Al igual que hiciera Anderson antes que él, Saren entró en la refinería a través de una puerta de emergencia que había en uno de los pequeños edificios anexos de dos pisos. Pero mientras que el teniente había ido por el edificio de mantenimiento, en el extremo más occidental de la misma, Saren entró por el almacén de envíos, situado al este. Y, a diferencia de su homólogo humano, no se molestó en disfrazarse.
Un par de estibadores le vieron entrar, mostrando primero sorpresa y luego miedo al ver a un turiano armado con un pesado rifle de asalto. Una veloz ráfaga del arma de Saren acabó con sus vidas antes de que tuvieran la ocasión de gritar pidiendo ayuda.
El espectro avanzó deprisa por el almacén hacia el edificio principal. Una vez más, a diferencia de Anderson, él sabía exactamente a dónde iba. Se dirigió a los niveles inferiores de la refinería, donde los depósitos de roca y mineral ricos en elemento cero se fundían y las impurezas de bulto se eliminaban de la superficie hirviente. El líquido fundido era entonces conducido por un oleoducto hasta una enorme centrifugadora para separar el precioso eezo. Por el camino mató a tres empleados más.
Cuando pasó junto a unas señales en la pared en las que ponía «acceso restringido», supo que estaba acercándose a su destino. Dobló una esquina y tiró de una puerta con la indicación «sólo personal autorizado» pintado sobre ella. Un muro de aire caliente y brumoso salió de dentro, haciendo que le escocieran los ojos y los pulmones. En el interior había media docena de ingenieros dispersos sobre unas pasarelas construidas alrededor y por encima de unos enormes depósitos de fundición y del gigantesco núcleo del generador empleado para caldearlos. Estaban supervisando el proceso de refinamiento, vigilando el equipo para asegurarse de que operaba al máximo rendimiento y de que no se produjera un mal funcionamiento potencialmente mortal.
Los empleados llevaban auriculares para proteger sus oídos del constante estruendo de las turbinas que alimentaban el generador. Uno de ellos vio a Saren e intentó dar un grito de advertencia. Sus palabras, al igual que el ruido de los disparos del turiano al acribillarlos a todos, fueron engullidas por el rugido de las turbinas.
La carnicería duró menos de un minuto; si algo tenía el espectro, es que era brutalmente eficaz. Tan pronto como el último ingeniero murió, cayendo de la pasarela al depósito de mineral fundido que había veinte metros más abajo, Saren emprendió la siguiente fase de su plan.
Dentro de la refinería había demasiados escondites. Demasiados lugares en los que Edan podía protegerse tras un muro de mercenarios armados. Saren necesitaba algo que le hiciera salir. Unas cuantas cargas explosivas estratégicamente situadas desencadenarían una serie de catastróficas explosiones en el núcleo de la refinería, provocando una alarma general de evacuación en todo el complejo.
Saren acabó de montar las últimas municiones y se dirigió hacia los niveles superiores. Cuando estallaran las cargas, quería estar bien lejos de su radio de alcance.
Kahlee tenía hambre, sed y estaba cansada. Pero por encima de todo, estaba asustada. El krogan le había informado de que Qian vendría a verla dentro de unos días, pero eso fue todo lo que dijo. Entonces la arrastró hasta una sala de almacenamiento y la encerró dentro de un pequeño y oscuro reservado que había en la parte trasera. No había visto ni hablado con nadie desde entonces.
Era lo bastante lista para comprender lo que estaban haciendo. No sabía qué era lo que Qian quería, pero era obvio que estaban intentando quebrar su voluntad antes del encuentro. La habían dejado durante casi un día entero en el estrecho reservado, en completa oscuridad y sin agua ni comida. Ni siquiera había un cubo para que pudiera hacer sus necesidades; tenía que hacerlas en un rincón.
Después de dos o tres días así, Qian se presentaría con una oferta. Si la aceptaba, la alimentarían y le darían algo de beber. Si la rechazaba, la arrojarían de nuevo a la celda provisional e irían a por ella dentro de otros tres días.
