Mantener unido un matrimonio cuando se está de servicio es un infierno —le advirtió Grissom—. ¿No le parece que cuando salga para una misión de seis meses, preocuparse por su mujer, allá en la Tierra, se lo hará todo más duro?

—Quizá lo haga más fácil, señor —replicó Anderson—. Está bien saber que hay alguien esperándome en casa.

No había rastro de ira en la voz del joven, pero estaba claro que no pensaba dejarse intimidar, aun cuando estuviera hablando con un contralmirante. Grissom asintió y tomó otra nota en su ficha.

—¿Sabe por qué programé esta reunión, teniente?

Tras meditarlo seriamente por unos instantes, Anderson negó con la cabeza.

—No, señor.

—Hace doce días una escuadra partió de expedición desde nuestro puesto de avanzada en Shanxi. Se dirigían hacia una región inexplorada del espacio desde el repetidor de masa Shanxi-Theta. Dos buques cargueros y tres fragatas. Allí contactaron con una especie alienígena. Creemos que se trataba de algún tipo de escuadra de patrulla. Sólo una de nuestras fragatas logró regresar.

Grissom acababa de lanzarle una bomba al joven, pero la expresión de Anderson apenas cambió. Su única reacción fue abrir más los ojos.

—¿Proteanos, señor? —preguntó, yendo directo al grano.

—No lo creemos —dijo Grissom—. Tecnológicamente, parecen estar al mismo nivel que nosotros.

—Señor, ¿cómo podemos estar seguros?

—Porque las naves que partieron de Shanxi al día siguiente para entrar en combate con ellos tuvieron suficiente potencia de fuego para aniquilar a la patrulla entera.

Anderson se quedó boquiabierto antes de respirar profundamente para recobrar la calma. Grissom no se lo reprochó; hasta el momento, estaba impresionado por lo bien que el teniente había manejado la situación.

—¿Alguna represalia por parte de los alienígenas, señor?

El chico era listo. Su mente trabajaba deprisa, analizaba la situación y avanzaba hasta las cuestiones relevantes en tan sólo unos pocos segundos.

—Enviaron refuerzos —le informó Grissom—. Tomaron Shanxi. Todavía no tenemos más datos. Los satélites de comunicación no funcionan; tan sólo tuvimos noticia de ello porque alguien consiguió enviar una nave de comunicación no tripulada justo antes de que Shanxi cayera.

Anderson asintió para mostrar que comprendía, pero a continuación permaneció en silencio. Grissom se alegró de comprobar que el joven tenía la paciencia de darse el tiempo para procesar la información. Era demasiada como para ser asimilada de golpe.

—Nos envía a combatir, ¿verdad, señor?

—El mando de la Alianza debe tomar esa decisión —dijo Grissom—. Lo único que puedo hacer es aconsejarles. Por eso estoy aquí.

—Contralmirante, creo que no lo comprendo.

—Teniente, en toda acción militar no hay más que tres opciones posibles: combatir, retirarse o rendirse.

—¡Pero no podemos dar la espalda a Shanxi! ¡Debemos luchar! —exclamó Anderson. Y un segundo después, recordando con quién estaba hablando, añadió—: Con el debido respeto, señor.

—No es tan sencillo —aclaró Grissom—. No existe ningún precedente; jamás nos hemos enfrentado a un enemigo así. No sabemos nada sobre ellos.

»Si agravamos este incidente hasta llegar a una guerra contra una especie alienígena, no hay manera de predecir cómo acabará. Puede ser que tengan una flota mil veces mayor que la nuestra. Podríamos estar a punto de iniciar una guerra que culminara con la aniquilación total de la raza humana —Grissom hizo una pausa enfática, dejando que asimilara sus palabras—. ¿De verdad cree que deberíamos asumir ese riesgo, teniente Anderson?

—¿Es una pregunta, señor?

—Teniente, el mando de la Alianza quiere mi consejo antes de tomar una decisión, pero no seré yo quien esté en primera línea librando una guerra. Usted fue cabeza de pelotón durante su adiestramiento N7. Quiero saber qué opina. ¿Cree que nuestras tropas están preparadas para esto?

Anderson frunció el ceño, pensando largo y tendido antes de responderle.

—No creo que quede otra elección, señor —dijo escogiendo sus palabras con cuidado—. La retirada no es una opción. Ahora que los alienígenas saben de nosotros no van a quedarse de brazos cruzados. Al final, o bien tendremos que luchar o bien rendirnos.

—¿Y no cree que rendirse pueda ser una opción?

—No creo que la Humanidad pudiera sobrevivir subyugada a un dominio alienígena —replicó Anderson—. Vale la pena luchar por la libertad.

—¿Incluso si perdemos? —insistió Grissom—. Soldado, esto no se reduce únicamente a lo que usted está dispuesto a sacrificar. Les provocamos y ahora esta guerra podría dirigirse a la Tierra. Piense en su mujer. ¿Está dispuesto a arriesgar su vida en nombre de la libertad?

—No lo sé, señor —fue su solemne contestación—. ¿Está usted dispuesto a condenar a su hija a llevar una vida de esclava?

—Ésa es la respuesta que andaba buscando —señaló Grissom, asintiendo rápidamente—. Si contamos con suficientes soldados como usted, Anderson, puede que, después de todo, la Humanidad sí que esté preparada para esto.