La explosión en el corazón de la refinería tuvo exactamente el efecto que Saren esperaba. El pánico y el caos se adueñaron de la planta. Las alarmas hicieron que la gente huyera hacia las salidas, desesperados por escapar de la destrucción. No obstante, mientras todo el mundo corría hacia fuera, Saren se adentraba cada vez más, avanzando contra la marea de la multitud. La mayoría de la gente no reparaba en él, centrándose únicamente en su propia huida desesperada.
Debía actuar deprisa. La explosión que había desencadenado sólo había sido la primera de una reacción en cadena que provocaría que los depósitos de mineral fundido se recalentaran. Cuando hicieran erupción, toda la maquinaria del núcleo de procesamiento ardería en llamas. Las turbinas y los generadores se sobrecargarían, concatenando una serie de explosiones que reducirían la planta entera a escombros candentes.
Escrutando a la multitud, al fin Saren encontró lo que estaba buscando: un pequeño grupo de mercenarios de los Soles Azules fuertemente armados moviéndose juntos como un todo. Al igual que Saren, ellos también se encaminaban hacia las profundidades de la planta.
Lo único que tenía que hacer era seguirles.
—¿A qué estamos esperando? —gritó Qian, casi histérico. Sostenía una pequeña maleta de metal que agitaba frenéticamente frente al rostro de Edan. Dentro de ella había una memoria flash que contenía todos los datos que habían reunido a lo largo del proyecto. ¡Todo lo que necesitamos está aquí! ¡Vayámonos!
—Aún no —dijo el batariano, intentando permanecer tranquilo a pesar de que el zumbido de las sirenas era tan alto que apenas podía oír sus propios pensamientos—. Espera a que lleguen nuestros escoltas —sabía que la explosión en el núcleo era algo más que una simple coincidencia y no pensaba salir corriendo hacia una trampa. No sin sus guardaespaldas.
—¿Y qué pasa con ellos? —gritó Qian, señalando a los dos mercenarios que permanecían nerviosamente de pie fuera de la puerta de la habitación en la que habían estado ocultándose desde el ataque a Sidón.
—No bastan —respondió Edan—. No pienso correr ningún riesgo. Esperaremos al resto de…
Sus palabras fueron interrumpidas por un sonido de disparos proveniente de la otra sala que se confundió con las alarmas y los gritos de los guardias. A esto siguieron unos segundos de silencio y entonces una figura desconocida apareció por la puerta.
—Me temo que su escolta no va a llegar —dijo el turiano.
A pesar de que jamás se había cruzado con este hombre, Edan le reconoció al instante.
—Yo le conozco —afirmó—. Usted es Saren, el espectro.
—¡Fue usted quien hizo esto! —chilló Qian, apuntando un dedo tembloroso hacia Saren—. ¡Todo esto es culpa suya!
—¿Va a matarnos ahora? —preguntó Edan. Sorprendentemente, no tenía miedo. Fue como si desde el principio hubiera sabido que llegaría este momento. Y ahora que la muerte se cernía sobre él, sentía una extraña sensación de calma.
Pero el turiano no les mató. En lugar de eso, hizo una pregunta.
—¿En qué estaban trabajando en Sidón?
—¡En nada! —gritó Qian, apretando la maleta de metal contra su pecho. ¡Es nuestra!
Edan reconoció la expresión de los ojos de Saren. Él mismo había construido toda su fortuna sobre los mismos impulsos: la voracidad, el deseo y el ansia de poseer.
—Ya lo sabe —susurró al comprender la verdad—. Aunque no todo. Justo lo suficiente para que quiera saber más —una débil sonrisa se asomó por sus labios. Había una posibilidad de que pudiera salir de ésta con vida.
—¡Cállese! —le gritó Qian—. ¡Nos la quitará!
—No lo creo —contestó Edan, hablando más para Saren que para el delirante científico—. Nosotros tenemos algo que él quiere. Necesita mantenernos con vida.
