VEINTE

Ninguno de los dos hombres habló durante el largo paseo nocturno a través del desierto. Saren estaba tras el volante, mirando fijamente hacia delante por el parabrisas del todoterreno mientras Anderson estudiaba los planos de la refinería. Esperaba ver algo que pudiera darle alguna pista sobre el lugar en el que tenían retenida a Kahlee, aunque había demasiados sitios que pudieran haber convertido en una prisión provisional para ella. En lugar de eso, se concentró en intentar memorizar el esquema general para poder orientarse rápidamente una vez estuviera dentro.

Al cabo de una hora pudieron ver una débil luz en la distancia; las luces de la refinería resplandecían en la oscuridad. Las instalaciones tenían dos turnos de día y dos de noche, cada uno de ellos con casi doscientos operarios; la producción de eezo era continua las veinticuatro horas del día. Para acomodar a tan gran necesidad de mano de obra, las refinerías proporcionaban comida y alojamiento gratuitos a los empleados y a sus familias en los campamentos de trabajo adyacentes: construcciones prefabricadas montadas en un círculo cada vez más amplio alrededor de una alambrada de tela metálica que protegía a la refinería en sí.

Estaban a sólo unos pocos cientos de metros de los lindes del campo de trabajo cuando Saren detuvo el todoterreno.

—Caminaremos desde aquí.

Anderson tomó un apunte mental sobre dónde habían aparcado el vehículo; una vez que encontrara a Kahlee tendría que hallar el camino de vuelta en medio de la oscuridad. Si se perdía, dudaba que Saren se molestara en ir a buscarle.

Cogió su pistola, aunque dudó antes de coger su rifle de asalto. La pistola llevaba puesto un silenciador, pero el rifle de asalto era ruidoso; una ráfaga con él y todos sabrían que estaba allí. Además, era mucho más fácil escoger los blancos con una pistola que con un arma automática.

—Lo necesitarás —le aconsejó Saren, notando su indecisión.

—La mayor parte de la gente de esta planta no son más que simples trabajadores —contestó Anderson—. Ni siquiera irán armados.

—Edan está trabajando con los mercenarios de los Soles Azules. Allí dentro, también te toparás con muchos de ellos.

—No me refería a eso. Estoy algo preocupado por la posibilidad de disparar accidentalmente a civiles inocentes.

Saren se rio cruel y mordazmente.

—Humano, ¿sigues sin comprenderlo, verdad? La mayoría de los operarios de estos campos poseen armas de fuego. Esta refinería representa su medio de vida. No son soldados, pero, una vez que suenen las alarmas, intentarán protegerla.

—No hemos venido aquí para destruir la planta —objetó Anderson—. Lo único que tenemos que hacer es coger a Qian, a Edan y a Kahlee y salir de aquí.

—Ellos no lo saben. Cuando oigan las sirenas y las balas creerán que la planta está sufriendo alguna clase de ataque terrorista. No podrás ser selectivo con tus objetivos cuando la mitad de ellos estén corriendo a tu alrededor cegados por el pánico y la otra mitad te esté disparando con sus pistolas. Si quieres salir de esta misión con vida —añadió Saren—, es mejor que estés dispuesto a disparar a civiles si se cruzan en tu camino. Porque ellos van a estar más que dispuestos a dispararte.

—Una cosa es la necesidad, ¿pero cómo puedes ser tan frío en lo que respecta a asesinar a gente inocente? —preguntó, con incredulidad.

—Práctica. Mucha práctica.

Anderson agitó la cabeza y cogió el rifle de asalto, aunque se prometió a sí mismo no usarlo a menos que fuera absolutamente necesario. Lo plegó y lo encajó en el hueco de su blindaje en la espalda, justo por encima del cinturón. Después, se enfundó la pistola en el hueco de la cadera, de donde podría cogerla fácilmente en caso de necesidad.

—Nos dividiremos —dijo Saren—. Yo me dirigiré hacia el Este. Tú ve en sentido contrario.

—Me prometiste una ventaja de treinta minutos antes de que tú entraras —le recordó Anderson, con voz severa.

—Tendrás tus treinta minutos, humano. Pero si no estás aquí en el todoterreno cuando vuelva, me marcharé sin ti.

Anderson avanzó rápidamente a través de la oscuridad hacia los lindes del campo de trabajo. Aunque era de madrugada, el lugar bullía de actividad. Debido a los turnos escalonados de la refinería, siempre había gente que acababa de salir del trabajo o que estaba a punto de empezar. El campo era como una pequeña ciudad. Alrededor de unas mil familias vivían allí: maridos, mujeres e incluso niños se arremolinaban por las calles, saludándose entre ellos con la cabeza y prosiguiendo su vida cotidiana.

Con tanta gente alrededor, a Anderson le resultó fácil confundirse entre la multitud. Se puso un abrigo largo y amplio para cubrir el blindaje corporal y disimular las armas. Y, aunque la mayoría de los empleados de la refinería eran batarianos, había muchas otras especies entre la muchedumbre, incluidos humanos, por lo que no llamó demasiado la atención.