Si se negaba una segunda vez, las cosas se pondrían, con bastante probabilidad, muy feas. En lugar de la inanición y el maltrato psicológico, pasarían a las torturas físicas propiamente dichas. Kahlee no tenía la menor intención de ayudar al Dr. Qian en ningún sentido, pero se sentía aterrorizada por lo que estaba por llegar. Lo peor de todo era saber que, al final, ganarían de todos modos. Podría llevar días, puede que incluso semanas pero, a la larga, los maltratos y las torturas la doblegarían y conseguirían de ella todo lo que quisiesen.
Durante las primeras horas de su confinamiento, buscó algún modo de liberarse, sólo para darse cuenta de que era inútil. Buscó a tientas en la oscuridad la puerta del reservado, pero estaba cerrada por la parte de fuera y habían retirado el pomo interior. Además, aunque consiguiera salir del reservado, casi con toda seguridad habría guardias esperándola al otro lado.
Ni siquiera podía librarse de ello suicidándose. No es que hubiera llegado aún a ese extremo, pero aquella habitación estaba completamente vacía: no había cañerías de las que pudiera colgarse ni nada que pudiera usar para cortarse o herirse. Consideró brevemente la posibilidad de darse golpes en la cabeza una y otra vez contra la pared, aunque así sólo conseguiría perder el conocimiento e infligirse un montón de dolor innecesario; algo de lo que sospechaba que ya habría más que suficiente en un futuro.
La situación era desesperada, pero Kahlee no se había abandonado aún a la desesperación total. Y entonces escuchó un ruido; un sonido más dulce que el cantar de los ángeles. El sonido de la salvación: los disparos de una automática al otro lado de la puerta.
Anderson abrió la puerta que los dos mercenarios habían estado custodiando de una patada. Tras ella se extendía una gran sala de almacenamiento. Habían sacado fuera todo el material del interior y, a excepción de una pequeña mesa y varias sillas, estaba vacía. Cuatro batarianos más de los Soles Azules estaban sentados alrededor de la mesa jugando a algún tipo de juego de cartas. Y, solo en un rincón, manteniéndose a distancia, estaba Skarr. Al igual que los hombres de fuera, ninguno de ellos llevaba puesto el blindaje corporal.
El krogan fue su primer blanco; un chorro de balas le alcanzó directamente en el pecho. Salió despedido hacia atrás con los brazos extendidos en cruz, de tal manera que su arma salió volando a través de la habitación. Golpeó el muro que tenía tras de sí, se deslizó por él y cayó boca abajo en el suelo, sangrando por demasiadas heridas como para poder contarlas.
Los mercenarios reaccionaron al repentino ataque volcando la mesa y dispersándose. Al ver que Kahlee no estaba en la habitación, Anderson se limitó a pulverizar la sala entera con balas. Los eliminó a todos antes incluso de que tuvieran ocasión de responder al fuego. No era una lucha justa u honorable: era una masacre. Teniendo en cuenta quiénes eran las víctimas, Anderson ni siquiera sintió remordimientos.
Después de que cesaran los disparos se fijó en una pequeña puerta que había en la pared posterior. Probablemente tan sólo condujera a un reservado, pero estaba reforzada con placas de metal y cerrada con un pesado candado.
—¿Kahlee? —preguntó mientras atravesaba corriendo la habitación para golpear en la puerta—. ¿Kahlee, estás ahí? ¿Puedes oírme?
Del otro lado oyó su voz amortiguada que le llamaba.
—¿David? ¡David! ¡Por favor, sácame de aquí!
Probó de abrir el candado, pero no se movía. Consideró brevemente la posibilidad de volarlo, como había hecho anteriormente con la puerta del edificio de mantenimiento, pero le preocupaba que la explosión pudiera herir a Kahlee.
—Espera —le gritó—. Necesito encontrar la llave.