—Pero no a los dos —advirtió Saren.
Algo en su tono de voz traspasó el velo de locura de Qian.
—Me necesita —insistió en un insólito momento de lucidez—. Usted necesita mi investigación. Mis conocimientos —hablaba deprisa, asustado y desesperado. Sin embargo, no estaba claro si le espantaba más la muerte o perder la ocasión de continuar con su obsesiva investigación—. Sin mí nunca podrá comprenderlo. No averiguará el modo de liberar su poder. ¡Soy esencial en el proyecto!
Saren levantó la pistola, la apuntó directamente hacia el humano que no dejaba de balbucear y volvió la cabeza hacia Edan.
—¿Es eso cierto? —preguntó al batariano.
Edan se encogió de hombros.
—Tenemos copias de toda su investigación y yo tengo a mi propio equipo estudiando el artefacto. Qian es brillante pero se ha vuelto… imprevisible. Creo que ha llegado la hora de buscarle un sustituto.
Las palabras no habían acabado de salir de su boca cuando Saren disparó. Qian se quedó tieso, perdió el equilibrio y se desplomó de espaldas con un único agujero de bala en la frente. La maleta metálica cayó de sus manos haciendo ruido al golpear el suelo, pero el interior acolchado protegió la memoria flash del impacto.
—¿Y qué hay de usted? —preguntó el espectro, apuntando con la pistola al batariano.
Cuando creyó que no habría esperanzas de poder sobrevivir, Edan permaneció tranquilo y se resignó a su destino.
Pero ahora que había visto una posibilidad de salir con vida, el arma que apuntaba en su dirección le hizo estremecer de miedo.
—Sé dónde está —respondió—. ¿Cómo piensa encontrarlo sin mi ayuda?
Saren movió su cabeza en dirección a la maleta metálica.
—Probablemente haya algo ahí dentro que me indique lo que necesito saber.
—Yo… yo tengo recursos —tartamudeó Edan, esforzándose por encontrar otro argumento capaz de detener la mano del verdugo—. Gente. Poder. Dinero. El coste del proyecto es astronómico. Si me mata, ¿cómo piensa financiarlo?
—No es la única persona con dinero e influencias —le recordó el turiano—. Puedo encontrar a otro financiero sin salir siquiera del Margen.
—¡Piense en cuánto tiempo y esfuerzo le he dedicado a esto! —dijo inesperadamente—. ¡Si me mata, tendrá que empezar desde cero!
Saren se quedó en silencio, aunque movió ligeramente la cabeza a un lado, como si estuviera tomando en consideración lo que el batariano acababa de decir.
—No tiene ni idea de lo que este artefacto es capaz —continuó Edan, insistiendo en su argumento—. La galaxia nunca ha visto nada igual. Incluso con los archivos de Qian, no encontrará a nadie que pueda embarcarse en el proyecto y reanudar el trabajo en el proyecto. Yo he estado implicado desde el comienzo. Tengo una comprensión esencial de lo que nos ocupa. Nadie más en toda la galaxia puede ofrecerle lo mismo.
Por la expresión que había en el rostro del turiano era obvio que éste aceptaba el argumento de Edan.
—Si me mata, no sólo perderá mi apoyo financiero, sino también mi experiencia. Puede que encuentre a otro que patrocine el proyecto, pero eso le llevará tiempo. Si me mata, tendrá que empezar otra vez desde el principio. No va a malgastar tres años de mi trabajo de campo sólo para poder tener la satisfacción de dispararme.
—No me importa esperar unos cuantos años más —respondió Saren, mientras apretaba el gatillo—. Soy un hombre muy paciente.
Kahlee y Anderson seguían en el interior del edificio principal de la refinería cuando se produjo la segunda explosión. La detonación se originó cerca de los depósitos de procesamiento de mineral fundido del núcleo; un géiser de líquido ardiente entró en erupción en el corazón de las instalaciones y salió disparado hacia el cielo hasta alcanzar una altura de trescientos metros. La columna incandescente subió en forma de hongo, desplegándose e iluminando la noche antes de caer en picado en forma de una lluvia mortífera al rojo vivo por encima de todo lo que había en un radio de medio kilómetro.