Se apresuró a través del campo, abriéndose paso entre la multitud y saludando ocasionalmente con la cabeza al pasar junto a alguno de sus congéneres humanos. Caminaba con zancadas largas y rápidas, manteniendo un paso ligero mientras avanzaba hacia la cerca que rodeaba los terrenos protegidos de la refinería. Sabía que el tiempo corría, pero si se lanzaba a la carrera seguro que atraería la atención.

Atravesó el campo en cinco minutos. Las construcciones que alojaban a los operarios formaban un anillo distribuido uniformemente alrededor de toda la refinería, aunque nadie quería vivir confinado justo contra la cerca de seguridad metálica. El linde interior del campo terminaba a unos cien metros largos de ésta, dejando una amplia franja de tierra desierta y sin iluminación ocupada sólo por algunos inodoros dispersos.

Anderson mantuvo el paso ligero hasta que estuvo lo bastante lejos de las luces para evitar ser visto. Cualquiera que le hubiera descubierto por casualidad desapareciendo en la oscuridad supondría que se dirigía a los lavabos sin pensárselo dos veces.

Cuando estuvo a salvo, fuera de la vista, se puso un par de gafas de visión nocturna y rompió a correr hasta llegar a la cerca. Utilizando una cizalla cortó un agujero lo bastante grande para poder entrar por él. Antes de pasar a rastras, se deshizo del largo abrigo que sólo le hubiera estorbado. Una vez que estuvo al otro lado, desenfundó la pistola, confiando en no tener que usarla.

De ahí en adelante, la misión iba a ser más complicada. Ahora estaba en una zona restringida. Había pequeñas cuadrillas de seguridad patrullando por los terrenos del interior del perímetro de la valla; en caso de que le vieran, o bien le dispararían o bien darían la alarma. Sin embargo, esquivarles no iba a ser demasiado difícil. Mucho antes de que estuvieran lo bastante cerca para poder descubrirle, vería el resplandor de sus linternas en la tierra.

Avanzando con cautela por el terreno, se acercó hasta un rincón de la refinería. El complejo era enorme: en el centro, un edificio principal de unos cuatro pisos albergaba la planta de procesamiento primaria. A cada lado se habían construido unas cuantas estructuras menores de dos pisos para alojar el almacenamiento, los envíos, la administración y el mantenimiento, que era el destino de Anderson.

Al llegar al edificio anexo de mantenimiento se dirigió hacia la pequeña puerta contra incendios, en la esquina trasera. Estaba cerrada, aunque únicamente con una simple cerradura mecánica y no con uno de esos sistemas de seguridad electrónicos, mucho más caros. Una planta de refinería en medio del desierto estaba interesada por lo general en limitar los hurtos ocasionales; no estaban construidas con el propósito de prevenir operaciones de infiltración.

Anderson colocó un pequeño pedazo de explosivo adhesivo en la cerradura, dio un paso atrás y disparó con la pistola a la masilla. Explotó con un agudo estampido y se produjo un destello deslumbrante que reventó la cerradura. Esperó a ver si el ruido provocaba alguna reacción, pero al no escuchar ninguna abrió la puerta y entró.

Se encontró junto a las taquillas de los empleados. La habitación estaba vacía; era la mitad de un turno y los empleados estaban ocupados realizando labores de mantenimiento. En un rincón había una gran cesta de ropa sucia con ruedas llena de monos manchados de los mecánicos. Estuvo rebuscando hasta que encontró uno que le quedaba bien sobre el blindaje corporal y se lo puso. Tuvo que quitarse la pistola y el rifle de asalto; no quería tener que buscar a tientas bajo el mono para cogerlas en caso de necesitarlas. Se metió la pistola en el bolsillo grande de la cadera del mono. No desplegó el rifle de asalto, pero lo envolvió con una toalla grande que encontró en la lavandería.

Aunque el disfraz distaba de ser perfecto, le permitiría explorar la planta sin llamar demasiado la atención. Visto rápido y desde lejos, la mayor parte de la gente daría por sentado que era alguien del equipo de mantenimiento que se dirigía hacia alguna tarea y no le prestarían atención.

Se subió la manga del mono y echó un vistazo al reloj. Había perdido quince minutos. Debía darse prisa si quería encontrar a Kahlee y sacarla de allí antes de que Saren comenzara su misión.

Mientras esperaba en los alrededores del campo de trabajo, Saren echó un vistazo al reloj. Habían pasado quince minutos. A estas alturas, Anderson debía estar sin duda en alguna parte en las profundidades de la refinería; demasiado adentro como para regresar.

El turiano escondió las armas bajo un largo abrigo de manera bastante parecida a como lo hizo Anderson cuando quiso pasar desapercibido por el campo, se puso en pie y caminó hacia los edificios.

Ya había esperado suficiente. Había llegado el momento.

Anderson se desplazó por numerosos pasillos hasta pasar del edificio de mantenimiento a la refinería principal. Su corazón comenzó a latir con fuerza cuando vio al primer empleado dirigiéndose hacia él. Aunque la mujer batariana sólo le miró durante un instante, apartó la mirada y continuó, pasando por delante de él, sin decir palabra.