Echó un rápido vistazo por la habitación y sus ojos fueron a parar sobre el cuerpo del krogan, que yacía encogido en un rincón. Un espeso charco de sangre avanzaba por debajo de él, extendiéndose rápidamente por el suelo. Anderson sabía que, si había alguien en esta habitación tenía la llave, ése era Skarr.
Corrió hacia el cuerpo, dejó el arma en el suelo y agarró con ambas manos el hombro del krogan que estaba más alejado de sí, gruñendo por el esfuerzo necesario para darle la vuelta sobre la espalda. El pecho del krogan era un revoltijo de sangre espesa y espumosa; al menos una docena de balas le habían atravesado el dorso. Su ropa estaba empapada y pringosa a causa del cálido y oscuro fluido.
Haciendo una ligera mueca, Anderson alargó las manos para buscar en sus bolsillos. Los ojos de Skarr se abrieron de golpe y una mano del krogan salió disparada y le agarró del cuello. Con un rugido, la bestia se levantó y alzó al teniente del suelo con un brazo. El otro le pendía a un costado, ensangrentado e inservible.
¡No puede ser! —pensó Anderson, revolviéndose como un niño indefenso mientras la garra del krogan apagaba lentamente su vida—. Nadie puede sobrevivir a unas heridas como ésas. ¡Ni siquiera un krogan!
Skarr debió de ver la sorpresa en sus ojos.
—Vosotros los humanos tenéis mucho que aprender de mi gente —gruñó, mientras unos espumarajos ensangrentados le brotaban por los labios al hablar—. Es una lástima que no vayas a vivir para poder contárselo.
Anderson pataleaba y se agitaba, pero el krogan le mantenía a un brazo de distancia y las extremidades del primero eran demasiado cortas para poder alcanzar el cuerpo de su oponente. En lugar de eso aporreó con los puños el enorme antebrazo de Skarr. Sus intentos no hicieron sino provocar una risa burbujeante en el krogan.
—Deberías de estar contento —le dijo el cazarrecompensas—. Tendrás una muerta tranquila. No como la chica.
De repente, en algún lugar en las profundidades de la refinería, una enorme explosión sacudió la habitación. En el remate de las paredes aparecieron unas grietas inmensas, y varias tejas cayeron al suelo. El suelo bajo sus pies se combó y se levantó, haciendo que Skarr perdiera el equilibrio. Anderson golpeó en ese instante su cuerpo y logró desprenderse de la garra del krogan, cayendo al suelo mientras intentaba respirar con dificultad.
Skarr se tambaleaba y daba bandazos, intentando mantenerse derecho. Pero estaba debilitado por la hemorragia, y el brazo inerte e inservible entorpecía su equilibrio. Cayó pesadamente al suelo a sólo unos metros de distancia de donde Anderson había dejado caer su rifle de asalto.
Ahora que se había librado de la garra del krogan, Anderson desenfundó la pistola y disparó. Pero no apuntó al krogan. Si una ráfaga de un fusil de asalto no había detenido a Skarr, un único disparo de pistola apenas le haría ir más despacio. En lugar de eso, Anderson apuntó al arma que estaba junto al krogan y le dio de lleno, haciendo que ésta resbalara por el suelo justo hasta quedar fuera del alcance del cazarrecompensas.
Las alarmas comenzaron a sonar por todo el edificio; sin duda, era una respuesta a la explosión. Aunque Anderson tenía preocupaciones más urgentes. Armado tan sólo con la pistola, sabía que necesitaba un disparo directo en la cabeza de Skarr para acabar con él. Pero el krogan se levantó de un salto y arremetió contra él antes de que tuviera la ocasión de apuntar correctamente.
La bala dio al krogan en el hombro que ya tenía paralizado, aunque éste siguió avanzando. Anderson se lanzó a un lado y rodó para apartarse de su camino mientras el krogan aullaba de rabia, evitando por poco haber sido mortalmente pisoteado.
Sin embargo, ahora Skarr se interponía entre él y la puerta, bloqueando así cualquier posibilidad de escapatoria. Anderson retrocedió hasta el rincón y levantó el arma de nuevo. Pero fue unas fracciones de segundo demasiado lento, y el krogan le dio con un rápido impulso biótico que hizo caer la pistola de su mano y casi le partió la muñeca.