—¡Sigue corriendo! —gritó Anderson, forzando la voz para que Kahlee le oyera por encima de las agudas alarmas. Las dos primeras explosiones ya habían debilitado estructuralmente la planta, y seguro que habría más—. ¡Debemos salir fuera antes de que este sitio se derrumbe sobre nosotros!
Anderson iba a la cabeza, agarrando el fusil de asalto con una mano y, con la otra, la muñeca de Kahlee mientras arrastraba a la debilitada joven junto a él. Salieron de la planta y corrieron hacia la cerca del perímetro. El teniente escudriñaba frenéticamente la zona a su alrededor en busca de señales de persecución.
—¡Dios mío! —jadeó Kahlee, deteniéndose en seco y obligando a Anderson a hacer lo mismo. Echó un vistazo hacia atrás y la vio con la vista clavada en la distancia. Se volvió para seguir su mirada y entonces susurró una breve oración para sí.
Todo el campo estaba en llamas. Protegidos por el techo y las paredes de la refinería, los dos humanos habían estado a resguardo de la avalancha de mineral fundido. Los que estaban fuera de la planta —hombres, mujeres y niños en los campos de trabajo— no tuvieron tanta suerte. Todos los edificios parecían estar ardiendo; un feroz muro de llamas naranja les rodeaba en círculo.
—Nunca podremos atravesarlo —se quejó Kahlee, desplomándose en el suelo, derrotada por el agotamiento y la fatiga.
Una nueva explosión sacudió las instalaciones. Anderson echó una mirada hacia atrás y vio que ahora la planta también estaba ardiendo. A la luz de las llamas podía ver cómo el humo ennegrecido salía lentamente por las ventanas: nubes químicas tóxicas desatadas por la destrucción.
—¡Aguanta! —gritó Anderson, levantándola por los hombros—. ¡Podemos lograrlo!
Kahlee meneó la cabeza. Pudo verlo en sus ojos: después de todo por lo que ya había pasado desde la destrucción de Sidón, al final, esto era demasiado para ella. No le quedaban fuerzas; finalmente se había abandonado a la desesperación.
—No puedo. Estoy demasiado cansada —dijo, desplomándose a tierra de nuevo—. Déjame.
No podía acarrearla durante el resto del camino; tenían que ir demasiado lejos. Y, con ella descansando sobre su espalda, temía no poder moverse con la suficiente rapidez para atravesar el campo de trabajo envuelto en llamas sin que ambos murieran abrasados.
Kahlee no se había alistado para servir en el frente de batalla. Ella era una científica, una intelectual. Pero todos los soldados de la Humanidad pasaban por el mismo adiestramiento básico; antes de ser parte de la Alianza debían soportar meses de extenuantes sufrimientos físicos. Les enseñaban a entregarse hasta el límite de sus fuerzas y más allá. Y cuando sus cuerpos amenazaban con desfallecer por el agotamiento y la fatiga, debían encontrar el modo de continuar. Tenían que atravesar las barreras mentales que les inhibían y exigirse más de lo que nunca imaginaron que fuera posible.
Era un rito iniciático, un vínculo compartido por cada hombre y mujer del Ejército de Sistemas de la Alianza. Les unía y les daba fortaleza; les transformaba en símbolos vivientes: una manifestación en carne y hueso del indómito espíritu humano. Anderson sabía que ahora tenía que aprovecharse de ello.
—¡Maldita sea, Sanders! —le gritó—. ¡No se atreva a dejarme tirado! ¡Su unidad se retira, así que levante el culo y póngase en marcha! ¡Es una orden!