Se cruzó con varios empleados más mientras se dirigía arriba y abajo por los pasillos, pero tampoco ninguno de ellos le prestó atención. La frustración comenzó a crecer; no tenía tiempo para registrar todas las instalaciones. Supuso que estarían reteniendo a Kahlee en los pisos inferiores, pero iba a necesitar un poco de suerte si quería localizarla a tiempo.

Y entonces lo vio: una señal que indicaba «prohibida la entrada» junto al hueco de una escalera que bajaba hacia lo que, según recordaba por los planos, era una pequeña sala de almacenamiento de equipos. La señal estaba tan limpia que prácticamente brillaba; evidentemente, la habían colocado allí en los últimos días.

Bajó las escaleras deprisa. Al final de éstas había dos corpulentos batarianos, ambos marcados con un tatuaje de los Soles Azules en las mejillas. Parecían aburrirse. Estaban sentados en unas sillas con los hombros caídos, cada uno a un lado de una pesada puerta de acero y tenían los rifles de asalto apoyados contra la pared que había detrás de ellos. Ninguno de los guardias llevaba puesto el blindaje corporal, cosa comprensible, dado la naturaleza de su misión. Probablemente llevaban todo el día allí sentados y el blindaje corporal era pesado y caluroso. Llevarlo durante unas cuantas horas seguidas resultaba increíblemente incómodo.

Los guardias ya le habían visto, por lo que Anderson continuó caminando directo hacia ellos. Con un poco de suerte les habrían advertido de que estuvieran al acecho de un espectro turiano. Si era así, un humano con un mono de mantenimiento no les parecería demasiado amenazador.

Cuando alcanzó el pequeño rellano al final de las escaleras, uno de los mercenarios se puso en pie, dio un paso hacia delante y cogió el rifle de asalto, apuntándolo al pecho de Anderson. El teniente se quedó inmóvil. Estaba a menos de cinco metros; a una distancia tan cercana, era imposible que lograra sobrevivir si el mercenario apretaba el gatillo.

—¿Qué es eso? —preguntó el guardia, apuntando el cañón del arma para señalar hacia el rifle de asalto enrollado en la toalla que Anderson llevaba bajo el brazo.

—Unas herramientas. Tengo que mantenerlas secas.

—Pon el paquete en el suelo.

Anderson hizo lo que se le indicaba, dejando con cuidado el rifle de asalto en el suelo para asegurarse de que la toalla no se deslizara y dejara ver lo que se ocultaba debajo de ella.

Ahora que Anderson ya no llevaba nada que pudiera ser un arma, el guardia pareció relajarse y bajó el rifle.

—¿Qué ocurre, humano? —preguntó—. ¿Acaso no sabes leer batariano? —Esto provocó una risotada en su compañero, que seguía sentado en una silla con los hombros caídos.

—Necesito una cosa de la sala de equipamiento —respondió Anderson.

—No de ésta. Date la vuelta.

—Aquí tengo una nota de autorización —dijo Anderson, hurgando en sus bolsillos como si estuviera intentando extraerla de ellos. El batariano le observaba con una expresión de fastidiosa molestia, completamente ajeno a lo que estaba sucediendo, mientras Anderson empuñaba la mano alrededor del mango de la pistola y ponía un dedo sobre el gatillo.

El espacioso bolsillo del mono le permitió elevar el cañón de la pistola justo lo suficiente para alinearlo con el torso del guardia. Disparó dos veces, las balas rasgaron el tejido del mono y se alojaron en el estómago del mercenario.

El batariano, sorprendido, dejó caer el rifle, tambaleándose hacia atrás y apretando instintivamente los agujeros de su tripa. Se golpeó contra la pared y cayó al suelo resbalando lentamente por ésta mientras la sangre brotaba y se colaba por entre los dedos que mantenía presionados contra las heridas.

Su compañero, confuso, levantó la mirada; debido al silenciador, los disparos de la pistola sonaron apagados, como un débil zip-zip que probablemente ni siquiera debió de oír. Tardó unos segundos en darse cuenta de lo que había ocurrido. Ante la evidencia, fue a por su arma con una expresión de horror en el rostro. Anderson sacó rápidamente la pistola del bolsillo y disparó dos tiros a bocajarro sobre el pecho del segundo guardia. Quedó repantigado hacia un costado, cayó de la silla y se quedó inmóvil.

Anderson se volvió rápidamente hacia el primer guardia, que seguía sentado en el suelo con la espalda apoyada en la pared sin moverse.

—Por favor —suplicó el mercenario, suponiendo al fin en qué bando estaba Anderson—. Fue Skarr quien dio la orden de ejecutar a aquellos soldados de la Alianza. Yo ni siquiera quería matarles.

—Pero lo hiciste —respondió Anderson y entonces efectuó un único disparo entre los ojos del batariano.

Se quitó el mono, se enfundó la pistola en la cadera, desenvolvió el rifle de asalto, desplegándolo para ponerlo a punto y entonces abrió la puerta de una patada.