El krogan sabía que el humano, desarmado, no tenía nada que hacer contra él y avanzó lentamente. Anderson intentó hacer una finta y echarse a un lado, confiando en tener la oportunidad de coger alguna de las armas que estaban en el suelo. Pero el krogan era astuto y, a pesar de las heridas y de la hemorragia, fue lo bastante rápido como para cortarle el paso por la habitación y acorralar al teniente en un rincón del que no había escapatoria.
El impacto de la explosión había lanzado a Kahlee dando tumbos por la oscuridad. Se golpeó la cara contra una pared que no había visto, perdió un diente y se partió la nariz. Cayó al suelo y se llevó las manos al rostro herido, notando el sabor de la sangre que corría por su barbilla.
Y entonces reparó en un pequeño resquicio de luz que se filtraba por el borde de la puerta. La explosión debió de desencajarla de las bisagras. Ignorando el dolor provocado por las heridas, se puso en pie de un salto y retrocedió hasta notar la pared que había detrás de ella. Dio tres pasos firmes y se lanzó contra la puerta con el hombro por delante.
Los daños producidos en el marco debieron de ser importantes porque la puerta cedió al primer intento y Kahlee acabó despatarrada por la habitación que estaba tras ésta. Aterrizó sobre el mismo hombro que había usado para derribar la puerta, dándose un fuerte golpe contra el suelo. Se dislocó el hombro y una sacudida de dolor le recorrió el brazo. Al incorporarse, después de todas las horas que había pasado en la más absoluta oscuridad, tuvo que protegerse los ojos por la repentina claridad de la habitación.
—¡Kahlee! —Oyó que gritaba Anderson—. ¡Coge el arma! ¡Dispárale!
Medio ciega por culpa de la luz, entornó los ojos y se arrastró a tientas por el suelo, rodeando el cañón de un rifle de asalto con las manos. Tiró de él y agarró la empuñadura mientras una enorme sombra se cernía sobre ella.
Actuando por instinto, apuntó y apretó el gatillo. Fue recompensada con el inconfundible sonido de un krogan rugiendo de dolor y la inmensa sombra desapareció.
Parpadeando sin cesar para intentar recuperar la visión, Kahlee apenas fue capaz de distinguir el perfil de Skarr, que se tambaleaba lejos de ella mientras se apretaba el estómago y la mirada con rabia e incredulidad.
Entonces Anderson apareció a la vista justo al lado del krogan. Apretó la pistola contra un costado del cráneo del krogan y disparó. Kahlee tardó unos instantes en apartar la vista; la visión de los sesos de Skarr saliendo disparados por el otro extremo de la cabeza y estampándose contra la pared sería una de las imágenes que probablemente la acompañarían hasta el fin de sus días.
Y allí estaba Anderson acuclillado en el suelo junto a ella.
—¿Estás bien? —preguntó—. ¿Puedes caminar?
Ella asintió.
—Creo que me he dislocado el hombro.
Anderson se quedó pensativo durante un instante y dijo:
—Siento lo que ha pasado, Kahlee. —Ella estaba a punto de preguntarle por qué cuando, de pronto, él la agarró de la muñeca y la clavícula y tiró con fuerza del brazo. Ella gritó de dolor y estuvo a punto de desmayarse mientras el hombro volvía a encajar en su sitio.
David estaba ahí para cogerla y que no cayera.
—Cabrón —farfulló, flexionando los dedos para intentar desentumecerlos—. Gracias —añadió un segundo después.
La ayudó a ponerse en pie y fue sólo entonces cuando reparó en todos los otros cadáveres que había en la habitación. Anderson permaneció en silencio; simplemente le pasó el rifle de asalto de uno de los hombres muertos y agarró el suyo.
—Mejor que los cojamos —le dijo al recordar la sombría advertencia de Saren sobre la posibilidad de tener que disparar a civiles—. Recemos para que no tengamos que usarlas.