Como buen soldado, Kahlee respondió a sus órdenes. De algún modo se puso otra vez en pie, con el arma aún en sus manos, y rompió a correr lenta y pesadamente: la voluntad forzaba a su cuerpo a hacer lo que su mente le decía que no era capaz de hacer. Anderson la miró durante unos segundos para asegurarse de que no perdiera el equilibrio y llevó el paso por detrás, emparejándolo con el de ella mientras corrían hacia el humo, los gritos y las llamas que llegaban de los edificios que tenían en frente de ellos.
El campo de trabajo se había convertido en el mismo Infierno. El rugido de las llamas ascendía de la conflagración para confundirse con los alaridos de dolor y los llantos de lamento ocasionados por el terror y la pérdida. La horrorosa cacofonía se entremezclaba con la ocasional y estruendosa explosión de otra detonación proveniente de algún lugar en el interior de la planta.
Nubes negras y grasientas rodaban por encima de los tejados y hacia el suelo mientras el fuego saltaba de edificio en edificio y devoraba al campo entero, que por aquel entonces era una única estructura. El calor, que parecía un ente con vida propia, les agarraba y les cogía de las extremidades, rozándoles la piel con sus abrasadoras zarpas mientras pasaban a su lado. El humo acre les picaba en los ojos y penetraba en sus pulmones, asfixiándoles a cada respiración. El empalagoso hedor de la carne quemándose estaba por todas partes.
Los cuerpos, muchos de ellos de niños, yacían esparcidos por las calles. Algunos eran víctimas del mineral fundido que había llovido sobre ellos; cáscaras carbonizadas extendidas sobre los charcos burbujeantes de su propia carne derretida. Otros sucumbieron al humo o a las llamas y sus cadáveres estaban enroscados en posición fetal mientras sus músculos y tendones ardían y se arrugaban. Y otros, pisoteados por la estampida de aquellos que intentaban escapar, tenían las extremidades rotas y retorcidas en extraños y grotescos ángulos; los rostros machacados bajo los descuidados pies del prójimo hasta ser una papilla ensangrentada.
Pese a todos los combates que había resistido, pese a todas las batallas que había librado y pese a todas las atrocidades de guerra que había presenciado de primera mano, nada había preparado al teniente para los horrores que vio durante el resto de su huida de la refinería. Sin embargo, no había nada que pudieran hacer por las víctimas ni ninguna ayuda que pudieran prestarles. Lo único que podían hacer era bajar las cabezas, agacharse y seguir corriendo.
Durante la huida desesperada, Kahlee tropezó y cayó varias veces, sólo para esforzarse valerosamente cada vez que Anderson tiraba de ella para ponerla en pie. Y por algún milagro, lograron salir del Infierno con vida… y llegar justo a tiempo para ver cómo Saren introducía una pequeña maleta de metal en la parte trasera del todoterreno.
El turiano les miró sorprendido y, bajo el resplandor del fuego del campo en llamas que había detrás de ellos, Anderson hubiera jurado haber visto al espectro frunciendo el ceño. Saren permaneció en silencio mientras entraba en el vehículo y, por un segundo, Anderson pensó que Saren iba a marcharse dejándoles allí.
—¡Entrad! —gritó el turiano.
Puede que fuera la visión de los dos rifles de asalto automáticos que seguían llevando. O puede que temiera que alguien descubriese que les había abandonado. A Anderson le traía sin cuidado: estaba contento de que el turiano les hubiera esperado.
Ayudó a Kahlee a entrar en el vehículo y se subió junto a ella.
—¿Dónde está Edan? —preguntó mientras el motor arrancaba.
—Muerto.
—¿Y el Dr. Qian? —quiso saber Kahlee.
—También está muerto.
Saren puso en marcha el todoterreno y las ruedas levantaron pequeños trozos de grava y arena al arrancar. Anderson se dejó caer contra el asiento. Todos los pensamientos sobre la pequeña maleta de metal desaparecieron de su mente mientras se rendía frente el agotamiento extremo.
El todoterreno salió volando hacia la noche, dejando la siniestra escena de muerte y destrucción tras de sí cada vez más lejos.